JESSE AHERN

Roots Rock Rebel

(Dropkick Murphys Partnership/Dummy Luck Music, 2023)

Lo dijo Jaime Wyatt por sus redes hace unos meses, y ni lo dudamos. En esta casa todo lo que dice Jaime Wyatt va a misa. ¿Y si te dice que te tires por el balcón? Pues también, madre querida, de cabeza, como un inglés ebrio en Mallorca. Si hay que desprestigiarse, se desprestigia uno y santas pascuas, que para eso se vive. Más aún si te lo sugiere Jaime Wyatt, bendita sea, aunque en esta ocasión lo que dijo fue menos comprometedor: «Ya estáis tardando en escuchar el nuevo disco de mi amigo Jesse». Y claro, ya digo, ni lo dudamos, hicimos «balconing» desde su recomendación a la piscina de este Roots Rock Rebel, en el que Jaime, por cierto, colabora junto a Ken Casey (cantante y bajista de los inmensos Dropkick Murphys) en el tercer corte del álbum, «The Older I Get». Y tras llegar a casa y escucharlo repetidamente, ya podemos decir que tenemos a Jesse Ahern en un altar. La cubierta no engaña. El disco es exactamente eso y suena a eso, sin afeites ni aderezos. Suena a tatuaje de un ancla en el ojo. Suena a Dorchester, a Boston y a clase obrera. Hablamos de la misma liga en la que militan los Dropkick Murphys, Chuck Ragan y Tim Barry, la liga de los hijos bastardos de Woody Guthrie, música de estibadores tatuados (sin necesidad de aprobación de ensayos premiados) y de cadena de montaje, música de manos callosas y empercudidas de grasa. Música que no se anda con remilgos ni cervezas artesanales, música de muelles y huelgas. De lesionarse y hacerse daño. De lucha irredenta y de probablemente perderlo todo, menos la dignidad (el disco, no en vano, lo produce Ted Hutt, productor de los Dropkick y de los Gaslight Anthem). Jesse creció escuchando música enfadada: Bob Dylan, Public Enemy, Beastie Boys y The Clash. La ciudad y los tiempos lo pedían. A los diecinueve empezó a escribir sus propias canciones, con cierto síndrome de impostor. ¿Quién le iba a decir que acabaría tocando con Chuck Ragan, sus queridos Dropkick Murphys y con Rancid? Aún ni él mismo se lo cree. Pero es un currante, y se lo ha ganado a pulso. Nadie le ha regalado nada. Y no se calla. Ni siquiera ahora, menos aún ahora, que es un hombre de familia. La lucha, si acaso, lejos de haberse atemperado, se ha vuelto más urgente, más desesperada. Fontanero sindicalizado, así empezó la cosa, en Quincy, Massachusetts, «la cuna del Sueño Americano», según se hace llamar. Y lo sudó fuerte con los Ramblin' Souls, la banda con la que se recorrió buena parte de los garitos de Boston entre 2002 y 2009 (tras su disolución, puta vida, llegarían a colar un tema en la serie True Blood, esa cosa tan de perdedores de triunfar siempre luego, cuando ya no). Y aún sigue trabajando en la construcción (porque hay tres niños a los que alimentar). Hace unos años se rompió la mano y tuvo que pasarse varios meses sin tocar. Valga este dato para subrayar que no nació con una flor en el culo (ni seguridad social). El andamio no perdona en «la tierra de los libres». Y este disco, en la tradición de los músicos callejeros, de la «vagabundia» estadounidense, es una llamada a la acción. Lleva veinte años haciéndolo, dando el callo y dejándose la piel, la voz del blue-collar estadounidense, agitando las conciencias (su primer EP, de nueve canciones, se titulaba Tales From de Middle Class, luego vendría el Searching for Liberty de 2016, que sonaría algo en la radio; le seguirían el My Truth and My Truth Only de 2018, tras cuya grabación se jodió la mano; el Bad Habits, en el que perpetra una versionaza del «Trapped» de Springsteen, y el Heartache and Love, ambos de 2022; los títulos casi hablan por sí mismos). Y, por fin, ahora, gracias, entre otras cosas, al empujoncillo de Jaime Wyatt y Ken Casey, la cosa parece que empieza a levantar cabeza. Es su primer disco con sello, después de los anteriores, que fueron todos autoeditados. Podemos decir que ha pasado de pantalla y que ya va a por el monstruo final. Ken Casey, a lo Rick Rubin con Cash, después de haber girado con él por Europa, se lo soltó sin tapujos: «Lo que tienes que hacer es buscarte un buen productor que te haga sonar como suenas en vivo, con esa misma fuerza, esa misma rabia, esa intensidad». Luego Tim Armstrong, de Rancid, se lo confirmó: «Haz un disco tú solo, sin banda, sin llenarlo de músicos, un disco que diga: “Ey, este soy yo y esta es mi guitarra. Y aquí os presento a mi armónica. Vamos allá”». No se necesitan máquinas más sofisticadas para matar fascistas. Eso, sumado a su brutal honestidad, la misma que destilan los Murphys desde que salieron del sótano de aquella barbería de Quincy, deja el guiso en su punto. Como regalo, ya en la recta final, una versión del «Strawman» de Lou Reed, que no puede sonar más demoledora, antes de poner la guinda con «I Believe», su particular catecismo: «Creo en la justicia y en tomar partido / Creo en la redención y en la gratitud / Creo en el mal y creo en el odio / En la tristeza y en llevar mi carga a solas // Creo en señalar a los malvados / Creo que aún quedan cosas buenas por hacer / Creo en los pocos elegidos / Y creo en ti». Gracias Jesse, y gracias Jaime por el soplo. Todo ayuda y contribuye. No pasarán.