BILL CHAMBERS

Sleeping with the Blues

(Reckless Records, 2002)

Me disculparéis, pero esto comienza siendo una historia asquerosamente personal, del año 2002. El amigo americano volvía a Utah, no quería llevar mucho lastre y me regaló tres de sus discos. Buenas Noches from a Lonely Room, de Dwight Yoakam; Wrecking Ball, de Emmylou Harris y Barricades & Brickwalls, de Kasey Chambers. A los pocos meses, esos tres discos me acompañaron a Londres. Una amiga por la que habría cazado mamuts se había ido a currar allí, la empresa le había puesto un apartamento increíble en Kensington, junto a la casa donde un escritor famoso había escrito un libro famoso, y me invitó a pasar unos días con ella. No la vi mucho. Trabajaba todo el día. Cenábamos y por la noche la oía follar con su novio londinense al otro lado de la pared. Yo me ponía los cascos y escuchaba el disco de Kasey Chambers a todo trapo. No era mal título para mi agonía de cazador de mamuts a punto de extinguirse: barricadas y paredes de ladrillo, y al otro lado sus jadeos. Ahora que lo pienso tampoco se quedó corto el hijoputa de Yoakam, cantándome su «Buenas Noches from a Lonely Room». A veces el mundo puede ponerse bastante cabrón… El caso es que en una de las largas tardes que me pasé deambulando por las calles lluviosas de Londres entré en Music & Video Exchage, la tienda de discos del 38 de Notting Hill Gate, y encontré The Captain, el disco anterior de Kasey Chambers. Cuando fui a pagarlo el tipo me dijo: «El bueno es el padre». Entró en la trastienda y me sacó el Sleeping with the Blues (recuerdo haber pensado: «¿Sleeping with the Blues? ¿En serio? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Es que ha salido publicado algo en The Sun?»). Confié (a pesar de la cubierta) y me lo llevé. Lo escuché mirando patos en Holland Park. No cicatrizó nada, pero algo sí que cauterizó. Había una versión del «I Drink» de mi adoradísima Mary Gauthier, y un dúo con Audrey Auld (mi también queridísima diabla de Tasmania) que se titulaba, otra vez muy a cuento, «The Whiskey Isn’t Working», porque os aseguro que, luego, ni con pintas ni con whisky, ni con jamón del bueno (el que le llevé de regalo, porque en Londres tú ya sabes…). El caso es que Kasey Chambers era la estrella, había dado el salto desde la llanura de Nullarbor, en Australia, hasta Nueva York (había colado un tema en Los Soprano y en el Barricades había colaboraciones de Lucinda Williams y Buddy Miller, ahí es nada…). Pero de casta le viene al galgo. Kasey había militado desde muy cría en la banda familiar de su padre, cerca de diez años con su madre y su hermano, la Dead Ringer Band, tragando mucho polvo en los áridos baretos de la zona rural del Sur australiano. Llegaron a publicar un EP y cuatro discos fantásticos, hasta que papá y mamá se separaron (así es el country, amigo, ¿qué le vamos a hacer?, siempre hay alguien jadeando en la habitación de al lado). Luego Bill Chambers se dedicó a hacer versiones de Hank Williams por los pubs de Sidney con una banda de bar llamada Luke and the Drifters, creó su propio sello, Reckless Records (un sello hoy de referencia en la escena country australiana), y emprendió su carrera en solitario con este Sleeping the Blues que cogía polvo en el almacén de aquella tienda de discos de Londres. Tiene, además, una bonita dedicatoria: «Este álbum está dedicado a la memoria de Bob Dixon (el «punteo de Johnny Cash es para ti, Tío)». Country de gargantas secas y armadillos atropellados. De canguros alcohólicos, lagartos astronautas y koalas asesinos (si no habéis leído a Kenneth Cook, ya estáis tardando). Aquellas paredes me hicieron daño, pero al menos me llevé a casa las canciones de Bill Chambers. Y, por si a alguien le interesa, decir que los mamuts hace ya tiempo que se largaron.

KRIS KRISTOFFERSON

The Austin Sessions

(Atlantic, 1999/Rhino, 2017)

Acaba de reeditarse con dos temas adicionales («Best Of All Possible Worlds» y «Jody And The Kid») y a un precio que si no lo compras, aunque ya lo tengas, te sentirás raro, serás arisco con tu pareja, te sentará mal la cena, tendrás un sueño raro, te harás daño en el meñique al girar por el pasillo, alguien se habrá comido tu último trozo de bizcocho, se te hará muy largo el día hasta que por fin puedas escaparte del curro, volverás corriendo a la tienda de discos, mirarás cuatro veces en la «k» de Kristofferson porque no puede ser (mirarás también en la «j» y en la «l» por si algún desalmado lo ha traspapelado o lo ha ocultado como tú mismo has hecho algunas veces, confiésalo), pero sí puede ser, y te jodes, el disco ya no está porque se lo ha llevado ese otro cabrón que vive en tu misma ciudad y que siempre se te adelanta cuando dudas (a mí me pasaba mucho en Madrid Rock, cuando existía –por cierto que fue allí donde compré en su día la edición original de estas sesiones de Austin–, subías decidido a la sección de country a por lo que no quisiste o pudiste llevarte el día anterior y siempre te topabas con la misma humillante decepción: alguien se lo acababa de llevar. Algún día encontraré a ese cabrón y rendiremos cuentas –cada noche afilo mi cuchillo–). Desde 1997 la cosa se había desmadrado. Ese año solo estrenó una película, pero fueron seis en el 98 y cuatro en el 99. Bastante mediocres en general (siendo bastante generosos). Y ya habían pasado dos años desde su último disco con canciones nuevas, el fantástico A Moment Of Forever (otro disco que me hace recordar otra tienda ya desaparecida, que asco de mundo estamos dejando…). Como aquel personaje de Woody Allen en Desmontando a Harry, Kris Kristofferson, en medio de toda aquella vorágine de vanidades, tanto en la música como en el cine, se estaba desenfocando. La terapia fue este disco, este oasis de seis días en Austin, en los Arlyn Studios de Willie Nelson, veranillo de San Miguel y más calor que en el Hades, rodeado de buenos amigos, encontrando tiempo entre ensayos de su última película (una tv-movie en Louisiana de la que nadie hablará cuando todos estén muertos), recuperando las gloriosas canciones que se habían apropiado otros y que él necesitaba hacer de nuevo suyas, sin florituras, al desnudo. «For the Good Times» fue la primera canción que grabaron, con Stephen Bruton a la guitarra. Los pelos de punta. No pudo ser otra. La magia que se desprendió de aquellas primera tomas marcaría el tono y el ambiente de los siguientes cinco días. Largas noches de risas, historias, cervezas y enormes puros cubanos. El disco tardaría dos años en salir por los infames avatares del mundillo discográfico. Pero ninguno de los participantes volvería a ser el mismo. Luego Kristofferson tardaría siete años y diecinueve películas en sacar su siguiente disco, This Old Road, con temas nuevos, más descarnado todavía. Pero siempre ha dicho que este, el de las sesiones de Austin, es su preferido. Bendito seas, Kris.

