HARD WORKING AMERICANS

Rest In Chaos
(Melvin Records, 2016)

David Schools de los Widespread Panic; Neal Casal desde los Cardinals de Ryan Adams hasta su más reciente incorporación en la Chris Robinson Brotherhood, y Chad Staehly de los Great American Taxi (que ya han asomado el hocico por este Blog). También Derek, el hermano pequeño de Duane Trucks. Todd Snider lo soñó. Juntar a toda esa peña. Unir la tradición del «songwriter» solitario (él) a la tradición de las «jambands» (todos ellos). Aparte, la idea de tocar con músicos de su edad y ver si duele o si, por el contrario, se lleva bien. Se ve que un día, el bueno de Chad le comenta a Todd que siempre que le ve está pegando la hebra con sus héroes viejunos (John Prine, Jerry Jeff Walker, Kris Kristofferson…) y que muy raras veces le ha visto subirse a un escenario con uno de sus pares. Así que, en la vieja tradición del trabajo duro de Woody Guthrie («canciones que conforten a los afligidos y que aflijan a los confortados»), Todd debuta con esta especie de súper-grupo el 20 de diciembre de 2013 en Boulder, Colorado, en uno de esos conciertos para recaudar fondos (una inundación, si no recuerdo mal). Acto seguido, hacen una gira y graban su primer disco. Y la cosa pudo haberse quedado ahí. En un sueño y un capricho. Otra jamband haciendo versiones. Porque he de decir que nunca he sido muy forofo de las jambands, y muchísimo menos de las bandas de versiones. Claro que las versiones de aquel primer disco eran tremendas. Canciones «perfectas» (en palabras del propio Todd) de gentaza como Hayes Carll, Chuck Mead, Will Kimbrough, Kevin Gordon, Randy Newman y Gilliam Welch. De coge pan y moja, para que me entiendan. Pero no. No quedó en eso. Tres años más tarde regresan y se dejan de versioncitas. Han pasado cosas y las han ido digiriendo y grabando durante una gira. Todos los calificativos que les dedican quienes tienen la suerte o el buen gusto de escucharlos son francamente golosas. Estilo «blue-collar», música «gonzo-outlaw». Un nuevo «tono swamp con algo de blues sureño mezcla de Dr. John, J.J.Cale y Billy Gibbons»; y mi favorito, desde el crítico emocionado de la revista American Songwriter: «Si el novelista hardboiled Jim Thompson hubiese decidido liderar una banda de rock and roll, esa banda habría sonado exactamente como los Hard Working Americans». Para acabar añadiendo: «Si te gustan las historias de los arruinados, de los quemados, de los podridos de alcohol, de los resignados y de los jodidos muy jodidos, cantadas y tocadas por unos tíos que saben perfectamente lo puta que puede llegar a ser la vida, este es tu disco». Y para más inri, la cosa incluye un tema compuesto para la ocasión por el inmenso Guy Clark, «The High Price of Inspiration», con él mismo sentado a la guitarra, en la que probablemente haya sido su última incursión en un estudio. Sin tonterías.

PARKER MILLSAP

The Very Last Day
(Okrahoma Records, 2016)

Dos premisas me puse. Y las dos me las salto a la torera. La primera fue hablar hoy de Guy Clark. Pero lo comentaba ayer con Jesús, de Radio City, y es verdad. Guy Clark murió el martes y estamos jodidos. Pero al final vamos a parecer unos cenizos, porque ya no nos caben los muertos en casa y da la impresión de que nos gusta rodearnos y apropiarnos de «cadáveres exquisitos». De hecho, de esa generación hay al menos otros cuatro o cinco en el disparadero, y los ansiosos no tardarán en disputárselos (seguro que ya están redactadas sus necrológicas, por gente que jamás los escuchó ni los quiso…). 2016, Steve Young y Guy Clark, Annus Horribilis (y Rajoy vivo; pobre hombre, no es que le desee ningún mal –bueno, miento, un poquito sí, un muchito, ¿qué coño?–, pero lo uso retóricamente para referirme a todos los seres detestables de este mundo). Poco más se puede decir. Así que me niego a hablar de Guy Clark. Me conformo con citar las emocionantes palabras que le dedicó Otis Gibbs en su muro de Facebook: «Fue un roble gigantesco en una ciudad llena de flores de plástico». Y ya volveremos sobre él cuando su tumba se despeje de babas y cuervos. Además, el mejor homenaje que se le puede hacer es no hablar de él. Hablar en su lugar de los que quedan, de los que empiezan, de los que recogen su legado, el legado de aquella maravillosa generación de «corazones abatidos» (yo, al menos, descubrí a Clark, y a tantos otros, en aquella inagotable película, Heartworn Highways). Hablando de cualquiera de estos (de los vivos), hablaremos de él. Y será la mejor manera de hacerlo. De lo que significó y significa. Demostrar que el círculo no se rompe, para consuelo y alivio de A.P. Carter y compañía, estén donde estén… Y es así que llegamos a la segunda premisa que me salto a la torera. Al inaugurar este blog me propuse no repetir artista (gilipolleces mías). Pero resulta que este disco de Parker Millsap (cuyo primer álbum ya reseñamos el 13 de octubre de 2015) me llegó el mismo día que me enteré de la muerte del viejo Guy Clark. Y es tan bueno que no he podido evitarlo. Básicamente, es esperanza. Además, tiene una versión increíble del «You Gotta Move» de Gary Davis y Fred McDowell que no puede venir más a cuento: la cosa sigue y hay que tirar para adelante. Dejemos la carroña a los buitres. Tenemos las espaldas anchas. Podemos con esto y con todo. Incluso el título del disco incita a la rebelión: no es el fin del mundo, no es el Armagedón, no nos pongamos en plan Adventistas del Séptimo Día… Folk, blues, góspel, más oscuro y más maduro que en su anterior disco. «36-minutos-de-gloria-que-saben-a-poco-pero-qué-alegría» para celebrar que Guy Clark sigue vivo en gente como este portentoso chaval de Oklahoma de tan solo 23 añitos. Nuevos autoestopistas para todas las carreteras de corazón abatido que nos quedan por recorrer. Oklahoma y yo somos así, señora.

DOM FLEMONS

Prospect Hill
(Dixiefrog Records, 2015)

Se veía venir. Tarde o temprano ocurriría. Y lo mejor era que sucediese cuanto antes. Ya en el 2012, en el álbum que les produjo Buddy Miller (Leaving Eden), el pulso resultaba evidente. Siempre había estado ahí, en los Carolina Chocolate Drops, pero más o menos se disimulaba. Por un lado estaba ella, Rhiannon Giddens, de la que todos nos enamoramos en algún momento del 2007, y por otro lado Dom Flemons, el tipo de los tirantes, el tipo que, aparte de sus banjos tocaba los huesos (no preguntemos de qué animales). Buddy Miller, que cada vez suena peor, que se ha instalado en esa posición de «respetado en Nashville» en la que todo suena igual (de mal), no hizo sino acelerar lo inevitable. El video que hicieron para el tema «Country Girl» es la prueba definitiva de que aquello ya no iba a ninguna parte. Hay otros videos en internet en los que se les ve interpretando ese tema en iglesias y en porches al aire libre. Y ponen el pelo de punta. Hay una animalidad y un vitalismo, una crudeza desarmante. Pero en el video oficial de la canción todo resulta decepcionante (y no saben lo que me ha costado sujetar las riendas para no utilizar otro calificativo menos diplomático). Ella muy guapa, sí. Y poco más. Dom Flemons al fondo, como perdido, como preguntándose: «¿Qué cojones hago yo aquí?». El caso es que ella tenía claro que lo suyo era la insubstancialidad y el mainstream (lo ha demostrado con su primer disco en solitario, el insulso Tomorrow is my time, bajo la tutela del sobrevaloradísimo T-Bone Burnett; un caso parecido al de cuando Carrie Rodríguez se separó de Chip Taylor, con quien no dejaba de grabar discos gloriosos, para emprender una carrera en solitario que ni con su belleza ha logrado impedir que zozobre en la trivialidad más desapacible, salvo por aquella interpretación ya lejana de la «Puñalada trapera» que aún me arranca escalofríos cada vez que la oigo, poco más). La señorita Giddens es ahora hasta protagonista de musicales. Bien por ella. Fue bonito mientras duró. Lo de él, en cambio, siempre fue una apuesta radical, no hay más que verle, aparte de los huesos y su banjo de 1920: ¡esos tirantes!… Y se puede percibir en su primer álbum en solitario, que desde aquí aplaudimos con mucho golpear de pies sobre el sufrido tablado del porche. Ya no hay concesiones ni estiramientos forzosos para hacerlo todo más digerible. Ahora todo es maizal. A los viejos ingredientes de la herencia afroamericana que popularizó magistralmente en su día al frente de los Carolina Chocolate Drops, se incorporan ahora nuevos viejos estilos: folk, ragtime, early jazz, rock and roll, música «fife-and-drum» de antes de la Guerra de Secesión… Todo suena a sinceridad, a cosa real, a música interrumpida para toser y escupir y comentar algo que se ha visto en la distancia. A esclavos construyendo graneros en 1849. A Sonny Boy Williamson. A música de la calle. Música viva. Música sin maquillar. Música sin vestidos bonitos ni abalorios. Música que no tiene miedo a perderse. Música hecha por un tipo que apuesta fuerte por los tirantes. ¡Aleluya!

