BABYLON BERLIN

 

He ido unas cuantas veces a Berlín. La última, hace ya un par de años, a ver en acústico al colega RYAN BINGHAM.

Recuerdo que hacía un frío de tres pares, que me puse enfermo, que pagué una cantidad indecente por un café en un garito hipster, que la chavala que me sirvió en un mercadillo la comida más picante que me he metido en la boca en mi vida se partió de risa al verme el careto tras el primer mordisco, pero aun así, lo pasamos de lujo.

Aparte de esos detalles, siempre me ha llamado la atención lo bailones que son los berlineses, que siempre haya sitio en las terrazas, el tamaño de las cervezas y que te puedas acoplar en cualquier sitio de la calle para bebértelas, y también cómo han sabido conservar la arquitectura de posguerra e integrarla con los nuevos edificios.

Los edificios modernos no suelen gustarme, pero en Berlín molestan menos.

La serie BABYLON BERLIN tiene corrupción, drogas, sexo, prostitución, pobreza, supervivencia y al detective GEREON RATH moviéndose por una trama policial en torno a una red de pornografía relacionada con la mafia rusa.

Nos muestra en 1929 el Berlín del desparrame, de los cabarets, de la vida nocturna, el Berlín que se cortó de cuajo con la llegada del señor del bigote y el nacionalsocialismo.

Dieciséis capítulos en dos temporadas producidas por las cadenas alemanas ARD, SKY DEUTSCHLAND, X FILM CREATIVE POOL y BETA FILM, porque la serie ha costado un pastón para los parámetros europeos.

Por aquí, en DIRTY WORKS, somos muy de cerveza MAHOU y de BULLEIT BOURBON, pero viendo la serie he de reconocer que te entran ganas de abrir una botella de champagne o de una de esas cervezas artesanales alemanas que saben a perfume.
Por si hay algún curioso en la sala: no lo hemos hecho.

 

 

VIVIAN LEVA

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Time Is Everything

(Free Dirt, 2018)

Desde 1990, en New River Gorge, West Virginia, se celebra anualmente el Clifftop (Appalachian String Band Music Festival) y desde que Vivian Leva tiene uso de razón no recuerda haberse perdido ni una sola edición. Crecer en los Apalaches tiene sus consecuencias. Imposible esquivar el violín o el trote del banjo. El virus del bluegrass campa a sus anchas en el ambiente. Por allí se canta como se respira. Se canta como se tose. Se canta como se orina. Al final, es cierto: como no remes fuerte al oír un banjo entre los pinos, te pilla. En el fondo es ese profundo sentido de la comunidad, algo atemporal (pese a todos los persistentes intentos de caricaturizar a sus gentes), como si el tiempo se hubiese detenido en el porche de alguien. La inmortalidad era eso: una mecedora. Las viejas melodías rondan como niebla entre los árboles, casi pueden verse, con sus cornamentas de ocho puntas, y, claro, no hay rifle ni insecticida que pueda con ellas. Pero también es cierto que las nuevas generaciones han estado escuchando otras cosas (músicas e historias, en Clifftop, por ejemplo, se reúne gente de colinas muy distantes, incluso con océanos de por medio: Americana, Cajún, Celta, Swing, Bluegrass, Dawg y hasta Reggae) y el círculo no se rompe, es más, se fortalece. Y es que el pasado aprieta, pero no ahoga. No hay nada de lo que huir ni de lo que avergonzarse. Es la vieja ceremonia y no hay necesidad de ponerle la etiqueta de «neotradicionalista» para parecer más moderno y quedar bien en las cafeterías sin amargarle el cupcake a nadie. Porque por mucho que se oculte o se quiera maquillar, esa costra es la mordedura de la misma zarigüeya, la misma soledad y el mismo aislamiento. Canciones sobre todo de pérdida. De la implacabilidad del tiempo. El tiempo es todo, como dice el título de la canción que da nombre al disco, para lo bueno y para lo malo. Son Gillian Welch, Sarah Jarosz y los Mandoline Orange. Gente ahogada jubilosamente en el bluegrass pionero de gente como el mítico dúo que formaban Hazel Dickens y Alice Gerard, gente enfrentada a los mismos problemas, quizá con otra velocidad, quizá con otra munición, quizá con un «moonshine» menos venenoso, pero poco más que eso. Vivian, de niña, con tan solo nueve años, ya escribía canciones y tocaba con su padre en el prestigioso Carter Family Ford. Y pasar por ahí es como vacunarse contra la polio. Ese tatuaje ya no se borra. Y Vivian no se olvida de mencionarlo en los agradecimientos (en un sello, Free Dirt, que no pide permiso ni se anda con disculpas): da gracias a sus padres por enseñarle que la mejor música es la música honesta, y de eso precisamente, de honestidad, rebosa este disco. Música que ya estaba ahí, en la espesura, desde mucho antes de que se oyese el primer disparo de la Revolución Americana.

 

ANDERSON EAST

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Delilah

(Elektra Records, 2015)

Hay que agradecérselo a la iglesia baptista. Nunca nos cansaremos de ponderar lo mucho que le debe la historia de la música estadounidense a los pastores y los diáconos de la iglesia baptista, a las inmersiones bautismales en el río de turno. Ríos Tennessee y Cumberland en el caso de Anderson East, que es un claro ejemplo de tales bautismos. Claro que si naces en Athens, Alabama, lo cierto es que tienes poca escapatoria. Menos aún si tu abuelo es predicador, tu padre pertenece al coro de la iglesia y tu madre es la pianista. Casi con precisión matemática, por mucho que te apriete el cinturón bíblico, vas a tener todas las papeletas para acabar el día menos pensado en Nashville, de músico de sesión y técnico de sonido (porque de algún modo hay que pagar el alquiler y las cervecitas), mientras compones y tocas lo tuyo en noches interminables de micrófono abierto, no siempre en buenos garitos. Un EP de demos y un par de discos en sellos independientes antes de llegar al séptimo libro, el Libro de los Jueces, con este rasposo Delilah que hoy reseñamos, ya en un sello importante, con el que se inicia lo que podríamos llamar su «Gran Comisión»: «Cada cristiano debe ganar y discipular a otra persona» –y ya lo creo que nos ha ganado, vaya si nos ha ganado, ¡Aleluya!–, «como era normal que un profeta ungiera a su sucesor» (Mateo 28:19-20; Marcos 16:15-18; Hechos 1:8). Y todo sucede del modo más accidental. Esta vez habría que agradecérselo a las cervecitas, a su bienaventurado efecto diurético. Porque resulta que una noche Anderson East se sube al escenario del Bluebird Cafe, él solo con la guitarra y, al minuto de empezar la primera canción, se interrumpe, pide disculpas e informa al respetable que se está meando como un bendito. Baja del escenario y se dirige al servicio. El resto es historia. Así se forjan los héroes. Dave Cobb (productor de Jason Isbell, Sturgill Simpson y Chris Stapleton) estaba esa noche entre el público. Ya en los 60 segundos que había oído de la primera canción, antes de la urgencia súbita y la beatífica meada (qué alivio), identificó la personalidad arrolladora (y el inmenso talento) de uno de los suyos. Le sorprendió lo cautivado que tenía al público. Lo declararía después en una entrevista, refiriéndose a sus gloriosos producidos: «Creo que todos tienen esa cosa en común. La habilidad de entrar en una habitación, agarrar una guitarra y callar la boca a todo el mundo». A los pocos días estaban en los legendarios estudios FAME de Muscle Shoals grabando Delilah, como si fuese el año 1965, con una versión (la única del disco) de un tema medio sepultado de George Jackson, «Find 'Em, Fool 'Em, Forget ‘Em», que encontraron bicheando en los archivos. Un temazo descomunal (digno de la encarnación más «groovy» y desatada del primer Ray Lamontagne) por el que, con fe baptista ante el podio presidido por Otis Redding y Sam Cooke, Anderson East ya se ha ganado el Cielo y la Salvación Eterna. Amén (y tráete ya si eso otra cervecita).