RAYLAND BAXTER

Feathers & FishHooks

(ATO Records, 2012)

He tardado en reseñar esta maravilla unos cuantos años más de la cuenta. Estaba esperando escuchar su segundo álbum, que tardó tres años en sacar y que llegó por fin a mis manos hace tan solo un par de semanas, con casi dos años de retraso. La intención era reseñar el último, el más reciente, pero después de escucharlo diré solo que voy a reseñar mejor el primero. Digamos que el muchacho de los Baxter se duchó, se afeitó el bigote y se largó a la ciudad. Imaginary Man, su último trabajo, es como música de un alter-ego experimental y más limpio. Más de cupcake que del viejo bizcocho de la abuela. Lo mismo se le pasa (o se nos pasa a nosotros, nos da una ventolera, nos compramos un gorrito vintage y nos volvemos más «arriesgados» –no lo creo–), en cualquier caso, le seguiremos guardando su vieja camisa vaquera con agujeros en los codos, por si decide volver por casa algún día, aunque solo sea a decir «Hola». Feathers & FishHoooks nos dejó en su día con la boca abierta. Cuando nos enteramos de que su padre era Bucky Baxter, guitarrista de pedal-steel que ha tocado con Dylan, Steve Earle, Ryan Adams e incluso R.E.M., lo entendimos un poco mejor, digamos que nos calmó saber que en la fórmula había un cierto pedigrí. Y Nashville claro, que según las palabras del propio Rayland, es un agujero de mierda que ni los indios quisieron. Un valle al que bajaban a cazar para luego largarse. Como su propio título indica, se trata de un disco de pesca con mosca. De viejo río Cumberland. Muy de Norman Maclean y El río de la vida («En nuestra familia no había una separación clara entre religión y pesca con mosca…»). Música de un solitario, no de un tipo que está solo, que es algo completamente distinto. Música que recuerda al último verano, a aquel día que bajaste al río por última vez a pescar con tu padre y con tu hermano, sabiendo que algo se estaba perdiendo y que ya nada volvería a ser lo mismo. Casi todas estas canciones fueron compuestas en un viaje a Israel (con ruido de balas al fondo). Y curtidas luego por carreteras polvorientas, de gira con los Civil Wars por el Noroeste, al volante de un Plymouth Valiant que se compró Rayland para quitarse el blues porque, como él mismo dice, el blues solo se quita con carretera (un coche del que habla en femenino y con el que solo ahora comienza a llevarse bien, después de tantos kilómetros y desvíos). «Driveway Melody» sucede en un viaje de Texas a Arizona y «Mountain Song» de Arizona a Salt Lake, pasando por California. Y a «Olivia», esa chica francesa, maldito seas Rayland, ya no la olvidaremos nunca...

PAUL CAUTHEN

My Gospel

(Lightning Rod Records, 2016)

«La puta música country no la encontrarás en Nashville». El evangelio según Paul Cauthen. Y es soltarlo en una entrevista, apenas una semana después de salir el disco, y ya saber que va a ser uno de los nuestros. Agua fresca. Tres años han pasado desde que dejó Sons of Fathers estando en lo más alto. Solo, sin nada que hacer y entregado fuerte al alcohol. La historia es: «Estuve por ahí, hice las típicas cosas nómadas de Texas. Me sentía como una mierda. Fui yo el que se largó del grupo… Algo que tardamos cinco años en poner en pie y a la mierda, me fui». Se fue, en efecto, por el sumidero, boxeando con su sombra y buscando pelea, hasta acabar una noche borracho en un apartamento de Austin después de un fin de semana suicida y ver de pronto la luz, caer de rodillas, desafiar a Dios con su renovada voz de barítono, llamar a su familia para pedir disculpas y ponerse a trabajar ya en serio en su Evangelio. Como un desafortunado Trascendentalista del este, recién regresado del desierto… Tres años grabando este disco en diferentes estudios de Austin, Muscle Shoals, Los Ángeles, Dallas..., pero siempre teniendo muy claro lo que quería a pesar de la indigencia. Hubo temporadas en las que solo pudo contar con no más de diez centavos en el bolsillo, una guitarra y dos palabras: intemporalidad y honradez. Lo demás es «trashville». Y a eso suena esto precisamente, a música atemporal y honesta. «Nadie murió en la grabación de este disco, pero yo casi me quedo en el intento». A veces hasta parece estar invocando la voz de Waylon, o el sonido Cash de los ochenta. También hay sus buenas dosis de Jerry Lee y Elvis, de aquellas orquestaciones pantagruélicas y decadentes ya de los últimos tiempos. Música de Armagedón. En «My Saddle», por ejemplo, hay guitarras, trompetas, sonajeros raros, armonías exuberantes y aullidos de un lobo en un cerro, como en un buen western de John Ford. O una canción de Jimmie Rodgers hasta el culo de peyote. Música cósmica, algo así como un avatar de los «sonidos metamodernos de la música country» que se sacó hace ya un par de años el inmenso Sturgill Simpson de la manga. Pero también mucha vieja religión. No en vano su abuela le cogió un día por banda y le dio la Gibson del 58 de su abuelo, recién fallecido, con una copia del Red Headed Stranger de Willie Nelson. Le dijo: «Apréndete hasta el último punteo de Willie; solo entonces podrás llamarte guitarrista». Y eso hizo. Aparte de otras cosas como fumar marihuana y acabar una temporadita en la cárcel. Y lograr que le expulsaran de la universidad. Vamos, lo que viene siendo la forja de un auténtico «songwriter», ser expulsado de cosas: de la escuela, de tu casa, de tu matrimonio… y, mientras, sacarte las habichuelas trabajando para el petróleo y el gas de Texas. Música de chico del coro de una iglesia del este de Texas que, al volver a casa, toma el camino equivocado y acaba entre rejas. Mandanga de la buena.

HEATH GREEN & THE MAKESHIFTERS

S.T.

(Alive Records, 2016)

Ya lo dijimos en otra ocasión a propósito de Oklahoma y lo decimos ahora a propósito de Alabama, algo debe de haber en el agua. Heath Green lleva más de quince años bebiendo de esa fuente, aunque la cosa le venga de nacimiento y la tenga ya más que bien asentada en el riego sanguíneo, con las sombras persistentes de Muscle Shoals pisándole los talones, imposible escapar o darles esquinazo; está claro que si naces por allí tienes muchas posibilidades de acabar poseído. Tampoco es que se diese mucha prisa por llegar a ninguna parte. Paciencia, mala suerte y mucha cautela de clase obrera. Poco ilusionismo y nada de castillos en el aire. Quince años, ya digo, de militancia en diversos grupos de la escena musical de Birmingham: Mudpie, Fishergreen y los Back Row Baptists, obreros del soul, en los que se fue ganando una sólida reputación de rockero sureño. Voz ahumada y gutural de mucho bar y mucha obsesión de verse solo en la madrugada, de volver a casa andando porque el cabrón del bar (bendito sea) te ha escondido las llaves del coche y no las suelta. Una voz curtida en el soul, una voz de tierra y barro rojo. De haber mordido el polvo. Uñas negras y mucho callo de azadón, cicatrices de a mí nadie me ha regalado nada así que no me vengas con tus mierdas. Desesperación, redención y, llegado el caso, mandarlo todo al carajo, que ya nos sacaremos las habichuelas por otro lado. Historias que, como diría cualquiera de entre el público del último garito en el que tocaron anoche, parecen proceder más bien de la garganta ulcerada de un viejo bluesman del Delta que le doblase o triplicase en edad (en edad y en desaciertos, en malas jugadas)… A lo que habría que añadir también una dieta rigurosa de mucho Stones, Faces y Humble Pie, adoración por Ike & Tina Turner y rendida pleitesía por lo que en su día surgió de mezclar y agitar a Joe Cocker con Leon Russell. «Mi nombre es Legión, porque somos muchos», que diría el poseído de Gadara. Y todos esos «muchos» se dan cita en este disco debut que ha grabado en los Alamalibu Studios en compañía de los Makeshifters y que, en buena parte, recuerda a los buenos viejos tiempos de los Black Crowes. Exorcismos del rock n’ roll. Y claro, lo saca el sello Alive, que no se anda con fantasmitas. Dadle duro.