NATHAN BELL

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I Don’t Do This For Love, I Do This For Love
(Stone Barn Records, 2015)

Ser hijo de Marvin Bell, poeta laureado de Iowa, quieras o no, te acaba marcando, aunque solo sea porque una mañana cualquiera te levantas y te encuentras en la cocina, o saliendo del baño de tu casa (¿en calzoncillos?), a gente como Kurt Vonnegut o Studs Terkel. Esto es así. Ver gente así aseándose o recién levantada. Hablar con ellos. Al final eso se te queda dentro. Claro que el pequeño Nathan, en vez de coger un bolígrafo, se decidió por una guitarra y se compró el Harvest de Neil Young. Entonces, escuchando a Lightnin’ Hopkins, Sonny Terry y Brownie McGee, aprendió a sentir el blues. Claro que no descuidó la lectura (los pecados del padre…) y siempre diría que en sus letras, alguien avezado, podría detectar la huella de Jack London, William Carlos Williams y Frank Herbert, que no es poca huella (Klondike, modernismo y Dune)… Luego, muchos trabajos de jornalero itinerante y bolos con los Honky Tonk Dogs, una banda con la que llegaría a grabar un par de discos antes de mudarse a Nashville, casarse y montar un grupo que unas veces se llamó «The Boot Licking Weasels» y otras «Art Fuch and the Art Fuchs». Entonces las cosas se torcieron. Dejó de cantar. Dejó de tocar. Dejó de escribir. Dejó de leer. Dejó de escuchar música que no fuese música insustancial. Dejó su moto. Se dedicó durante trece años a currar en un trabajo infecto (Bellsouth Mobility, cables y telefonía, barra de bar al final del día…). Chattanooga y un par de hijos en el camino… Hasta que un buen día del año 2007 volvió a coger la guitarra, por primera vez desde 1995. Y vuelve a escribir canciones. Vuelve a sonar el Harvest de Neil Young en casa. Lo graba y lo mezcla todo él. Detesta los softwares de corrección. No le gusta la música aseada. Nunca piensa en el oyente, solo en la canción. Ama su trabajo (atrás quedan los cables y la telefonía, ahora guitarra y carretera, y barras de bar al final del día). Parece enfadado pero es un tipo feliz. De sí mismo dice que es ateo, judío, de izquierdas, liberal y bastante criticón… Este es su último disco hasta la fecha y el hombre, hay que decirlo, se ha salido. Probablemente, se trate de uno de mis discos preferidos del 2015. Le va a ser difícil superarlo, ha alcanzado unas cotas de sencillez y maestría que pone los pelos de punta. Desde el primer acorde, desde esa primera frase: «You’ll see me on a freighter up the Saginaw River…», hasta la última, ese terrible «Now he just blows along like ashes through Bethlehem, Pennsylvania» uno sabe que está ante uno de los grandes. Voz grave y arrasada por la intemperie. La América obrera. Metalurgia y temporeros. Aceite y metal. Dice mi amigo el entendido que podría compartir escenario con Malcolm Holcombe. No creo que haya escenario que lo resista…

HAYES CARLL

Lovers and Leavers
(Highway 87 Records, 2016)

Cinco años es mucho tiempo. El propio Hayes lo dijo en una reciente entrevista: hay una línea muy fina entre hacerse el interesante, crear un aura de intriga y expectación (el Suspense de Patricia Highsmith), y pasarse de rosca, que empiece a cundir la sospecha y que la gente te olvide. Sobre todo en la industria del disco, que es muy cabrona, da igual que te mates a bolos, da igual que te vean, lozano o demacrado, es lo mismo, es lo de menos, cinco años sin disco es el límite. Más, y estás acabado (incluso puede que te maten en Facebook). Desde el rotundo exitazo de su Kmag Yoyo en Lost Highway Records, el álbum que le catapultó a los primeros puestos de las listas y por el que le conoció todo el mundo, han pasado muchas cosas. Entre otras un divorcio y un niño de doce años al que le gustan los trucos de magia (el «magic kid» que aparece en el dibujo de la contra y en el track 3 de la cara B) y con el que su padre quiso pasar más tiempo. Y muchos amigos. Basta con echar un vistazo a la lista de agradecimientos para hacerse una idea de cómo han debido ser estos años de «silencio», muy lejos ya de aquel Flowers & Liquor del 2002, bajo la sombra de Townes van Zandt que «me arruinó y me salvó al mismo tiempo» y de Jerry Jeff Walker, con quienes siempre le compararon al principio (con el aditivo de su personalísimo cinismo). La lista es tremenda, entre otros: Corb Lund, Todd Snider, Jason Isbell, Amanda Shires, Robert Ellis, Lee Ann Womack, Ray Hubbard, Elizabeth Cook, Ryan Bingham… o la gente con la que ha colaborado en este disco: Darrell Scott, J.D. Souther, Jim Lauderdale, Allison Moorer, Jack Ingram, Will Hoge… homólogos y co-conspiradores, a los que habría que sumar también los viejos amigos del tema «My Friends», esos que «se gastan todo tu dinero» y que «enseñaron a bailar al diablo». Cinco años de desencanto e introspección, pero también de hallazgos luminosos. Así que quienes se esperen un kmag yoyo Part II, pueden quedarse sentados y seguir esperando otros cinco años. En Lovers and Leavers no hay rastro de humor ni de juerga, incluso resulta doloroso de escuchar, tal y como dijo Marissa R. Moss en una reciente reseña de la Rolling Stone. Nos encontramos ante un disco muy personal, íntimo, casi confesional. Atrás quedan las mujeres, los bares y las borracheras. Es un disco sobre la pérdida (aunque Hayes Carll quiso dejar bien claro en nota de prensa que no se trata de su Blood on the Tracks, haciendo referencia al disco de cuando Dylan rompió con Sarah, la que escupía «Viento Idiota» cada vez que abría la boca…). Un disco sobre la pérdida y el hallazgo de la magia (su hijo). Podía seguir cantando lo mismo de antes, pero eso sería cantar de otro al que ya no conoce, al que ya ni siquiera desearía conocer (aunque nunca sabe uno lo que se puede encontrar a la vuelta de la esquina…). Produce Joe Henry y el disco está dedicado a Allison (Moorer), «por todo». Mientras tanto, Steve Earle graba un disco con Shawn Colvin y nos sale con la que tiene todas las papeletas para alzarse con el premio a la peor cubierta de todos los tiempos. Ya digo, la industria del disco es muy cabrona. El disco de Earle ya lo oiremos (da muy mala espina), pero el disco de Hayes es una pequeña obra maestra. ¡Chapeau!