 

 

AMERICAN PICKERS

 

Recuerdo que, cuando era canijo, las horas de viaje desde TERUEL hasta la finca de la MAGDALENA en COLMENAR VIEJO, donde vivían mi abuelo SERAFÍN y mi abuela MARGARITA, se me hacían eternas.

Mis padres, para que mi hermano DANI y un servidor estuviéramos entretenidos, nos hacían cantar canciones o inventarnos una historia que teníamos que contar por turnos a los demás.

Con la inminente salida a la carretera del COCHE de HARRY CREWS, y para que los días de viaje que nos quedan por delante no se vuelvan interminables, voy a contaros una historieta, igual que hacía en aquellos tiempos.

La voy a titular AMERICAN PICKERS o, para que todos nos entendamos, LOS CAZATESOROS.

Los protagonistas van a ser MIKE WOLFE, FRANK FRITZ y DANIELLE COLBY-CUSHMAN.

MIKE y FRANK van a ir viajando de costa a costa, con su furgoneta MERCEDES-BENZ SPRINTER, por las carreteras secundarias de los USA, en busca de tesoros oxidados en graneros, almacenes, casas y pueblos abandonados.

Carteles de TEXACO, JOHN DEREE, ESSO, COCA COLA, SHELL, GULF, PHILLIPS 66, SINCLAIR DINO machacados por el paso del tiempo; chasis, depósitos de gasolina y piezas de motos INDIAN, NORTON, BSA, HARLEY DAVIDSON; juguetes de latón de principios del siglo XX, lámparas de la época de la revolución industrial…, en fin, los tesoros van a ser todas esas cosas que nos gustan a los Dirty.

Para conseguirlos tendrán que regatear el precio de venta con sus propietarios.

Luego DANIELLE, en la tienda base, que se llamará ANTIQUE ARCHAEOLOGY y estará situada en LECLAIRE, IOWA, venderá los tesoros; y así los tres se ganarán la vida. DANIELLE, utilizando su astucia, también localizará sitios donde enviar a los muchachos para que escarben en busca de más tesoros, sobre todo cuando estos anden despistados o perdidos por las carreteras.

Más adelante, cuando les marche bien la cosa, abrirán otra tienda en NASHVILLE, TENNESSEE.

Los pormenores de las 106 aventuras se podrán ver en el CANAL MEGA, bajo la producción de A&E TELEVISION NETWORKS.

En general, no soporto los REALITY SHOWS, pero he de reconocer que este me tiene pilladísimo.

Dos colegas «on the road» buscando trastos viejos y sucios, guiados por una chavala toda tatuada y encima maja; tiene todo lo que me gusta.
 

 

LILLY HIATT

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Trinity Lane

(New West Records, 2017)

Este álbum, entre otras muchas cosas, es la consecuencia o el resultado de una mudanza. Es un barrio, en efecto, Trinity Lane, en East Nashville, al otro lado del río Cumberland. Y probablemente también sea una casa, la casa en la que al final, después de muchas fatigas, ha recabado. Más armazón que casa, en realidad, muy barata, con moqueta marrón y cerca del bosque, lo que está bien, porque le trae recuerdos de la granja donde se crió y porque siempre está bien ver árboles. El viaje hasta aquí no ha sido fácil; desengaño, abuso de alcohol a los veinte y la conciencia de haber sobrepasado ya la edad que tenía su madre, treinta y cuatro, cuando se suicidó no habiendo cumplido ella aún ni su primer verano. Normal que con el corazón roto, circunstancia que difícilmente admite turistas, se aparte del centro infecto de Nashville abriendo conciertos para el gran John Moreland, que también tiene un doctorado en rupturas y desengaños, y se instale en Trinity Lane (el disco y el barrio). La consigna es resistir, trabajar duro y no perder la fe (con la ayuda, como revela en créditos de su familia, sus amigos, Dios y su gato). Soledad creativa y un recién encontrado sentimiento de pertenencia, gracias a la idiosincrasia del vecindario. Compone con rabia. Y para ello encuentra un buen aliado. El aliado perfecto. Michael Trent, de Shovels and Rope, que de inmediato identifica Seattle y lo sureño de sus riffs, alguien que sabe muy bien como producir la rabia en su estudio Bees de Johns Island (Carolina del Sur). El resultado es algo arenoso y descarnado, lo que sale de conjugar sus raíces más tradicionales con Dinosaur Jr., los Creeders y los Pixies. Grunge, post-punk y Americana. Ella quiere, no, más que querer necesita rock. Saltarse las reglas y tirarse a la piscina, ¿qué coño a la piscina?, al mismísimo río Cumberland. Como ella misma dice, hay una extrañeza, echa de menos a las mujeres enfadadas de los noventa, las que expresaban ese lado de sí mismas a través de la música. Hace falta esa rabia. Más que nunca. Permitir esa rabia. Darle rienda suelta. Y exorcizar los demonios. Rabia y confrontación emocional con el pasado. De eso va Trinity Lane (el disco y puede también que el barrio). De rabiar y curarse. Y con esto concluyo la reseña, orgulloso de haber conseguido lo que me propuse al emprenderla, no decir que es Lilly es hija de John Hiatt… Mierda. Pues va a ser que no.