 

MARK PORKCHOP HOLDER

Let It Slide

(Alive Records, 2016)

Nos pasa una cosa con el blues. Un poco como con el jazz. Desde que se convirtió en cosa de culturetas blancos, en cosa de estilo y de esa cosa tan irritante que es la «música de músicos», de «entendidos», no nos llega o nos llega mal; hablamos de sucedáneos. Por eso en casa entra poco (nada de «manos lentas», ni de Stevie Ray, ni del circo domesticado del House of Blues, incluyendo al coñazo del último B.B.King), claro que lo que entra lo hace por la puerta grande y tiene reservado un lugar de honor en nuestras estanterías. Nos gusta el blues que se padece, el blues que se toca para librarse del blues, el blues que al escucharse te deja con el blues, blues de pantano, de juke joint y de cuchillo en la bota (por lo que pueda pasar a la salida). Blues de negrata negro y blues de negrata blanco, de hillbilly esquizofrénico, de Townes Van Zandt y del vecino de Townes Van Zandt. De presos de la prisión de Angola, de campo de algodón, pero también de bosque, moonshiners y parque de caravanas. No el blues de «ahora voy a hacer un blues»; porque pensamos que el blues no se toca por voluntad (aunque sí por la voluntad, casi siempre por la voluntad), sino por necesidad, porque duele y jode y hay que librarse de él a toda costa. Por eso amamos el viejo blues del delta, o el blues rescatado de esos ancianos a orillas del Mississippi en manos de los punkarras de Fat Possum, R.L. Burnside y Junior Kimbrough, gente de esa calaña. El blues que aúlla, que rabia, que amenaza, con su cosa ceremonial de casi vudú, chuletas de cerdo y aguas revueltas. Blues que huele fuerte. Blues de malas bestias, de cicatrices, aguardentoso y narcótico, que desprende una sensación ominosa, de peligro, como el de este resucitado de entre los muertos que es el sucio y crudo Mark Porkchop Holder con su armónica y su vieja slide. Aun no sabiendo nada de aquella cosa tan garajera y vagabunda que fueron los Black Diamond Heavies de Nashville, en los que militó brevemente antes de meterse en problemas con el alcohol y las drogas y desaparecer entre los contenedores de la depresión y la locura, solo viendo la cubierta del disco, esa cosa tan descamisada, calva, poco sana y sudorosa, uno ya sabe que lo que escupa va a sonar bien. Autenticidad, poca pose y, por ejemplo, un «Stagger Lee» en cuyos lodos ya quisiera haber siquiera chapoteado el bueno de Nick Cave. Nada de mezclas extravagantes ni de flirteos con otros estilos. Nada de originalidad. Ya está todo inventado. Puro jadeo. Blues, como dice por ahí Nik Cameron, de no saber si levantarte a bailar y a dar puñetazos (lo de dar puñetazos es añadido mío) o si meterte en el baño a llorar.

STEVE EARLE

Train A’ Comin’

(Warner Bros, 1995)

«Joder, odio la MTV». Con esta sucinta declaración acababa Steve Earle el texto de presentación de este disco, allá en febrero de 1995. Era la época de los «unplugged» de la MTV y Steve quería desvincularse de toda aquella mierda. Llevaba cinco años sin sacar disco y acababa de salir de la cárcel. Nadie daba un duro por él, le soportaban muy pocos, la heroína había acabado con su dentadura, se comentaba que había perdido la voz y la gente que le conocía cruzaba de acera al verle. Entre rejas se había desenganchado y había compuesto un par de canciones. Temía que la crítica se cebase con él (como si le importara una mierda), porque en el disco había varias versiones y canciones muy antiguas, de la época de hacer dedo entre Nashville y Texas, en aquel lejano noviembre del 74. Dirían que su talento se había ido por el sumidero. Además, desoyendo los consejos de todo el mundo, quiso hacer un disco acústico, con Peter Rowan y Norman Blake. Nada de «Trashville sound». Un «a tomar por culo» en toda regla. Y joder, en cinco días grabó un disco impresionante, para mí, sin duda, el mejor de toda su carrera, un disco que marcó el roots revival del «back-to-basics» que muchos situarían diez años más tarde, con el estreno de la película de los Coen, O’Brother. Emmylou Harris andaba grabando en aquellos días el mítico Wrecking Ball con Daniel Lanois, y no solo se quedó fascinada con la canción «Goodbye» (que incluiría en su disco), sino que le haría las voces en un par de temas del Train A’ Comin’. Junto a Johnny Cash y Waylon Jennings, Emmylou fue una de las únicas cuatro o cinco personas que le escribieron cartas de apoyo durante su estancia en la cárcel. Steve la conoció cuando ella se presentó para cantar en el primer álbum de Guy Clark y, al ver a aquel escuchimizado y prometedor chaval, le ofreció la mitad de su hamburguesa de queso. «No fui el mismo durante semanas», recordaría siempre Steve. Al poco de publicarse el disco, en una noche llena de simbolismo, Steve Earle celebró su concierto «de regreso» en el Tennessee Performing Arts Center. En mitad de una canción, la gente se desató. Steve no entendió el por qué hasta que se volvió para ver una figura alta de cabello blanco que se aproximaba por uno de los pasillos laterales. Era Bill Monroe, la leyenda del bluegrass. Se había presentado en el concierto para darle a Steve la bienvenida a casa. Se subió al escenario, cogió el micrófono y Steve se quedó estupefacto. Después de cinco canciones (Steve, según cuentan, de la emoción había pasado a la frustración y a la resignación y ya no sabía qué hacer), Bill Monroe abandonó el escenario y Steve, sardónicamente, dijo al micro: «Cuando el capitán está en el puente, el capitán está en el puente». Nueve meses más tarde, Monroe falleció y solo entonces, en el funeral, Steve comprendería la trascendencia de aquel momento que le brindó en su concierto. Un amigo del fallecido le contó que en agosto del 52, cuando echaron a Hank Williams del Grand Ole Opry (cuatro meses antes de su muerte) por subir borracho al escenario, Bill Monroe fue el único que se acercó a darle la mano. Una bendición… Y luego hay otro momento que también marca la importancia y la grandiosidad de este Train A’ Comin’. Tiene lugar en el Bluebird Café. Concierto mano a mano con Guy Clark y Townes Van Zandt. Hacia el final de la velada Steve toca «Ellis Unit One». Es la primera vez que la toca en público y titubea en la intro. Guy Clark, que solo la había oído una vez, le recuerda los acordes. Un gesto de amor y respeto entre dos hombres que hace veinte años que no se ven. En determinado momento, Guy Clark se inclina y besa la guitarra de Steve. «Amo a Steve Earle», dice. Poco más se puede decir.

DARRIN BRADBURY

Elmwood Park

(Cafe Rooster Records, 2016)

Dice por ahí un tipo que nunca ha sido santo de mi devoción (sino más bien de mi escarnio) que al lugar donde has sido feliz, no deberías tratar de volver. Yo lo hago. Recurrentemente. Regreso a los primeros discos de John Prine y Kris Kristofferson. Y la felicidad vuelve, con la misma intensidad. Quizá ya no sea la felicidad del asombro del primer chute, pero es felicidad al fin y al cabo, en estado puro, felicidad al cubo, la felicidad de la relectura y el reencuentro. Felicidad de chef o de sibarita. La felicidad a la que quizá se refería Borges cuando hablaba de leer a Chesterton… Y me refiero a esta suerte de felicidad porque es precisamente la que me ha despertado este disco a la primera escucha, un disco que suena mucho (y bien) a aquellos extraordinarios primeros discos de Prine y Kristofferson, tanto en el sonido como en sus historias. También hay un poco de Sam Baker en el fraseo y la voz, aunque sin su demoledora melancolía, que Bradbury sustituye con una no menos demoledora vena satírica, una comicidad que consigue, de manera magistral, no echar a perder su capacidad de conmover. «The Roadkill Song», por ejemplo, que es como una revisión actualizada del «Sunday Morning Coming Down», pero con versos que dicen: «Hay un mapache muerto junto a la cuneta en el aparcamiento. Sí, bueno, pues resulta que él y yo nos hemos hecho muy buenos amigos. A la hora de conversar no es que sea gran cosa, pero no hay quien le gane en la competición de a ver quién aparta primero la vista». O cuando en ese «True Love» dice que: «nuestro amor es como un laboratorio de meta en el sótano de la casa de tu madre, nacido toscamente en unas garrafas demasiado dispuestas a estallar. Solo tratábamos de limpiar la cocina, de dar con la combinación correcta y de ahí en adelante. Porque el amor verdadero te hará perder unos cuantos dientes. El amor verdadero es tener 62 a los 23. El amor verdadero siempre empezará quemándote de un modo dulce y agradable». Y «Life is Hard», que llevo escuchando toda la semana, un homenaje a los tres héroes de la juventud de Bradbury: Jack Kerouac, Lenny Bruce y Daffy Duck, que empieza diciendo: «Kerouac murió con la televisión encendida en casa de su madre, en Florida. Su hígado estaba amarillo y su cartera vacía, odiaba a los hippies y le daba a la maría. La vida es dura». La felicidad, ya digo, no es solo la que despierta el disco al escucharlo, sino también la felicidad que genera el hecho de su propia existencia; saber que siguen surgiendo artistas de la talla de aquellos míticos storytellers que ya parecen tan lejanos, una escuela que sigue esperanzadoramente viva. Y para despedir esta rendida reseña, dejemos que sea el propio Bradbury quien se presente: «Para mí este disco no es tanto un álbum sino una colección de relatos. La mayoría son reales, de cosas que me han pasado a mí o a alguien que conozco. Recomendado para aquellos que sufran de movidas existenciales no resueltas y tengan una desafortunada predisposición a mostrarse excesivamente sentimentales a la hora de enfrentarse a la cultura pop estadounidense de mediados de siglo. Para un resultado más óptimo, utilizad auriculares. Preferiblemente de los baratos. Una vez los tengas date un largo paseo. Asegúrate que sea el tipo de paseo que te haga reflexionar en cosas. Cuando hayas terminado de reflexionar, olvídate de todo y escribe un libro».