SOUTHERN FAMILY

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Southern Family
(Elektra Records, 2016)

Las credenciales de Dave Cobb son apabullantes. En los últimos años ha producido muy buena «mierda» entrecomillada (es decir: discazos) y muy buena mierda sin entrecomillar (es decir: música que ni con el palo de una escoba). Pero por ahora gana la entrecomillada. Empezó como músico de sesión en Atlanta y estuvo a cargo de la guitarra y el bajo en los Tender Idols durante siete años (lo cual significa lo mismo para ti que para mí, es decir: nada). Lo que importa es que ha sido productor del Put the «O» Back in Country de Shooter Jennings, del Guitar Song de Jamey Johnson, del Southeastern y el Something More Than Free de Jason Isbell, del Metamodern Sounds in Country Music de Sturgill Simpson y del Traveller de Chris Stapleton; ahí es nada. Cuenta el señor Cobb que este era un proyecto que venía acariciando desde hacía mucho tiempo: unir a todas sus criaturas (criaturas sureñas, para más inri) en un mismo disco «conceptual» (palabra maldita en la industria del disco) inspirado en aquel maravilloso suicidio perpetrado en 1978 por el inglés (que nunca había pisado Estados Unidos) Paul Kennerley (encargado en esta ocasión de escribir unas insulsas «liner notes» editadas por Jason Isbell, en plan homenaje oscuro solo para iniciados), el gran White Mansions, aquel álbum conceptual sobre la Guerra Civil norteamericana con Waylon Jennings y Jessi Colter. En este caso se trata de un álbum conceptual sobre lo que es criarse en el sur, sobre las familias, más o menos disfuncionales, del sur estadounidense (tema que aquí en Dirty Works, no hay más que vernos, nos toca muy de cerca, tan cerca tan lejos, supongo). Es un disco ecléctico (inevitablemente) y, como ocurre con todos estos discos en los que intervienen artistas tan variopintos, hay momentos gloriosos y momentos para descerrajarse un tiro en la quijotera (Miranda Lambert es, sencillamente, un horror, siempre lo fue). Por mucho que nos lo quieran vender como proyecto arriesgado y personal, les ha salido una cosa muy «mainstream», pero es honesto decir que es un «mainstream» muy digno y con momentos realmente emocionantes. Están The Civil Wars, los Stapleton, Jason Isbell, Jamey Johnson, Zac Brown, Holly Williams (ya quisiera Miranda…), Shooter Jennings, Rich Robinson… Disco de porche, mecedora, fotos sepia, abuela con artritis, zumbido de moscas, sémola, quingombó, achicoria, zarigüeya y puerta mosquitera.

MERLE HAGGARD

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If I Could Only Fly
(Anti-, 2000)

No sé qué decir ni cómo decirlo. Han pasado tres días y lo último que me apetece es creérmelo. Así que no me lo creeré y punto. Porque al final es verdad que alguien así nunca muere. Una fotografía preciosa de Johnny Cash, ya muy viejo, al lado de un Merle con una pinta estupenda, los dos con sus guitarras (muchísimos años después de lo de San Quintín); no sé quién la puso ese maldito día 6 de abril en Facebook. Se me saltaron las lágrimas. No tanto de tristeza como de emoción, de pensar: «Vaya dos titanes», de pensar: «Estos dos han hecho que mi vida sea más bella». Ayer empecé un libro de Stephen King. Revival. Comienza con una emocionante página de agradecimiento. Dice: «Este libro es para algunas de las personas que construyeron mi casa» y, acto seguido, enumera a diez de sus autores favoritos, de Mary Shelley a Peter Straub. Al final añade el título de una novela breve de Arthur Machen que le obsesionó durante toda su vida. Pues bien, junto a Johnny (me disculparán el exceso de confianza), la lista de gente asombrosa que construyó mi casa, la encabeza Merle. Y añadiría al final su «Workin’ Man Blues» a modo de obsesión y compañera de toda una vida. Y ahora me río porque, hablando de casas y agradecimientos, me acabo de acordar de lo que dijo Merle cuando le hicieron miembro del Country Music Hall of Fame. Dijo: «Me gustaría darle las gracias a mi fontanero, Andy Gump; estás haciendo un trabajo estupendo en mi cuarto de baño». ¡Qué tío más grande! Un espíritu auténticamente libre. Recuerdo haber estado en la pickup del gran Mike Beck (otro californiano al que quiero mucho), en el callejón trasero de un bar de Elko (Nevada). Durante todo el trayecto desde Salt Lake City (y su cerveza insulsa) hasta Elko (y la exquisita Buckaroo Brew del Western Folklife Center), Jaime y yo habíamos estado poniendo a todo trapo el «Working Man» de Rush. Volvimos a ponerla en la pickup de Mike Beck. Y luego pusimos el «Working Man Blues» de Merle. Palabras mayores. Puro sonido Bakersfield. «Sometimes I think about leaving, / do a little bummin around / I wanna throw my bills out the window / catch a train to another town / But I go back working/ I gotta buy my kids a brand new pair of shoes / Yeah drink a little beer in a tavern, / Cry a little bit of these working man blues». Al acabar la canción se hizo el silencio. Mike Beck dio un trago a su cerveza y en ese mismo instante lo definió mejor que nadie: «Merle Haggard es el William Shakespeare de la música country». Amén a eso. Nada que añadir… Solo que si he elegido este disco es porque en su día supuso un renacimiento para un Merle que en los noventa las había pasado bastante canutas (recuerdo perfectamente el día que compré este disco en Madrid Rock, ese templo que ya no existe) y porque incluye esa maravillosa canción de Blaze Foley que da título al álbum y que siempre me pone los pelos de punta. En realidad podía haber elegido cualquiera de sus innumerables discos, porque, al fin y al cabo, de lo que se trata aquí es de desmentir la noticia de su fallecimiento. Merle Haggard sigue y seguirá estando siempre vivo. Y yo brindo por ello cada puto día.

PAUL BURCH

Meridian Rising
(Plowboy, 2016)

Paul Burch es Dios. Punto pelota. Este disco, el décimo desde que emergió de la densa humareda de aquellas noches maratonianas en el mítico Tootsie’s Orchid Lounge de Nashville, lo confirma (de nuevo). Y es que no se puede tener más clase. Para quitarse el sombrero, y no una sino veinte veces, una por cada tema del disco. Paul Burch ha sido siempre el puto amo, desde su Pan American Flash de 1996 no ha dejado de obrar prodigios, lo cierto es que siempre ha hecho lo que le ha salido de los santos cojones, y eso es muy de agradecer, sobre todo estando la industria como está, tan llena de sucedáneos y de viejas glorias que viven del cuento (Loretta Lynn, ¿qué coño has hecho?). Lo que pasa es que este tío, simplemente, es químicamente incapaz de hacer un disco malo. No puede. Pero es que, además, con este último (de lo mas kamikaze) se ha salido del mapa (de nuevo). Esta vez la magia es una «autobiografía imaginada» de Jimmie Rodgers, «the Singing Brakeman» «the Blue Yodeler», el Padre de la Música Country, y suena a gloria bendita (muy en la línea de aquella otra delicatessen que cocinó hace unos años el gran Loudon Wainwright con Charlie Poole). El guiso tiene todo los ingredientes que nos gustan: Delta blues, Hawai, Dixieland, New Orleans, rockabilly y C&W de lo más rústico. Está cantado por Paul Burch en primera persona, como si hablase el propio Jimmie Rodgers, todo muy honesto, «aunque no necesariamente cierto», y de nuevo al frente de su antigua banda, la exquisita WPA Ballclub con el viejo Fats Kaplin supervisándolo todo, y una nada desdeñable retaguardia cubierta por los Meridian Risin’ Players, entre los que militan nada menos que Jon Langford, de los inmortales Mekons, Richard Bennett y el gran Tim O’Brien con su bouzouki. No se puede pedir más. Es como en la viñeta de aquel cómic remoto que andaba por las estanterías de la casa de mis padres. Creo que era un Hazañas Bélicas. Están dos soldados en una trinchera en medio del fragor de la batalla. Ha explotado algo y están jodidos, pero parece que la pesadilla ya ha terminado. Hacen recuento de lo que conservan (entre otras cosas: la vida). Hablan de la suerte, del azar, de la vuelta a casa, de las cosas buenas… y al final uno le dice al otro: «¿Qué más quieres?», a lo que este no duda en responderle: «Morir de viejo». Y si recuerdo ahora aquella viñeta es porque esa es exactamente la sensación que tuve hace un par de días en cuanto llegué a casa, abrí el cd y escuché este increíble Meridian Rising (que, aparte, da gusto abrirlo, porque está fabricado con muchísimo gusto, el cuadernito desplegable es una delicia, vamos, que no es una mierda de digipak en el que todo te lo ha maquetado ese amigo moderno que tienes que dice que se maneja «de puta madre» con el InDesign y que merece una muerte agónica y lenta). Pura y simple felicidad. Eso es Meridian Rising. ¿Y que qué más se puede pedir teniendo una música así? Pues exactamente eso: morir de viejo.

