JAMES SCOTT BULLARD

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Full Tilt Boogie

(Big Mavis, 2018)

Hay un serie de hechos extraños que conviene señalar de antemano para que se puedan ir haciendo a la idea de a qué demonios suena, más o menos, este artefacto. La mayor parte de su infancia y su primera adolescencia fue un constante entrar y salir de hospitales a causa de la enfermedad de Chron (dolor abdominal, diarrea, incontinencia fecal, sangrado rectal, pérdida de peso y fatiga, ergo mucho blues). De canijo tuvo de niñera a la tía de Sugar Ray Leonard. Ha ejercido todo tipo de trabajos esporádicos: empleado en un videoclub (aclaración para «millenials»: un lugar físico, real, al que se acudía a alquilar películas –sí, pagando– que luego convenía devolver en el plazo fijado y convenientemente rebobinadas…), portero de garito, archivista de asesor fiscal, periodista y, aunque parezca mentira, ministro ordenado aconfesional. Su abuelo paterno fue «moonshiner» y su padre se ocupaba del «tráfico». Fue concebido en un motel de Nashville en el curso de un viaje en el que su padre fue a grabar una maqueta con el batería de Elvis Presley, D.J. Fontana. Trabajó una vez en un estudio de grabación como ayudante de ingeniero, dice que no aprendió nada y que en lugar de pagarle con dinero, cobró en horas de estudio que aprovechó para grabar las «demos» que acabarían formando parte de sus dos primeros discos en solitario. Fue actor durante un día en un capítulo de la serie Dawson’s Creek (a pesar de las ofertas de los estudios no ha vuelto a ejercer de actor, pero lleva ya un par de años perpetrando una película de terror, a velocidad de vértigo, y los que le conocen le describen como una especie de Rob Zombie sureño). Lideró en los años noventa del pasado siglo la banda de hard rock Crane, con la que llegaría a telonear a grupos como Creed, The Marvelous 3 y Big Wreck. Afirma que sus primeros recuerdos musicales son de tres artistas muy concretos: Elvis Presley (gracias mamá), Waylon Jennings (gracias papá) y Kiss (gracias hermanastro mayor). Al conocerse y descubrir que tenían unos cuantos amigos en común, Phil Anselmo intentó comprarle a Bullard unos CDs y unas camisetas. Ese mismo día Anselmo había tocado la fibra sensible de Bullard al ser sumamente amable con su hijo de once años, metalero de pro y, obviamente, fan de Pantera, así que, por supuesto, Bullard se lo regaló todo y selló su amistad con un contundente abrazo de oso. Hasta aquí los hechos extraños. Y solo para decir que a todo eso suena precisamente este glorioso Full Tilt Boogie. «Todas mis canciones tratan de tomar malas decisiones», dice Bullard. Ha habido rehabilitación de por medio (pensó que la sobriedad acabaría con su creatividad, pero no), y una larga lista de exnovias agraviadas que encuentran retazos de sus vidas en sus letras. En este nuevo disco destaca la aceptación de los viejos demonios y la responsabilidad por las malas decisiones. Puro country forajido, al fin y al cabo, porque la cosa va de eso. Una renuncia deliberada al material «pobre de mí» de sus anteriores trabajos. Se acabó lo de llorar. El corazón roto ha dado lugar a un demonio meditabundo. Más potencia y mucho más rock («demasiado rock and roll» para el country mainstream y «demasiado country» para el rock and roll mainstream, que se jodan). Una cabalgada más sucia, más atrevida, más embriagadora, sin concesiones a la galería. Carolina del Sur. «Crecí en pleno Sur rural –explica–. Y no pretendo que suene arrogante en absoluto, pero hay algo en ser del Sur que te hace "saber". Hay algo en los ríos y en la tierra que exuda expresión artística. Aquí nació el blues, se transformó en country y en bluegrass, y se entretejió con el góspel. Hank Williams, Little Richard, Elvis, Lynyrd Skynyrd, The Allman Brothers y Tom Petty han salido de aquí ¿Qué más pruebas se necesitan?». Letras pobladas de personajes marginales, moteros, vaqueros de rodeo y renegados. «Cuando cantas tienes que saber de qué estás hablando, de lo contrario la gente se dará cuenta». Candidato, desde ya mismo, a disco del año en el Rancho Dirty.

JOSHUA HEDLEY

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Mr. Jukebox

(Third Man Records, 2018)

La cosa se ha hecho esperar. Desde que lo descubrimos en aquel video de LR Baggs que presentaba a Joshua Hedley interpretando la emocionante «Weird Thought Thinker» en Nashville, TN, durante el Americana Music Festival del 2015 no habíamos vuelto a saber mucho de él. La crónica de un disco permanentemente anunciado. Poco sabíamos de sus peripecias (y no es que ahora sepamos mucho más). Que no estuvo sobrio hasta los 31 y que algo ocurrió entonces, que algo hizo clic y se puso a escribir canciones. Que era el violinista de Justin Townes Earle y de Jonny Fritz. Poco más. Los últimos versos de aquella canción, que desaparecen en la versión incluida en el álbum, ya constituían de por sí una auténtica declaración de principios: «Tengo a Willie y a Waylon/a Haggard y a Jones/a Lefty a Shaver y a Kristofferson/Dejar atrás las líneas blancas me recuerda a mi hogar/Y nunca estoy solo en la carretera». Eso sí, como ha dicho por ahí Dana Blaisdell: «Este hombre no solo canta, este hombre CANTA». Luego vino el Heartworn Highways Revisited de Wayne Price, la también muy demorada continuación del mítico documental de James Szalapski que nos voló a todos la cabeza (también al propio Joshua, como él mismo declara en la película supuso el descubrimiento demoledor de la existencia de Guy Clark y su «LA Freeway»). Si en aquella seminal película aparecía Townes Van Zandt en el cartel, como emblema de toda aquella generación de «outlaws», en esta segunda aparece Joshua Hedley, aún sin su esperado disco bajo el brazo. Al principio se le ve solo como uno más de los músicos que acompañan a Jonny Fritz en un estudio de grabación. Luego no vuelve a salir hasta el minuto 26, en una tienda de discos de Nashville, Fond Object Records (por si andan por allí, está en el 1313 de McGavock Pike). Es entonces, hablándonos de sus discos favoritos, cuando se apodera totalmente del documental. De nuevo salen a la luz los sospechosos habituales: Glen Campbell, Waylon y Willie, Jimmy C. Newman, Neil «Fuckin’» Diamond y, por supuesto, Guy Clark… Y de nuevo, la gestación de su «Weird Thought Thinker», ya casi al final interpretado junto a la fogata (con los versos no incluidos en la versión del disco). El caso es que, con todo su misterio, por las cosas que dice, por el respeto que transmite por los que le precedieron, casi acaba siendo el único que cae bien de todos los nuevos «outlaws» que salen en el documental. Sin pose ni afectación. Y, acto seguido, vuelve a desaparecer hasta la publicación, por fin, hace apenas un mes, de su esperadísimo álbum debut (ya casi una leyenda desde su lejana gestación): Mr Jukebox. Un emocionante acto de amor y respeto a la música country de toda la vida, pianos solitarios, violines, steel guitar… Basta reproducir sus propias palabras para definir lo que tenemos entre manos: «El country clásico es como un traje. En cerca de cien años, nada ha cambiado en los trajes para hombre. Lo clásico nunca pasa de moda. Una cosa no puede ser retrógrada si nunca ha dejado de llevarse». Puro años sesenta. Honky Tonk y jukebox. La vieja zarigüeya puede descansar tranquila en su tumba. Y queremos más.

