HANK SUNDOWN

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Rock Roll Power

(Rockaround Records, 2020)

Está ese amigo de Cáceres, que se fue a Texas a currar de lo suyo, ese viejo contrabajista y gato loco que siempre fue más rockabilly que el que lo inventó y que es mil veces más auténtico que los de allí. Rockabilly de manteca colorá, judías carrillas, pestorejo extremeño y cochifrito. Hillbilly de patatera y de torta del Casar. Esa clase de híbridos siempre nos han gustado. Cowboys de Leningrado, como los finlandeses de Kaurismäki, más de vodka y balalaika que de Jack Daniels y guitarra nacional. Lo de allí devorado y regurgitado por los de aquí, desde geografías de lo más peregrinas, desde el frío, la nieve, los glaciares y los fiordos costeros. Así Arild Rønes, alias Hank Sundown y sus muchachos, teddy boys vikingos, hillbillies rockeros del mar de Barents, rock and roll de salmones y renos. Sin pose ni impostura. Lo suyo no es de disfraz ni de fin de semana. Y suenan con una contundencia que ya quisieran muchos de los de allí, de las latitudes en las se originó el género, o subgénero, según el grado de pedrada en la cabeza que tenga el interlocutor de turno. Aquí hay country y honky-tonk a lo Hank Williams y una rendición absoluta al inmenso Cavan Grogan, de los Crazy Cavan & The Rhythm Rockers, de Newport, en Gales del Sur, uno de sus héroes infinitos (que falleció durante la grabación de este disco; y a él se lo dedican), el rockabilly de los puertos carboníferos. Porque no todo en este mundo es Elvis (gracias a Dios). «I Ain't Elvis», canta Arild en el cuarto corte de este maravilloso Rock Roll Power, y ni falta que hace, amigo. La noción del rock and roll no es tan simple ni reducida. Sobra actitud. No hace falta disfrazarse del Rey ni airear los cadáveres de las viejas glorias. Nada aquí huele a naftalina ni a gomina rancia. Es nuevo, es potente y es oscuro. Destila incluso una cierta sensación de peligro, como debe sonar un buen grupo de Teddy Boys, sin mermelada en el culo. Y ahí están y ahí siguen, pese a no haber en Noruega escena de lo suyo, tocando más en Suecia que en casa, y en algún que otro festival de Alemania, Francia y el Reino Unido. Lo bueno de Arild es que no escucha solo eso, como tanto cateto exquisito que escucha solo lo suyo, su cultura musical es mastodóntica. Ama el bluegrass, el punk y el metal. Por supuesto The Blasters y Bruce Springsteen, y siempre mucho más Luther Perkins que Johnny Cash, para sonar más frío que el puto hielo de su querido terruño. Él mismo se lo graba, se lo mezcla y se lo masteriza todo. El presupuesto es presupuesto de banda marciana escandinava, vamos, presupuesto de grabar la guitarra en el salón de casa, pidiéndole a la parienta que baje el volumen de la tele, y la voz de Christopher en el pasillo de arriba. Para el bajo y la batería les dejaron un teatrillo del barrio. Doce canciones originales sin relleno ni soserías. Que no bajan el pistón. Nada de descartes ni tonterías. Eso sí, tiradas mínimas de 100 copias (date prisa si lo quieres). Y luego, si el Covid lo permite, a dejarse el pecho en el frío.