BILLY JOE SHAVER

Everybody’s Brother
(Compadre Records, 2007)

Hay muchos, demasiados, «outlaws» de salón (que no de «saloon», pues somos muy forofos de los «barflies», aunque no sean más que eso, o quizá precisamente porque no son más que eso: tristes parroquianos de Fat City), mucho «honky tonk hero» fashion y de postureo que cantan a la legua, vamos, que son un cantazo, verlos da como vergüencilla ajena, son impostores, pueblan anualmente las galas del CMT (ese canal infernal en cuya entrada debería rezar la inscripción: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate», esto es «Abandonad toda esperanza los que entráis», como en el Canto III del Infierno de Dante), no lo han vivido, beben refrescos, piden disculpas y, como te descuides, le echan limón a la cerveza, votan siempre a los que tú ni apuntado con un rifle votarías y suenan exactamente a esa mierda: a cosa digerida y descafeinada, puro cuento. Y estarán de acuerdo conmigo en que nada puede sonar peor eso… Exactamente todo lo que no ha sido, no es ni será nunca Billy Joe. Porque tal y como él lo vivió y lo sigue viviendo, así lo canta y lo seguirá cantando hasta que le reviente el corazón, y si no te gusta, puedes irte al infierno (pero cuidadito con tocarle mucho las pelotas, ándate con ojo, porque si te tiene que pegar un tiro te lo pega, recuerda el incidente del Papa Joe's Texas Saloon de Lorena del 31 de marzo de 2007; luego no digas que no te avisé). Billy Joe siempre ha estado en la sombra, en un segundo plano, impredecible, crudo y honesto, pero fue quien lo inventó. La etiqueta y los derivados vendrían luego. Preguntadle si no a cualquiera de los que acudieron a sus canciones para darse verosimilitud y empaque. La lista es conmovedora: Johnny Cash, Willie Nelson, Waylon Jennings, Kris Kristofferson, George Jones, Bob Dylan, Elvis Presley… Ya lo dejó claro él mismo en la primera frase de su autobiografía (Honky Tonk Hero, editada por University Of Texas Press en el año 2005, una joya de libro, por cierto): «Ni siquiera había nacido aún cuando mi padre intentó matarme por primera vez». Cuando el borracho de su padre les abandonó y desapareció del mapa, Billy Joe se crió con su abuela y, de vez en cuando, acompañaba a su madre al nightclub de Waco donde trabajaba. Allí entró en contacto con la música country. En octavo dejó el colegio y se dedicó a recoger algodón. Estuvo en el ejército y fue cowboy de rodeo. Apenas llegaba a fin de mes y perdió dos dedos de la mano derecha trabajando en un aserradero. Con esa mano mutilada aprendió a tocar la guitarra. Se casó y se divorció varias veces de la mujer que amaba, Brenda Joyce Tindell. Tuvieron un hijo, Eddie. Hizo autoestop y llegó a Nashville, donde consiguió un trabajo de «songwriter» por 50$ a la semana. Waylon Jennings grabaría su mítico álbum Honky Tonk Heroes (1973) con canciones suyas. Su madre y Brenda murieron en 1999. Al año siguiente murió su hijo, Eddie (excelente músico), a causa de una sobredosis de heroína… Y todo eso se oye en su voz. Pues bien, este no es, ni con mucho, su mejor álbum. Pero lo hemos escogido porque se acerca la Pascua y se trata de un disco casi 100% «honky tonk gospel». Producido por John Carter Cash, contiene dúos con John Anderson, Marty Stuart, Tanya Tucker, Bill Miller, Kris Kristofferson y, gracias a la tecnología, con un Johnny Cash que ya llevaba cuatro años muerto en el momento de la grabación. «You Just Can’t Beat Jesus Christ», el tema que cierra el disco, es, sin duda, la guinda del pastel. Y nada mejor, en esta época de zombis y resucitados que es la Semana Santa, que este temazo, mano a mano con un Johnny Cash recatado de entre los muertos. Y es que da igual que creas o no creas (en lo que sea), porque si lo dice Johnny, crees y Santas Pascuas. «Praise the Lord guitar».

DEER TICK

Born On Flag Day
(Partisan Records, 2009)

De todos los lugares del mundo, Providence (Rhode Island), cuna de mucha música «cabreada» (como la que perpetran los grupos que militan en el sello Load Records: Lightning Bolt, Noxagt, Sightings, Landed, Arab on Radar, Brainbombs, The White Mice y Pink and Brown, entre otros, bandas de música «noise» y experimental, «ruidismo» puro y duro, muy intenso y muy cansino si te interesa abrir otras puertas y airear un poco la casa…), es el lugar con menos probabilidades de dar a luz un grupo como Deer Tick, que más bien parece sacado de algún basural o chatarrería del sur profundo (tanto por estética y por olor, como por raíces). La leyenda dice que John McCauley, el líder de la banda, descubrió a Hank Williams a los dieciocho años, encerrado en su habitación con un disco del viejo Hank y una botella de brandy. Pero cuando le preguntan, dice que no fue para tanto (lo del encierro), que de vez en cuando salía a cagar y eso. Lo de Williams, en cambio, sí fue para tanto, para tanto y mucho más. Un auténtico flechazo. «Es puta música», dice, «así de claro, ponle la etiqueta que quieras, y si tienes algún problema, por mí te lo puedes meter por el culo. Es música que nos gusta y punto». De hecho, también escuchan a los Replacements, a los Beastie Boys y a Nirvana, y de vez en cuando hasta se reencarnan en un grupo autodenominado Deervana con el que se lían a hacer versiones de In Utero como si no hubiese mañana. Lo del nombre de la banda, Deer Tick, procede de un exceso de senderismo por el bosque estatal de Morgan-Monroe, en Bloomington (Indiana), en el verano del 2005, en la época en la que John trabajaba de proyeccionista en un cine y de camarero en un restaurante chino (de donde puede que proceda «Dirty Dishes», ese increíble tema de su primer álbum –War Elephant–, que aún me sigue poniendo los pelos de punta cada vez que lo escucho). Y la cosa no tiene que ver con lo paranormal (los asesinatos que se cometieron en la cabaña de Draper, una cabaña de troncos de más de ciento treinta años de antigüedad que aún se puede alquilar para pasar la noche y en la que, por lo que se conoce, suceden cosas extrañas; un sitio muy Sam Raimi y Posesión Infernal…), sino con garrapatas. No fue un tipo saliendo del bosque con un hacha, ni siquiera un triste zombi, lo que le saltó al cráneo al bueno de McCauley, sino una vulgar y asquerosa garrapata. El resto es historia. Born On Flag Day fue su segundo disco. Voz rasposa, pelo sucio, gafas aviator, diente de oro, muchos tatuajes y camisa western, para unas canciones en las que se entremezcla el «freak-folk» (sí, existe tal cosa, no me tiren de la lengua, he puesto las comillas con toda la intención mordaz del mundo…) y los ingredientes básicos de toda buena canción country que se precie: mujeres, alcohol y arrepentimiento. No me extraña y, es más, celebro, que haya sido uno de los escogidos para relevar a la vieja generación «off-off-off-outlaw» en la segunda y esperadísima parte del seminal Heartworn Highways. Hace poco a una periodista de la revista Esquire le sorprendió encontrarse a McCauley con el pelo limpio y peinadito. Le dijo que le sorprendió no haberle visto en el concierto de la noche anterior abrir botellas de cerveza con los dientes. «Eso fue porque solo nos dieron latas», le respondió McCauley. Delicioso y necesario garrapatismo.