CLAY PARKER

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Queen City Blues

(ASCAP Electric Wreck Music, 2017)

Este es un disco de irse con lo puesto. De no estar nunca donde se quiere estar. De querer estar siempre en otro sitio. De «Keep on truckin’» y Ramblin Jack. Los títulos de casi todas las canciones hacen referencia a ese malestar, a ese culo de mal asiento, a esa inquietud, a esa necesidad de que el cataclismo, si acaso, te encuentre en marcha. No ser jamás un blanco fácil por el puro y simple azar del movimiento. «On the Highway», «Hwy 61», «I wish I was in Walker», «Where it all should go», «Where I’m going to»… Todo es la consecuencia de aquel «andarás, fugitivo y errante, sobre la faz de la tierra» que le soltó el muy patitieso de Yavé al bueno de Caín en el Génesis 4, 12 (que muy a Su pesar fue en realidad una bendición: no quedar condenado al estéril e improductivo estatismo que inspira Su presencia). Rose Marie, la chica de Burnside, sin ir más lejos, la que «nunca se siente en casa», se marchó hace tiempo y no sabemos dónde estará ahora, si en Tennessee o en California, convertida en una estrella. Y quizá lo mejor sea no saberlo, para no encontrarla, para que pueda seguir siendo permanentemente el motivo fantasmal de nuestro viaje, la excusa perfecta para salir y no mirar atrás, para no quedar varados en «el sueño de su regreso» (de ningún regreso) y seguir siempre al volante de nuestros zapatos, «libres bajo la lluvia oscura». Porque, como decía R. L. Stevenson (y él sabía de lo que hablaba, porque cuando se varó se murió): «El gran asunto es moverse». La música folk es justamente eso. Movimiento. Correteo de banjo. Carretera y manta. Y, desde Baton Rouge, Clay Parker lo sabe o, mejor dicho, lo padece. Es salir a que ocurran cosas, es ir al encuentro de historias. Es colarse en trenes de mercancías y contarse/cantarse cuentos ebrios a la luz de una fogata bajo un puente. Música de temporeros y de, en efecto, fugitivos. Es, de nuevo, el sempiterno fantasma de Tom Joad. Woody Guthrie y toda su harapienta escolta de jubilosos vagabundos. El trote empieza en el segundo 0:23 de la primera canción de este maravilloso Queen City Blues (tercer disco en muy solitario de Clay Parker). Veintitrés segundos es lo que dura la quietud. Lo que dura sacudirse el polvo y ponerse a caminar para llevarse la soledad a cualquier otra parte, llevársela aunque solo sea para hacerla más llevadera. Y sí, lo que suena es puro Townes Van Zandt, ese mismo desarraigo y esa misma melancolía. Esa misma sutileza en las letras. Y añadir también que está grabado en Bogalusa, Louisiana, que en lengua de los indios choctaw quiere decir «agua oscura», en medio de bosques madereros; y eso, sea como sea, repercute. Blues rural y baladas que no se están quietas. Claro que a veces la soledad duele y Clay Parker se para y se junta de vez en cuando con Jodi James para reír y cantar a dúo. La dama y el vagabundo. Y si se les pregunta hasta cuándo piensan seguir colaborando, la respuesta de Parker no se hace esperar: «Hasta que las vacas regresen a casa», expresión arcaica cuyo origen se remonta a los inmensos pastizales de las Highlands de Escocia, de donde parecen proceder también sus baladas...

J.D. WILKES

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Fire Dream

(Big Legal Mess Records, 2018)

El disco te convida a imaginarte una barraca de feria volando en mitad de un temporal caribeño que acaba aterrizando justamente en un viejo vertedero de Kentucky. Y hay gente viviendo en la chatarra que se acerca a ver qué demonios es esa cosa demencial que ha caído del cielo. A eso es a lo que suena la última empresa en solitario del coronel J.D. Wilkes. En sus canciones sigue habiendo algo de sermón maníaco, de la locura gótico sureña de esa especie de predicador pentecostal desquiciado que le posee cada vez que se sube a un escenario al frente de sus Legendary Shack Shakers, aunque menos estridente y frenético. Más extraño. Aquí el ritmo es más de zombi lento. Hay fanfarria de bote de vapor que vaga sin que nadie lo pilote por las aguas pestilentes del río Mississippi, baile de granero y jamboree. Historias de hogueras y vodevil. Carromato y circo de freaks. Percusiones «clippity-clop», ritmo «oom-pah», vetas gitanas y arrebatos de tango oscuro, arrabalero, en los que se distinguen claras reminiscencias del Tom Waits de la época de Rain Dogs, Swordfishtrombones y Frank’s Wild Years. Hay navaja y tripa derramada sobre el suelo. Fulleros y ventajistas. El abuelo muerto en el desván. Un auténtico gabinete de curiosidades. Música vieja de los Apalaches, cajún, jazz primitivo y música isleña de los calveros suburbiales de los Creole. Hillbilly de bosque (hellbilly, mejor), blues turbio, contradanza de violín andrajoso y banjo. Y, por supuesto, vudú. Música espectral. Música de algo que acecha en la espesura para degollarte. Y en la compañía, bajo el mando de Jimbo Mathus (que últimamente anda metido en todo lo bueno), el Dr. Sick, de los Squirrel Nut Zippers y Matt Patton de los Drive By Truckers. Grant Britt, desde las páginas de nuestra Biblia, la revista No Depression, lo ha explicado de manera gloriosa y exquisitamente precisa, J.D. Wilkes es el Iggy Pop rústico de las zonas apartadas y remotas: «Coges a Iggy Pop, lo haces rodar sobre una parcela de marihuana y hongos, lo sumerges en una cuba de moonshine y, acto seguido, lo lanzas a un caldero hirviente de grasa de zarigüeya hasta que quede bien frito. Lo retiras de la grasa, lo colocas sobre un escenario y te apartas de él echando hostias».

WILLIE WATSON

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Folksinger Vol.2

(Acony Records, 2017)

«La alineación del grupo ha cambiado», dice Ketch Secor, de los Old Crow Medicine Show, «y ya no somos el mismo grupo que en 1998 partía para la reserva india de Dakota del Sur. No somos el mismo grupo de individuos que recolectaba uvas en el estado de Nueva York para poder llenar el tanque de gasolina y salir de la ciudad». Es cierto. Ya no son la banda que tocaba en la calle. Ya no paran su coche destartalado en Brooks Road, al sur de Louisville, esperando que los perritos calientes (pues no da para más) les aclaren la cabeza el tiempo suficiente para lograr hacer el resto del camino hasta la siguiente actuación en Bowling Green. Gill Landry se fue. Y también Willie Watson. Ahora los Old Crow son guapos y molones. Se han cortado el pelo. Y hacen cosas raras con cuestionables estrellas del pop (se ve que ahora sí da para más). Willie Watson estuvo desde el principio, hasta otoño del 2011, momento en que empieza la deriva del grupo hacia territorios inhóspitos (el Carry Me Back de los OCMS es su última contribución a la causa). Lo suyo siempre fue lo añejo y a lo añejo quiso volver, sin concesiones. Se crió escuchando los discos de su padre, Dylan y Neil Young sobre todo, también Lead Belly, pero lo que le voló la cabeza fue la mítica Harry Smith’s Anthology of American Folk Music, aquella colección que ocasionaría el resurgimiento de la música folk en los años cincuenta y sesenta. Cosa de banjos y violines. Guitarra Larrivée y banjo Gibson de cinco cuerdas. Música de los viejos tiempos. También es cierto que la cosa no se dispararía hasta que Kurt Cobain, con sus soberanísimos cojones, se marcó en el Unplugged aquellas versionacas de Lead Belly, «In the Pines» y «Where Did You Sleep Last Night». Eso lo cambió todo. Cosas así fueron el motor de los primeros OCMS. Tradición y punk. El viejo yo me lo guiso y yo me lo como. Carromato y manta. Y una vez solo, de nuevo en Brooks Road, es lo que Willie Watson quiere recuperar. Al principio duda, no sabe si montar otra banda de gitanos itinerantes. Compone algunos temas. En los bolos mezcla temas propios con viejas canciones tradicionales. Con estas últimas disfruta más. El público también. Vuelta a lo básico. Al polvo y a la penumbra. Lejos de los focos. Lejos del Country Music Channel (y demás círculos del infierno). Y para eso nada mejor que juntarse con dos viejos amigos, los que en su introdujeron a los OCMS en la escena de Nashville, Dave Rawlings y Gillian Welch, que no dudarán en producirle sus «gemas oscuras». Rawlings lo dice muy bien: «Willie es el único de su generación capaz de hacerme olvidar que estas canciones fueron cantadas antes». Con este Folksinger Vol.2 la cosa se confirma. Willie Watson sigue siendo el Cuervo Viejo del Show de la Medicina.

