DAVID QUINN

Country Fresh

(Soundly Music, 2022)

Un loco o un bobo errante. Así se definía en la canción que daba título a su primer disco, allá por 2018. De gustos sencillos. El sonido de un tren con destino al Sur; quedarse atrapado en medio de la lluvia; una mujer bonita llamándote por tu nombre; esas cosas de toda la vida, en el Medio Oeste. El olor de una temprana noche de otoño, unas cervezas cuando estás bien, tocar la guitarra bajo la luz de la luna y unas viejas botas que se ajusten como un guante. Un hombre de vida sencilla, de fantasear mucho y soñar despierto, un bobo errante, descerebrado, fuera de sus cabales. Y permanecer siempre fiel a eso. Contra viento y marea, bajo cualquier circunstancia. En el fondo, no más que otro glorioso agraviado por la sobreexposición a la música de John Prine siendo un crío, cuando su padre lo extenuaba en el tocadiscos de casa, durante toda la noche y a todo volumen, lo que acabaría contrariando a los vecinos y llevándole a él, un niño rockero, a abandonar la batería que tocaba de vez en cuando en efímeras bandas de blues y rock and roll, para dedicarse a la música de raíces. Luego vendría Townes. Al escucharlo por primera vez, se pasaría seis meses sin poder escribir una sola canción. ¿Para qué, si ya estaban esas? ¿Qué sentido tenía si ya no se podía crear nada mejor? El resplandor de aquellas canciones lo dejó ciego, pero por suerte recuperaría la vista. Fue catártico. De Guy Clark aprendería el oficio, la artesanía, la paciencia, la humildad. De la noche a la mañana, se vio convertido en un músico honkytonk de Chicago (una canción suya, «Long Time Gone» aparecería en el recopilatorio Too Late To Pray, Defiant Chicago Roots, editado por Bloodshot Records en 2019, un sello cuya desafortunada desaparición todos lamentaremos hasta el fin de los días –que tal y como va la cosa, podría ser mañana mismo–) y su primer disco lo graba en Nashville (después de divorciarse, vender –literalmente– todo lo que tenía y embarcarse en un viaje por carretera en el que escribió un montón de canciones), en los estudios Bomb Shelter, con Andrija Tokic, el estudio de moda por donde ya habían pasado los Alabama Shakes y Luke Bell, entre otros artistas de la nueva hornada. Los dos siguientes, el Letting Go (2019) y el Country Fresh que hoy nos ocupa, los grabaría en el Sound Emporium, también en Nashville, con Mike Stankiewicz de ingeniero. Para este último, después de la pandemia, Chicago ha quedado muy atrás. Después de grabar el Letting Go, David Quinn regresó a un Chicago con todo clausurado y, al cabo de una semana, decidió hacer las maletas y mudarse. Al fin y al cabo, nunca había sido muy de ciudad. Volvió a la zona rural de Indiana, a la casa que construyó el abuelo de su novia junto a un lago, cerca de su vieja granja familiar. Y empezó a escribir las canciones del nuevo disco nada más llegar, como si se le hubiese abierto una espita, combinándolo con las labores de peón de rancho, cuidando caballos. Y arreglando la casa para poder disponer de agua potable, aire acondicionado y otras comodidades. El nuevo material es más casero y reflexivo, una mezcla de nostalgia y de apreciación de los placeres simples de la vida, pan de maíz y chili, pescar, nadar, paseos en moto o bicicleta por sinuosos caminos conquistados por la maleza, la brisa, los colibríes…, «cosas que son fáciles de pasar por alto, hasta que te las quitan». Y todo sin plazos, sin presiones, sin conciertos a la vista. Aunque, en realidad, salió todo rodado, a borbotones. El parón no lo dejó varado en dique seco, no se dedicó a dar la tabarra por redes, tenía cosas que hacer (y talento). Música del Medio Oeste, lo que él mismo ha definido con la etiqueta de «black dirt country», bajo la que no duda en englobar a gente como John Prine, los Uncle Tupelo y los Bottle Rockets (tomando como referencia el «red dirt country», el country de Oklahoma y algunas zonas de Texas), una suerte de mezcla, una especie de crisol o colcha de retales, en la que se unen elementos de country, rock sureño, bluegrass y folk puro y duro. Y todo ello cocinado en esta ocasión en compañía de excelentes pinches como Milles Miller (batería de Sturgill Simpson), Laur Joamets (slide guitar de Drivin N’ Cryin), Micah Hulscher (pianista de Margo Price), Brett Resnick (pedal steel de Kacey Musgraves y Sierra Ferrell) y el inmenso Fats Kaplin (aquí a cargo del violín, el dobro, el banjo y la armónica). El resultado es extraordinario. Treinta y ocho minutos de música de currantes, música de gente que sabe lo que es mancharse las manos de barro negro y que no huele a ático cerrado, a música olvidada en el altillo, sino a country fresco, sin imposturas.