FEARLESS

 

Cuando en otra vida, allá por 2011, dirigía el documental AMERIKANUAK, tuve la oportunidad de asistir al rodeo que se celebra todos los años en ELKO, NEVADA, durante la semana del COWBOY POETRY GATHERING.

Tiramos un montón de planos que al final no salieron en el montaje final, pero lejos de ser una pérdida de tiempo, la experiencia me dejó a cuadros.

La llegada de los caballos al rodeo, la monta de los caballos salvajes, la doma a lazo de las reses, poderse meter con la cámara detrás de todo lo que sucede en la arena, el ambientazo en las gradas, lo duros que son los vaqueros y la cantidad de cerveza que se bebe, no dejan indiferente.

Tal vez por eso haya flipado tanto con la serie de FEARLESS, sobre el circuito PROFESSIONAL BULL RIDERS a lo largo y ancho de EEUU.

Yo no llegué a ver monta de toros en ELKO, así que con FEARLEES parece que se cierra el círculo para un tipo de ciudad como yo.

Además de las increíbles imágenes a cámara lenta de los ocho segundos que los cowboys intentan estar encima de toros de 1500 libras para poder puntuar, lo que más me ha sorprendido es que las estrellas de algo tan genuinamente americano sean los cowboys brasileños.
PACHECO, ALVES, VIEIRA y NUNES ocupan el top en el circuito frente a un solo estadounidense, J.B. MAUNEY.

A la estela del antiguo campeón brasileño ADRIANO MORALES, cada año los cowboys de BRASIL dejan sus ranchos y sus familias en busca del éxito, el prestigio, el dinero y, sobre todo, para dedicarse a aquello para lo que han nacido, montar toros, y para ello se van durante meses a EEUU.

Producido por NETFLIX, con FEARLESS nos podemos ir de viaje con ellos a lo largo de seis episodios.

Camaradería y deporte es el tono del documental, también familia y religión y, desde luego, está muy lejos del sensacionalismo. Morbo cero.

Cosas curiosas... pues que hay un torneo del circuito que se celebra en NEW YORK CITY, y que el segundo rodeo más grande del mundo se celebra en BARRETOS, SAO PAULO, BRASIL.

El primero es el HOUSTON LIVESTOCK SHOW AND RODEO en TEXAS, como no podía ser de otra manera.

Así que nada, al que le apetezca cabalgar desde su sillón, con el mando en la mano y sin miedo a caídas, ya sabe.

Ea!!
 

 

JARROD DICKENSON

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Ready The Horses

(Decca, 2017)

La cosa empieza en Texas, pero no le gusta Texas, no le gusta el sonido de Texas, hasta que se traslada a Brooklyn, con su The Lonesome Traveller. Entonces sí. Nostalgia de Texas, nostalgia del sonido de Texas. Y luego mucho viaje al Reino Unido, con su novia irlandesa de Belfast, hasta que lo pesca Decca y un tipo llamado David Lynch, que no es el David Lynch que te piensas, que tiene un estudio con una grabadora Atari Two Inch en Eastbourne (East Sussex), donde graban en cinta, nada de Pro Tools, sin red, sin colchón, sin muletas, todo en directo y sin mirar atrás, vieja escuela: guitarra, bajo, batería y teclados. Luego voces y vientos. Más suciedad, más R&B y más rock de los cincuenta que en sus tiempos de «viajero solitario», que pedía un folk seco, pedía John Steinbeck, polvo, sed y generosidad de las camareras, cuando se curtió y perdió los dientes de leche en el árido circuito de Nashville y Texas. Las canciones siguen contando las mismas historias, canciones de guitarra y garito, de gente que no atiende, de ruido de botellas, de parloteo incesante, de televisión puesta al fondo en un infecto canal de deportes y de sombrero dado la vuelta en el suelo para recibir la caridad, más bien la compasión, de los extraños (y a ser posible que el sombrero sea de JJ Hat Center, la mítica tienda de la Quinta Avenida, la sombrerería más vieja de Nueva York, ese Nueva York mítico que ojalá nunca desaparezca). Pero ahora hay Muscle Shoals y Stacks en la mezcla, y los primeros discos de Joe Cocker. Ahora, cuando se pone a componer en su apartamento, oye también un Hammond a lo lejos. Y trompetas. Ya no cabalga solo. Y hay más gente que escucha. Europa, dice, tiene eso. Respeto. Interés por las historias. Eso es que no ha venido a España. Porque en España no hay de eso. Aquí no se calla ni Dios. Aquí fanfarria, pandereta y postureo. Mucha clase, señor Dickenson. Nos quitamos el sombrero (de la tienda de la Plaza Mayor por el momento, que JJ Hat Center nos queda un poco lejos, pero al tiempo...).

MIKE JUDGE PRESENTS: TALES FROM THE BUS TOUR

 

 

¿Os imagináis una serie en la que aparezcan JOHNNY PAYCHECK, JERRY LEE LEWIS, GEORGE JONES, TAMMY WYNETTE, BILLY JOE SHAVER, WAYLON JENNINGS y BLAZE FOLEY?

Pues no hay que imaginar, existe y se llama MIKE JUDGE PRESENTS: TALES FROM THE TOUR BUS.

Como un cruce de caminos entre el blog de música de mi socio LUCINI y el de series de un servidor, el colega MIKE JUDGE, junto a RICHAR MULLINS y DUB CORNETT, se ha marcado una serie de 8 capítulos que tiene todo lo que nos gusta.

Cada episodio, algunos de ellos dobles, se centra en cada uno de los músicos antes citados, especialmente en sus correrías durante las interminables giras en bus que se marcaban en sus tiempos mozos.

Muchas drogas, muchos conciertos, muchos moteles y mucho no sé en qué día vivo ni dónde estoy.

MIKE JUDGE, que entre otras muchas series de animación se cúrró a lo largo de los años la de los rednecks BEAVIS AND BUTT-HEAD, se ha salido con TALES FROM THE BUS TOUR.

Además, en el episodio sobre BLAZE FOLEY sale TOWNES VAN ZANDT de juerga y liada buena con el angelito de BLAZE.

Emitida en los USA por CINEMAX, por estos lares se puede ver en HBO, que ahora anda con promos de un mes gratis y esas cosas, así que aprovechad.

Mientras uno espera que llegue el día 8 de febrero en MADRID o el 9 de febrero en BARCELONA para ver en directo a COLTER WALL, TALES FROM THE BUS es una muy buena manera de ir tachando los días.

