JEFFREY MARTIN

Thank God We Left The Garden

(Fluff & Gravy Records, 2023)

Seis años han pasado desde su anterior disco, aquel One Go Around de 2017 que ya reseñamos por aquí en su momento con absoluta devoción. Este Thank God We Left The Garden, su cuarto álbum de larga duración (y tampoco tan larga, once canciones y treinta y nueve minutos), editado por el mismo exquisito sello de Portland, Oregon, Fluff & Gravy Records (su listado de artistas es de primerísima división), se ha hecho esperar, la destilación ha sido lenta, pero la espera, como era de esperar, pues de esperar se trataba, ha merecido la pena, ¡y cómo! En el patio trasero de su casa, ubicada en un rinconcillo del suroeste de Portland, Jeffrey Martin se atrincheró en invierno para grabar este sosegado y potentísimo álbum. Largas noches desangradas en gélidos amaneceres, metido en la pequeña choza que él mismo se construyó, igual que construye sus canciones, a base de clavo y martillo, una choza de apenas dos metros por tres (grabado en La Choza, así consta en los créditos del disco). Y cuenta que lo que empezaron siendo unas demos que, más adelante, llevaría a un estudio decente para darles consistencia, se convirtieron en el álbum mismo. No precisaban de más consistencia que la que ya traían consigo, ni retoque ninguno (salvo en tres, a las que al final se sumaría sutilmente la guitarra eléctrica de Jon Neufeld, el hombre a cargo de las mezclas y la masterización). Lo cierto es que ahí estaban ya las canciones completas, sobrias, íntimas y verdaderas. Grabadas a lo vivo (y en vivo), en solitario, con dos micrófonos. A veces, tenía que contener el aliento a la espera de que se apagara el zumbido grave de un camión diésel que pasaba por la la calle ajetreada, a un par de manzanas. En las noches más frías (y los inviernos de Portland son mucho más inviernos que los inviernos de otros muchos sitios) planificaba la grabación atendiendo a los chasquidos del termostato de la estufa de aceite. Sostiene que había una cualidad que él solo sabría calificar de mágica en lo sonidos que comenzó a obtener en su choza con aquellos dos micrófonos de chichinabo. Lo que viene a demostrar que cuando se tiene (el talento), se tiene, y no se compra ni se simula con aparatitos prodigiosos y carisísimos (que muchas veces acaban por ser, más bien, un obstáculo para que la magia mane). Una receta afortunada, puramente fortuita, de tiempo y lugar, que hizo posible que su voz, su manera de tocar la guitarra y la propia configuración de las nuevas canciones, se fundiesen con la suerte de honestidad que él, desde que empezara en esto, siempre se ha preocupado de transmitir. Desde el anterior álbum que mencionábamos al principio, Jeffrey no ha parado de girar por Europa y Estados Unidos, hilvanando conversaciones de pueblo pequeño y barullo de ciudad grande. Suscribimos el credo del que se hacen eco sus textos promocionales. En un momento en el que la profundidad suele canjearse por lo instantáneo, en que los millonarios de la tecnología construyen cohetes para huir del planeta, en que la mirada de ojos apagados de la inteligencia artificial promete socavar nuestra existencia, y en que la desintegración de la cultura está alcanzando un nivel delirante de evidencia, el nuevo disco de Jeffrey Martin se siente como un antídoto esperanzador y radicalmente humano. Las canciones son cálidas, cercanas y reconfortantemente auténticas (qué mal, que lo auténtico, tras tanta tramoya, pose y simulacro, haya pasado a ser una cosa reconfortante, y no algo que se dé por sentado, lo que hablaría de un mundo sano y despoblado de gilipollas). Dice Martin, con su candor habitual (arrebatador) que tiene la sensación de que es ahora cuando está empezando a aprender a cantar. Que lleva siguiendo la consecución de este disco desde sus mas tempranas grabaciones. Que quería ver realmente hasta dónde podía llegar, de qué era capaz, solo él con la guitarra y poco más. Metido en un chamizo. Ni siquiera cree que haya sido una decisión consciente. Piensa que ha sido más bien una mera reacción a los tiempos que corren, a todo el desbarajuste que nos rodea. Y le corroía la necesidad de saber que, incluso en estos tiempos, la cosa podía seguir sosteniéndose con unos pocos ingredientes sencillos. Y se sostiene. Madre mía, si se sostiene. No es el pan cutre congelado que te vende el chino de abajo (y que elogias solo porque te lo da caliente, como si la mierda caliente fuese menos mierda). No. Es masa madre y horno de leña. Pan casero. Y así se siente. Sin prisa ni apremio. Harina, agua, sal y levadura. Sin inventos.