DADDY LONG LEGS

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Lowdown Ways

(Yep Roc Records, 2019)

Prefieren los sitios húmedos y oscuros, como las cuevas o las bodegas (o, mejor incluso, los garajes, origen de todos estos ruidos gozosos) y son muy comunes en zonas urbanas (concretamente, en Brooklyn) por sus hábitos sinantrópicos, esto es, su capacidad de adaptación a las condiciones ambientales creadas o modificadas como resultado de la actividad humana (la actividad de los brooklynitas en este caso, aunque no hayan dejado de girar por todo el mundo desde que sus huevos eclosionaron en la sombra). Antes de proseguir con su morfología y sus hábitos alimenticios, convendría ir aclarando que no estamos hablando de las arañas araneomorfas que describiese allá por 1850 el entomólogo alemán, especializado en aracnología, Ludwig Carl Christian Koch. No hablamos de fólcidos, o bueno, no tanto, no hablamos de esas arañas de sótano o trastero (bueno, la verdad es que un poco sí, bastante), arañas carpintero, conocidas comúnmente como arañas «daddy long-legs», «papi patas-largas», sino de una banda de Brooklyn (nada que ver con las otras cuatro bandas del mismo nombre que corretean por distintos callejones), hombres araña de allí mismo, del barrio, que también tejen sus telas irregulares y enmarañadas (su embriagadora mezcla de blues, rock garajero y soul gutural en la que se puede rastrear fácilmente la ponzoña de Howlin' Wolf, Captain Beefheart, Flamin Groovies, Dr. Feelgood y MC5), en las que envuelven a sus presas antes de devorarlas (porque más que conciertos, sus actuaciones son ceremonias arcanas, eucaristía, ebriedad, juke joint y santo sacrificio, crudeza, actitud e intimidación, lo que viene siendo rock and roll del bueno, cualquiera que haya asistido y sobrevivido a una de sus misas podrá atestiguarlo, y vaya por delante un aviso: no hay antídoto, lo bailará hasta tu abuela, aunque lleve diez años muerta). Como dicen por ahí, y está bien advertirlo, no son otros estridentes pateadores de blues. No son una pandilla chunga (de cutres, no de peligrosos) de blanquitos con sombreros Fedora que perpetran un blues aguado y cansino y que, a la mínima que te descuides, te defecan una versión criminal del «Sweet Home Chicago». No. Aquí no hay pose ni higiene. Tampoco hay escuela. Aquí lo que hay es buena vomitona de blues incendiario. Barbacoa de bosque adentro. Pez venenoso de río. Pantano y cerveza tibia. Música para dejar huellas de sangre y sexo en el limo. Si no los tienes delante en vivo, ponle bien de «bass», baja un poco el «treble» y sube el volumen sin cuidado hasta que te aparezcan en la puerta los vecinos enarbolando antorchas y una soga de nudo corredizo.