 

GARY NICHOLS

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Field of Plenty

(Merrimack Records, 2017)

La cosa es irse. Estar un tiempo y largarse. Aunque estés bien, aunque todo te sonría, hay un momento en que es bueno decir basta, poner tierra de por medio y no mirar atrás. Y todo parece apuntar a que no hay nada mejor en este mundo que irse de los Steeldrivers, esa banda de bluegrass de Nashville con Grammy y prestigio. Claro que para irse antes hay que haber estado, que no es tontería, porque para estar hay que valer, o hacerse valer estando. Sin duda, algo tienen los Steeldrivers, porque todos los que se van brillan y brillan fuerte. Pasó primero con Chris Stapleton, que adujo que dejaba la banda porque quería dedicarle más tiempo a su familia y a la composición y ese mismo año formó The Jompson Brothers, ya sin restos de bluegrass, puro southern rock, campo de entrenamiento para el deslumbrante Traveller que estaba por venir, ya en solitario. Le sustituyó Gary Nichols. Gary ya llevaba unos años en Mercury, sacó tres singles, nunca grabó un disco, estaba jodido, estaba por mandarlo todo a tomar por culo, pero entonces le llamó Mike Henderson, de los Steeldrivers, para sustituir a Stapleton. Y ahí militó feliz, entre banjos y violines, hasta hace nada, que decidió largarse. Adujo problemas médicos en una gira de primavera. Y lo sustituyeron por Adam Wakefield, un concursante de La Voz, ese programa infecto de la NBC, que sin duda, y si no al tiempo, también acabará tomando las de Villadiego para emprender una brillante carrera en solitario. Porque el caso es que Gary no volvió. El caso es que, problema médico o no, sacó al poco tiempo este glorioso Field of Plenty en solitario. Su enfermedad quizá fuera esa: Nashville; porque para grabar el disco regresó a su tierra natal, Muscle Shoals, Alabama (o sea, que la cosa, el germen, ya le venía de nacimiento). La cosa no podía salir mal, pues contó con dos leyendas, Charlie Musselwhite a la armónica y Spooner Oldham al piano. El resultado es un álbum lleno de reminiscencias clásicas, muy acústico, Jimmy Rodgers, Merle Haggard y George Jones, pero también las sombras de John Lee Hooker y Blind Willie McTell… En el 2011, por cierto, Mike Henderson, otro de los miembros fundadores de los Steeldrivers,  el que llamó a Nichols en su día para sustituir a Stapleton, también se largó aduciendo motivos familiares para sacar a los pocos años su If You Think Is Hot Here, con la Mike Henderson Band, de vuelta a sus orígenes, más rockeros y blueseros (y habrá que seguir atentos a lo que venga). Así que el mejor consejo que se le puede dar a un joven músico debutante es este: haz todo lo posible por entrar en los Steeldrivers (que no es moco de pavo) y luego búscate una buena excusa (lo de la familia nunca falla) y lárgate. Éxito asegurado.

JEREMY PINNELL

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Ties of Blood and Affection

(Sofaburn, 2017)

Elsmere, Kentucky, y poco teatro. Se ganó un apodo, pero prefiere no revelarlo, dejémoslo estar. Es parco en palabras. Canta acerca de lo que pasó, pero no habla de ello. Odia ese momento en que las bandas se ponen a contar historias entre canciones. La canciones ya hablan por sí solas. O deberían. Y los tatuajes. Muchos tatuajes. Por dentro y por fuera. En su primer disco (Oh/KY, 2015) lo dejó claro: «Si vives la vida que yo he vivido / sabrás a qué suena el country». Sin dar la chapa. Ese momento en el que, como sugiere en el coro de «I’m Alright With This»: «Me cansé de acabar entre rejas cada vez que me bebía una cerveza». No se hace ilusiones y tiene los pies en el suelo. Tres canciones antes lo ha dicho: «Algunos lo llaman día de paga, yo lo llamo pagar facturas / A veces parecen montañas, pero yo sé que son colinas». Las cosas como son. Sin aditivos. Con sus tristezas y sus penurias. Pedal Steel y Hammond. A la pregunta de cuantos zapatos tiene, responde que tres o cuatro. Para trabajar, para correr, para pescar y para holgazanear, bueno, puede que para holgazanear sean dos pares. En cuanto a montañas favoritas te dirá que siente algo especial por las Smokies, porque pasó allí parte de su infancia, pero lo suyo, sin duda, son las Rockies, nada como las Rocosas. Si luego vas y le preguntas por su verdura favorita (algo que, en efecto, le preguntó una vez alguien en una entrevista, porque el mundo es ancho y ajeno y hay gente que no aprecia la vida), te dirá con una exclamación que la berza (sin ánimo de ofender a nadie y por decir algo, col rizada), pero a la pregunta de si dulce o amargo te dirá que un buen churrasco. Cantó en la iglesia y su padre le enseñó a tocar la guitarra. Luego amantes y drogas. Honky Tonk y varias bandas: The Light Wires, The Great Depression y The Brothers & The Sisters, antes de sus actuales sospechosos habituales, The 55’s. Hay una vuelta a casa y algo que ha dejado en su voz aquel viento fuerte de Oklahoma que tanto le sorprendió cuando desembarcó del avión el día que huyó, a los 18. Porque de joven uno huye de todo, de joven son los Ramones; pero a medida que uno se va haciendo viejo va y vuelve a los lugares para ver las cosas, y así vuelven a sonar las viejas canciones de Johnny Paycheck y George Jones. Y Bonnie Prince Billy. Cuestión de actitud. Ahora sus botas están sucias con el barro de casa. Música de redención y supervivencia. Otra pregunta de otro incauto: «¿Cómo definirías tu estilo?». Respuesta: «Intento no sonar como un gilipollas». Punto.

TRAPPED

 

Para despedir este año 2017 como se merece: nieve, más nieve y un cuerpo desmembrado encontrado en el fondo del fiordo que rodea la pequeña localidad de SILGLUFJORDUR, al norte de ISLANDIA.

Y como si el jefe de policía del pueblo, ANDRI OLANFSSUN, no tuviera ya bastante con la que le está cayendo en casa con su mujer, el novio de su mujer, su suegro... lo del asesinato viene a ser la guinda del pastel.  

Además, un ferry procedente de Dinamarca se queda atascado en el muelle por la nevada, todos los tripulantes pasan a ser sospechosos, los refuerzos de REYKAJAVIK que no llegan...

En fin, como una cena de Navidad cualquiera entre familiares que no se hablan durante todo el año y en la que al final las cosas se acaban liando porque no les queda más remedio que pasarla juntos.

Diez episodios para ver cómo se las arregla el hombre, con unos secundarios que se salen y unos giros argumentales que te tienen enganchado al sofá y no te dejan ni ir al baño a mear.

Evidentemente, todos los actores, para un servidor, son desconocidos, aunque se ve que en su ISLANDIA natal lo petan.