SON VOLT

Notes of Blue

(Transmit Sound, 2016)

1994. El año que vivimos peligrosamente. Todavía duele. Los Uncle Tupelo lo habían reinventado todo y seguían sonando de maravilla. Pero se ve que Jeff Tweddy acarició el pelo de la novia de Jay Farrar. Lo malo es que las versiones que priman son las que se sitúan del lado de Jeff. Claro, Wilco siempre ha tenido muchísimos más seguidores (y se peinan muchísimo mejor). Por aquello de que la historia siempre la escriben los vencedores (aunque no esté del todo claro quién, a la larga, ha sido el vencido). En el 94 hicieron gira, tocaron en el programa de Conan O’Brien. Choque de egos como trenes de mercancías. Y el 1 de mayo (el mismo día en que se mató Ayrton Senna a bordo de su Williams FW16, en la curva Tamburello; aquel día se rompieron muchas cosas) tocaron por última vez en el Mississippi Nights de St. Louis, Missouri. Aquel impacto produjo una mitosis, un descarrilamiento del que surgieron dos entidades nuevas: Wilco y Son Volt. El mundo quedó dividido para siempre. Se produjo una polarización muy clara, irreconciliable. Montoyas y Tarantos. Montescos y Capuletos. Los partidarios de Wilco y los partidarios de Son Volt. A mí llegó a costarme una relación. Todo muy amor imposible. No es que fuera el motivo principal de la ruptura, pero influyó, ¿cómo no iba a hacerlo? Ella se decantó claramente por Wilco. Yo Jay Farrar a muerte. La cosa no pintaba demasiado bien. Cuando estaba más claro que el agua (del lago Michigan, no del río Mississippi) que serían los seguidores de Wilco los que heredarían la tierra. Yo condenado eternamente a ser un nerd que habla de cosas con las que casi nadie comulga; solo en el mundo, cazando mamuts… Pero al final parece que el tiempo ha venido a darme la razón. El último disco de Wilco apesta (más que los anteriores; sí, ya lo sé, exagero, pero esta es una guerra sin tregua) y este Notes of Blue del bueno de Jay sigue manteniendo el nivelazo de sus últimas creaciones, pero ahora se ha vuelto a electrificar bien fuerte después de sus anteriores experiencias acústicas. Victoria pírrica, es cierto, porque nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto, pero no puedo evitar acordarme de aquella novia tóxica (tan moderna ella) sin que se me escape una sonrisilla. Je, je. Toma cañonazo con «Sinking Down». Chúpate esa. Aquí hay guitarrazos ZZ Top, sin sofisticaciones ni modernidades. Mississippi Fred McDowell y Charley Patton con los amplis a todo trapo (Farrar cita también la influencia de Nick Drake, rastreable en el punteo de la guitarra del tema que abre el disco –«Promise the World»– y, en general, en el sesgo lírico y melancólico de las letras). Directo a la quijada. Y que conste que a mí Jeff Tweddy siempre me ha caído bien. Pero de este otro lado del Mississippi somos muy pocos, y hay que morir matando.

LUKE BELL

Luke Bell

(Thirty Tigers, Bill Hill Records, 2016)

Lo que leí, me encantó. Decían que sus canciones tenían la calidad de los relatos de Hemingway, «si Hemingway hubiese deseado ser Hank Williams en vez de un borracho de una isla». Suficiente para despertar nuestra curiosidad. Además, nada en Luke Bell es impostado. El tosco regreso al tradicionalismo country. Los toques honky-tonk. Los solos de steel-guitar. La retumbante voz de barítono. El sombrero cowboy (a veces transmutado en gorra sudada de camionero)… Todo volvía a recordarme aquel glorioso aforismo de nuestro venerado Kinky Friedman: «Solo hay dos clases de personas que llevan sombrero cowboy, los cowboys y los gilipollas». Pues bien, este tío no es un gilipollas. Es un auténtico cowboy. Se crió a una hora de Yellowstone y aún continúa pasando los veranos en el rancho de sus abuelos en Shell, Wyoming (muy cerca, por cierto, de la tumba de uno de los cowboys falsos más célebres de la historia, Buffalo Bill Cody; un gilipollas en toda regla, según la calificación del señor Friedman). Levanta cercas, trabaja con los caballos, almacena heno, cava surcos de aguas residuales y arregla tanques de agua. Todo en él desprende autenticidad. El acento, la bebida, la juerga, la caballerosidad, la soledad («marca de nacimiento de los espíritus errantes»), «la risa y el corazón roto del que se ríe dejando claro que lo de estar tan jodido no es, ni mucho menos, cosa de risa», según apuntaba la gente de Daytrotter. En su sonido hay influencia de Bakersfield, raíces de Wyoming y vínculos con Nashville, donde estuvo tocando una vez por semana en el Santa’s Pub (verdadero santuario de la música country tradicional situado en el 2225 de la avenida Bransford; si vas por la I-65, gira en dirección este por la avenida Wedgewood, como si fueras al recinto ferial, y luego a la derecha por Bransford; te lo encontrarás a mano derecha, a unos cuatrocientos metros, no tiene pérdida, es un vagón profusamente decorado con motivos de Santa Claus, muy hortera todo. Tiene aparcamiento y karaoke; abre todos los días de las cuatro de la tarde a las dos y media de la madrugada, no se acepta tarjeta y la cerveza cuesta dos pavos; tocar ahí es Vietnam, nada mejor para curtirse). Él mismo dice que creció rodeado de toda clase de música, como cualquier hijo de vecino. Le encantaba Nirvana y el punk rock. Pero lo que más le tiraba era la simplicidad y la atemporalidad de la música honky-tonk. Hay muchos tipos de música que examinan la condición humana, sostiene Bell, pero el honky-tonk incorpora un analgésico sentido del humor. Puedes reírte de ti mismo. Sus canciones hablan de gente que ha sido mil veces arrollada por la vida, arrastrada entre las zarzas… Gente con recuerdos embarazosos que probablemente requieran una botella, porque nadie más te va a echar un cable. Este es su tercer álbum (la mitad de las canciones proceden de su primer intento discográfico por Bandcamp, Don’t Mind If I Do) y ya ha abierto para Dwight Yoakan, Willie Nelson y Hank Williams Jr. Repetimos, no es ningún gilipollas.