 

ROBBIE FULKS

Gone Away Backward
(Bloodshot Records, 2013)

En pocos días llegará a la granja de Dirty Works el nuevo disco de Robbie Fulks (Upland Stories). Dicen que sigue en la misma línea que el anterior (este que hoy reseñamos aquí y que no hemos dejado de escuchar desde que salió hace ya casi tres años; imposible no ponerse en bucle el «Long I Ride», pura medicina, hermanos), y nada puede alegrarnos más que una noticia como esta. Desde que Gone Away Backward hizo su celebrada aparición en 2013, el mundo es un poco mejor. Fue el álbum que supuso el regreso de Robbie Fulks al sello que le vio nacer, y nada menos que con los Apalaches metidos entre las cuerdas de su guitarra. John M. Tryneski lo explicó tan bien en su día que no merece la pena tratar de inventarse una descripción más precisa: «En cuanto al sonido, este disco suena como si hubiese estado oculto en algún olvidado valle de los Apalaches desde el final de la Segunda Guerra Mundial, esperando ser descubierto». A un lado quedan las maravillosas versiones de Michael Jackson (Happy: Robbie Fulks Plays the Music of Michael Jackson) e incluso su rendida reinterpretación del «Irreplaceable» de Beyoncé, incluido en la divertidísima colección 50 Vc. Doberman 50 song digital release, virguerías con que al bueno de Robbie le gusta sorprendernos de vez en cuando para hacernos más felices; a un lado queda, decíamos, su humor, su desfachatez y su «payasismo» (dicho esto de la payasería en el mejor de los sentidos, en el sentido más Felliniano posible: Robbie Fulks es un tipo genial y desternillante, honesto e impredecible, aparte de tremendo virtuoso del fingerpicking, bastante punky además, «country sin fronteras», como dijo también alguien por ahí; escuchen, si no, cualquiera de sus clásicos: «Let’s Kill Saturday Night», «She Took a Lot of Pills (And Died)», «Roots Rock Weirdoes», «She Must Think I Like Poetry», por citar solo cuatro hitos de su extensa carrera, este es su álbum número 12, el que viene ahora es el 13, ¡qué nervios!). Y es que Gone Away Backward es un regreso a los orígenes, al banjo que le arrebató un buen día a su tía en la granja cuando solo tenía cinco años, un regreso a su infancia en Virginia y Carolina del Norte, o antes aún, a los campos de York, Pennsylvania, a la gente con la que convivió y padeció en las montañas antes de trasladarse a la escena alt-country de Chicago y mandar a tomar por culo a la ciudad de Nashville con aquel glorioso himno que a mí tanto me gusta canturrear cada vez que veo un capítulo de ese espanto de serie de la ABC que responde al nombre de Nashville (y que me está haciendo odiar a Buddy Miller y a Jim Lauderdale, algo que parecía imposible y que es absolutamente imperdonable), me refiero al temazo «Fuck This Town» de su segundo disco, South Mouth… Un regreso a los orígenes, por cierto, que queda asimismo simbolizado en su vuelta al sello de los «inyectados en sangre». Lo dice claramente en «That’s Where I’m From»: «Can’t tell I'm country? / Just you look closer / it's deep in my blood.». Porque lo lleva en la sangre. En propias palabras de Robbie, el atraso al que hace referencia el título del disco (cita de algún oscuro rincón de la Biblia) no solo se retrotrae en términos de nostalgia por el pasado, nostalgia agridulce por el pasado, sino también en el sentido, muy actual, rematada y jodidamente actual, del atraso al que nos ha sometido la puta recesión y los malos tiempos que nos han tocado vivir. En ese sentido, no es un álbum sobre el pasado, sino un álbum sobre el presente. Canciones que, pese a su aire nostálgico, siguen sangrando. Gracias, Robbie.

SOUTH MEMPHIS STRING BAND

 

“Old Times There…”
(Merless Records, 2012)

Pienso en los «súper-grupos». Una fórmula que, por lo general, no funciona; o funciona a ratos, como la lámpara de mi mesilla de noche. A veces porque ni siquiera se vieron, porque hubo un hombre que ni siquiera estuvo allí (el eterno debate de si Johnny Cash estuvo presente o no el día que Jack Clement dijo «¡Coñó! –así: con acento en la segunda «o»– y le dio al «rec» pensando en los millones de dólares que iban a sacar de aquel instante); a veces por el efecto «Consorcio», reunión de artistas con carreras hundidas o a punto del desahucio que se juntan (normalmente por sugerencia de una casa discográfica que no sabe qué hacer con ellos) para revitalizar un poco sus carreras languidecientes vendiendo básicamente humo y, ya de paso, conseguir algunos bolos nostálgicos (es el caso de los Highwaymen, el único que no lo necesitaba realmente era Willie Nelson, incombustible hasta el día de hoy y en plena forma: habría estado muy bien verlos en directo en uno de aquellos estadios, oír sus discos ya es otro cantar, y nunca mejor dicho, un ejercicio de masoquismo mucho más desolador –y que conste que los adoro, a los cuatro, tanto juntos como por separado–); otras veces porque entre los que componen el súper-grupo siempre hay un Coloso o un Iceman de los X-Men que no interesa a nadie, alguien al que incluyen porque es colega y no le vamos a decir que no, aunque cuando le toca cantar o interpretar una de sus canciones el castillos de naipes, ya de por sí bastante inconsistente, se viene abajo (pienso ahora en los Texas Tornados, ¿Freddy Fender?, ¿hablamos en serio?). Los Super 7, los Flatlanders, los Resentments, los Traveling Wilburys, más recientemente los Hard Work Americans (no me meteré en el mundillo del Hard Rock porque aún es muy temprano para vomitar), supongo que porque la carretera es solitaria y los moteles son deprimentes y la cosa se lleva mejor en compañía. Tener a alguien con quien llorar, alguien con quien emborracharse, alguien a quien poder pegarle una paliza, alguien a quien poder culpar, alguien que recoja tus pedazos… Es el rollo All Star o Dream Team. Como si fuésemos imbéciles. Por lo general, ya decíamos al principio de tanto exabrupto: un fiasco. Pero, en ocasiones, ocurre el milagro. Y la cosa no solo funciona, sino que, además, rueda como un puto Cadillac. Es el caso de la South Memphis String Band. Luther Dickinson (de los North Mississippi Stars y los Black Crowes), Alvin Youngblood Hart y Jimbo Mathus (de los Squirrel Nut Zippers y de tantas otras cosas; últimamente está hasta en la sopa, y no es mala cosa para encontrársela en tu sopa, si saben a lo que me refiero…). Gente que se ha juntado por amor a un sonido, que se ha reunido para convocarlo, para intentar reproducirlo. Algo cercano al vudú. El sonido glorioso, crepitante, sucio, crudo, despojado de Blind Willie Johnson, Charley Patton, Jonny Lee Moore, Mississippi Sheiks y A.P. Carter. En principio, teniendo en cuenta lo que se escucha por la radio, más una fórmula destinada al fracaso que para la gloria. Un acto de amor. De respeto a la tradición y al legado de los viejos maestros. Suena a reunión en el porche de un chamizo a orillas de un río apestoso. A hoy es viernes y ya no hay que volver a la fábrica hasta el lunes. A fiesta de Navidad en casa de Guy Clark en los extras de Heartworn Highways. A cada vez estamos más borrachos y nostálgicos pero no paremos porque la noche es larga. A cada vez más botellas de bourbon y latas de cerveza vacías. A banjo que ya ni suena bien ni falta que hace. A banda de hace ochenta años. El viaje en el tiempo ocurrió por primera vez el 19 de enero de 2010, con el disco Home Sweet Home. Banjo, mandolina, dobro, armónica y kazoo. Y percusión de pateos y lo que tengas más a mano. Este es su segundo disco. Lo he escogido sencillamente porque la cubierta me gusta más. Los dos son gloriosos.