La curiosidad es que el director y creador de TRAPPED, BALTASAR KORMÁKUR, es de origen hispano-islandés, y se nota en algunas perlas que caen por el guión.

Hay segunda temporada para el 2018, así que ¡¡bien!!

Si esta noche os corréis una buena y mañana con la resaca no os tenéis en pie, TRAPPED con un Ibuprofeno y una cocacolita seguro que os sienta de lujo.

Y si pasáis de salir está noche y también pasáis del programa especial de nochevieja de la cadena de turno, TRAPPED es una muy buena jugada.

Feliz entrada de año, COMPADRES DIRTY, y a seguir dando caña este 2018.

Ea. 

 

BILLY STONER

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Billy Stoner

(Team Love Records, 2017)

Billy Stoner fue un «outlaw» antes de que ser un «outlaw» fuese «cool». Antes de que Waylon, Willie y los chicos llegasen a la ciudad. Fue pionero de todo, antes de que se convirtiera en una etiqueta. Él mismo lo afirma rotundamente: «Fui un “outlaw” en Austin cuando ser un “outlaw” era todavía “outlaw”». Cuando estaba prohibido. La cosa se resume rápido. Lookout Mountain, Tennessee. De niño, miembro del Chattanooga Boys Choir, más adelante, al salir del instituto, aprende a conducir un camión y se pasa unos cuantos años en la carretera. A finales de los sesenta comienza a liderar bandas de algo así como un country progresivo (The Family Circus, Plum Nelly). Al final, se establece en la escena pre-outlaw de Austin, con sus greñas de hippie, su sombrero cowboy y sus camperas. Townes Van Zandt les telonea en una ocasión, y su banda abre para Willie en varias ocasiones cuando Willie llega a Austin para revolucionarlo todo. Hacen amistad con Guy Clark y con Leon Russell. Ponen de moda el Armadillo, rodeados de hippies y rednecks fumetas. Incluso llegan a introducir un tema en la serie Colombo. Luego graba este disco y comienza a meterse en asuntos turbios, la DEA entra en escena y acaba con sus huesos en la cárcel: treinta y siete meses en la Big Spring Federal Prison Camp, donde, no obstante, monta una banda de presos, The Austin Fall Stars, las Estrellas Caídas de Austin. Un guardia les oye y les consigue bolos en ferias del condado, rodeos y hospitales de veteranos. Al salir, allá por 1984, Billy Stoner desaparece un poco del mapa. En Lake Travis se hace cargo del Captain’s Club. A los seis años regresa a Tennessee para cuidar de su madre. Con 72 años, Billy Stoner pensó que se moriría sin ver publicado aquel viejo disco. Pero, por suerte, no ha sido así. La culpa ha sido de Jemima James. Bendita sea. La chica del coro de aquellas lejanas sesiones en Longview Farm, North Brookfield, Massachusetts. Por Internet contactó con los miembros de Plum Nelly, estos le pusieron en contacto con la hermana de Billy y, al final, logró dar con él para preguntarle qué coño pasaba. Los máster estaban cogiendo polvo desde 1990 en una estantería. Ella insistió, llamó a Phil Lee y a través de él se pusieron a limpiar las pistas y a hacer la transferencia en el Center for Popular Music. Jemima, acto seguido, convenció a la gente de Team Love Records. «Y fue como volver a nacer. Como si hubiese estado dormido todos estos años, como Rip Van Winkle. De repente, aquí está. Es emocionante». Y, demonios, sí que lo es. Outlaw en estado puro. Sin fórmulas. Una puta cápsula del tiempo. Un puto milagro. Como aquellos primeros discos de Kristofferson. Esa voz. Una auténtica joya. Sin duda, lo mejor para terminar el año. Porque, en efecto, entre otras cosas muchísimo menos emocionantes, 2017 se recordará, al menos en este rancho, como el año en que se recuperó este disco crucial. Gracias, Jemima (te debemos dinero).

ALAN BARNOSKY

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Old Freight

(Alan Barnosky, 2017)

Guitarra, voz y mandolina. Conviene advertirlo ya, desde el principio, para que nadie se llame a engaño, grabado a pelo, en Carolina del Norte, folk tradicional a lo Woody Guthrie, a lo Hank Williams, diez canciones despojadas a su más pura esencia, crudas y reales. Sin trucos de grabación ni tretas para parecer moderno o revisionista (para que digan algo de ti en la Uncut o en la Mojo), poco cable, poco enchufe, a lo Norman Blake, Doc Watson e incluso el Townes Van Zandt más despojado (el Townes Van Zandt al que no le disfrazaban con orquestaciones sonrojantes). Es su disco debut, pero detrás se percibe polvo y carretera, un par de grupos, la Counterclockwise String Band y el trío acústico Fabious Page. Recia formación de bluegrass y montaña. Franela. Pero aquí se trata de él solo con su guitarra, sin Cíclope ni Tormenta, a lo Logan (versión blanco y negro), con la asistencia ocasional de Robert Thornhill a la mandolina y las armonías vocales. Old Freight es una reflexión melancólica sobre unos tiempos perdidos hace ya tiempo, o que quizá jamás existieron. Como afirma el propio Barnosky, es una búsqueda idealista de algo puro, algo real… En el caso del tema que da título al disco, a través de la imaginería de las canciones tradicionales de trenes (canciones de fuga y esperanza, de lucha y anhelo, tema habitual de la música tradicional y el bluegrass). «Si quieres regresar / a una época más sencilla / que ya no existe / al menos con la mente / si quieres sentirte libre / aunque solo sea por un instante / por qué no me cantas una canción / sobre un viejo tren de mercancías». Canciones curativas de trenes, pero de trenes viejos. De viajar lento. De escuchar y mirar. Hasta llegar al «Gypsy Sally’s», que es un modesto garito en Washington DC, en los muelles de Georgetown, bautizado en honor al bar del que hablaba Townes Van Zandt en «Tecumseh Valley». El lugar donde Alan Barnosky tocó por primera vez en una sesión de micrófono abierto. Obra maestra, para ir terminando el año.

TIN STAR

 
 

TIM ROTH se salía en la época de RESERVOIR DOGS o PULP FICTION, y el compadre sigue saliéndose en la actualidad.

Y para muestra un botón. TIN STAR, ambientada en el pueblo de LITTLE BIG BEAR, situado en la extensión canadiense de las ROCKY MOUNTAINS, que no tiene ni idea de la que se le viene encima cuando una empresa petrolífera decide plantar una refinería al lado del pueblo.

Como siempre, algunos locales están a favor, por los puestos de trabajo que ofrece la compañía, y otros en contra, por la contaminación y los cambios de vida que el suceso conlleva.

