WILLI CARLISLE

Peculiar, Missouri

(Free Dirt, 2022)

Inmenso, de nuevo, Willi Carlisle en este, su tercer disco (contando el Too Nice To Mean Much de 2016, que todo el mundo parece obviar, por presuntuosa ignorancia, singularidad muy de la prensa musical de nuestros pagos, o simplemente por tratarse de un EP en directo, algo, por lo que se conoce, indigno de ser siquiera mentado, aunque en este caso contenga seis temazos originales, entre ellos el «Cheap Cocaine» que nos sedujo sin vacilación desde el señaladísimo día que vimos el vídeo que grabó en blanco y negro por las calles de Nola para los maravillosos rescatadores de Western AF). Del anterior álbum, To Tell You The Truth, ya dimos rendida cuenta en estas páginas hace un par de años. Todo lo allí señalado e intuido entonces, no hace sino confirmarse de manera apabullante en este Peculiar, Missouri que ya ha salido de la enojosa tundra de lo autoeditado y que le ha producido (exquisitamente) Joel Savoy (ingeniero ganador de un Grammy y músico cajún, para más inri) en Louisiana, para Free Dirt, un sello que no ha dejado de darnos alegrías desde su fundación, allá en 2006 (John Smith y Erica Haskell, benditos sean); sello, por cierto, en el que no podían tener mejor cabida las canciones de Willi Carlisle, teniendo en cuenta que la primera incursión de Smith & Haskell en el mundo de la edición discográfica, antes de montar su propio sello, fue una antología (antológica) del legendario Utah Phillips, uno de los héroes y referentes de Carlisle (de hecho, en el disco que hoy nos ocupa, hace una impecable versión de su «Goodnight Loving Trail»). Todo casa. Así que aquí lo tenemos de vuelta, como dijimos ya entonces, con todo su descacharrante sideshow de vendedor de elixires fraudulentos, ventajista, embaucador, cantor callejero, actor, cómico de la legua, creador de operetas e incluso malabarista (en las letras). De pícaro y de superviviente, en definitiva. El asunto no se ha dejado domar. Ya lo dice él mismo en las notas del disco: «mantente raro, mantente salvaje». Cuida y mima tu peculiaridad, tu condición de bizarro, porque es precisamente en lo aberrante que supone ser uno mismo y no otro cualquiera, donde reside la única fuente posible de originalidad y universalidad. No admitas copias ni afeites. Que lo que huele, huela. En ese sentido, el texto de Willi Carlisle es bastante revelador. Nadie quiere ser un «vagamundos». Por mucho alarde que se haga (el típico cantante folk con disfraz de mendigo y sombrero raro), todo el mundo desea dar con «un hogar.» Puede que se entienda mal, advierte, y no culparía a nadie por ello, al fin y al cabo, la mayor parte de las canciones del disco versan sobre viajar, sobre irse, sobre no llegar, pero añade una advertencia: son canciones sobre gente que no encaja, cuyo viaje no ha concluido, gente irresuelta. Y no «en construcción» porque quieran, sino porque no les queda otra: «el cocinero viejo en su carromato, el niño de pelo revuelto que duerme sobre la montura, los dos tipos que viven en una furgoneta, el poeta que anhela el beso de un general muerto». En las palabras de Carlisle identifica uno la «anatomía de la inquietud» de la que hablaba Bruce Chatwin, el malestar y el desasosiego que todos hemos sentido alguna vez, culos de mal asiento. Nos la merezcamos o no, dice Carlisle, esa inquietud nos alcanza y, con un poco de suerte (o todo lo contrario), nos sobrepasa. Uno se resigna o bien se lanza al desastre. Él dice que ha oído el eco centenario de innumerables migraciones, grabadas y olvidadas, «el spiritus mundi de los pinos de Arkansas», todos los cantores que nos precedieron, «los que forjaron nuestra miseria y nuestro deleite, ya fuera en el código genético o en microfilm». Todos procedemos de los alaridos (incesantes) de esos cabronazos. De sus canciones y sus eslóganes, que repetimos y aturdimos y revisamos y no queremos dejar de escuchar, permanentemente, ya procedan de los constructores de traviesas para el ferrocarril, de los maquinistas, de los quincalleros de las esquinas, del yodel de los vaqueros solitarios, del balbuceo de los archivistas, o de las abuelas que hablan de viejos amantes que llevan muertos desde ya ni se sabe. El disco rememora y honra a todos esos antepasados, desde la orfandad de la birria en que se nos ha ido quedando esto. A lo que solo se puede reaccionar con cierto grado de locura y de violencia (la locura y la violencia de la memoria activa –y activista–). Nada más punk que un folkie (no de los de salón, se entiende). «Conducimos dieciséis horas al día, nos destrozamos el cuerpo, desarraigamos continentes enteros en busca de amor, en busca de nuestro derecho humano más profundo». ¡Qué locura y qué violencia!, en efecto. Así que solo queda «echar espuma por la boca, bailar y cantar, y buscar en lo alto la estrella fugaz». Mantenerse raro, sí, en estado de extrañeza (peculiar, sí, como la ciudad del condado de Cass, en Missouri, que da título al disco), mantenerse salvaje y curioso. Alimentar esa locura. Para ello, Carlisle recuerda unos versos del poema «At a Window» de Carl Sandburg, cuyo fantasma le visita tras un ataque de pánico en un Walmart, o incluso el poema del gran e e cummings («Buffalo Bill») cuyos últimos versos se tatuaría Harry Crews en el brazo: «Búfalo Bill / muerto / que solía / montar un padrillo / plateado y suave como el agua / y romper unodostrescuatrocinco palomassimplementeasí / ¡Jesús! / Era un hombre apuesto / y quiero saber si / LE GUSTA SU MUCHACHO DE OJOS AZULES / SEÑOR MUERTE (en traducción de Borges y Bioy Casares)», séptimo corte del disco, con un banjo sin trastes y percusión de osamenta. Ayer mismo, la revista Holler, situó Peculiar, Missouri en el octavo puesto de los veinte mejores discos (americana, country, roots) del año. Poco me parece. Yo más bien lo acomodaría en el primer puesto del podio, mano a mano con el que reseñamos la semana pasada: mejor disco folk del año. Puro gozo. Bello y bizarro.