VIVIAN LEVA

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Time Is Everything

(Free Dirt, 2018)

Desde 1990, en New River Gorge, West Virginia, se celebra anualmente el Clifftop (Appalachian String Band Music Festival) y desde que Vivian Leva tiene uso de razón no recuerda haberse perdido ni una sola edición. Crecer en los Apalaches tiene sus consecuencias. Imposible esquivar el violín o el trote del banjo. El virus del bluegrass campa a sus anchas en el ambiente. Por allí se canta como se respira. Se canta como se tose. Se canta como se orina. Al final, es cierto: como no remes fuerte al oír un banjo entre los pinos, te pilla. En el fondo es ese profundo sentido de la comunidad, algo atemporal (pese a todos los persistentes intentos de caricaturizar a sus gentes), como si el tiempo se hubiese detenido en el porche de alguien. La inmortalidad era eso: una mecedora. Las viejas melodías rondan como niebla entre los árboles, casi pueden verse, con sus cornamentas de ocho puntas, y, claro, no hay rifle ni insecticida que pueda con ellas. Pero también es cierto que las nuevas generaciones han estado escuchando otras cosas (músicas e historias, en Clifftop, por ejemplo, se reúne gente de colinas muy distantes, incluso con océanos de por medio: Americana, Cajún, Celta, Swing, Bluegrass, Dawg y hasta Reggae) y el círculo no se rompe, es más, se fortalece. Y es que el pasado aprieta, pero no ahoga. No hay nada de lo que huir ni de lo que avergonzarse. Es la vieja ceremonia y no hay necesidad de ponerle la etiqueta de «neotradicionalista» para parecer más moderno y quedar bien en las cafeterías sin amargarle el cupcake a nadie. Porque por mucho que se oculte o se quiera maquillar, esa costra es la mordedura de la misma zarigüeya, la misma soledad y el mismo aislamiento. Canciones sobre todo de pérdida. De la implacabilidad del tiempo. El tiempo es todo, como dice el título de la canción que da nombre al disco, para lo bueno y para lo malo. Son Gillian Welch, Sarah Jarosz y los Mandoline Orange. Gente ahogada jubilosamente en el bluegrass pionero de gente como el mítico dúo que formaban Hazel Dickens y Alice Gerard, gente enfrentada a los mismos problemas, quizá con otra velocidad, quizá con otra munición, quizá con un «moonshine» menos venenoso, pero poco más que eso. Vivian, de niña, con tan solo nueve años, ya escribía canciones y tocaba con su padre en el prestigioso Carter Family Ford. Y pasar por ahí es como vacunarse contra la polio. Ese tatuaje ya no se borra. Y Vivian no se olvida de mencionarlo en los agradecimientos (en un sello, Free Dirt, que no pide permiso ni se anda con disculpas): da gracias a sus padres por enseñarle que la mejor música es la música honesta, y de eso precisamente, de honestidad, rebosa este disco. Música que ya estaba ahí, en la espesura, desde mucho antes de que se oyese el primer disparo de la Revolución Americana.

 

ANDERSON EAST

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Delilah

(Elektra Records, 2015)

Hay que agradecérselo a la iglesia baptista. Nunca nos cansaremos de ponderar lo mucho que le debe la historia de la música estadounidense a los pastores y los diáconos de la iglesia baptista, a las inmersiones bautismales en el río de turno. Ríos Tennessee y Cumberland en el caso de Anderson East, que es un claro ejemplo de tales bautismos. Claro que si naces en Athens, Alabama, lo cierto es que tienes poca escapatoria. Menos aún si tu abuelo es predicador, tu padre pertenece al coro de la iglesia y tu madre es la pianista. Casi con precisión matemática, por mucho que te apriete el cinturón bíblico, vas a tener todas las papeletas para acabar el día menos pensado en Nashville, de músico de sesión y técnico de sonido (porque de algún modo hay que pagar el alquiler y las cervecitas), mientras compones y tocas lo tuyo en noches interminables de micrófono abierto, no siempre en buenos garitos. Un EP de demos y un par de discos en sellos independientes antes de llegar al séptimo libro, el Libro de los Jueces, con este rasposo Delilah que hoy reseñamos, ya en un sello importante, con el que se inicia lo que podríamos llamar su «Gran Comisión»: «Cada cristiano debe ganar y discipular a otra persona» –y ya lo creo que nos ha ganado, vaya si nos ha ganado, ¡Aleluya!–, «como era normal que un profeta ungiera a su sucesor» (Mateo 28:19-20; Marcos 16:15-18; Hechos 1:8). Y todo sucede del modo más accidental. Esta vez habría que agradecérselo a las cervecitas, a su bienaventurado efecto diurético. Porque resulta que una noche Anderson East se sube al escenario del Bluebird Cafe, él solo con la guitarra y, al minuto de empezar la primera canción, se interrumpe, pide disculpas e informa al respetable que se está meando como un bendito. Baja del escenario y se dirige al servicio. El resto es historia. Así se forjan los héroes. Dave Cobb (productor de Jason Isbell, Sturgill Simpson y Chris Stapleton) estaba esa noche entre el público. Ya en los 60 segundos que había oído de la primera canción, antes de la urgencia súbita y la beatífica meada (qué alivio), identificó la personalidad arrolladora (y el inmenso talento) de uno de los suyos. Le sorprendió lo cautivado que tenía al público. Lo declararía después en una entrevista, refiriéndose a sus gloriosos producidos: «Creo que todos tienen esa cosa en común. La habilidad de entrar en una habitación, agarrar una guitarra y callar la boca a todo el mundo». A los pocos días estaban en los legendarios estudios FAME de Muscle Shoals grabando Delilah, como si fuese el año 1965, con una versión (la única del disco) de un tema medio sepultado de George Jackson, «Find 'Em, Fool 'Em, Forget ‘Em», que encontraron bicheando en los archivos. Un temazo descomunal (digno de la encarnación más «groovy» y desatada del primer Ray Lamontagne) por el que, con fe baptista ante el podio presidido por Otis Redding y Sam Cooke, Anderson East ya se ha ganado el Cielo y la Salvación Eterna. Amén (y tráete ya si eso otra cervecita).