 

GRAYSON CAPPS & THE STUMPKNOCKERS

Rott-N-Roll

(Hyena Records, 2008)

Grayson Capps fue concebido en el asiento de atrás de un Pontiac, hijo de una estudiante de la universidad de Auburn y un predicador de Alabama que escribió un libro (Off Magazine Street) que nunca llegaría a publicarse. Es un buen comienzo para cualquier biografía. El propio Capps poco más puede añadir. Sonríe y dice: «Escribo canciones de profetas muertos disfrazados de borrachuzos de pueblo que van por ahí gritando: “¡Miradme, yo también soy hermoso!». Es en parte cantante country, en parte bluesman, en parte predicador, en parte vagabundo y en parte poeta. A todo eso huele el Rott-N-Roll que, aparte del título de su quinto álbum, es también la muletilla con la que sus seguidores definen su música: una mezcla de rock de los viejos tiempos, soul sureño y country blues, para relatar historias de prostitutas, alcohólicos y vagabundos. Uno de una revista quiso encasillarle una vez en un género y Capps le respondió: «Bueno, si Mississippi Fred McDowell se sentase con Tom T. Hall y se pusieran a beber Newcastle con AC/DC sonando de fondo, eso podría darte una idea aproximada de lo que yo hago». En su vida hay un momento clave. Ese momento es una mujer llamada Ragtime Mary que lleva un tatuaje con la famosa fotografía de Johnny Cash haciendo la peineta, tiene pelos en las piernas y huele a chivo. Ella y la escena de la que formaba parte hicieron que Capps abandonase Alabama y se fuese a vivir a Nueva Orleans durante años. La mujer acabaría convertida en «Washboard Lisa», la canción que aparecería en A Love Song For Bobby Long. En esa película lo descubrimos allá por 2004. La película, a decir verdad, no es muy allá, pero se deja ver y tiene, además, un John Travolta inmenso y una banda sonora fantástica (tres canciones de Grayson Capps y temas de Los Lobos, Thalia Zadek, Magic Slim y Lightnin’ Hopkins). Motivos más que suficientes para echarle un ojo. Está, por cierto, basada en el libro nunca publicado que escribió su padre, el predicador de Alabama (el de la estudiante de Auburn y el asiento trasero del Pontiac). Película de familia disfuncional y perdedores. Memorable el momento en que Travolta le recomienda a Scarlett Johansson El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, y la canción de Capps «Lorraine’s Song (My Heart Was A Lonely Heart)» cantada a dúo con Theresa Anderson. Capps ya había colaborado con su música en el anterior trabajo de Shainee Gabel, Anthem un documental en el que, a lo Viajes con Charlie de Steinbeck, dos chicas recorren las carreteras del país en busca de una nueva definición del Sueño Americano (viaje en el que se toparán con gente como Robert Redford, Hunter S. Thompson, Chuck D, Willie Nelson, John Waters, Tom Robbins y Studs Terkel). Pero fue con Bobby Long (y la insistencia de Scarlett Johansson en que había que escuchar a este tipo greñudo) con quien la gente comenzó a fijarse en las canciones de Capps. Desde entonces no ha parado de grabar discos gloriosos. Sigue grabando en sellos pequeños y haciendo lo que le da la gana. Sus héroes son Tom Waits, John Prine y Tom T. Hall. Su canción favorita de estos últimos quince años es «Goddamn Lonely Love» de los Drive By Truckers. Y de vez en cuando toca con gente como Malcolm Holcomb, Truckstop Honeymoon, Will Kimbrough y Sugarcane Jane. «Canciones de profetas muertos disfrazados de borrachuzos de pueblo», en efecto, poco más se puede añadir.

OTIS GIBBS

Mount Renraw

(Wanamaker Recording Company, 2016)

Sostiene Otis que cuando se aproximaba su cincuenta cumpleaños, sus amigos le dijeron que tenía que hacer algo especial para celebrarlo. Sostiene Otis que la idea que le sugirieron fue una fiesta en la que, como si lo viera, a él le tocaría pasarse toda la noche sentado escuchando su cansina cháchara de borrachuzos. Sostiene Otis que le pareció una idea horripilante. Así que, en su lugar, el día de su cumpleaños, lo que hizo fue llamar a un par de buenos amigos (guitarra y violín) y grabar un disco (ya el octavo) en el salón de su casa: Mount Renraw, que no solo es el título del álbum, sino también el nombre de la casa en East Nashville en la que lleva viviendo nueve años con su compañera, Amy Lashley. Asimismo, «Renraw» es Warner al revés, un guiño a Percy Warner, empresario que, en su día, hizo muchas cosas por la ciudad de Nashville (hay un parque que lleva su nombre); dato que aprovechamos para añadir que, por su parte, el mismo Otis trabajó durante más de diez años plantando árboles en Indiana (llegaría a plantar más de siete mil –exactamente 7163, sostiene Otis–), y eso, de alguna manera, repercute. Y repercute no solo en su voz y su guitarra, también en las letras de sus canciones, decididas a recoger raros especímenes y osamentas, cosas, por ejemplo, como las maravillosas expresiones de los viejos leñadores con quienes trabajó, mano a mano, en Indiana («harder than hammered Hell», título de su sexto disco, expresión con que se referían a la dureza de la tierra), frases como especies en peligro de extinción, como búfalos («Bison», el segundo corte del disco) que corren el peligro de perderse en el tiempo, como tantas otras cosas que Otis, en sus múltiples viajes por el desierto americano, ha ido rescatando con su cámara fotográfica al borde de la carretera. Tesoros de la cuneta. Otis sostiene que su intención es dar voz a los que no tienen voz, rescatar las voces amordazadas o que corren el riesgo de desvanecerse. Narrador de historias para narradores de historias, así le han definido alguna vez en alguna parte. Y así es, en cierta forma: un secreto exquisito que solo conocen unos pocos. Y también de eso va su maravillosa (e imprescindible) serie de podcasts Thanks for Giving a Damn (que ya va por el episodio 144), en la que como uno de aquellos aguerridos antropólogos que capturaron con su grabadora las historias de las viejas tribus, Otis viene atesorando las anécdotas y la sabiduría de la gente que siempre ha admirado (Guy Clark, Merle Haggard, Doug Sahm, Utah Phillips, Allen Ginsberg, John Lomax III y tantísimos otros). En efecto, «gracias porque os importe un bledo». Gracias por hacer algo para que todo esto no acabe yéndose por el sumidero de las modas y lo efímero. Mount Renraw es, de nuevo, un disco austero y radical, a lo Woody Guthrie o el primer Dylan, voz bronca y guitarra, sin concesiones. Música redimida del vertedero. Piezas liberadas del gran desguace americano. Desde que lo conocimos en 2008 con su Grandpa Walked a Picket Line (madre mía, qué discazo), Otis Gibbs es, sin duda, uno de nuestros artistas de cabecera. No falla.

Todos sus podcast aquí:
https://soundcloud.com/otisgibbs/sets/thanks-for-giving-a-damn-with

 

JACK GRELLE

Got Dressed Up to be Let Down

(Big Muddy Records, 2016)

Lugar: St. Louis. Y con eso podría acabar esta reseña, porque el lugar lo explica todo. Poco más cabría añadir que no resultase redundante, reiterativo o simplemente obvio. St. Louis y punto, a modo de defensa, coartada y redención. «La Puerta hacia el Oeste». Lewis y Clark partieron de allí en su día en busca de la ruta acuática hacia el Pacífico. Y allí mismo se quedarían luego, a su regreso, como tantos otros exploradores, pobladores y tramperos. Crisol de mil extraños, fugitivos, soñadores y dementes. Todo eso se traduciría también en la música. Influencias de todo lo que arrastraba y dejaba a su paso el abuelo Mississippi en su orilla occidental, donde en un pasado remoto se alzaron los túmulos de Cahokia, frontera con Illinois, mucho antes de la llegada de los franceses. Conozco a una chica que vino de allí. Tocaba la sierra, el acordeón y la guitarra. Me descubrió a mil artistas increíbles. Había tocado con Pokey LaFarge, antes de que Pokey LaFarge fuese el Pokey LaFarge que hoy todo el mundo celebra. También me dijo que había visto peces mutantes en el Mississippi… Toda esa tradición confluye en la música de Jack Grelle. Dice que de canijo compuso canciones sobre un perro y sobre magos. Que en secundaria su primo Steve le alentó para ponerse a aporrear una guitarra. Que quiso aprenderse los punteos de Led Zeppelin. Luego vino el Nashville Skyline de Dylan. Y el Harvest de Neil Young. De eso no se sale indemne. Y la vieja tradición de porche, cerveza e intercambio de canciones en la madrugada. Una banda de bluegrass y luego un rato en la escena punk. Bolos y viajes, a veces en salones de gente, por cuatro dólares. Cerca de diez bandas, diez exploraciones, como si fuese uno de aquellos míticos miembros de la Compañía de Pieles de las Montañas Rocosas, uno de «los Cien de Ashley» contratados a través de aquel célebre anuncio de periódico publicado en 1823 por el general William H. Ashley y el mayor Andrew Henry: «[…] Cien jóvenes emprendedores para ascender el río Missouri hasta su origen, donde serán empleados durante uno, dos o tres años». Desprenderse en el camino de la costra hardcore y hallar la piel del country y de la música de los viejos tiempos. Curtir esa piel. Autoestop, trenes y música en esquinas por la voluntad, a lo Guthrie o a lo Blaze Foley, para volver luego con todas esas pieles de búfalo a las calles de St. Louis y grabar su primer disco… Pero es con este, el tercero, recién salido del horno, dedicado a su abuela (tengo comprobado que los discos que se saltan una generación en su dedicatoria son invariablemente buenos), con el que parece haber hallado su lugar en el mundo (su anterior trabajo, Steering Me Away, también magnífico, es más honky tonk y camionero, más Dale Watson, se nota que la carretera sigue vibrando en sus huesos). Aquí, sin embargo, hay más cajún y más Texas, mucho más folk y rock and roll. No en vano colaboran los South City Three de Pokey LaFarge y el gran John Horton de los Bottle Rockets… Pero ya estoy hablando más de la cuenta. Bastaba con haber dicho: St. Louis. Porque la cosa, ya digo, es simple genética.