 

JUST ONE MORE

A Musical Tribute To LARRY BROWN (A Great American Author)
(Bloodshot Records, 2007)

Marie Annie Brown, la mujer de Larry, cuenta que su marido amaba la música. Absolutamente. Por encima de todas la cosas. Piensa que en muchas ocasiones anheló tener el talento para poder ganarse la vida con la música. Todas las noches se quedaba un rato tocando la guitarra. Los días que, por lo que fuera, no podía, decía que había sido un día perdido. Y se ponía triste. Tim Lee, productor y compilador de esta joya de Bloodshot Records (un sello cuyo catálogo, nunca nos cansaremos de decirlo, es una inagotable mina de diamantes), nos cuenta que en la tarjeta de Larry Brown no ponía ni «escritor» ni «bombero», sino «ser humano», un ser humano profesional que, como a tantos otros, le encantaba la música (algo que, como cualquiera que lo haya leído podrá atestiguar, quedó siempre de manifiesto en su escritura). En su paso por el mundo (dolorosamente breve, ¡maldita sea!), llegó a conocer a muchos músicos y viceversa, muchos músicos llegaron a conocerle a él, a él y/o a su obra (Bob Dylan ha dicho en varias ocasiones que Larry Brown es uno de sus autores favoritos; ver nuestro Dirty File: http://www.dirtyworkseditorial.com/dirtyfiles/2015/7/7/north-mississippi-allstars). A su muerte, cuando se planteó la idea de hacerle un tributo, Tim Lee pensó que no habría nada mejor que un disco en que se diesen cita sus amigos, colegas y fans del mundo de la música, el tipo de antología que Larry hubiese disfrutado mientras viajaba en su camioneta «hacia la penumbra» con una neverita llena de cervezas y algo en el bolsillo de atrás que quemase al tragarlo (ver nuestro Dirty File: http://www.dirtyworkseditorial.com/dirtyfiles/2016/2/24/recordando-a-larry-brown). Algunas de estas canciones se escribieron para el disco («Song For Fay», de Caroline Herring, «Going Down With Larry Brown», de Madison Smartt Bell & Wyn Cooper) y otras ya existían, pero, «afortunadamente», afirma el productor del disco, «logramos juntar algo que fluye con suavidad, como una cerveza fría en una calurosa tarde de Mississippi». «De vez en cuando», apuntaba Larry en las notas interiores del disco Homegrown, de los Blue Mountain (la banda del hermano gemelo del bajista de Wilco, para más señas), «te encuentras con un grupo de músicos que se ha juntado como el reparto de una obra de teatro para representar una visión perfecta de su arte en una única ofrenda sin costuras, una única voz que surge de todos ellos como una única, bellísima, nota. Y al escucharles uno sabe que, cada cual por su lado, se ha pasado incontables horas apartado en algún lugar, puliendo y perfeccionando su habilidad con su instrumento particular, haciendo que sus dedos y sus manos ejecuten nuevos y complicados movimientos, memorizando todas las canciones, guardando toda esa práctica como las palabras de un libro en una estantería. Hacer eso lleva años y se tiene que desear terriblemente, o se tiene que amar terriblemente, o ambas cosas… Supongo que por eso amo y respeto tanto a los músicos. Hacen lo mismo que he hecho yo, practicar una cosa una y otra vez, durante años, en un intento de llegar a donde quieren llegar». En este disco, el reparto de la obra no puede ser más glorioso: Greg Brown, Alejandro Escovedo, Scott Miller, T-Model Ford, Robert Earl Keen (a quien Larry le dedicó un extenso artículo en la revista No Depression que no tardaremos en traducir para los Dirty Files; permanezcan atentos a sus ordenadores), Vic Chesnutt, Ben Weaver (el favorito de Larry), Jim Dickinson y los North Mississippi Stars, entre otros, pero, aún así, no hay nada más emocionante en el disco que el último corte, «Don’t Let The Door», escrito e interpretado por el propio Larry Brown con su guitarra, en compañía de Clyde Edgerton, en su salón. Los pelos como escarpias… Larry, te fuiste demasiado pronto. Descansa en paz, hermano.

*Nota adicional: No me sean ruinacos, compren el disco. Parte de las ganancias irán destinadas a la Larry Brown Fund, una fundación sin ánimo de lucro dedicada al apoyo de las artes en el estado de Mississippi. 

NATHAN HAMILTON

 Tuscola
(Steppin’ Stone Records, 1999)


En otro momento hablaremos de los Sharecroppers y de su siguiente encarnación, la Good Medicine Band (porque ya había por ahí haciendo ruido otra banda de «aparceros»), el granero de Texas donde se generaron buena parte de las canciones que componen este deslumbrante Tuscola, un álbum que Nathan Hamilton tardó en cosechar la friolera de 10 años (lo cual nos situaría allá por 1989; y a saber las mierdas que estaríamos escuchando por aquel entonces). Y si me decido a empezar por Tuscola es porque este álbum, junto con el Girl From Arkansas de Rod Picott, el Last Call de Stephen Simmons, el Flowers and Liquor de Hayes Carll y el Not Forgotten de Malcolm Holcombe, que entraron el mismo año en mi lector de CDs (y aún no se ha recuperado), en algún momento del 2004, marcaron un importante punto de inflexión en mi vida (y supongo que en la vida de quienes me toleran, claro, entre ellos mi perra, que ladra cuando algo no le gusta, como el vecino de al lado); algo muy parecido a lo que ocurrió tras el visionado obsesivo (y extremadamente compulsivo) de Heartworn Highways (¡Amén!). De golpe y porrazo, todo dejó de ser solo Cash, Waylon, Kristofferson, John Prine y las malas bestias que nos descubrió el poco menos que germinal documental de James Szalapski. Después de escuchar aquellos cinco discos, ya no hubo vuelta atrás. De los otros cuatro ya hablaremos también en otro momento. Hoy quiero detenerme en Tuscola, el de Nathan Hamilton, por ser el primero de él que cayó en mis manos, el disco con el que debutó en solitario, si bien es cierto que con algunos de los pistoleros de los Sharecroppers cubriéndole las espaldas (luego perpetrarían el que para mí es, sin duda, el mejor directo de todos los tiempos: LIVE at Floore's Country Store, pero ese es otro tiroteo). El bueno de Nathan procede de Abilene, Texas, de escuchar a Ray Price en el asiento trasero del coche de su padre, que militó en varias bandas country, haciendo versiones de Jimmie Rodgers y de Hank Williams. Como tantos otros, Hamilton debutó de niño en la iglesia, con seis añitos, acompañando a su padre que, claro, era del este de Tennessee (ergo: bluegrass y música de montaña). Su hermano mayor siempre fue más de Elvis Costello y tocaba el bajo con los Tornado Alley de Jesse Taylor, gente tatuada y de pelo largo que, a veces, se quedaba a dormir en su casa, camino del siguiente bolo. Súmesele a eso una breve estancia en Los Ángeles (Peter Case, Warren Zevon, toda esa panda…) y la vuelta a casa para formar los Sharecroppers con un amigo de infancia. Agítese y obtendrán Tuscola. Solo añadir que, con excepción de «Two Penny Vengeance», narración de un auténtico storyteller, muy al estilo Joe Ely, el resto de las canciones del disco, más que historias, son retazos de momentos, y sus letras desprenden un intenso lirismo. Nathan Hamilton es también artista plástico y eso, de alguna manera, parece transmitirse en sus canciones. Ahora lo tengo un poco perdido. Sacó un par de discos extraños y desde el 2011 anda desaparecido en combate. Estoy por empapelar la ciudad con un cartel de WANTED (rather alive).

