THE MINERS

Megunticook

(Match-Up Zone Records, 2021)

Aparte de ser la cuna del invento neerlandés del dónut (lo cual ya fundamentaría, sin más aliños, su incuestionable relevancia histórica) y de haber sido «el legítimo centro de las ideas revolucionarias», bajo el auspicio, entre otros, del torrencial Benjamin Franklin, que no era de allí, sino de Boston, pero como si lo fuera, Philadelphia (Philly para los amigos), «La ciudad del amor fraternal», «Cuna de la libertad», colonia de cuáqueros, en la orilla occidental del río Delaware, también es la base de estos mineros, The Miners, que, por fin, después de algo más de diez años desde la publicación de las seis fantásticas canciones que componían su EP de estreno, Miner's Rebellion (2012), grabado en un sótano con un magnetofón de ocho pistas, sacan su primer disco de larga duración y vienen a confirmar lo que muchos presumían del todo improbable y lo que los propios Miners no dudan en afirmar ante el gesto de estupor de quienes suelen asignar a la cosa otros paisajes, otras latitudes, esto es: Sí, en efecto, hay bandas de alt-country en Philly. Y, además, nada tienen que envidiarle a las grandes bandas que fueron siempre sus referentes: Uncle Tupelo, Blue Mountain, Whiskeytown y los Jayhawks, con su buen aderezo de Flying Burritos y Merle Haggard (hay que decir que la banda empezó a dar el callo, por accidente, allá por 2007, cuando ya todo ese movimiento del «country alternativo» parecía superado y quedaban muy pocas bandas que lo transitaran; luego resurgiría con el encumbramiento de la etiqueta «Americana» que, como siempre hemos dicho, lo mismo sirve para un roto que para un descosido, y hoy ya el asunto no suena tan extemporáneo, cuando hasta los indies –no de independientes, sino de atufantes–, se suben al carro a robar manzanas y deslizan banjos y mandolinas en sus infectas cantinelas). Country de Philadelphia. Pedal steel sobre el puente del río Schuylkill. A lo que también habría que añadir que en estos diez años transcurridos desde su primera grabación han pasado muchas cosas. Sentimientos de separación y de incertidumbre (el cáncer de mama de una esposa, la muerte por demencia de una abuela, el recuerdo del amigo batería que se mató en un accidente de coche a los dieciséis años, el hijo que abandona el hogar para irse a estudiar a la universidad de Ohio…, un poco haciendo bueno, y dispénsenme por la cita y por la longitud del paréntesis, lo que decía Shopenhauer: «la tarea del novelista no es narrar grandes acontecimientos, sino hacer interesantes los pequeños», emocionar e incendiar corazones desde lo modesto, sin pose ni pirotecnia), peripecias vitales, más o menos reseñables, algún que otro bolo (tampoco tantos) y mucho acaparamiento de viejos vinilos, porque esa es una de las alegrías que se concede Keith Marlowe, líder y compositor de la banda, la del coleccionismo de vinilos, a lo Robert Crumb, con el oído siempre atento (puede sonar raro, pero hay muchos músicos que apenas escuchan música, y claro, luego suena lo que suena –como también pasa con los editores que apenas leen, se conoce que en todos los gremios cuecen habas–). Y es que todas las canciones de Megunticook (el nombre de un lago de Camden, Maine, que ya aparecía referenciado en una de los temas del EP, «Norton's Pond», lugar idílico al que Marlowe regresa con los suyos siempre que puede, lleno de recuerdos de infancia, porque en contra de lo que recomienda el insufrible Joaquín Sabina, al lugar donde se ha sido feliz debería uno siempre tratar de volver –no querer hacerlo es envejecer y contar batallitas geriátricas sobre un pasado que luego, en realidad, a poco que uno enfoque, nunca fue tan áureo–), todas las canciones, decía, salvo dos, han ido surgiendo mientras se vivía, al ritmo de los sobresaltos cotidianos, no han sido compuestas ex profeso para el disco y, por añadidura, son ya viejas compañeras de carretera, las han fatigado a base de bien en vivo y, por eso, suena ahora todo tan solvente y engrasado. La foto de la cubierta está hecha por el propio Marlowe desde el Acantilado de la Doncella, después de una buena caminata, justo desde la cruz que marca el lugar donde una joven murió despeñada, allá por mil ochocientos no sé cuántos, cuando perdió el pie al volársele el sombrero e intentar cazarlo al vuelo. Megunticook, tal y como lo bautizaron los indios de la Nación Penobscot, que viene a significar algo así como «grandes olas del mar», por las montañas que lo circundan. Un lugar de recuerdos y escapadas, plácido y acogedor, casi un ensueño, pero que también actualiza nuestra fragilidad ante la indiferencia, ni siquiera cruel, de la naturaleza. Un lugar que te devuelve a tu sitio, que te hace poner los pies sobre la tierra y que te recuerda que cuando las cosas se despeñan, se despeñan para siempre. De eso, los indios sabían y, por eso mismo, siquiera por eso mismo, ha de procurar uno vivir la vida, no solo verla pasar o rememorarla, agarrar el sombrero antes de que se nos escape y ya sea demasiado tarde para no verle las orejas al vacío. Y claro que sí, insisto, hay alt-country en Philadelphia, y suena tan bien como el de quienes, sin saberlo, lo inventaron en su día. La rueda sigue girando. «The road goes on forever and the party never ends», con permiso de Robert Earl Keen. Y ya habrá tiempo de lamentarlo con la gusanera.