GREG TROOPER

Make It Through This World

(Sugar Hill Records, 2005)

Que la vida está llena de mierda no es ningún secreto. Hay varias cosas que lo demuestran. Donald Trump y su concierto de investidura, sin ir más lejos. Y la revista Rolling Stone, que en su día puede ser que fuera lo que fuera, pero hoy ya ni por el forro. El caso es que a principios de esta semana amanecimos con la dolorosa noticia de la muerte de Greg Trooper (cáncer de páncreas; yo calculo que probablemente agravado ante el descubrimiento del setlist del concierto de Trump y la prefiguración del horror que se nos viene encima…), un grande (y doble o triplemente grande por lo buena gente que era; recuerdo hablarlo con Jesús Llorente, cuando lo trajo al Tanned Tin, joder, qué pena), y a los beneméritos sabios de la susodicha revistucha, tan mítica ella, no se les ocurrió otra cosa al dar la noticia, porque el mundo es así de feo, que decir que había muerto a los 61 años uno que escribió canciones para Vince Gill y Steve Earle. Lo de Steve Earle todavía, porque nos gusta. Pero lo de Vince Gill (aunque no nos caiga mal) tiene delito. ¿Para qué mencionar que Greg Trooper grabó 13 discos y que cualquiera de ellos vale cien veces más que toda la carrera del señor Gill (sí, ya sé, qué voz, pero por aquí no somos muy de voces, nos conmueven otras cosas…)? Pero claro, para titulares siempre mandará el mainstream y el apurado perfecto. Uno que hizo canciones para otros y al que una vez le produjo un disco Garry Tallent, el bajista de la E Street Band. En fin. No nos hagamos mala sangre… Parece que fue ayer, aunque ya hayan pasado 12 años, cuando cayó este Make It Through This World en mis manos, reconozco que dejándome llevar por la cubierta (solo después, al darle la vuelta, me decidiría del todo al ver que lo producía Dan Penn y que había una canción titulada «Green Eyed Girl»; he de decir que siempre me han gustado las canciones que hablan de chicas de ojos verdes –dato que aprovecho para excusarme por lo terriblemente subjetivo que es todo esto, lo digo por si hay algún redactor de la Rolling Stone en la sala–). Como Springsteen, Greg Trooper fue un «chico confuso» de New Jersey. En los setenta frecuentó mucho los locales del mítico Greenwich Village antes de mudarse a Texas y a Kansas para acabar con su guitarra en Nueva York, grabar sus dos primeros discos y llamar la atención de Vince Gill y Steve Earle, que grabarán sendas canciones suyas a finales de los ochenta y lo pondrán en el punto de mira. De hecho, no tardará en firmar un contrato con CBS/Sony y se instalará definitivamente en Nashville, donde acabará convirtiéndose en esa cosa tan enojosa que suele denominarse «músico de músicos» (otra manera de decir que no lo conoce ni Dios), admirado por gente como Buddy y Julie Miller, Rosanne Cash, Lucinda Williams, Duane Jarvis, Steve Forbert, Kevin Gordon, Billy Bragg y Emmylou Harris, entre otros. Y así, trabajando duro, canción a canción, hasta llegar a este disco, el octavo, en Sugar Hill Records, el famoso sello especializado en bluegrass, donde nadie se anda con tonterías. Un disco en el que de su sagrado triunvirato, Bob Dylan, Hank Williams y Otis Redding, es este último el que más se percibe (Dan Penn tendrá buena parte de culpa, después de producir a Solomon Burke, Irma Thomas y The Box Tops). Soul con groove de Memphis y un toque de country con salpicaduras de steel guitar y ese dobro que tanto nos escalofría (me invento verbos sin despeinarme, sí, ¿qué pasa?). Y a buen seguro las mejores canciones (pequeños relatos) de toda su discografía. Mucha clase y un gusto exquisito. Le echaremos mucho de menos («Un yanqui de New Jersey en la corte del rey Acuff» como lo llamaría en 2001 Jim Musser en aquel maravilloso artículo de la revista No Depression –y esta sí que es una buena revista, por cierto–). Y además era un tipo simpatiquísimo. Sí. Joder. Qué pena. Anda que no hay otros por ahí para morirse.

TABOO

 

No suelo aventurarme a escribir el blog de series hasta que no las he visto enteras. Ya me pasé de listo con TRUE DETECTIVE II y al final tuve que quitar el post porque me daba vergüenza ajena. 

Con TABOO me voy a arriesgar de nuevo y esta vez espero no meter la pata hasta el fondo.

Porque coño, teniendo a TOM HARDY y a STEVE KNIGHT como creadores, digo yo que la cosa no puede salir mal, ¿no? También PAPA HARDY está metido en la historia, aunque de este buen hombre sé más bien poco.

Como productor ejecutivo está RIDLEY SCOTT y he de reconocer que esto sí que me da cosa, viendo las mamarrachadas que se está currando el colega últimamente. BLADE RUNNER 2... miedo me da.

En fin, el primer episodio, de ocho que va a tener la serie, promete, pero como pasa con muchas series que luego me han molado un montón, es muy de presentación de personajes.

JAMES KEZIAH DELANEY, nuestro protagonista interpretado por TOM, se pasea de un lado a otro por el LONDRES de 1814 tras haber sido dado por muerto en ÁFRICA, dejándose ver junto a los curiosos personajes de los que luego, creo yo, se dispararán las diferentes tramas.

El caso es que hubiera molado que BBC ONE y FX, las cadenas productoras, se hubieran lanzado, como a veces hace la gente de NETFLIX, y hubiéramos podido ver, como es lo suyo, todo TABOO del tirón.

Como está claro que no va a ser así, habrá que ir viendo semana a semana si estamos ante una serie DIRTY o ante un intento.

Y dicho todo esto, yo TABOO la recomiendo, al igual que recomiendo pillar la oferta de HBO ESPAÑA, de un mes gratis, machacar las series que uno ya ha visto y luego dejarlo.

Más por lo de «a caballo regalado no le mires el dentado» que por otra cosa, porque la oferta de películas y series, aparte de los clásicos, es más que lamentable.

Y ala, a jugar a pala.