 

 

LILLY HIATT

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Trinity Lane

(New West Records, 2017)

Este álbum, entre otras muchas cosas, es la consecuencia o el resultado de una mudanza. Es un barrio, en efecto, Trinity Lane, en East Nashville, al otro lado del río Cumberland. Y probablemente también sea una casa, la casa en la que al final, después de muchas fatigas, ha recabado. Más armazón que casa, en realidad, muy barata, con moqueta marrón y cerca del bosque, lo que está bien, porque le trae recuerdos de la granja donde se crió y porque siempre está bien ver árboles. El viaje hasta aquí no ha sido fácil; desengaño, abuso de alcohol a los veinte y la conciencia de haber sobrepasado ya la edad que tenía su madre, treinta y cuatro, cuando se suicidó no habiendo cumplido ella aún ni su primer verano. Normal que con el corazón roto, circunstancia que difícilmente admite turistas, se aparte del centro infecto de Nashville abriendo conciertos para el gran John Moreland, que también tiene un doctorado en rupturas y desengaños, y se instale en Trinity Lane (el disco y el barrio). La consigna es resistir, trabajar duro y no perder la fe (con la ayuda, como revela en créditos de su familia, sus amigos, Dios y su gato). Soledad creativa y un recién encontrado sentimiento de pertenencia, gracias a la idiosincrasia del vecindario. Compone con rabia. Y para ello encuentra un buen aliado. El aliado perfecto. Michael Trent, de Shovels and Rope, que de inmediato identifica Seattle y lo sureño de sus riffs, alguien que sabe muy bien como producir la rabia en su estudio Bees de Johns Island (Carolina del Sur). El resultado es algo arenoso y descarnado, lo que sale de conjugar sus raíces más tradicionales con Dinosaur Jr., los Creeders y los Pixies. Grunge, post-punk y Americana. Ella quiere, no, más que querer necesita rock. Saltarse las reglas y tirarse a la piscina, ¿qué coño a la piscina?, al mismísimo río Cumberland. Como ella misma dice, hay una extrañeza, echa de menos a las mujeres enfadadas de los noventa, las que expresaban ese lado de sí mismas a través de la música. Hace falta esa rabia. Más que nunca. Permitir esa rabia. Darle rienda suelta. Y exorcizar los demonios. Rabia y confrontación emocional con el pasado. De eso va Trinity Lane (el disco y puede también que el barrio). De rabiar y curarse. Y con esto concluyo la reseña, orgulloso de haber conseguido lo que me propuse al emprenderla, no decir que es Lilly es hija de John Hiatt… Mierda. Pues va a ser que no.

JARROD DICKENSON

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Ready The Horses

(Decca, 2017)

La cosa empieza en Texas, pero no le gusta Texas, no le gusta el sonido de Texas, hasta que se traslada a Brooklyn, con su The Lonesome Traveller. Entonces sí. Nostalgia de Texas, nostalgia del sonido de Texas. Y luego mucho viaje al Reino Unido, con su novia irlandesa de Belfast, hasta que lo pesca Decca y un tipo llamado David Lynch, que no es el David Lynch que te piensas, que tiene un estudio con una grabadora Atari Two Inch en Eastbourne (East Sussex), donde graban en cinta, nada de Pro Tools, sin red, sin colchón, sin muletas, todo en directo y sin mirar atrás, vieja escuela: guitarra, bajo, batería y teclados. Luego voces y vientos. Más suciedad, más R&B y más rock de los cincuenta que en sus tiempos de «viajero solitario», que pedía un folk seco, pedía John Steinbeck, polvo, sed y generosidad de las camareras, cuando se curtió y perdió los dientes de leche en el árido circuito de Nashville y Texas. Las canciones siguen contando las mismas historias, canciones de guitarra y garito, de gente que no atiende, de ruido de botellas, de parloteo incesante, de televisión puesta al fondo en un infecto canal de deportes y de sombrero dado la vuelta en el suelo para recibir la caridad, más bien la compasión, de los extraños (y a ser posible que el sombrero sea de JJ Hat Center, la mítica tienda de la Quinta Avenida, la sombrerería más vieja de Nueva York, ese Nueva York mítico que ojalá nunca desaparezca). Pero ahora hay Muscle Shoals y Stacks en la mezcla, y los primeros discos de Joe Cocker. Ahora, cuando se pone a componer en su apartamento, oye también un Hammond a lo lejos. Y trompetas. Ya no cabalga solo. Y hay más gente que escucha. Europa, dice, tiene eso. Respeto. Interés por las historias. Eso es que no ha venido a España. Porque en España no hay de eso. Aquí no se calla ni Dios. Aquí fanfarria, pandereta y postureo. Mucha clase, señor Dickenson. Nos quitamos el sombrero (de la tienda de la Plaza Mayor por el momento, que JJ Hat Center nos queda un poco lejos, pero al tiempo...).

GARY NICHOLS

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Field of Plenty

(Merrimack Records, 2017)

La cosa es irse. Estar un tiempo y largarse. Aunque estés bien, aunque todo te sonría, hay un momento en que es bueno decir basta, poner tierra de por medio y no mirar atrás. Y todo parece apuntar a que no hay nada mejor en este mundo que irse de los Steeldrivers, esa banda de bluegrass de Nashville con Grammy y prestigio. Claro que para irse antes hay que haber estado, que no es tontería, porque para estar hay que valer, o hacerse valer estando. Sin duda, algo tienen los Steeldrivers, porque todos los que se van brillan y brillan fuerte. Pasó primero con Chris Stapleton, que adujo que dejaba la banda porque quería dedicarle más tiempo a su familia y a la composición y ese mismo año formó The Jompson Brothers, ya sin restos de bluegrass, puro southern rock, campo de entrenamiento para el deslumbrante Traveller que estaba por venir, ya en solitario. Le sustituyó Gary Nichols. Gary ya llevaba unos años en Mercury, sacó tres singles, nunca grabó un disco, estaba jodido, estaba por mandarlo todo a tomar por culo, pero entonces le llamó Mike Henderson, de los Steeldrivers, para sustituir a Stapleton. Y ahí militó feliz, entre banjos y violines, hasta hace nada, que decidió largarse. Adujo problemas médicos en una gira de primavera. Y lo sustituyeron por Adam Wakefield, un concursante de La Voz, ese programa infecto de la NBC, que sin duda, y si no al tiempo, también acabará tomando las de Villadiego para emprender una brillante carrera en solitario. Porque el caso es que Gary no volvió. El caso es que, problema médico o no, sacó al poco tiempo este glorioso Field of Plenty en solitario. Su enfermedad quizá fuera esa: Nashville; porque para grabar el disco regresó a su tierra natal, Muscle Shoals, Alabama (o sea, que la cosa, el germen, ya le venía de nacimiento). La cosa no podía salir mal, pues contó con dos leyendas, Charlie Musselwhite a la armónica y Spooner Oldham al piano. El resultado es un álbum lleno de reminiscencias clásicas, muy acústico, Jimmy Rodgers, Merle Haggard y George Jones, pero también las sombras de John Lee Hooker y Blind Willie McTell… En el 2011, por cierto, Mike Henderson, otro de los miembros fundadores de los Steeldrivers,  el que llamó a Nichols en su día para sustituir a Stapleton, también se largó aduciendo motivos familiares para sacar a los pocos años su If You Think Is Hot Here, con la Mike Henderson Band, de vuelta a sus orígenes, más rockeros y blueseros (y habrá que seguir atentos a lo que venga). Así que el mejor consejo que se le puede dar a un joven músico debutante es este: haz todo lo posible por entrar en los Steeldrivers (que no es moco de pavo) y luego búscate una buena excusa (lo de la familia nunca falla) y lárgate. Éxito asegurado.

