CAM PENNER & THE GRAVEL ROAD

Felt Like a Sunday Night

(Cam Penner, 2005)

Más de trescientos discos reseñados en este patio de vecindad y compruebo, apesadumbrado, que sí, que mucha ropa tendida en la que olisquear asombros y complicidades, que mucha novedad y algún salto al pasado, pero aún no he hablado de uno de mis músicos favoritos (ni de uno de mis álbumes de referencia). Debería darme vergüenza. Y me la da. Las cosas como son. Pero ayer tropecé de nuevo con el viejo «camino de grava» y creo que ha llegado el momento de enmendar este olvido imperdonable. Allá por julio de 2009, cayó en mis manos el disco Felt Like a Sunday Night y, para que se me entienda al momento y no haya ninguna duda, puede que lo que quedase de aquel año –exagerando solo un poquito– ya no oyera ninguna otra cosa (o que lo que oyera me pareciese famélico y tirando a obtuso). Ayer volví a escuchar (una y otra vez) el tema «Be Kind» y volví a sentir los mismos escalofríos (acabé bebiendo más de la cuenta, lo que siempre es muy buena señal). Casi catorce años más tarde, la canción no solo no ha perdido ni un ápice de su natural brío («estoy quemando toda una vida de miedo, / cuento con un mañana sin penas, / no más canciones tristes por aquí, / siempre pretendí ser amable, / pero si no te importa, / creo que a partir de ahora voy a seguir solo»), sino que incluso ha cogido solera, como los buenos vinos. Recuerdo que en aquellos días intenté hacerme con su anterior disco y con su EP, pero que en CD Baby, que era la plataforma que se estilaba entonces (Bandcamp llevaba un año en activo y aún no había pegado fuerte), solo se podían conseguir por descarga, hábito que, en la medida de lo posible, procuro no alimentar. El caso es que le escribí un email preguntándole cómo podía conseguirlos. Me respondió enseguida pidiéndome mi dirección. Luego me fui a Londres a ver a la gran Elyza Gylkinson en el Green Note (donde en su día trabamos amistad con Malcolm Holcombe hablando de quesos y canciones) y, a la vuelta del viaje, me encontré con los dos CDs en el buzón. Pretendí pagárselos. No se dejó. Fidelidad absoluta desde entonces, incluso en sus últimas incursiones, más electrónicas, más experimentales. Pero a Felt Like a Sunday Night ya no lo mueve ni Cristo del podio de mis inmortales. Cam Penner es oriundo de una comunidad menonita del sur de la provincia de Manitoba («estrechos de Manitú, el Gran Espíritu»), en Canadá, donde sus padres, los rebeldes del pueblo, regentaban un ventorrillo ilegal, y su abuelo se dedicaba a destilar y hacer contrabando de alcohol por las carreteras secundarias, secundarísimas, de grava, que discurrían entre los cerros. A los dieciocho años, Cam dejó las praderas y viajó a Chicago donde montó un comedor de beneficencia y comenzó a trabajar con los sin techo. Toda esa experiencia acumulada de viajes e historias truncadas, oídas al borde de la carretera o alrededor de la olla popular, acabaría por configurar el imaginario de sus letras, melancólicas e intensamente poéticas, simples y honestas (algo digno de agradecer en este mundo cada vez más emporcado de insinceridad e ironía). A su vuelta a Canadá, formó una banda, los Gravel Road (Sam Masterson al lap steel y al dobro; Ross Watson al bajo y Adam Esposito a la batería) y emprendió su carrera musical. Country añejo y rock and roll, la cosa no encierra mayores misterios. En la revista Maverick no se cortaron un pelo al definir su estilo: «Un trovador canadiense del más alto calibre, Cam Penner está escribiendo las canciones que debería estar escribiendo Steve Earle». Amén a eso. «Busco las canciones en los callejones y a pie de calle. Bajo los contenedores. En los restos de la basura desechada. En los números de teléfono y direcciones medio borradas de los paquetes de tabaco. En garitos vacíos, gasolineras y titulares de periódicos locales. En el fondo de una taza de poliestireno. En la última calada de un cigarrillo, o en lo embutido muy a lo vivo en la guantera. Entre los cojines del sofá. A los lados de la interestatal. Despertándome a su lado, contemplando la colisión de dos mundos. En los bares de mala muerte y en los restaurantes de carretera. En habitaciones de motel inenarrables en las que duermes con la ropa puesta y sin descalzarte. Parándome cuando veo algo que brilla. Caminando por las zanjas, pateando los hierbajos, buscando una moneda de diez centavos. Viviendo al día y despertándome para tomar café de hornillo recalentado. En la locura de la ciudad boyante, donde la pobreza y la élite chocan. A medianoche, cuando, a veces, retiro la gasa de la piel y la pincho para ver si sigue doliendo». Canciones sobre los desfavorecidos, héroes fatigados pero nunca vencidos. En su música, de la escuela de Guthrie, se percibe el rumor de esa lucha, la esperanza, el anhelo de ser mejor, sin soslayar las imperfecciones, toda esa colección de infamias y mezquindades que ocultamos en el macuto. «A veces siento que viven dentro de mí las almas desahuciadas de las miles de personas que me han ido contando sus historias a lo largo del camino. No se me dan muy bien las canciones al uso, suelo escribir sobre la lucha emocional, el pulso entre el bien y el mal», y eso, claro, deja sus huellas, deja rastros de sangre y de carmín. Sábanas sudadas y retretes colapsados. Por la mañana no tienes más que dejar la llave de la habitación en la cajita que hay junto a la puerta de la recepción y largarte sin decir nada. A las doce pasará una señora a limpiar el estropicio que dejaste a tu espalda al perpetrar la última canción. Música de cuando uno siente que toda la vida es domingo por la noche. Pero no hay que claudicar, porque siempre habrá un último tren que te lleve de vuelta a casa.