PONY BRADSHAW

North Georgia Rounder

(Black Mountain Music, 2022)

Del mismo modo que uno llega a El castillo blanco de Orhan Pamuk, sin algoritmos ni carambolas, a través de un comentario de John Updike, al que en este rancho se le hace siempre mucho caso (y tanto es así que, ahora, Pamuk ocupa una balda entera de nuestra biblioteca), llega uno también a este disco de Pony Bradshaw a través de una recomendación de BJ Barham, el líder de los American Aquarium (quienes, por cierto, ya andan anunciando nuevo álbum; y es que de estas ilusiones se va uno surtiendo para no acabar mandándolo todo al carajo y entregar la herramienta, y ya que apague y eche el cierre el último en salir), que lo situaba entre lo mejorcito de aquel año. Dicho y hecho. Ha tardado lo suyo (y no ha salido barato), pero ya está aquí, en casa, a buen recaudo. Y, sí, en efecto, ¡tremendo discazo! Además, a poco que uno indague, una vez picado el anzuelo, ya no hay manera de desembarazarse. El del condado de Murray, en el norte de Georgia, a los pies de las colinas de la zona sur de los Apalaches, hablando del presente disco, North Georgia Rounder, comenzaba hablando nada menos que de Hannah Arendt y su concepto de «metáfora» en un texto que le pidieron para la revista No Depression. La metáfora como herramienta esencial para transmitir poéticamente la unidad del mundo (en este caso su mundo, los Apalaches), una llave de acceso a lo invisible que se percibe con los sentidos en toda su inmediatez, sin requerir interpretación ninguna. Y es así que Bradshaw afirma que su metáfora es, precisamente, esa región, el norte de Georgia, con su cultura, su historia y los personajes que pueblan sus villorrios industriales, las fábricas y las factorías, su política y su religión, sus nacimientos y sus tragedias. Ahí es donde se ubica su mente, donde se cuece su imaginario, y es, asimismo, lo que le dota de una perspectiva natural, lejos de los prejuicios y los lugares comunes. Acto seguido, en el mismo párrafo, cita también a Nietzsche, rescatando aquello que decía a propósito de quienes escriben con sangre y bajo la forma de aforismos, que no pretenden ser leídos, sino dejar sus sentencias bien grabadas en los corazones. Y es así que Pony Bradshaw, desde su experiencia personal, inocultable, sin pretender convertirse en defensor de nada, dignifica la tradición y la vida bullente de los Apalaches. Por allí hay de todo, dice, una ciudadanía de lo más diversa y excéntrica (como la ciudadanía de cualquier otro sitio, ni más ni menos). Ahora la región parece estar teniendo un fuerte impacto en el mundo de la música, «parece estar imprimiéndose en la conciencia musical estadounidense como un tatuaje». «Si eres de Kentucky o de Virginia Occidental (el norte de Georgia queda un poco al margen en este sentido) y cantas sobre los montes con pasión, crudeza y humildad rústica, es muy posible que despiertes interés en tu obra en el espectro cultureta de Estados Unidos.» Como dice el dueño del garito en Nitro Mountain, la novela de Lee Clay Johnson que acabamos de editar por estos pagos: «Tenemos demasiado talento local como para no darlo a conocer. Tú formas parte de eso. Ahora que se ha acabado el carbón, la música es lo único que exportamos». Pero las modas van y vienen, con esto Pony Bradshaw no se hace demasiadas ilusiones, en cualquier momento pueden quedar olvidados y ser suplantados por otro de los enigmáticos estallidos de entusiasmo y frenesí que van jalonando las tendencias efímeras del odioso respetable. Aunque ellos seguirán allí, como llevan estándolo desde siempre, con sus dobros, sus violines y sus guitarras acústicas. Ahora bien, nada de caricaturas. Bradshaw dice que sí, que les gusta bailar el clogging o el flatoot, liarla en el porche con bien de taconeo, y que el fútbol americano es para ellos casi una religión, pero también beben vino del bueno, comprado en un Kroger, y están suscritos a The Paris Review. Y puede que sí, que en sus canciones haya una cierta voluntad de redefinición (como en El Manifiesto Redneck Rojo), y no tiene empacho a la hora de citar a Paul Valery y de decir que es miembro acreditado de la Sociedad Melville, recomendándonos ya de paso el libro que escribió Jean Giono sobre el autor de Moby Dick. Dice, además, que recuerda muy bien los días en que uno no tenía que pasarse todo el puto día conectado y disponible, y enterado de todo lo que pasaba en el mundo (bueno, en la red, que ya casi hemos logrado monstruosamente que sea lo mismo). Recuerda la época en que ni siquiera sabía ni le importaba quién era el presidente de su propio país. Cuando no vivíamos bajo la tiranía de la opinión. Ahora vivimos en un mundo que se siente casi como «un relato «kafkiano» escrito por un joven, pero ya bastante cascarrabias, Cormac McCarthy». Gente testaruda de las montañas, envenenada por los medios de comunicación y la obsesión por el pasado. «Comemos cacahuetes hervidos y un shushi más o menos decente, y nos compramos pases de temporada para Dollywood, pero, eso sí, intenta plantar una huerta que de verdad pueda llegar a alimentar a tu familia…» Las diez canciones de North Georgia Rounder son las historias de un narrador que se sirve del lenguaje y la narrativa para comprenderse y modelarse, para convencerse de que lo que intenta, la música, no es algo egoísta ni ridículo, sino tan importante como el pan y el agua, la climatización o la fontanería de tu casa. Y acaba citando a Walter Benjamin, recordando aquello de que todo buen narrador ha de enraizarse siempre en la gente, en la gente de a pie, de abajo, para acabar diciendo que él ha elegido escribir sobre los suyos, sobre su terruño, el lugar donde, no en vano, se inició en su día el tristemente célebre «Sendero de las lágrimas». «Compartir canciones e historias es lo que nos diferencia de otras formas de vida y del resto de los mamíferos. Nos conecta con nuestra historia, nuestro pasado y nuestro futuro, y nos mantiene informados. Cuando todo se vaya a la mierda, lo único que nos quedará para que el mundo siga teniendo sentido serán estos discos, estos libros y estas historias, que nos contarán quiénes fuimos.» Exactamente lo mismo que proclamaba Harry Crews. Escribir (o cantar) para sobrevivir (que no es poco).