JIM WORTH, el jefe de policía del pueblo, personaje interpretado por TIM, es de los que está en contra. Porque ya se las sabe y porque no dejó su trabajo de detective en LONDRES para que conviertan el tranquilo pueblo al que ha decidido medio retirarse con su familia en un hervidero de problemas.

Y hasta aquí puedo leer.

Solo avisaros de que se lía la de Dios.

Como curiosidad, aparece la actriz CRISTINA HENDRICKS, de MADMEN, como una de las antagonistas de TIM, en su papel de vicepresidenta de relaciones públicas de la NORTH STREAM OIL.

De momento una temporada de 10 episodios, de producción inglesa-canadiense y producida por KUDOS FILM AND TELEVISION. Pero he leído por ahí que la cadena SKY ATLANTIC está muy contenta con el resultado y que va a haber segunda temporada. ¡Bien!

Para terminar, dar las gracias al colega RAFA, que ha sido el que me ha descubierto la serie. Aunque ya no nos veamos dándonos un baño en la piscina porque, por fin, hace frío en el Sur, cada vez que veo una serie molona me acuerdo de él.

Ea

 

JP HARRIS AND THE TOUGH CHOICES

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I’ll Keep Calling

(Cow Island Music, 2011)

Sale en un par de planos del Heartworn Highways Revisited, pero no habla, no le entrevistan; está ahí al fondo, entre otros que hablan mucho. No lo vemos actuar, ni siquiera en los extras del dvd. No es nada moderno ni afectado. Nada sofisticado. Pura piel de la vieja ceremonia. Hace poco estuvo por aquí, con Chance McCoy, de los Old Crow, gracias al exquisito gusto de José Luis Carnes y su The Mad Note Co. Sigue siendo un poco enigmático. Lo preferimos así. Después de ver Heartworn Highways Revisited recuperé su primer disco, el del 2011. Seis años han pasado ya desde aquel día en que Joaquín, de Rock and Roll Circus, me dijo: «Al loro con esto». Joaquín me conoce. Sabe bien dónde incidir. Sabe perfectamente dónde me duele y dónde disparar. Con este acertó de pleno. No es para todos los paladares, porque es muy auténtico y no se avergüenza de serlo. Es country, y punto. El público en general tiene problemas con eso, o se lo WILCOlizas un poco o no le entra ni a tiros. Nada de «americana», ni de «roots», ni de «neotradicionalista», ninguna de esas etiquetas inventadas para disimular o justificar un gusto supuestamente vergonzante. Como el hecho de que te guste Stephen King o las pelis de vaqueros pero, en este último caso, prefieres llamarlas «westerns crepusculares» y solo citarás las de Clint Eastwood (más concretamente Sin Perdón) cuando salga el tema entre amigos porque todo el mundo sabe que, entre gente civilizada, que te guste algo así es de ser muy tosco y muy cateto. Así somos. Igual pasa con el country. Y es que JP Harris lo ha dejado bien claro desde el principio, cuando le preguntan no lo duda ni un segundo: country. Y poco más hay que decir. Nada que demostrar. Es lo que ha vivido y es lo que le sale. Probablemente por eso no habla en el documental. Porque no le hace falta ninguna verborrea justificante a modo de disculpa. Si no te gusta, es tu problema. Nació en Montgomery, Alabama. A los 14 se fue de casa, a pie, a dedo, en trenes de carga. Cuatro años de morral, lona y saco de dormir. Trabajó en una granja, fue operador de equipo, leñador, luthier y carpintero. Entre medias iba haciendo sus bolos. Dos años de tocar sin grabar nada. Música que se lleva haciendo más de cincuenta años. Nada novedoso. Pero sin ningún cliché. Sin nada que resulte impostado ni paródico. Ni cursilería, ni sarcasmo, como muy bien apuntaba la buena gente de «Saving Country Music». Es de una honestidad aplastante. El disco lo grabó en una vieja caseta de un cocinero cajún, bajo el calor aplastante del sur de Louisiana, en tres días, con unos colegas que acabarían siendo su banda habitual, los Tough Choices [Los Decisiones Complicadas]. El disco se alzaría enseguida con el premio al «Mejor álbum country del 2012» en The Nashville Scene, y metieron dos canciones suyas en una película de la que ni tú ni yo nos acordamos, At Any Price [A cualquier precio], en la que salían Dennis Quaid, Zac Efron y Heather Graham. Ahora ya solo se dedica a grabar y a girar. Y en los ratos libres a seguir reparando su vieja casa en East Nashville, a cortar leña en su jardín y a rebuscar desechos utilizables entre la basura. 

HILLFOLK NOIR

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Pop Songs for Elk

(Hillfolk Noir, 2015)

Se recomienda bailar y beber, o beber y bailar para los más apocados. El trío viene de Boise, Idaho. Neotradicionalistas que tocan música tradicional con instrumentos tradicionales en tiempos (pese a la pose hipster) nada tradicionales («música extraña y divertida para tiempos extraños», según la revista Acoustic, en una de las citas de prensa que incluye la banda en el apartado de su web: «Citas que nos hacen parecer cojonudos»). Ellos prefieren llamarlo «Junkerdash», de chatarra y brío («harapos psicodélicos de chamizo vencido en medio de un pantano», «folk indie, si trabajas para una revista especializada»). Un destilado de folk, bluegrass, punk y blues de pobre, muy de banda callejera de la esquina, muy de darles algo para un abrigo nuevo (que en Idaho los inviernos son muy jodidos). John Doe dijo en cierta ocasión que si John Steinbeck fuese propietario de un tugurio clandestino de mala muerte, la banda local sería Hillfolk Noir. Ryan Wissinger, ex-camarero, aunque también músico, del Pengilly’s Saloon, uno de los cien mejores bares de Estados Unidos según la revista Esquire, situado en el casco viejo de Boise, fue un poco más allá en su definición después de oírlos tocar una noche: «Tíos, sonáis como Johnny Cash puesto hasta el culo de Robitussin (jarabe para la tos, ergo: codeína)». Especie de Medicine Show de la época de la Gran Depresión formado por Travis Ward (voz, guitarra, armónica, kazoo y maleta), Alison Ward (armonías, banjo, tabla de lavar y sierra) y Mike Waite (contrabajo). Tecnología muy «low-fi». A la pregunta de si son realmente «hillfolkers», gente de monte, gente de cazarse lo que se come y destilarse sus propios venenos, Travis, el visionario del grupo, responde de manera incontestable: «Somos unos urbanitas razonablemente normales del siglo XXI, con nuestros teléfonos móviles y nuestros trabajos de gente de ciudad. Pero nuestras raíces se remontan hasta los rincones más oscuros del estado de Idaho, donde los ecos de los colonos siguen reverberando en las laderas de los valles. Cantamos las canciones alegres y tristes de nuestros antepasados y también nuestras propias canciones alegres y tristes que, a veces, son las mismas. Es como decía Guy Clark: “Hay días en los que son las canciones las que te escriben a ti”». Hay por ahí otras dos citas que no me puedo dejar en el tintero. La de SSG Music: «Tocan un folk oscuro y rural que en algún momento podría encontrarte alabando al Señor mientras cargas tu Winchester para, a continuación, ponerte a flirtear con un brebaje amargo en un frasco mellado y el diablo detrás, mirando por encima de tu hombro». Y la apocalíptica, casi una pesadilla de Cormac McCarthy, de la revista Maverick: «Ya sea con el tañido de las campanas por las fiebres de los moribundos, con el trote arrogante del forastero que llega al pueblo por la calle principal con todos los pistoleros de la localidad parándose a mirar, o con las caravanas del infortunio que ruedan por paisajes desolados bajo la brisa de una radiación, Ward y sus Hillfolkers fluyen a través de los últimos rescoldos de un mundo que, al final, se ha transformado en un lugar demasiado inhóspito para el protagonista que le dedica sonrisas retorcidas y menguantes a la parca sombría e impaciente, trascendiendo la mamarrachada del “alt-country” con un Medicine Show desbaratado y a toda pastilla de cautivador encanto que se disipa más allá de los cañones, las malas tierras y las laderas tristes de las colinas de Idaho». Con esa fanfarria, se han cruzado en el camino y han tocado en sitios más o menos respetables con gente como James McMurtry, Neko Case, Justin Townes Earle, Deer Tick, Gourds, Reverend Peyton’s Big Damn Band, Bonnie «Prince» Billy, Gerald Collier, Heroes and Villains, Train, Jesse Dayton y The Dusty 45s. Pero, de vez en cuando, siguen tocando en las esquinas de las calles de América, porque tienen en muy alta estima la vieja tradición de «pasar el sombrero» y, bueno, porque, a veces, simplemente, necesitan dinero para gasolina.

