ADAM'S HOUSE CAT

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Town Burned Down

(ATO Records, 2018)

La historia de este disco, que acaba de salir de unas cajas perdidas, comienza diez años antes de la publicación del primer LP de los Drive-By Truckers, el para muchos ya mítico Gangstabilly de 1998; es decir, que la cosa tiene ya más de treinta años (no cometeré la impertinencia de preguntarte dónde estabas ni qué escuchabas por aquel entonces). La historia va de universitarios que se conocen en agosto de 1985 (la época presente de Regreso al Futuro y sus gloriosas secuelas). A Mike Cooley le sobraba una habitación en la casa de la calle Howell (North Florence, Alabama) donde vivía, una casa que era más bien un sótano húmedo y mierdoso. Dice Patterson Hood que la cocina y el cuarto de baño competían en asquerosidad. Y que siempre hubo empate técnico. Cooley tenía 19 años y Hood 21. Los dos con guitarra. «Olor a espíritu adolescente», en efecto (pero unos seis años antes de que el fenómeno Nirvana les hubiese podido dar algo más de credibilidad y aceptación). Cerveza barata y tardes de ensayo y sofá mugriento. Así surgió Adam’s House Cat, que tuvo seis años y cuarenta y cinco días de existencia (turbulenta, según reconoce, desde el futuro, Patterson Hood). A mediados de los ochenta, Muscle Shoals ya no era, ni por asomo, lo que había sido en las décadas anteriores. La planta de Ford cerró en el 82 con la crisis económica y se produjo un tremendo efecto dominó. Desempleo y músicos tomando rumbo a Nashville o a LA para probar suerte. Mal sitio, en cualquier caso, para una incipiente banda punk-rock de jóvenes furiosos que componían, para más inri, su propio material. Allí solo había baretos, como tumores nada benignos de los viejos honky tonks de toda la vida, a los que acudía un público desafecto y humillado por la recesión que solo toleraba oír versiones de grandes hits o lamentarse hasta resbalar sobre sus propios vómitos con el country and western más llorón y edulcorado. La abuela de Hood fue la que cedió el sótano donde comenzaron a ensayar. Ningún vecino se quejó del estruendo. Eso dice mucho de un vecindario. Muchas noches de bolo malo en bares locales (bolos de noches de lunes lluvioso) y una pickup Ford del 65 que se cae a trozos para los bolos malos en bares lejanos. Ni caso y furia. Cada vez más furia. Y un sello que apuesta, aunque no demasiado. Ruido y más desayunos en casa de la abuela Sissy. Trabajos que exigen largas distancias y una novia muy poco rockera que un buen día le dice al bajista que ya es hora de que vaya madurando, que ya es mayorcito para andar soñando con la gloria del rock y vaciando latas de cerveza en un sótano mal ventilado. Pobre vieja, además. Depresión y melancolía. Y más canciones sin demasiada esperanza. Así hasta el 25 de noviembre de 1990 en que se meten a grabar, con frío, las doce canciones del Town Burned Down en las «cavernosas salas del piso de arriba del Muscle Shoals Sound Recording Studio». Una cosa, por falta de pasta, muy básica y muy maratoniana. Un documento muy fiel de cómo sonaban en vivo. El último coletazo antes de que la banda se disolviese tras un penúltimo bolo en agosto de 1991, en el Antenna Club de Memphis, el bolo más abarrotado de toda la efímera historia del grupo: 25 personas. Patterson Hood se divorcia, le roban el coche y tiene que volver a instalarse en casa de su madre. Cooley se mete a trabajar en un Subway. Town Burned Down nunca llegaría a ver la luz. Las cintas se perdieron en un tornado y el estudio cerró y se vendió. Todo habría acabado ahí. Patterson ya se veía como miembro honorífico del club de los 27. Cooley a sus bocadillos y la metanfetamina. Pero no. En tres años arrancaría de entre las cenizas el bólido imparable de los Drive-By Truckers. Y hoy, casi treinta años después, puta casualidad de la vida, van y aparecen las viejas cintas en unas cajas absolutamente improbables. Suena todo muy potente, menos la voz. Patterson decide volver a grabar la voz en un par de horas, con el ímpetu de todos los kilómetros recorridos en treinta años de carretera. Un auténtico «Back to the Future». El sótano de la abuela Sissy en todo su mágico esplendor. Patterson Hood nos recomienda en negrita que lo «Play it really fucking loud!». Y yo le hago caso. Los vecinos me aporrean la pared. Eso dice mucho de un vecindario.