BEN MILLER BAND

Any Way, Shape or Form
(New West Records, 2014)


A veces ocurre. Sigue ocurriendo. Cuando te parece que ya lo has probado todo y que ningún chute te va a proporcionar el subidón de la primera vez, de repente va y aparece una banda con la que te vuelven a entrar unas ganas locas de ponerte a saltar, a berrear y a proferir todo tipo de improperios. La felicidad versión 5.0. Música de los Ozarks. Todo muy hillbilly, no hay más que verlos (no son barbas customizadas en esa barbería tan hipster que hay al lado del Cascorro; son barbas de estar jodido, barbas de taller y de desguace, de tener una cuchilla escondida dentro; por cierto, la compañía de contratación que catapultó a estos osos montañosos, lo tuvo muy claro cuando los eligió para abrir a los ZZ Top: «Estos tíos tienen barba y estos tíos tienen barba, pongámoslos juntos, a ver que pasa»; lo que pasó fue que la gente flipó con la Ben Miller Band y cuando salieron los Gibbons, con toda su parafernalia explosiva, fue bastante bajón de cuadro). Bautizos, linchamientos y otras diversiones. Música de lo que dejó el tornado a su paso por Joplin (Missouri). Trombón y trompeta de banda balcánica, con su guitarra y su mandolina. Hasta aquí nada nuevo bajo el sol. Pero luego viene el banjo, la tabla de lavar y las cucharas, las tres cosas con cable, enchufadísimas, un micrófono hecho con el auricular de un viejo teléfono que alguien heredó de su abuelo, un serrucho y, lo mejor de todo, un bajo de una sola cuerda construido con un barreño de metal (de los de bañarse en una película del oeste con los calzoncillos puestos y frote de espalda de ramera cariñosa que guarda un pequeño revólver en la enagua) y un palo. Lo que viene siendo una cosa que ellos mismos han bautizado como «Ozark Stomp», zapateo de los Ozarks, ahora «Mudstomp» en referencia al nombre de su primera discográfica (al loro con lo que edita este sello, Tyler Gregory, The Big Idea, Under The Big Oak Tree, no lo oirás en la radio…), mezcla de blues, rock and roll y folk de los Apalaches, todo con su buena distorsión metanfetamínica para ponerte a cien (hagan el favor de empezar con el temazo «Hurry Up And Wait» o con el «Burning Building», y si no gritan y jalean es que no son humanos), algo digno de aquella gente que pululaba y sobrevivía (apenas) en Winter’s Bone, la colosal novela de Daniel Woodrell, el escritor oficial de esa dura meseta, Missouri frontera con Arkansas (se hizo también una película, Los huesos del invierno, que ganó en Sundance en el 2010, «tan grave como una mordedura de serpiente»). Pues bien, esta es la música que hacen y escuchan en esas montañas. Imposible no ponerse a pegar tiros al aire si tienes a mano un pack de seis cervezas y una escopeta.

LUCINDA WILLIAMS

The Ghosts of Highway 20
(Highway 20 Records, 2016)


Este es un disco para escuchar con nocturnidad y carretera, dentro de un coche, a poder ser a mediados o a principios de la década de 1980, dirigido por un cineasta alemán, preferiblemente de Düssesldorf, vale, sí, con guión de Sam Shepard (y Harry Dean Stanton andando por el desierto). De hecho, tiene todo lo mejor y un poco de lo peor de esa década, lo peor para mí sería el sonido casi preciosista de las guitarras de Greg Leisz (a la izquierda) y Bill Frissell (a la derecha), en ocasiones tan irritantemente aseados que más que sumar, restan. La voz de Lucinda es, sin embargo, tremenda, es el asfalto maldecido de la carretera, son los baches rellenos de alquitrán, el armadillo atropellado, el motel arruinado, las vallas publicitarias desvaídas que anuncian productos que dejaron de comercializarse a finales de los 70, café y cigarrillos. Es una voz que suena vulnerable y rota. En ella hay padres muertos y amantes perdidos. Hay cicatrices, tatuajes, traiciones y bastantes reminiscencias de un duro pasado en el Sur más profundo, allí en Lake Charles, Louisiana, antes de coger la carretera 20 en Texas y recorrerla hasta los confines más inhóspitos de Carolina del Sur. Una voz de 1500 millas. Con Flannery O’Connor, gospel y blues del Delta. Las guitarras de Frissell y Leisz, por el contrario, son la autovía recién estrenada, las luces de neón, el centro comercial resplandeciente, el olor a neumático nuevo, la estación de servicio ultramoderna, el refresco light (atmosférico lo llaman, a mí me rompe un poco la película, no quiero azúcar en mi café, lo quiero negro, negro como el armario de Johnny Cash, en palabras del gran Chuck Klosterman en aquel libro de carretera prodigioso que ya estáis tardando en leer, Pégate un tiro para sobrevivir). No puedo evitar pensar en cómo sonaría este artefacto sin ellos, o si no sin ellos, sí sin ellos tan pulcros y refinados. No se rompen, no chirrían, no chillan (parece que al salir del motel hacen la cama y esconden los preservativos) y esto debería sonar un poco más deslucido, más rasposo, más sucio. En cualquier caso la sensación no deja de ser emocionante. En «Bitter Memory» Lucinda abrasa. Mucho mejor que en su disco anterior. Yo tengo claro, es cosa mía, que este es el disco que suena, aunque por aquel entonces faltasen 9 años para que se grabase, en el coche estacionado de la canción «St. Ides, Parked Cars, And Other People’s Homes», la desoladora canción de Richmond Fontaine (el grupo de nuestro querido Willy «Vida de Motel» Vlautin). Terminar solo, en mitad de la noche, aparcado con una botella de Saint Ides, mirando casas de otra gente, coches aparcados de otra gente y jardines de casas de otra gente, escenarios de una felicidad puede que falsa pero, en cualquier caso, ajena. Y la voz de Lucinda arañando… «A la memoria de Ian McLagan, Billy Block, Al Burnetta y Lou Reed. Hemos perdido demasiada gente buena este año». Fantasmas de la Carretera 20.

DRAG THE RIVER

It’s Crazy
(Suburban Home Records, 2006)

La banda de Chad Price y Jon Snodgrass lleva dándonos gloria bendita desde que se formase allá por el año 1996 en Fort Collins, Colorado. Comenzaron con la edición de las descarnadas Hobo’s Demos y la cosa no ha hecho más que mejorar, siguen sonando maravillosamente al garaje de Jon con fondo de ladrido de perro. No se han vendido al sonido profiláctico de las grandes compañías. Nos gusta la aridez. Lo reconocemos. Su primer álbum de larga duración fue precisamente este It’s Crazy del 2006, pero la razón de que hoy lo destaquemos no es, ni mucho menos, esa. La razón es el track 3. Simple y llanamente. La canción que lleva por título «Mr. Crews». 2006 fue, por cierto, el año de la publicación de la que estaría llamada a ser la última novela de Harry Crews, An American Family: The Baby with the Curious Markings. Solo para situarnos. En efecto, Harry vive cuando la canción se graba el día 2 o 3 de marzo de 2006 en el susodicho garaje de Jon, y suena muy cruda, cruda como la misma banda y como las propias novelas de Harry Crews. Sin florituras y directa a la quijada. Como una cuchillada. En realidad, varias cuchilladas. La letra es una maravilla, versos creados a partir de los títulos y los personajes de las novelas de Harry Crews, un insuperable homenaje de 3:07 minutos, con voz, guitarra, slide y ya. Y solo por este emocionante «Señor Crews» Drag the River cuenta y contará siempre con nuestra más rendida e incondicional admiración. Atiendan si no: «Yo fui un cantante de góspel que oficiaba con serpientes, / el kárate salvó mi alma, tengo demasiadas cosas que celebrar, / apesadumbrado, dejé a mi amante llena de cicatrices, / estar desnudo en Garden Hills, /no me llevará al cielo, / pero sobreviviremos a base de sangre y sémola de maíz. // ESTRIBILLO: Señor Crews, ¿qué hay de nuevo por ahí? / Las palabras son duras y a prueba de balas / ¿Somos monstruos? ¿Somos unos pardillos? / Paletos, rechazados, perdedores solitarios. // Así que me terminé mi whisky / tenía un clavo en la cabeza reventándome los putos oídos / Candy me hacía tiritar / Herman no paraba de dar el coñazo con sus souvenirs. // ESTRIBILLO (repetir) // Su cuerpo desnudo me duele / como si corriera veneno de serpiente por mis venas. / Nunca he visto antes esta clase de belleza: / barro, sangre, amor perdido, alcohol, armas y putas». Ovación fuerte. Te queremos, Harry. Gracias, Jon. Gracias, Chad.
 