JEREMY PINNELL

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Ties of Blood and Affection

(Sofaburn, 2017)

Elsmere, Kentucky, y poco teatro. Se ganó un apodo, pero prefiere no revelarlo, dejémoslo estar. Es parco en palabras. Canta acerca de lo que pasó, pero no habla de ello. Odia ese momento en que las bandas se ponen a contar historias entre canciones. La canciones ya hablan por sí solas. O deberían. Y los tatuajes. Muchos tatuajes. Por dentro y por fuera. En su primer disco (Oh/KY, 2015) lo dejó claro: «Si vives la vida que yo he vivido / sabrás a qué suena el country». Sin dar la chapa. Ese momento en el que, como sugiere en el coro de «I’m Alright With This»: «Me cansé de acabar entre rejas cada vez que me bebía una cerveza». No se hace ilusiones y tiene los pies en el suelo. Tres canciones antes lo ha dicho: «Algunos lo llaman día de paga, yo lo llamo pagar facturas / A veces parecen montañas, pero yo sé que son colinas». Las cosas como son. Sin aditivos. Con sus tristezas y sus penurias. Pedal Steel y Hammond. A la pregunta de cuantos zapatos tiene, responde que tres o cuatro. Para trabajar, para correr, para pescar y para holgazanear, bueno, puede que para holgazanear sean dos pares. En cuanto a montañas favoritas te dirá que siente algo especial por las Smokies, porque pasó allí parte de su infancia, pero lo suyo, sin duda, son las Rockies, nada como las Rocosas. Si luego vas y le preguntas por su verdura favorita (algo que, en efecto, le preguntó una vez alguien en una entrevista, porque el mundo es ancho y ajeno y hay gente que no aprecia la vida), te dirá con una exclamación que la berza (sin ánimo de ofender a nadie y por decir algo, col rizada), pero a la pregunta de si dulce o amargo te dirá que un buen churrasco. Cantó en la iglesia y su padre le enseñó a tocar la guitarra. Luego amantes y drogas. Honky Tonk y varias bandas: The Light Wires, The Great Depression y The Brothers & The Sisters, antes de sus actuales sospechosos habituales, The 55’s. Hay una vuelta a casa y algo que ha dejado en su voz aquel viento fuerte de Oklahoma que tanto le sorprendió cuando desembarcó del avión el día que huyó, a los 18. Porque de joven uno huye de todo, de joven son los Ramones; pero a medida que uno se va haciendo viejo va y vuelve a los lugares para ver las cosas, y así vuelven a sonar las viejas canciones de Johnny Paycheck y George Jones. Y Bonnie Prince Billy. Cuestión de actitud. Ahora sus botas están sucias con el barro de casa. Música de redención y supervivencia. Otra pregunta de otro incauto: «¿Cómo definirías tu estilo?». Respuesta: «Intento no sonar como un gilipollas». Punto.

BILLY STONER

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Billy Stoner

(Team Love Records, 2017)

Billy Stoner fue un «outlaw» antes de que ser un «outlaw» fuese «cool». Antes de que Waylon, Willie y los chicos llegasen a la ciudad. Fue pionero de todo, antes de que se convirtiera en una etiqueta. Él mismo lo afirma rotundamente: «Fui un “outlaw” en Austin cuando ser un “outlaw” era todavía “outlaw”». Cuando estaba prohibido. La cosa se resume rápido. Lookout Mountain, Tennessee. De niño, miembro del Chattanooga Boys Choir, más adelante, al salir del instituto, aprende a conducir un camión y se pasa unos cuantos años en la carretera. A finales de los sesenta comienza a liderar bandas de algo así como un country progresivo (The Family Circus, Plum Nelly). Al final, se establece en la escena pre-outlaw de Austin, con sus greñas de hippie, su sombrero cowboy y sus camperas. Townes Van Zandt les telonea en una ocasión, y su banda abre para Willie en varias ocasiones cuando Willie llega a Austin para revolucionarlo todo. Hacen amistad con Guy Clark y con Leon Russell. Ponen de moda el Armadillo, rodeados de hippies y rednecks fumetas. Incluso llegan a introducir un tema en la serie Colombo. Luego graba este disco y comienza a meterse en asuntos turbios, la DEA entra en escena y acaba con sus huesos en la cárcel: treinta y siete meses en la Big Spring Federal Prison Camp, donde, no obstante, monta una banda de presos, The Austin Fall Stars, las Estrellas Caídas de Austin. Un guardia les oye y les consigue bolos en ferias del condado, rodeos y hospitales de veteranos. Al salir, allá por 1984, Billy Stoner desaparece un poco del mapa. En Lake Travis se hace cargo del Captain’s Club. A los seis años regresa a Tennessee para cuidar de su madre. Con 72 años, Billy Stoner pensó que se moriría sin ver publicado aquel viejo disco. Pero, por suerte, no ha sido así. La culpa ha sido de Jemima James. Bendita sea. La chica del coro de aquellas lejanas sesiones en Longview Farm, North Brookfield, Massachusetts. Por Internet contactó con los miembros de Plum Nelly, estos le pusieron en contacto con la hermana de Billy y, al final, logró dar con él para preguntarle qué coño pasaba. Los máster estaban cogiendo polvo desde 1990 en una estantería. Ella insistió, llamó a Phil Lee y a través de él se pusieron a limpiar las pistas y a hacer la transferencia en el Center for Popular Music. Jemima, acto seguido, convenció a la gente de Team Love Records. «Y fue como volver a nacer. Como si hubiese estado dormido todos estos años, como Rip Van Winkle. De repente, aquí está. Es emocionante». Y, demonios, sí que lo es. Outlaw en estado puro. Sin fórmulas. Una puta cápsula del tiempo. Un puto milagro. Como aquellos primeros discos de Kristofferson. Esa voz. Una auténtica joya. Sin duda, lo mejor para terminar el año. Porque, en efecto, entre otras cosas muchísimo menos emocionantes, 2017 se recordará, al menos en este rancho, como el año en que se recuperó este disco crucial. Gracias, Jemima (te debemos dinero).

ALAN BARNOSKY

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Old Freight

(Alan Barnosky, 2017)

Guitarra, voz y mandolina. Conviene advertirlo ya, desde el principio, para que nadie se llame a engaño, grabado a pelo, en Carolina del Norte, folk tradicional a lo Woody Guthrie, a lo Hank Williams, diez canciones despojadas a su más pura esencia, crudas y reales. Sin trucos de grabación ni tretas para parecer moderno o revisionista (para que digan algo de ti en la Uncut o en la Mojo), poco cable, poco enchufe, a lo Norman Blake, Doc Watson e incluso el Townes Van Zandt más despojado (el Townes Van Zandt al que no le disfrazaban con orquestaciones sonrojantes). Es su disco debut, pero detrás se percibe polvo y carretera, un par de grupos, la Counterclockwise String Band y el trío acústico Fabious Page. Recia formación de bluegrass y montaña. Franela. Pero aquí se trata de él solo con su guitarra, sin Cíclope ni Tormenta, a lo Logan (versión blanco y negro), con la asistencia ocasional de Robert Thornhill a la mandolina y las armonías vocales. Old Freight es una reflexión melancólica sobre unos tiempos perdidos hace ya tiempo, o que quizá jamás existieron. Como afirma el propio Barnosky, es una búsqueda idealista de algo puro, algo real… En el caso del tema que da título al disco, a través de la imaginería de las canciones tradicionales de trenes (canciones de fuga y esperanza, de lucha y anhelo, tema habitual de la música tradicional y el bluegrass). «Si quieres regresar / a una época más sencilla / que ya no existe / al menos con la mente / si quieres sentirte libre / aunque solo sea por un instante / por qué no me cantas una canción / sobre un viejo tren de mercancías». Canciones curativas de trenes, pero de trenes viejos. De viajar lento. De escuchar y mirar. Hasta llegar al «Gypsy Sally’s», que es un modesto garito en Washington DC, en los muelles de Georgetown, bautizado en honor al bar del que hablaba Townes Van Zandt en «Tecumseh Valley». El lugar donde Alan Barnosky tocó por primera vez en una sesión de micrófono abierto. Obra maestra, para ir terminando el año.