PUSTINA

 

Al empezar esta entrada para el blog de series Dirty, de lo primero que me doy cuenta es de que al ir a escribir el nombre de los actores que participan en ella, el teclado de mi ordenador no tiene los acentos necesarios para hacerlo correctamente. Acentos en forma de techo de una casita que dibujaría un niño pequeño sobre la «R» o la «S» para nombres como: ELISKA KRENCOVÁ, JAROSLAV DUSEK, ZUZANA STIVÍNOVÁ, PETRA SPALCOVÁ.

Y, de aquí para adelante, no conozco a ninguno, no recuerdo haberlos visto en ninguna película o serie, ni siquiera conozco a los creadores de la serie, ALICE NELLIS y IVAN ZACHARIÁS. Solo llego a que se trata de una producción de HBO Europa.

Llamadme ignorante, porque lo soy. Seguro que toda esta peña lo peta en la República Checa y yo sin enterarme.

Ocho inquietantes, oscuros y grises capítulos que te atrapan en PUSTINA y en los bosques del norte de la Bohemia que rodean al pueblo.

En los cuatro primeros, se nos plantea la trama, industria del carbón polaca que quiere hacerse con las tierras y las casas de los habitantes para explotar el rico suelo, los del pueblo que están a favor y en contra y, de remate, la desaparición de la hija de la alcaldesa HANA SIKOROVA, para que todo se líe aún más.

A partir del quinto la cosa se dispara, te atrapa y ya no te suelta hasta el final.

Si te quedaste a dos velas con el regreso de TWIN PEAKS, con PUSTINA te puedes desquitar a gusto. Y de paso descubrir cómo se las gastan por la EUROPA CENTRAL. Que no es moco de pavo.

 

JOHN HIATT

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Terms of My Surrender

(New West Records, 2014)

El tipo del jersey rojo. Ahí empezó todo. En los extras de un DVD. Han pasado los suficientes años para preferir no echar la cuenta. Comprar a ciegas Heartworn Highways en aquella tienda de discos que ya no existe (hoy venden helados de yogur, también con «extras», los llaman «toppings»: el mundo se va a la mierda, no hay vuelta de hoja, le pongas los «toppings» que le pongas…). Esa película nos cambió la vida. Ya lo hemos dicho en anteriores ocasiones. Nunca nos cansaremos de reconocerlo… Y una de las cosas que nos descubrió fue a John Hiatt, el tipo del jersey rojo, en un extra medio perdido, con aquella canción que te arrancaba el corazón, «One for the One». Había que pinchar en «Jamming at Jim’s». Dice el director de la película que se corrió la voz por Nashville de la filmación que habían hecho en Nochebuena en casa de Guy Clark. Así que no tardó en montarse otra sesión en casa de Jim McGuire (fotógrafo legendario y aficionado al dobro en privado). Steve Earle, Guy Clark, Steve Young… estaban todos. Y entre la «Ballad of Laverne and Captain Flint» de Guy Clark y el «Darlin’ Commit Me» de Steve Earle, de repente, en un plano aislado y solitario, sobre el fondo de una pared verde, el tipo del jersey rojo. Recuerda el director que John Hiatt se presentó para ver si le dejaban participar. Aquella misma tarde le habían ofrecido su primer contrato discográfico. Estaba medio aturdido por la noticia. Jim le pidió que cantara una balada. Y nos rompió el corazón. Desde aquella tarde de 1976 hasta este disco que hoy reseñamos, han pasado 38 años. Desde la tarde en que le descubrimos en aquel DVD hasta hoy, no tantos, catorce o quince. Pero a lo largo de todo este tiempo se ha ido convirtiendo en uno de nuestros imprescindibles. Y, además, hemos tenido la suerte de haberlo visto un par de veces en directo (i-n-c-r-e-í-b-l-e). El Master of Disaster fue el primer disco que compramos (en otra tienda de discos que ya no existe, o mejor dicho, que ya no es lo que era), con toda la gente de los North Mississippi All-Stars. Y desde entonces hemos sido fieles a muerte, hacia atrás y hacia delante. El tipo es una institución. ¿Quién nos iba a decir que aquel chaval del jersey rojo iba a acabar haciendo todo lo que hizo? Y suma y sigue. Este Terms of My Surrender lo teníamos pendiente. Queríamos la edición especial, con DVD (con un concierto enterito en el Franklin Theatre) y al final se nos traspapeló. Cayó hace pocos en nuestras manos. «Los términos de mi rendición». La vuelta al blues, al origen. La voz muy cascada. Sobrecogedor. «Al final de la historia», dice John Hiatt en la canción que da título al disco, «solo somos tú y yo, y te quiero demasiado para decirte Adiós». En el disco no hay preciosismos ni florituras. Ninguna concesión. Sur Profundo del tipo del jersey rojo que en «los viejos días» llegó a abrir para John Lee Hooker («On a date with John Lee Hooker at a packed joint up in Washington / He came in with a gorgeous woman on each arm as I was singing my song). Y, para terminar, no me puedo resistir a comentarlo, porque me hizo mucha gracia; por ahí alguien ha dicho que es el Philip Roth de la música americana. Así que, ¿qué más puedo decir yo? Poca broma con esto.