GREAT AMERICAN TAXI

Paradise Lost
(GATRecords, 2011)

A veces uno la cagaba de lo lindo por fiarse (sin saber lo que había en su nevera ni si tenía libros en casa) de una cara bonita. Ahora pasa menos, porque con internet y el abaratamiento general de los afectos, uno puede inmiscuirse, sin salir de casa ni gastar un euro, hasta en el cajón de la mesilla de noche de la gente. Algunos dirán que es bueno, que ya no nos la dan con queso (a mí me encanta el queso, aviso). Que si ahora compro un disco es porque ya lo he escuchado previamente y sé que me gusta, independientemente de su cara bonita (aunque no es cierto, pocos son los que hacen ese gesto adicional de salir y aventurarse, no cuando dándole a un simple botón puedes follártel@ gratis en casa las veces que quieras, y disculpen mi francés). Yo sigo prefiriendo cagarla. Y, más o menos, he tenido suerte. Soy muy enamoradizo, de los tiempos del vinilo, y reconozco que me puede una cubierta guapa. Y confieso que ha habido mañanas en las que me he despertado al lado de alientos horribles. En ocasiones, tras la bonita fachada (maldito alcohol, maldita noche), uno se encuentra al llegar a casa con pestilencias y ratas. Decepciones grandes. Y otras veces pasa todo lo contrario: detrás de una cubierta escombrosa encuentras oro. Pasa más lo segundo que lo primero, no me pregunten por qué. Aunque a veces suceden gloriosas coincidencias. La cara bonita resulta que en su casa tiene libros y libros molones, Harry Crews, William Faulkner, Steinbeck (¡nada de Ken Follett ni de Jodorowsky!)… Entonces, claro, vas y te enamoras perdidamente, juras amor eterno y acabas ardiendo jubilosamente en el infierno. Con la banda de Vince Herman me pasó eso mismo, allá por el 2009, en una tienda de Londres. Amor a primera vista. Muy Notting Hill todo. Fue con su segundo álbum, Reckless Habits, el de la cubierta de las monjas fumando. El tipo de la tienda sabía lo que tenía (antiguamente pasaba eso, hoy es raro) y debió verme el brillito en los ojos. Me dejó abrirlo y flipé. El álbum se desplegaba, giraba, era una feria. Quería casarme con él. El tipo de la tienda, viejo zorro, me lo puso (antiguamente también pasaba eso) y ya el flechazo fue definitivo… Blues pantanoso, bluegrass progresivo, pavoneo funky de Nueva Orleans, boogie sureño, honky tonk, gospel y un poquito del viejo y bueno rock n roll. Esos eran los nombres de mi amor. Great American Taxi, GAT para los amigos, eran de Boulder, Colorado y lo de dentro era tan bueno como lo de fuera (incluso en tamaño cd, que no da para muchas florituras). Luego la cosa se confirmaría con el tercero (los que siguen este blog ya estarán familiarizados con mi teoría del tercero), que es este que hoy recomendamos, producido nada menos que por el grandísimo Todd Snider (a quien ya invitaremos a muchas cervezas por estos cuelgues, porque es uno de los grandes y se las debemos). El disco comienza brutal con el «Poor House», sigue bien alto y al final me gusta todo, ¿qué quieren que les diga? Cuando me enamoro me enamoro con todo el equipo. Y bajo, y me mojo (porque a veces llueve), y voy hasta la tienda, y saludo al entrar (antiguamente era algo que se hacía), y toco el disco, o lo huelo si es un libro, y me tomo una cerveza bien fría mientras lo abro y lo desvirgo, y luego exagero el ritual de ponerlo y el placer de poseerlo. Y ¡qué cojones! la vida es mucho más bonita.

DEVIL IN A WOODPILE

Division Street
(BloodshotRecords, 2000)

Para empezar el año no he podido evitar viajar en el tiempo para recordar una de mis bandas favoritas. Resulta que una amiga se casó con uno de Chicago y se fue a vivir a «la ciudad del viento». Los Bulls todavía eran algo la primera vez que fui a verla (yo con el blues a cuestas, ella más o menos feliz y suburbana, no muy lejos del suburbio donde nació Hemingway: un lugar que explica el rifle y el disparo…). Luego ya no. La segunda vez nadie daba un duro por los Bulls y mi amiga se había divorciado y se había vuelto a casar y tenía una hija y su nuevo marido había muerto de repente un día al abrir la nevera y ya tenía otro tipo en el curro olisqueándole el trasero (esta vez fueron todos ellos los del blues a cuestas, yo más o menos feliz y emparejado). Y estaba el Crash Palace, hoy Delilah, el garito donde pinchaban los tipos que en 1993 fundarían el sello Bloodshot Records. Allí los oí por primera vez. Recuerdo haber estado a punto de comprar los dos recopilatorios de «country insurgente» que sacaron los de Bloodshot: For a Life of Sin y Hell Bent, pero nos habíamos gastado toda la pasta en Nashville, buscando el fantasma de Johnny Cash, y apenas teníamos para fatigar las máquinas de discos de los baretos. Claro que la culpa la tendría el dvd Bloodied But Unbowed: Bloodshot Records’ Life in the Trenches, unos años más tarde, allá por el 2006, ya de vuelta en Madrid (con Jordan empezando a hacerse con participaciones de los Charlotte Bobcats y unos Bulls renqueantes que se colaron de milagro en los Playoffs, si bien es cierto que para ser eliminados por los Miami Heat con un 4-2, aunque al año siguiente los Bulls se desquitarían con un abrumador 4-0 para caer luego contra los Pistons, cosa que ya por entonces no podía importarme menos, la NBA «post-Andrés Montes» nunca me ha interesado, 2006 fue el año en que Montes empezó en la Sexta con el puto fútbol: «¿Dónde están las llaves, Salinas?», pero ni con esas). Intento recordar y la verdad es que no tengo muy claro dónde lo conseguí, si me vino de fuera por correo o lo encontré de casualidad en alguna tienda, pero al igual que con el descubrimiento de la película Heartworn Highways, con aquel dvd de más de tres horas y media me voló la cabeza. Lo contenía todo: Bobby Bare Jr., Scott H. Biram, Paul Burch, The Detroit Cobras, Robbie Fulks, Wayne Hancock, Jon Langford, Tha Sadies, Split Lip Rayfield, The Waco Brothers, Sally Timms, Old 97s… ¿Qué hubiese sido de mí sin todos ellos? Y los 13 minutos gloriosos del A Heartbreaker Roadtrip de Ryan Adams. Pero sobre todo, mis favoritos entre toda esa apabullante lista de deslumbrantes talentos: los Devil in a Woodpile, sonido fresco y actitud punk para canciones con más de 80 años de solera, country blues, jug band, llámalo como quieras. En su día abrieron para Son Volt y dos años antes de romper abrieron en Cleveland para el legendario Ramblin’ Jack Elliott. Solo grabaron tres discos. Tres joyas. Division Street es el segundo y lo he elegido porque fue el primero que cayó en mis manos. Podría haber elegido cualquiera (en el último hasta se marcaron unas versiones de Charlie Pattom y de Led Zeppelin). Tabla de lavar, armónica, contrabajo, mandolina. Simplemente escuchad «My Baby Leavin’» y entenderéis de qué demonios estoy hablando. No se me ocurre mejor manera de empezar el año.

IMPRESCINDIBLES MÚSICA 2015

 

Si me lo volvéis a preguntar dentro de cinco minutos probablemente la lista haya cambiado, todos los discos reseñados en el BLOG son cocaína pura, de primera categoría, sin cortar. Aquí no se cuelan ratas ni laxantes. Digamos que esta es la lista de discos imprescindibles de DIRTY WORKS de las 12:41h del 31 de diciembre de 2015. A las 12:46h la cosa puede cambiar. De hecho ya ha cambiado, y son solo las 12:42h... PLAY IT FUCKIN' LOUD!
 

SAMUEL JAMES (Songs Famed For Sorrow and Joy)

LANCE CANALES (The Blessing and the Curse)

ZOE MUTH (World of Strangers)

CHRIS KNIGHT (The Trailer Tapes)

JAVI GARCIA (A Southern Horror)

LINCOLN DURHAM (The Shovel vs. The Howling Bones)

GILL LANDRY (The Ballad of Lawless Soirez)

MALCOLM HOLCOMBE (Pitiful Blues)