JP HARRIS AND THE TOUGH CHOICES

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I’ll Keep Calling

(Cow Island Music, 2011)

Sale en un par de planos del Heartworn Highways Revisited, pero no habla, no le entrevistan; está ahí al fondo, entre otros que hablan mucho. No lo vemos actuar, ni siquiera en los extras del dvd. No es nada moderno ni afectado. Nada sofisticado. Pura piel de la vieja ceremonia. Hace poco estuvo por aquí, con Chance McCoy, de los Old Crow, gracias al exquisito gusto de José Luis Carnes y su The Mad Note Co. Sigue siendo un poco enigmático. Lo preferimos así. Después de ver Heartworn Highways Revisited recuperé su primer disco, el del 2011. Seis años han pasado ya desde aquel día en que Joaquín, de Rock and Roll Circus, me dijo: «Al loro con esto». Joaquín me conoce. Sabe bien dónde incidir. Sabe perfectamente dónde me duele y dónde disparar. Con este acertó de pleno. No es para todos los paladares, porque es muy auténtico y no se avergüenza de serlo. Es country, y punto. El público en general tiene problemas con eso, o se lo WILCOlizas un poco o no le entra ni a tiros. Nada de «americana», ni de «roots», ni de «neotradicionalista», ninguna de esas etiquetas inventadas para disimular o justificar un gusto supuestamente vergonzante. Como el hecho de que te guste Stephen King o las pelis de vaqueros pero, en este último caso, prefieres llamarlas «westerns crepusculares» y solo citarás las de Clint Eastwood (más concretamente Sin Perdón) cuando salga el tema entre amigos porque todo el mundo sabe que, entre gente civilizada, que te guste algo así es de ser muy tosco y muy cateto. Así somos. Igual pasa con el country. Y es que JP Harris lo ha dejado bien claro desde el principio, cuando le preguntan no lo duda ni un segundo: country. Y poco más hay que decir. Nada que demostrar. Es lo que ha vivido y es lo que le sale. Probablemente por eso no habla en el documental. Porque no le hace falta ninguna verborrea justificante a modo de disculpa. Si no te gusta, es tu problema. Nació en Montgomery, Alabama. A los 14 se fue de casa, a pie, a dedo, en trenes de carga. Cuatro años de morral, lona y saco de dormir. Trabajó en una granja, fue operador de equipo, leñador, luthier y carpintero. Entre medias iba haciendo sus bolos. Dos años de tocar sin grabar nada. Música que se lleva haciendo más de cincuenta años. Nada novedoso. Pero sin ningún cliché. Sin nada que resulte impostado ni paródico. Ni cursilería, ni sarcasmo, como muy bien apuntaba la buena gente de «Saving Country Music». Es de una honestidad aplastante. El disco lo grabó en una vieja caseta de un cocinero cajún, bajo el calor aplastante del sur de Louisiana, en tres días, con unos colegas que acabarían siendo su banda habitual, los Tough Choices [Los Decisiones Complicadas]. El disco se alzaría enseguida con el premio al «Mejor álbum country del 2012» en The Nashville Scene, y metieron dos canciones suyas en una película de la que ni tú ni yo nos acordamos, At Any Price [A cualquier precio], en la que salían Dennis Quaid, Zac Efron y Heather Graham. Ahora ya solo se dedica a grabar y a girar. Y en los ratos libres a seguir reparando su vieja casa en East Nashville, a cortar leña en su jardín y a rebuscar desechos utilizables entre la basura. 

HILLFOLK NOIR

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Pop Songs for Elk

(Hillfolk Noir, 2015)

Se recomienda bailar y beber, o beber y bailar para los más apocados. El trío viene de Boise, Idaho. Neotradicionalistas que tocan música tradicional con instrumentos tradicionales en tiempos (pese a la pose hipster) nada tradicionales («música extraña y divertida para tiempos extraños», según la revista Acoustic, en una de las citas de prensa que incluye la banda en el apartado de su web: «Citas que nos hacen parecer cojonudos»). Ellos prefieren llamarlo «Junkerdash», de chatarra y brío («harapos psicodélicos de chamizo vencido en medio de un pantano», «folk indie, si trabajas para una revista especializada»). Un destilado de folk, bluegrass, punk y blues de pobre, muy de banda callejera de la esquina, muy de darles algo para un abrigo nuevo (que en Idaho los inviernos son muy jodidos). John Doe dijo en cierta ocasión que si John Steinbeck fuese propietario de un tugurio clandestino de mala muerte, la banda local sería Hillfolk Noir. Ryan Wissinger, ex-camarero, aunque también músico, del Pengilly’s Saloon, uno de los cien mejores bares de Estados Unidos según la revista Esquire, situado en el casco viejo de Boise, fue un poco más allá en su definición después de oírlos tocar una noche: «Tíos, sonáis como Johnny Cash puesto hasta el culo de Robitussin (jarabe para la tos, ergo: codeína)». Especie de Medicine Show de la época de la Gran Depresión formado por Travis Ward (voz, guitarra, armónica, kazoo y maleta), Alison Ward (armonías, banjo, tabla de lavar y sierra) y Mike Waite (contrabajo). Tecnología muy «low-fi». A la pregunta de si son realmente «hillfolkers», gente de monte, gente de cazarse lo que se come y destilarse sus propios venenos, Travis, el visionario del grupo, responde de manera incontestable: «Somos unos urbanitas razonablemente normales del siglo XXI, con nuestros teléfonos móviles y nuestros trabajos de gente de ciudad. Pero nuestras raíces se remontan hasta los rincones más oscuros del estado de Idaho, donde los ecos de los colonos siguen reverberando en las laderas de los valles. Cantamos las canciones alegres y tristes de nuestros antepasados y también nuestras propias canciones alegres y tristes que, a veces, son las mismas. Es como decía Guy Clark: “Hay días en los que son las canciones las que te escriben a ti”». Hay por ahí otras dos citas que no me puedo dejar en el tintero. La de SSG Music: «Tocan un folk oscuro y rural que en algún momento podría encontrarte alabando al Señor mientras cargas tu Winchester para, a continuación, ponerte a flirtear con un brebaje amargo en un frasco mellado y el diablo detrás, mirando por encima de tu hombro». Y la apocalíptica, casi una pesadilla de Cormac McCarthy, de la revista Maverick: «Ya sea con el tañido de las campanas por las fiebres de los moribundos, con el trote arrogante del forastero que llega al pueblo por la calle principal con todos los pistoleros de la localidad parándose a mirar, o con las caravanas del infortunio que ruedan por paisajes desolados bajo la brisa de una radiación, Ward y sus Hillfolkers fluyen a través de los últimos rescoldos de un mundo que, al final, se ha transformado en un lugar demasiado inhóspito para el protagonista que le dedica sonrisas retorcidas y menguantes a la parca sombría e impaciente, trascendiendo la mamarrachada del “alt-country” con un Medicine Show desbaratado y a toda pastilla de cautivador encanto que se disipa más allá de los cañones, las malas tierras y las laderas tristes de las colinas de Idaho». Con esa fanfarria, se han cruzado en el camino y han tocado en sitios más o menos respetables con gente como James McMurtry, Neko Case, Justin Townes Earle, Deer Tick, Gourds, Reverend Peyton’s Big Damn Band, Bonnie «Prince» Billy, Gerald Collier, Heroes and Villains, Train, Jesse Dayton y The Dusty 45s. Pero, de vez en cuando, siguen tocando en las esquinas de las calles de América, porque tienen en muy alta estima la vieja tradición de «pasar el sombrero» y, bueno, porque, a veces, simplemente, necesitan dinero para gasolina.

