LOST DOG STREET BAND

Survived

(Thirty Tigers / The Orchard, 2024)

Este disco ha sido una sorpresa, porque estaba predestinado a no existir. El camino ha sido duro y a nadie hubiera extrañado que la cosa acabara mal (es decir, simplemente, que acabara). Ha llovido mucho desde que Benjamin Tod, natural de Cottonwood, Tennessee, conociera a su mujer, la violinista Ashley Mae, en el condado de Muhlenberg, Kentucky (el condado minero de «Paradise», la mítica canción de John Prine: «and Daddy, won't you take me back to Muhlenberg County»), siendo aún adolescentes, cuando militaban en la banda punk callejera Barefoot Surrender, precuela de lo que en 2010 pasaría a ser la Lost Dog Street Band, acuñada en homenaje a Daisy, la perrita labradora de la pareja. Y cuando digo que ha llovido mucho no es solo para referirme al transcurso del tiempo, porque, como es bien sabido, no siempre llueve a gusto de todos. No es lo mismo ver la lluvia a resguardo (viendo cómo otros se mojan), que padecerla a la intemperie, bajo cartones o chamizos (viendo cómo te ven mojarte). Estamos hablando de despojos, de desheredados, de ángeles caídos, alcohólicos y yonquis. De los detritos que arrastra la lluvia y deja a su paso la tormenta (y luego elimina a escobazos el barrendero). De los personajes de los que hablan tantísimas canciones, que, de repente, como ocurría en La Rosa Púrpura del Cairo, se salen de la pantalla (de la canción, en este caso, muy en busca de autor, muy de Niebla) y se ponen a cantar sus propias canciones. Músicos quincalleros, itinerantes, delincuentes. Tod, ladrón y convicto, siempre lo ha reconocido: «Tengo órdenes judiciales en más estados de los que tú has pisado». Y digo que ha llovido mucho sobre ellos tanto antes como después de que los vídeos de GemsOnVHS empezaran a ponerles un poco a cubierto y, más adelante, en el disparadero, como también ocurrió con Sierra Ferrell (su hermanita «yanqui», como la llama él), otra inmensa artista salida de los callejones y las vías, con la que coincidió, se confrontó y vivió momentos desgarradores en aquellos tiempos de esquinas e intemperies, de vida caótica y peligrosa, coqueteando a diario con el precipicio, hace ya una década. El caso es que a Benjamin Tod cada vez le costaba más cantar las canciones de su viejo yo, inmaduro y poco menos que suicida, las canciones de la época del «Using Again», y en varias ocasiones trató de eliminar la banda (lo que los tontos llaman «el proyecto»). Tod ya no era esa bala perdida. Estaba cansado de su voz y de su forma de tocar la guitarra. Quería desprenderse de aquellos harapos. De ahí sus discos en solitario. No quería volver a verse arrastrado al aguacero, la cacharrería, las discusiones y la botella. Y, en 2022, después del Glory, sexto álbum de estudio del grupo, Tod puso fin a la Lost Dog Street Band tras el Lonesome Goodbye Tour. De ahí la sorpresa de la que hablaba al principio de la reseña. El caso es que, al mes de editar el que sería su tercer disco en solitario, Songs I Swore I'd Never Sing, Tod sintió la urgencia de resucitar a los perros callejeros. Poco le había durado el desguace y la huida. De algún modo, se lo pidieron las propias canciones que tenía en mente para su siguiente álbum. Necesitaba a sus chatarreros. Eso sí. La cosa ha cambiado. La crudeza y el desamparo de vivir al raso brillan ahora por su ausencia. Se han cobijado en The Bomb Shelter, el estudio de Andrija Tokic, en Nashville, quien también se ha ocupado de la producción (y en quien Tod ya había encontrado un aliado en su anterior disco en solitario). Y el sonido se ha suavizado, ha perdido aristas y herrumbre, lo que no quiere decir que haya perdido fuerza ni emoción. Ni mucho menos. Siguen siendo los mismos vagabundos, solo que mejor vestidos (y alimentados). Colabora al banjo el legendario Richard Bailey, de los Steeldrivers; también Sparrow Pants, de los Resonant Rogues, un viejo amigo de la banda, y John James Tourville, de los Deslondes (pedal steel, lap steel, guitarra, mandolina, guitarra barítono y percusión). Y el título del disco (la canción que lo cierra) no puede ser más significativo: «Survived». Según Tod, no es solo su canción favorita del álbum, considera también que es la mejor canción que ha escrito en su vida. Posiblemente la menos comercial de todas ellas. Evoca y entronca con la pretérita tradición de los Perros Perdidos. «En todos nuestros discos —dice—, hay siempre un pequeño vals muy muy oscuro y personal. Esta la escribí una noche, la grabé en el teléfono, me olvidé de ella, y me atacó a los dos días. Estaba sentado en mi garaje, fumando en palanca, quemando el día, y me saltó al cuello. La toqué y me puse a llorar. […] Es una canción sobre los increíbles dones que me ha brindado la vida para lidiar con mis propios demonios.» Ha llovido mucho y seguirá lloviendo. Pero ahora la lluvia moja menos, o uno se moja porque tiene voluntad de hacerlo. Hay cobijo y hay sustento. Tod llegó a verle la boca al lobo, a sentir su aliento, pero eso ya pertenece al pasado. La voz que escuchamos ahora es la de un superviviente. La de alguien que ha logrado salir ileso de sus propias canciones, de sus propios fantasmas. Y que da gracias por su maravillosa esposa y su perro. Y por todas las canciones que le siguen asistiendo. Y por la lluvia, claro. En cada vida debe caer algo de lluvia, decía Longfellow, y lo mejor que uno puede hacer cuando llueve es dejar que llueva. Pero, como apuntaba también Billy Bob Thornton: «Creo en correr a través de la lluvia y estrellarme contra la persona que amo». Y en ese punto estamos. Viejas almas solitarias, que no se rinden, haga sol o llueva.