SLAID CLEAVES

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Unsung

(Rounder, 2006)

El gran Nicholson Baker, en El antólogo (ya estáis tardando en leerlo, edita Duomo), lo suelta de buenas a primeras en la segunda página: «Escuchen a Slaid Cleaves, que ahora vive en Texas, pero se crió cerca de donde vivo» [South Berwick y Round Pond, Maine]. Cerca de donde vive Paul Chowder, el susodicho antólogo, protagonista de la novela, y cerca también de dónde vive otro grande entre los grandes, nada menos que el Rey, Stephen King, que no pudo decirlo más claro: «Agradezco haberme topado un día con Slaid Cleaves, porque mi vida, sin él, habría sido mucho más pobre… Asistan a alguno de sus conciertos, llévense a un amigo, que corra la voz: no todos los buenos llevan sombrero». Cleaves ha hecho de todo antes de poder ganarse la vida con la música en la carretera, ha sido conserje, rata de almacén, conductor del camión de los helados, operador de telesquí, revelador de fotos, jardinero, revisor de contadores, repartidor de pizzas. Hasta se prestó, cuando no le quedó otra, como conejillo de indias: le pagaban por ser objeto de dudosos estudios farmacológicos… La cosa de la música le viene, no obstante, desde el instituto, donde formó una banda garajera, The Magic Rats (por el personaje de la canción de Springsteen, «Jungleland»: «The Rangers had a homecoming / In Harlem late last night / And the Magic Rat drove his sleek machine / Over the Jersey state line»), con su gran amigo de infancia, Rod Picott (que ya ha aparecido al menos en un par de ocasiones por este blog y quien, por cierto, produce el disco que hoy reseñamos). Debutó como músico callejero en Cork, Irlanda, donde aprendió a tocar sus canciones acompañándose de una guitarra durante su primer año universitario. En 1992 se traslada a Austin con su mujer y obtiene el prestigioso premio del Kerrville Folk Festival (que previamente ganaron artistas del calibre de Nanci Griffith, Robert Earl Keen y Steve Earle). Desde entonces no ha dejado de darnos gloria. Y como dice Richard Skanse en las notas de este asombroso Unsung, «Tenía que ocurrir». Tarde o temprano, Slaid Cleaves, estaba destinado a sacar un disco de versiones. Lo ha dicho el propio Cleaves: «Desde canijo, una de las experiencias más potentes de mi vida es quedarme tocado por culpa de una canción. Por eso me dedico a lo que me dedico. En aquel entonces eran Johnny Cash, los Beatles y Hank Williams. En la actualidad, las que me dejan noqueado son las que me topo cara a cara, en mi viajes o en casa. Están compuestas por amigos y colegas de profesión, compañeros y compañeras de armas. Unsung reúne varias de mis favoritas». Y logra la magia (que muy pocos consiguen): convertir un disco de versiones en un disco cien por cien propio que hasta puede que sea uno de los mejores de su catálogo (que ya es decir), de cabo a rabo, y no precisamente con versiones de temas conocidos (como suele excretar la gente, recurriendo al «gran cancionero americano») sino con canciones «unsungs», canciones que, por una u otra razón, pasaron desapercibidas y, para más inri, de compañeros de trincheras que están muy lejos de militar en el circuito «mainstream» (David Olney, Ana Egge, Adam Carroll…). Historias y personajes que, aun no perteneciendo inicialmente a Slaid Cleaves, técnicamente hablando, como afirma rotundamente Richard Skanse, pasan a ser suyas. Igual que le pasó a Trent Reznor con Cash, que al oír la versión que hizo este último de «Hurt», sintió que había perdido a su novia para siempre. Pues así mismo con estas trece canciones. Segunda oportunidad y dignidad. La dignidad heredada de Woody Guthrie, inherente al hecho de saber detectar y descubrir canciones no reconocidas u olvidadas, que merecen y han de ser cantadas. «Y cantarlas», termina diciendo Richard Skanse. «Porque eso es lo que hacen los poetas».