HILLFOLK NOIR

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Pop Songs for Elk

(Hillfolk Noir, 2015)

Se recomienda bailar y beber, o beber y bailar para los más apocados. El trío viene de Boise, Idaho. Neotradicionalistas que tocan música tradicional con instrumentos tradicionales en tiempos (pese a la pose hipster) nada tradicionales («música extraña y divertida para tiempos extraños», según la revista Acoustic, en una de las citas de prensa que incluye la banda en el apartado de su web: «Citas que nos hacen parecer cojonudos»). Ellos prefieren llamarlo «Junkerdash», de chatarra y brío («harapos psicodélicos de chamizo vencido en medio de un pantano», «folk indie, si trabajas para una revista especializada»). Un destilado de folk, bluegrass, punk y blues de pobre, muy de banda callejera de la esquina, muy de darles algo para un abrigo nuevo (que en Idaho los inviernos son muy jodidos). John Doe dijo en cierta ocasión que si John Steinbeck fuese propietario de un tugurio clandestino de mala muerte, la banda local sería Hillfolk Noir. Ryan Wissinger, ex-camarero, aunque también músico, del Pengilly’s Saloon, uno de los cien mejores bares de Estados Unidos según la revista Esquire, situado en el casco viejo de Boise, fue un poco más allá en su definición después de oírlos tocar una noche: «Tíos, sonáis como Johnny Cash puesto hasta el culo de Robitussin (jarabe para la tos, ergo: codeína)». Especie de Medicine Show de la época de la Gran Depresión formado por Travis Ward (voz, guitarra, armónica, kazoo y maleta), Alison Ward (armonías, banjo, tabla de lavar y sierra) y Mike Waite (contrabajo). Tecnología muy «low-fi». A la pregunta de si son realmente «hillfolkers», gente de monte, gente de cazarse lo que se come y destilarse sus propios venenos, Travis, el visionario del grupo, responde de manera incontestable: «Somos unos urbanitas razonablemente normales del siglo XXI, con nuestros teléfonos móviles y nuestros trabajos de gente de ciudad. Pero nuestras raíces se remontan hasta los rincones más oscuros del estado de Idaho, donde los ecos de los colonos siguen reverberando en las laderas de los valles. Cantamos las canciones alegres y tristes de nuestros antepasados y también nuestras propias canciones alegres y tristes que, a veces, son las mismas. Es como decía Guy Clark: “Hay días en los que son las canciones las que te escriben a ti”». Hay por ahí otras dos citas que no me puedo dejar en el tintero. La de SSG Music: «Tocan un folk oscuro y rural que en algún momento podría encontrarte alabando al Señor mientras cargas tu Winchester para, a continuación, ponerte a flirtear con un brebaje amargo en un frasco mellado y el diablo detrás, mirando por encima de tu hombro». Y la apocalíptica, casi una pesadilla de Cormac McCarthy, de la revista Maverick: «Ya sea con el tañido de las campanas por las fiebres de los moribundos, con el trote arrogante del forastero que llega al pueblo por la calle principal con todos los pistoleros de la localidad parándose a mirar, o con las caravanas del infortunio que ruedan por paisajes desolados bajo la brisa de una radiación, Ward y sus Hillfolkers fluyen a través de los últimos rescoldos de un mundo que, al final, se ha transformado en un lugar demasiado inhóspito para el protagonista que le dedica sonrisas retorcidas y menguantes a la parca sombría e impaciente, trascendiendo la mamarrachada del “alt-country” con un Medicine Show desbaratado y a toda pastilla de cautivador encanto que se disipa más allá de los cañones, las malas tierras y las laderas tristes de las colinas de Idaho». Con esa fanfarria, se han cruzado en el camino y han tocado en sitios más o menos respetables con gente como James McMurtry, Neko Case, Justin Townes Earle, Deer Tick, Gourds, Reverend Peyton’s Big Damn Band, Bonnie «Prince» Billy, Gerald Collier, Heroes and Villains, Train, Jesse Dayton y The Dusty 45s. Pero, de vez en cuando, siguen tocando en las esquinas de las calles de América, porque tienen en muy alta estima la vieja tradición de «pasar el sombrero» y, bueno, porque, a veces, simplemente, necesitan dinero para gasolina.