 

WESTERN CENTURIES

Weight of the World

(Free Dirt Records, 2016)

En espera de las primeras referencias del año que recién inicia sus andadas, seguimos sacando oro de 2016 (un año que nos ha dado un montón de alegrías –qué imbécil me resulta forzarle un nombre a la cosa: country, música de raíces, americana…, que cada cual escoja el alfiler que quiera para clavar al bicho en su colección personal de insectos peculiares, para mí el género es «la música que me gusta», subgénero: «y a tomar por culo lo que digan los que saben»–, por mucho que eso les joda (lo de las alegrías del año pasado) a los agoreros que, cuando desayunan mal, predican «el acabose» mientras escuchan por enésima vez el último disco rayado que les gustó de, como mínimo, diciembre de 1976; aunque, todo sea dicho de paso, a juzgar por lo que caga la radio, nuestros esqueletos llevan ya muchos años blanqueándose a la intemperie en ese horripilante desierto apocalíptico preconizado por los cenizos en el que, por cierto, el último golpe de gracia («la tortura nunca para», como cantaba el bueno de Frank Zappa) ha sido la inclusión de Rhiannon Giddens, antigua Carolina Chocolate Drops –ya hace un par de años totalmente perdida para la causa–, en el terrorífico casting de la muy pulcra, aseada y catatónica serie Nashville…). En cualquier caso, química jubilosa. A veces pasa. Podríamos empezar como con el chiste: van un inglés, un francés y un español…, en este caso los que van son tres vocalistas a priori irreconciliables: Morrison, Miller y Lawton, o lo que es lo mismo, un músico country de Seattle, el cofundador de la banda neoyorquina Donna the Buffalo y un tipo muy punki salido del hip-hop que desde hace unos años le da fuerte al R&B y al bluegrass, tres vocalistas cuyo único vínculo, a priori, es una peregrina vinculación afectiva con la música «honky tonk». Y todo ello producido por Bill Reynolds (de Band of Horses) en su estudio de Nashville (Fletwood Shack), con pedal steele, bajo y mucho fiddle en seis de los doce cortes. Vale. En un primer momento, puede parecer una fórmula condenada al desastre, pero nada más lejos de la realidad. La cosa funciona como un motor recién engrasado y no puede sonar mejor. Canciones de corazones rotos y alcohol. Hasta aquí, de acuerdo, nada nuevo bajo el sol. La misma cantinela de siempre. Pero, ya digo, la cosa no puede sonar más novedosa, más fresca y más ilusionante. En efecto, es la «vieja religión», pero con «piel nueva para la vieja ceremonia», hay quien incluso ha recurrido a encontrar paralelismos con fenómenos como The Band o los Flying Burrito Brothers. No sé yo si tanto ni sin tan poco. Pero el espíritu y la felicidad que desprenden es exactamente la misma; «felicidad» en el sentido que le da Borges cuando afirma que leer a Chesterton es la felicidad, a esa suerte de felicidad me refiero, porque este es un disco así de feliz, un disco logrado a lo Peter Handke en su Ensayo del día logrado, y basta ya de referencias literarias, aunque vengan muy a cuento, porque es precisamente en las letras de esta gente, muy líricas y por momentos ligeramente psicodélicas, donde se fragua, en buena medida, parte de esa «felicidad lograda» a la que me refiero, no sé si me explico (aunque tampoco es que mi intención sea explicar nada). Y todo esto para decir simplemente que ojalá el chiste siga y tengamos Western Centuries para rato.

DRIVE-BY TRUCKERS

American Band

(ATO Records, 2016)

Reconozcamos que la cosa no pintaba demasiado bien. Tras la marcha de Jason Isbell en abril de 2007 (todo ese culebrón de Jack Daniels y desafectos que aunque en un primer momento se esforzasen en relatarlo como algo amable, como el cuento de una simpática renuncia amistosa, encerraba mucha peste; como se descubriría luego, al final lo cierto es que el bueno de Jason, casado por aquel entonces con la bajista del grupo, salió tarifando; Patterson Hood declararía más tarde: «Hay gente que se vuelve cariñosa y beatífica cuando bebe, Jason Isbell no es una de esas personas»), todo fue de mal en peor. Parece mentira, cómo pasa el tiempo. Cualquiera diría que fue ayer cuando pinchamos por primera vez el A Blessing and a Curse. Diez años ya de búsqueda y tambaleo. Recopilatarios innecesarios, discos de rarezas y descartes, directos, colaboraciones como banda de apoyo de otros artistas (Bettye LaVette y Booker T. Jones), más directos, más deserciones dolorosas maquilladas de amables retiradas (otra bajista del grupo huida por motivos no aclarados; y llegar a pensar, a lo Stephen Hawking, en la figura de «la bajista del grupo» como en una suerte de curvatura espacio-temporal, una singularidad en un horizonte de sucesos, origen de un colapso gravitatorio, la muerte de una gigante roja y la creación de una enana blanca, en definitiva: la bajista del grupo como agujero negro; y aparte de leer el libro de Kim Gordon, La chica del grupo, publicado por Contra, me viene también ahora a la cabeza el de Sean Yseult, bajista de White Zombie, I’m in the Band, aún sin traducir) y Patterson Hood intentando recuperar la calma con un par de discos en solitario (con el evidente subtexto de: «Por mí como si os vais todos a la mierda»). Así que todo apuntaba a que ya. A que jamás volveríamos a vibrar como vibramos en su día con Gangstabilly o The Dirty South. Pero, de repente (cuando ya somos todos muy de Jason Isbell, no solo por borrachuzo –es decir, por afinidad existencial–, sino por la brillantísima redención de su espectacular Something More Than Free de 2015), nos llegan noticias de este undécimo disco de estudio, el primero desde el Pizza Deliverance, es decir, desde 1999, que no cuenta con ilustración en la cubierta del colaborador habitual, el artista gótico-sureño Wes Freed (en el interior y en la galleta sí hay dibujos suyos, menos mal, por un momento pensamos en una nueva disensión, ¡cómo se las gasta esta buena gente de Alabama, coño!). En su lugar, una fotografía de una bandera estadounidense a media asta (señal de duelo y luto). Y un título que no puede ser más lacónico y directo: American Band. Recuerdo esperar su llegada con muy poca fe. Pero fue poner el primer corte y decir: «Dios, ¡qué bien, joder! ¡Han vuelto!». ¡Y cómo! Por ahí decían que era como el Nebraska de Springsteen, no refiriéndose al sonido, entiéndase, sino al compromiso y a su vocación de reinvención y renacimiento. Sin duda, se trata de su disco más potente y más político hasta la fecha. Por ahí dicen también, de un modo más acertado, que es al 2016 y a la era Trump lo que en su día fue el American Idiot de Green Day para la era Bush. Un disco necesario e imprescindible. Directo al cuello y sin florituras. Demoledor. Rock and Roll del bueno. Mucho Neil Young y mucha rabia contra la máquina. American Band, sí. Sin más. La mejor puta banda americana del siglo veintiuno. Y Feliz Año, coño. Feliz año.

LA FRONTERA AZUL

 

Corría el año... joder, la verdad es que soy muy malo con las fechas, lo que sí recuerdo es que por aquel entonces vivía en Madrid. A mi socio DIRTY LUCINI y a mí nos había dado por aquel entonces por la NBA, la cerveza Budweiser y las pelis de terror de serie B.

Estoy hablando de muchos años antes de liar a ROSA van WYK y montar DIRTY WORKS.

El caso es que siempre que nos juntamos y regamos nuestros paladares con cerveza nos venimos arriba.

Lo de ser jugadores de la NBA enseguida vimos claro que no era lo nuestro, demasiadas correrías a nuestras espaldas, aparte de que el deporte no combina tan bien con la cerveza como lo hacen las pelis de terror de serie B.

Lo primero que hicimos fue escribir el guión de un corto de terror y luego liar a un montón de amigos para rodarlo.

Hasta ahí todo bien. Los problemas vinieron cuando no sé por qué extraña razón, se nos ocurrió montar nuestra creación con la peña de una productora situada en un pueblo de Valencia llamado Manises. 

Peña que nos puteó hasta la saciedad.

En uno de nuestros viajes a la productora desde Madrid, porque el montaje duraba más que APOCALYPSE NOW, decidimos parar en Barcelona a visitar a mi MADRE. Seguramente porque mi MADRE hace unas croquetas del 12, y necesitábamos comida casera y amor materno.

JAVI en mi casa siempre ha sido como de la familia, al igual que yo en la suya.

El caso es que mi MADRE nos vio tan de bajón que nos llevó a un mercadillo de cosas rotas y viejas, uno de esos a los que ahora los modernos llaman vintage.

Y mira tú por dónde, en medio de todos aquellos cacharros, de pronto me fijo en que hay un álbum de cromos completito de la serie LA FRONTERA AZUL, cortesía de PANRICO.

