BRANDI CARLILE

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Bear Creek

(Columbia Records, 2012)

Para que nadie se lleve a engaño, convendrá ir señalando desde el principio que esto, más que una reseña, es más bien el cuadro clínico de una obsesión, una obsesión que ya viene de lejos y que, quizá, por haber empezado a leer el Sol negro de Kristeva, hoy ha sabido encontrar una vía de escape, una suerte de alivio, en la confesión. Porque puede que este texto, al fin y a la postre, no sea más que simple terapia o, por qué no decirlo, ya a estas alturas no tengamos vergüenza, una declaración de amor. Nos dice la terapeuta que lo soltemos todo, así que ahí vamos. El momento iniciático, el contagio, se puede localizar en su portentosa aparición sobre el escenario del Austin City Limits, hace ya la friolera de once años, el 13 de noviembre de 2010. Concretamente cuando se lanza con el tema «The story». El vídeo corre por YouTube. El que nosotros frecuentamos tiene a día de hoy trescientas treinta y seis mil cincuenta y ocho visualizaciones; cerca de trescientas treinta y seis mil, sin exagerar o exagerando lo mínimo, son nuestras. El momento del cambio de guitarra y del desgarro en la voz a mitad de canción, algo que ya se producía en el disco, una casualidad que ella misma calificaría luego de «técnicamente errónea, pero emocionalmente correcta», fue el instante exacto en que Brandi Carlile dejaría claro que había venido hasta aquí (hasta nuestro puto corazón) para quedarse, y así ha sido. Desde entonces, ya no se nos quita ni con aguarrás (ni falta que hace, por otra parte). Hacía tiempo que no veíamos a nadie cantar con tanto desgarro y con tanta emoción. Estaba ahí toda la tradición de «songwriters» que nos apasionaba, porque Brandi es, para empezar, una increíble escritora, producida, además, por T-Bone Burnett, con los maravillosos gemelos Hanseroth, pero también estaba el viejo Seattle, el suyo, natal, el de Ravensdale, Washington, con mucho bosque de por medio, cuando ya tocaba con ocho añitos el «Tennessee Flat Top Box» de Johnny Cash y a los dieciséis acompañaba a un imitador de Elvis por bares y tabernas…, su Seattle, decíamos, y el nuestro, el de aquí, el de la Alameda, el que definió nuestra adolescencia con la rabia crepuscular del grunge, mientras duró (aunque el poso queda). Su tercer álbum se lo produciría Rick Rubin, claro, al viejo zorro no se le escapaba nada. Ya nos había devuelto a Johnny Cash de entre los escombros, como haría Tarantino con Travolta (o como haría la propia Brandi Carlile, el año pasado, con Tanya Tucker, mano a mano con Shooter Jennings, quien por cierto, le ha producido a Brandi su último disco hasta la fecha, junto a Dave Cobb, todo gloria, como ven, el By the Way, I Forgive You, de 2018, que es otro portento). Pero hoy reseñamos su cuarto álbum de estudio y si nos preguntáis por qué, pues no lo sabemos, digamos que por reseñar alguno, porque es verdad que podríamos haber elegido cualquiera. Hasta ahí llega, para que se hagan una idea, la medida de nuestra obsesión. Con Brandi Carlile nunca podremos ser objetivos y nos partiremos la cara con el primero que se atreva a contradecirnos. Quizá sea su disco más crudo, su álbum más de granero, quizá por eso. Hay mucha palma y mucho pateo contra los tablones del suelo. Hay nostalgia, pero desprende también esa alegría de la reunión y del canto comunitario, hay góspel y hay bluegrass. Quizá lo elegimos porque es el más country, el más campestre, el que menos concesiones hace a la industria del pop, por llamarla de alguna manera que no nos busque luego problemas con los «modernos» (nuestra terapeuta nos repite a menudo que en gustos, como el agujero del culo, cada cual tiene el suyo). Brandi es también muy devota de Elton John, todo hay que decirlo, y también está eso siempre en su música. Y Elton John sabe latín, eso es indiscutible. Para terminar diremos que hay otro vídeo circulando por ahí, más reciente, de noviembre de 2018 (con cuatrocientas noventa y ocho mil ochocientas ochenta visualizaciones; un tercio, por lo menos, nuestras), que da buena cuenta también de por qué la queremos tanto. Brandi visita un centro correcional de Washington. Lleva su guitarra. Y les canta a las presas el tema «The mother», de su último disco. Si no se te pone la piel de gallina, tanto por la letra y la interpretación, como por la reacción de las presas, contrapunto de los presos de Folson o de San Quintín cuando las visitas del viejo Johnny, es que no tienes sangre en las venas. Esa es la Brandi Carlile que se nos metió dentro hace ya años. Talento increíble y buena persona. Esa rareza.