RAY WYLIE HUBBARD

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Tell the Devil I’m Gettin’ There As Fast As I Can

(Bordello Records / Thirty Tigers, 2017)

La vieja granja de serpientes vuelve a deleitarnos con once potentes dentelladas. El camino ha sido tortuoso desde aquellos veranos en Nuevo México, a principios de los setenta, en que escribió el «Up Against the Wall, Redneck Mother», que haría célebre Jerry Jeff Walker en el 73 y le llevaría a firmar un contrato con Warner que intentaría «nashvillizar» su primer disco, Ray Wylie Hubbard and the Cowboy Twinkies, lo que le convertiría ya para siempre en un renegado. «Apestaba entonces y sigue apestando ahora; si en vuestro corazón queda algo de compasión, por mí o por cualquier músico al que algún cretino con autoridad de cualquier sello discográfico haya jodido, no compréis el disco ni por error». Porque, como canta en el tema «Lucifer and the Fallen Angels»: «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo». Así que, desde hace ya veinte años, vive retirado en una cabaña de troncos abandonada que él mismo ha restaurado, con su mujer, en Wimberley, a las afueras de Austin,  como dos lobos solitarios, trabajando con tablones y yeso, visitando de vez en cuando a sus vecinos (Kevin Welch y Slaid Cleaves) y grabando puntualmente discos cada vez más sólidos e incontestables, como este contundente Tell the Devil I’m Gettin’ There As Fast As I Can, título del tema que canta junto a dos viejos amigos, Lucinda Williams y Eric Church (poca broma), «una fábula de rock & roll acerca de dedicar tu vida a una guitarra, agarrarse a un sueño sin importar el tiempo que lleve cumplirlo, apostar tu alma en una partida amañada y enamorarse de una tremenda mujer tatuada… hmmm, bueno, quizá no sea tan fábula». Fantasmas, bluesmen oscuros y alcohólicos rehabilitados (él ya lleva 28 años sobrio), el habitual plantel de personajes hubbardianos. Muy American Gothic. Su vieja amistad con Townes y Guy Clark hizo que en su día lo enmarcasen en la categoría imprecisa de «Outlaw Country» (de segunda generación, en barrica de roble, no para cualquier paladar...), otros, sobre todo a partir del imprescindible Snake Farm, hablan de blues pantanoso, pero él siempre lo ha tenido muy claro e insiste en que se dejen de mamonadas, que lo suyo es pura y simplemente rock & roll (aunque, eso sí, con una vena muy literaria). Profundidad de grizzly, dijo alguien una vez por ahí, refiriéndose a sus letras. Algo intermedio, entre Howlin’ Wolf y William Blake. Él mismo se lo dejó claro en su día a un entrevistador poco versado: Muddy Waters tiene la misma profundidad que William Blake. Claro que en las cúpulas discográficas del «mainstream» de Nashville nadie ha oído hablar (ni oirá hablar nunca) de las pinturas de El Gran Dragón Rojo, ni de El Matrimonio del Cielo y el Infierno. Ni falta que hace, porque lo más seguro es que le acaben metiendo unos coros horribles y una vomitiva sección de vientos. Y le pongan un sombrero de gilipollas (por citar al gran Kinky Friedman). Mejor así, cavernoso y seco. Otro puto genio. 

EVAN BARTELS & THE STONEY LONESOMES

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The Devil, God & Me

(Sower Records, 2017)

Nebraska. Enseguida nos viene una imagen a la memoria. Una carretera vacía bajo un cielo nuboso y un paisaje desolado. Sonido de viento. Aunque solo sea por aquel disco de pistolero solitario que se marcó el bueno de Springsteen en el 82. O una imagen más desoladora aún, la de las cafeterías Nebraska de Madrid de poco antes del cierre (aunque leo por ahí que amenazan con reabrir), con su tufo a cosa ya muy geriátrica, muy de Cocoon, muy de Dragó, Ussía, Ónega y gente así, sin el lustre que pudieron tener en su día, cuando trajeron a los españolitos «las tortitas, el salón norteamericano y los desayunos a deshoras», muy de Bienvenido Mr. Marshall, todo muy posfranquista, también de cielo nuboso y sonido de viento, señoras y señores muy trajeados que van al teatro, como matojos rodantes, armadillos atropellados, osamentas de búfalos… Pues de ahí precisamente salió Evan Bartels. Y a eso suena en su impresionante debut, The Devil, God & Me. En «Two at a Time» regresa a casa por la I-80, de noche, cruzando fronteras comarcales y estatales, contando las millas que le quedan hasta llegar a Lincoln (más desolación, la ciudad donde transcurría la acción de Boys Don’t Cry, cuna también de la actriz Hilary Swank), fumando American Spirits y metiéndose pastillas para mantener el coche en línea recta. Soledad, aridez y un atisbo de esperanza en la huida. Está también esa imagen de Lincoln, Nebraska, de 1868, una de las primeras fotografías que debieron tomarse, a los doce años de su fundación. Una inmensa pradera en la que aún pacían algunos búfalos ocasionales, supervivientes del despojo (como los clientes de la cafetería Nebraska). Tierra de los indios pawnee. Hay unas casetas que parecen habérsele caído a alguien ahí en medio. La gente ha salido a las puertas de los comercios para posar. En una se puede leer: «Drogas, medicinas, pinturas, aceites y herramientas». Hay un tipo en primer plano, con su sombrero, en cuclillas, junto a lo que parece el tendido de una vía. Todo muy borroso y poco nítido. Como si a pesar del empeño y la esperanza, en cualquier momento un viento fuerte, ni siquiera un tornado, pudiera llevárselo todo por delante. Pues bien, los hijos de los hijos de los hijos de esa gente, pioneros, delincuentes y forasteros, venían diciendo desde hace ya un tiempo que los Stoney Lonesomes de Evan Bartels, eran la mejor banda salida de Lincoln, Nebraska. Estuvieron viajando. Y ahora han vuelto, con este disco bajo el brazo. Son muy Jason Isbell después de haber conducido muchas millas junto a camiones de dieciocho ruedas. Y tienen sed. Discazo del año, y me quedo tan ancho.