RODNEY CROWELL

Airline Highway

(New West Records, 2025)

La entradilla que escribió Mark Pelavin el pasado mes de agosto en su reseña del último disco de Rodney Crowell, Airline Highway, para Americana Highways (ya se me está llenando esto de highways) es oro puro y no puedo sustraerme a citarla para consideración del respetable. Viene a decir, con contundencia que suscribo de punta a cabo, que antes de que se inventasen lo del country alternativo y lo del country outlaw, y, por supuesto, la boba etiqueta de Americana, ya estaba ahí Rodney Crowell. El veterano songwriter, sigue diciendo Pelavin, sacó su primer álbum «el, a día de hoy, irónicamente titulado Ain't Living Long Like This (Viviendo así tengo los días contados) en 1978», esto es, una década antes del Copperhead Road de Steve Earle, dos décadas antes del Car Wheels on a Gravel Road (ya se me está llenando esto de roads) de Lucinda Williams, «y sus buenos trece años antes de que Tyler Childers naciera». Y, acto seguido, añade que Crowell no se ha puesto a huevear ni a ir en punto muerto, acomodado sobre las glorias pasadas, como les pasa a muchos que no tienen otra manera de medrar al perder fuelle, «y que su vigésimo lanzamiento de estudio (dependiendo de cómo se cuente) demuestra que sigue siendo vivaz, que sigue siendo convincente y que sigue descubriendo nuevos territorios creativos a mitad de su séptima década». En efecto, podría haber seguido haciendo el mismo disco que aquel hombrecillo sentencioso del que ya hablamos hace un par de años en la reseña del magnífico The Chicago Sessions, hubiese querido que Crowell grabase permanentemente, aquel pobre hombre de olor fuerte que, al verme comprar el Texas, me soltó a bocajarro (y sin que nadie se lo requiriese) que Crowell llevaba sin grabar un buen disco desde The Houston Kid, allá por 2001, y se quedó tan ancho (solo le faltó rascarse los huevos y olerse los dedos, detalle que apunté entonces y repito ahora). Pero, por fortuna, no es así. Por fortuna, Crowell sigue conservando la mirada de eterno adolescente, curioso y entusiasta, sigue estando al tanto de lo que suena y sucede por ahí fuera, y no reniega de lo nuevo, más bien lo fagocita y se lo lleva a su terreno. De ahí que el disco que hoy reseñamos, el disco de alguien que ya casi es un octogenario, suene tan fabulosamente potente, tan poco geriátrico, tan poco a carcamal adscrito a la pamplina esa de que cualquier tiempo pasado, o música, fue mejor. La vitalidad artística no es una cuestión de edad, sino, como muy bien apunta también Mark Pelevin al final de su reseña, de permanecer abierto a nuevas experiencias, nuevos colaboradores y nuevas formas de considerar las viejas verdades. «Después de tres cuartos de siglo, Rodney Crowell todavía encuentra nuevos caminos por recorrer.» La longevidad no tiene por qué ser excusa de claudicaciones. Probablemente, todo lo contrario. La vejez ha de abrir paso a una nueva libertad, la libertad del que ya no está para memeces, del que ya no tiene nada que perder, desatado de responsabilidades y cautelas, del que ya puede hacer lo que le da la real gana, sin miedo al descalabro. El propio Crowell lo ha dicho en algún sitio recientemente, siente que su actitud hacia el oficio ha evolucionado, su ambición ya no es ser popular, sino estar satisfecho con el trabajo que hace. Básicamente, divertirse. Y en ese cambio del ego a la alegría, que infunde cada pista, es donde se cifra el secreto de estas nuevas canciones. Y para ello ha sabido rodearse de talento fresco. De ahí la presencia luminosa de las hermanas Lovell (Larkin Poe), Charlie Starr (guitarrista de los Blackberry Smoke), Lukas Nelson y Ashley McBryde. Y así suena esto como suena, claro. La sofisticación literaria marca de la casa (e insisto en volver a recomendar su libro de memorias Chinaberry Sidewalks, que nos hace anhelar al inmenso novelista que pudiera haber sido), unida a la energía rockera y el country de los márgenes. Y es que Rodney Crowell sigue ahí, en las carreteras del corazón desgastado, esta vez, la Airline Highway, el segmento más meridional de la US 61, la histórica Blues Highway, hoy algo sórdida, que conecta Nueva Orleans con Baton Rouge. Dejándose en manos del joven productor Tyler Bryant (guitarrista de la banda Shakedown que, en su día abrió para los Black Crowes y Tom Petty & The Heartbreakers), y de la prodigiosa banda de músicos de Austin que ha reunido para la ocasión («este disco, básicamente, documenta mi enamoramiento de estos músicos»). Vivir el momento (y no en el pasado, como aquel cenizo maloliente de la tienda de discos, varado en la playa del 2001, como una ballena descompuesta), y sonreír abiertamente al cantar este verso de «Louisiana Sunshine Feeling Okay», con las armonías de las Larkin Poe: «No tengo dinero, pero tengo una canción / Y la cantaré a viva voz todo el día». Esa actitud, ese gozo, es este disco.