JOHN HIATT

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Terms of My Surrender

(New West Records, 2014)

El tipo del jersey rojo. Ahí empezó todo. En los extras de un DVD. Han pasado los suficientes años para preferir no echar la cuenta. Comprar a ciegas Heartworn Highways en aquella tienda de discos que ya no existe (hoy venden helados de yogur, también con «extras», los llaman «toppings»: el mundo se va a la mierda, no hay vuelta de hoja, le pongas los «toppings» que le pongas…). Esa película nos cambió la vida. Ya lo hemos dicho en anteriores ocasiones. Nunca nos cansaremos de reconocerlo… Y una de las cosas que nos descubrió fue a John Hiatt, el tipo del jersey rojo, en un extra medio perdido, con aquella canción que te arrancaba el corazón, «One for the One». Había que pinchar en «Jamming at Jim’s». Dice el director de la película que se corrió la voz por Nashville de la filmación que habían hecho en Nochebuena en casa de Guy Clark. Así que no tardó en montarse otra sesión en casa de Jim McGuire (fotógrafo legendario y aficionado al dobro en privado). Steve Earle, Guy Clark, Steve Young… estaban todos. Y entre la «Ballad of Laverne and Captain Flint» de Guy Clark y el «Darlin’ Commit Me» de Steve Earle, de repente, en un plano aislado y solitario, sobre el fondo de una pared verde, el tipo del jersey rojo. Recuerda el director que John Hiatt se presentó para ver si le dejaban participar. Aquella misma tarde le habían ofrecido su primer contrato discográfico. Estaba medio aturdido por la noticia. Jim le pidió que cantara una balada. Y nos rompió el corazón. Desde aquella tarde de 1976 hasta este disco que hoy reseñamos, han pasado 38 años. Desde la tarde en que le descubrimos en aquel DVD hasta hoy, no tantos, catorce o quince. Pero a lo largo de todo este tiempo se ha ido convirtiendo en uno de nuestros imprescindibles. Y, además, hemos tenido la suerte de haberlo visto un par de veces en directo (i-n-c-r-e-í-b-l-e). El Master of Disaster fue el primer disco que compramos (en otra tienda de discos que ya no existe, o mejor dicho, que ya no es lo que era), con toda la gente de los North Mississippi All-Stars. Y desde entonces hemos sido fieles a muerte, hacia atrás y hacia delante. El tipo es una institución. ¿Quién nos iba a decir que aquel chaval del jersey rojo iba a acabar haciendo todo lo que hizo? Y suma y sigue. Este Terms of My Surrender lo teníamos pendiente. Queríamos la edición especial, con DVD (con un concierto enterito en el Franklin Theatre) y al final se nos traspapeló. Cayó hace pocos en nuestras manos. «Los términos de mi rendición». La vuelta al blues, al origen. La voz muy cascada. Sobrecogedor. «Al final de la historia», dice John Hiatt en la canción que da título al disco, «solo somos tú y yo, y te quiero demasiado para decirte Adiós». En el disco no hay preciosismos ni florituras. Ninguna concesión. Sur Profundo del tipo del jersey rojo que en «los viejos días» llegó a abrir para John Lee Hooker («On a date with John Lee Hooker at a packed joint up in Washington / He came in with a gorgeous woman on each arm as I was singing my song). Y, para terminar, no me puedo resistir a comentarlo, porque me hizo mucha gracia; por ahí alguien ha dicho que es el Philip Roth de la música americana. Así que, ¿qué más puedo decir yo? Poca broma con esto.

RAY WYLIE HUBBARD

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Tell the Devil I’m Gettin’ There As Fast As I Can

(Bordello Records / Thirty Tigers, 2017)

La vieja granja de serpientes vuelve a deleitarnos con once potentes dentelladas. El camino ha sido tortuoso desde aquellos veranos en Nuevo México, a principios de los setenta, en que escribió el «Up Against the Wall, Redneck Mother», que haría célebre Jerry Jeff Walker en el 73 y le llevaría a firmar un contrato con Warner que intentaría «nashvillizar» su primer disco, Ray Wylie Hubbard and the Cowboy Twinkies, lo que le convertiría ya para siempre en un renegado. «Apestaba entonces y sigue apestando ahora; si en vuestro corazón queda algo de compasión, por mí o por cualquier músico al que algún cretino con autoridad de cualquier sello discográfico haya jodido, no compréis el disco ni por error». Porque, como canta en el tema «Lucifer and the Fallen Angels»: «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo». Así que, desde hace ya veinte años, vive retirado en una cabaña de troncos abandonada que él mismo ha restaurado, con su mujer, en Wimberley, a las afueras de Austin,  como dos lobos solitarios, trabajando con tablones y yeso, visitando de vez en cuando a sus vecinos (Kevin Welch y Slaid Cleaves) y grabando puntualmente discos cada vez más sólidos e incontestables, como este contundente Tell the Devil I’m Gettin’ There As Fast As I Can, título del tema que canta junto a dos viejos amigos, Lucinda Williams y Eric Church (poca broma), «una fábula de rock & roll acerca de dedicar tu vida a una guitarra, agarrarse a un sueño sin importar el tiempo que lleve cumplirlo, apostar tu alma en una partida amañada y enamorarse de una tremenda mujer tatuada… hmmm, bueno, quizá no sea tan fábula». Fantasmas, bluesmen oscuros y alcohólicos rehabilitados (él ya lleva 28 años sobrio), el habitual plantel de personajes hubbardianos. Muy American Gothic. Su vieja amistad con Townes y Guy Clark hizo que en su día lo enmarcasen en la categoría imprecisa de «Outlaw Country» (de segunda generación, en barrica de roble, no para cualquier paladar...), otros, sobre todo a partir del imprescindible Snake Farm, hablan de blues pantanoso, pero él siempre lo ha tenido muy claro e insiste en que se dejen de mamonadas, que lo suyo es pura y simplemente rock & roll (aunque, eso sí, con una vena muy literaria). Profundidad de grizzly, dijo alguien una vez por ahí, refiriéndose a sus letras. Algo intermedio, entre Howlin’ Wolf y William Blake. Él mismo se lo dejó claro en su día a un entrevistador poco versado: Muddy Waters tiene la misma profundidad que William Blake. Claro que en las cúpulas discográficas del «mainstream» de Nashville nadie ha oído hablar (ni oirá hablar nunca) de las pinturas de El Gran Dragón Rojo, ni de El Matrimonio del Cielo y el Infierno. Ni falta que hace, porque lo más seguro es que le acaben metiendo unos coros horribles y una vomitiva sección de vientos. Y le pongan un sombrero de gilipollas (por citar al gran Kinky Friedman). Mejor así, cavernoso y seco. Otro puto genio. 