Me arrepentiré todo la vida de no habérmelo pillado.

De repente, los nombres de LIN CHUNG y LIANG SHANG PO vinieron a mi mente de manera automática, al igual que la sintonía de los títulos de crédito. Y coño, LA FRONTERA AZUL se estrenó en 1978, cuando yo era un enano imberbe y sin pelos en el pecho.

Dos temporadas de 26 episodios que me hicieron soñar que algún día yo también podría ser un vengador presto a desenfundar la espada que lleva escondida a la espalda al igual que LING CHUNG.

Desde entonces ha habido más historias relacionadas con LA FRONTERA AZUL que pertenecen a los anales de la historia personal entre el SEÑOR LUCINI y un servidor.

Destacar que, después de terminar de montar por fin el corto y sin dejar de beber cerveza, escribimos un guión, este ya para un largo, al que titulamos LA FRONTERA AZUL, y lo mandamos junto con el corto a un montón de productoras de cine que no nos hicieron ni puto caso.

Hoy, como ya sabéis, nuestras mentes y energías están en DIRTY WORKS y así vamos a seguir hasta reventar, lo que sea que haya que reventar a nuestro paso.

ROSA era muy pequeña y jamás ha oído hablar de LA FRONTERA AZUL, pero estoy seguro de que aunque ella no lo sepa, está como JAVI y yo, bajo el manto de LA FRONTERA AZUL, como los proscritos que en la serie se levantaron contra la tiranía del emperador para luchar por lo suyo.

Bueno, este es el último blog del año, así que aprovecho para felicitar estas fiestas a la FAMILIA DIRTY y, como digo siempre, comeros y beberos todo lo que os pongan, que luego nunca se sabe...

Os queremos bastardos!!!!

 

MARTY STUART

Badlands. Ballads of the Lakota

(Superlatone Records, 2005)

Dos son los motivos (si es que hubiera que darlos) por los que hoy regreso a esta obra maestra de Marty Stuart. El primero, incontestable, es el severo cuñadismo imperante (el disco está co-producido por John Carter Cash y fue grabado en la Cash Cabin de Hendersonville, Nashville; para los más despistados convendrá apuntar que Marty Stuart estuvo casado cinco años con Cindy, la tercera de las cuatro hijas de Johnny Cash y su primera esposa, Vivian Liberto, por lo que todo queda en casa). El segundo es que llevo varios días escuchando estas canciones en bucle. Hacía tiempo que no volvía a ellas, pero resulta que me he visto inmerso en la redacción de un artículo sobre lo que está ocurriendo estos días en Standing Rock y Badlands, junto a los discos de John Trudell y el Bitter Tears. Ballads of the American Indian del suegrísimo (la única versión incluida en Badlands, por cierto, es un tema de Cash, «Big Foot»), ha sido la banda sonora perfecta. Badlands es uno de los mejores discos olvidados de la pasada década y hoy, en medio de la cruenta lucha contra «la Serpiente Negra» (el Dakota Access Pipeline, el oleoducto contra el que siguen luchando «los Protectores del Agua», los Oceti Sakowin, «los Siete Fuegos» de los lakota, los dakota y los nakota), con el recrudecimiento del activismo en «el Campamento de la Piedra Sagrada», ha vuelto a cobrar una rabiosa actualidad. Marty Stuart, al poco de debutar como miembro de la banda del Hombre de Negro, se enamoró del pueblo sioux tras un concierto benéfico en la reserva de Pine Ridge. Viajó mucho a Wounded Knee en compañía de John L. Smith, antólogo de Cash y cronista de los lakota. Juntos ascendieron en numerosas ocasiones las cumbres de Paha Mato (Bear Butte) y Paha Sapa (las Black Hills), y recorrieron las Paha Sica (las Badlands) en un Ford del 64, encadenando noches de motel en las que leyeron mucho y bucearon por internet, verificando hechos y comparando datos, en busca de las verdaderas palabras de Nube Roja y Toro Sentado, mientras componían las canciones que se incluirían después en este descarnado disco conceptual que tanto tiempo tardaría en ver la luz (a los dos años de la muerte de Johnny Cash y con él ya por fin desembarazado de las cadenas doradas del pegajoso «mainstream» de Nashville). Aunque su voz carece de la solidez y la gravedad de Cash (pensar este disco en la etapa Rubin del Hombre de Negro da escalofríos), no puedo estar más de acuerdo con lo que dijo Michael Streissguth (biógrafo de Cash) en la Rolling Stone el 14 de agosto de 2015: Marty Stuart, en este disco, canta como un predicador con el diablo posado en la espalda. En su día nadie compró el disco, solo sus fans más devotos (entre los que me cuento). Hoy sigue sonando cruento y urgente. Sigue poniendo el pelo de punta. Marvin Helper, músico y Hombre Medicina de la reserva de Pine Ridge, Dakota del Sur, antiguo boxeador y descendiente de Big Foot por parte de padre y de Caballo Loco por parte de madre, no dudó ni un instante en apadrinar estas canciones: «Los espíritus trajeron el nombre. Y él lo llevará el resto de su vida. El nombre lakota que se ha concedido a Marty Stuart es O Yate’o Chee Ya’Ka Hopsila (“el hombre que ayuda al pueblo”). Ha sido adoptado por la tribu lakota… ahora él es familia».

LUKE WINSLOW-KING

I’m Glad Trouble Don’t Last Always

(Bloodshot, 2016)

Proceder por vía directa de los descendientes del Mayflower, criarse en la Iglesia Baptista de tu pueblo, formar una banda a los 14, irse de Cadillac (Michigan) a ritmo de bebop y acabar afincado de modo indefinido en Nueva Orleans porque por la noche, mientras duermes en un hotel de mala muerte, te roban el coche (con todos tus instrumentos) y te quedas tiradísimo y sin saber qué hacer, reuniendo fuerzas, planteándote volver o seguir, buscándote la vida como profesor de música y sonando a porche de madera destartalado en día húmedo de verano o a calle sórdida de detrás del Barrio Francés. Y así con cuatro discos, dos para el sello Fox on a Hill y dos para los exquisitos francotiradores de Bloodshot Records. Padecer desde el primer momento la etiqueta de «tradicionalista» y que vayan diciendo por ahí que lo tuyo es una amalgama de «música popular» y jazz colectivo improvisado con influencias del jazz de Nueva Orleans, blues del Delta, ragtime, folk americano pre-bélico, Béla Bartók, el Cuarteto de Cuerda nº12 de Antonín Dvořák y Woody Guthrie… pues muy bien, ahí queda eso. Y ahí podría haber seguido quedándose: acomodado en esa casilla que tanto gusta a los turistas de Bourbon Street, repitiendo el mismo disco una y otra vez para deleite de los cansinos. Yo he de confesar que decidí plantarme en el cuarto (que, por otro lado, fue con el que le descubrí). Tanto tradicionalismo, por muy honesto y bien que suene, acaba fatigando. Yo, al menos, siempre acabo intuyendo un vacío. Me pasa también con Pokey LaFargue. Discos que uno, al final, no pone mucho, a lo sumo (y a lo resto) música de fondo. Un avatar de la vieja música de ascensor. Postureo retro para hipsters con gorro (y poco más, aparte del gorro, digo). Pero entonces va Luke y nos sale con esta quinta maravilla. Disco con cubierta de cielo encapotado y «solitarísima» apertura de slide guitar en «On My Way», «A mí manera», en el que claramente se percibe que, ahora sí, en efecto, se ha dado un paso de gigante. Atrás quedan los discos de aseadísimo estilista, lo que viene ahora promete ser diferente, más auténtico, más profundo. Desde el primer acorde te asalta la reconfortante sensación de que, por fin, vamos a escuchar al verdadero Luke Winslow-King. Entre el cuarto y el quinto disco ha habido un divorcio, no solo del tradicionalismo (¡bien!), también de la que fuese su mujer y compañera musical, Esther Rose King (no tan bien, supongo), y el dolor resultante de esa resquebrajadura impregna y resuena en los nueve cortes que conforman este impecable I’m Glad Trouble Don’t Last Always. Ahora esta música sí que ensucia y duele. Ahora sí.