EVAN BARTELS & THE STONEY LONESOMES

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The Devil, God & Me

(Sower Records, 2017)

Nebraska. Enseguida nos viene una imagen a la memoria. Una carretera vacía bajo un cielo nuboso y un paisaje desolado. Sonido de viento. Aunque solo sea por aquel disco de pistolero solitario que se marcó el bueno de Springsteen en el 82. O una imagen más desoladora aún, la de las cafeterías Nebraska de Madrid de poco antes del cierre (aunque leo por ahí que amenazan con reabrir), con su tufo a cosa ya muy geriátrica, muy de Cocoon, muy de Dragó, Ussía, Ónega y gente así, sin el lustre que pudieron tener en su día, cuando trajeron a los españolitos «las tortitas, el salón norteamericano y los desayunos a deshoras», muy de Bienvenido Mr. Marshall, todo muy posfranquista, también de cielo nuboso y sonido de viento, señoras y señores muy trajeados que van al teatro, como matojos rodantes, armadillos atropellados, osamentas de búfalos… Pues de ahí precisamente salió Evan Bartels. Y a eso suena en su impresionante debut, The Devil, God & Me. En «Two at a Time» regresa a casa por la I-80, de noche, cruzando fronteras comarcales y estatales, contando las millas que le quedan hasta llegar a Lincoln (más desolación, la ciudad donde transcurría la acción de Boys Don’t Cry, cuna también de la actriz Hilary Swank), fumando American Spirits y metiéndose pastillas para mantener el coche en línea recta. Soledad, aridez y un atisbo de esperanza en la huida. Está también esa imagen de Lincoln, Nebraska, de 1868, una de las primeras fotografías que debieron tomarse, a los doce años de su fundación. Una inmensa pradera en la que aún pacían algunos búfalos ocasionales, supervivientes del despojo (como los clientes de la cafetería Nebraska). Tierra de los indios pawnee. Hay unas casetas que parecen habérsele caído a alguien ahí en medio. La gente ha salido a las puertas de los comercios para posar. En una se puede leer: «Drogas, medicinas, pinturas, aceites y herramientas». Hay un tipo en primer plano, con su sombrero, en cuclillas, junto a lo que parece el tendido de una vía. Todo muy borroso y poco nítido. Como si a pesar del empeño y la esperanza, en cualquier momento un viento fuerte, ni siquiera un tornado, pudiera llevárselo todo por delante. Pues bien, los hijos de los hijos de los hijos de esa gente, pioneros, delincuentes y forasteros, venían diciendo desde hace ya un tiempo que los Stoney Lonesomes de Evan Bartels, eran la mejor banda salida de Lincoln, Nebraska. Estuvieron viajando. Y ahora han vuelto, con este disco bajo el brazo. Son muy Jason Isbell después de haber conducido muchas millas junto a camiones de dieciocho ruedas. Y tienen sed. Discazo del año, y me quedo tan ancho.

ALEX WILLIAMS

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Better Than Myself

(Big Machine Records, 2017)

Porque pone que es un disco de 2017, que tiene 26 añitos y que es de Pendleton, un pequeño pueblo del condado de Madison, en Indiana. Si no, uno se atrevería a decir, por lo que suena, que el tañido barítono de esa voz procede más bien de mediados de los setenta, que se gasta ya sus 40 tacos bien curtidos, que le han hecho daño en callejones oscuros y que ha de ser seguramente de Texas, de Lubbock o Austin, probablemente colega de Tompall Glaser, Waylon Jennings o Billy Joe Shaver, uno de los viejos «héroes del honky tonk»… Pero no. Este milenial barbudo y de pelo largo, en efecto, tiene 26 añitos, admira a Willie Nelson (de ahí que le haya secuestrado a Mickey Raphael para tocar la armónica en tres temas), tiene la «W» de Waylon tatuada en el antebrazo y, un buen día, se largó de su pueblo, el pueblo donde en tiempos remotos colgaron a aquellos tres blancos por lo de la Masacre de Fall Creek (en el parque aún puede leerse la inscripción: «Tres hombres blancos fueron colgados aquí en 1825 por matar indios»), para irse a estudiar a Nashville y hacer del Red Door Saloon de la calle Division su segunda casa. La cosa le viene de su abuelo, porque su padre era fan de Ratt y Cinderella. Reconoce que Jamey Johnson abrió el camino, hace ya una década, con el ya mítico That Lonesome Song, después de dejar atrás la cárcel (en el caso de Johnson la cárcel real, nada metafórica, en el caso de Williams, ese pueblo de Indiana, cualquier pueblo pequeño, en realidad, que, en palabras del abolicionista Frederick Douglass, era «uno de los mejores pueblos republicanos del Estado») y, después de que su batería se mosqueara un día con él y le dijera que sus canciones eran mejor que él (bien, ya tenemos título para el disco: «Well, I was told not long ago / My songs are better than myself»), ha salido a la palestra en un momento que no puede parecer más apropiado, cuando están empezando a pegar fuerte todos esos jóvenes «outlaws» (aunque él prefiere el término «country cósmico», en la línea de ese otro disco fundacional de Sturgill Simpson) entre los que destacan Paul Cauthen, Cody Jinks, Cody Johnson, Nikki Lane, Margo Price y ahora él mismo, que incluso viene de telonear a los Lynyrd Skynyrd, esa cosa ya un poco triste pero que es también, y sobre todo, símbolo de un sonido, una época, una actitud… Se sigue bebiendo y se sigue fumando. Puede que sea un cliché, pero seguimos jodidos y, como dice uno de los personajes de sus canciones: el único estado en el que estoy registrado para votar, es el estado de ebriedad. No está el horno para pop, no es país para viejos, es tiempo de forajidos.

BEN BOSTICK

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Ben Bostick

(Simply Fantastic Music, 2017)

El pedigrí que se apuntaba en las cinco canciones de su EP, My Country, queda jubilosamente confirmado en este primer álbum: la ausencia de Waylon no termina de curarse (no terminará de curarse nunca), pero podemos respirar tranquilos, Ben Bostick ha llegado a la ciudad. California, dicen, Laurel Canyon, y es cierto que con My Country la prensa especializada lo calificó de «alianza impía entre George Jones y Merle Haggard», apuntando a cierta influencia de Bakersfield, que queda a no más de dos horas de Los Ángeles. Y este álbum, homónimo, lo ha co-producido John Would, responsable de algunas cosas de Fiona Apple y Warren Zevon… Mucho tocar a pelo en los muelles de Santa Monica, con chicas en patines y surferos nihilistas, entre trabajos de lo más peregrinos (incluyendo sets de rodaje, el sueño de Hollywood, camareros actores por todas partes), hasta sacar la pasta para grabar un EP. Pero hay que decir que la huella californiana no se intuye por ninguna parte. Hay más, probablemente, de Beaufort, Carolina del Sur, de donde es nativo, «la mejor ciudad pequeña sureña» de Estados Unidos, según la revista Southern Living, escenario de las novelas de Pat Conroy. O de la escucha casi obsesiva de Townes Van Zandt. Dicen por ahí que no está lo suficientemente cabreado para ser considerado «outlaw country» (últimamente, a todo lo que suena barítono y peligroso, con barba fuerte y posible historial carcelario, se le cuelga ese sambenito, prueba de infamia), que no es lo suficientemente nasal para el «honky-tonk» (afortunadamente, sus letras van más allá de esa simpleza de muchachote llorón), ni lo suficientemente hipster para el «Americana» (cada vez más claro, un invento para confesar, sin miedo, un gusto inconfesable que, en muchos casos, probablemente ni gusta: de ahí Wilco, de ahí Ryan Adams, de ahí rellene la línea de puntos con la primera banda con banjo y mandolina que se le pase por la cabeza: ................), ni lo suficientemente cínico para encajar en el rollo folk (indigestiones Dylanitas, fundamentalmente). El despropósito de las etiquetas. Él mismo se ríe de todo eso y se autodefine como «outsider country», con toda la libertad que le proporciona esa idiota (como cualquier otra) denominación en calidad de forastero, intruso, marginado y ajeno. Un «hago lo que me sale de los cojones, llámalo X, pero si no me va a echar una moneda, hágase a un lado». Todavía no ha dado el salto de, por ejemplo, un Chris Stapleton, pero los buitres de Nashville no tardarán mucho en pegar la oreja. De momento, aún se le puede ver cada domingo por la noche en el Escondite del centro de L.A., en pleno Little Tokyo (buenas hamburguesas, pero pídete mejor cerveza que copas si no quieres cabrearte), calentando motores con su banda, The Hellfire Club. O por el día en los muelles de Santa Monica, en plan «one-man-band», por la voluntad. Estamos a salvo.