KAITLIN BUTTS

Roadrunner!

(Kaitlin Butts Music, 2024)

Naces y te crías en Oklahoma, te ensucias en su tierra roja, te gusta cantar sobre ese polvo que se ha pegado a las gargantas de tantísimos héroes que idolatras (entre otros, Vince Gill, con quien acabarás cantando un día «Come Rest Your Head [On My Pillow]»), y tocas la guitarra. Además, resulta que te chiflan los musicales, actúas en ellos desde que eres una renacuaja, y tu película favorita es, ¿cómo no? Oklahoma!, basada en la obra de Broadway de Rodgers y Hammerstein, en la que Curly, un apuesto vaquero, se enamora hasta las trancas de Laurey, una tímida granjera de Oklahoma, pero ambos son demasiado orgullosos y les cuesta admitir sus sentimientos, hasta que la llegada de un forastero desencadena una lucha sin cuartel para conquistar a la chica. Y lo que pasa es que, si hubiera que jugar, a ti te tocaría ser la tímida granjera, y va a ser que no. Básicamente, porque te has macerado escuchando a las Chicks, a las Wreckers, a las Pistol Annies y a la jefaza, Miranda Lambert, y sabes muy bien que, a veces, corrigiendo a la Wynette (que aguantó carros y carretas) «hace falta tener pelotas para ser una mujer». Y tú las tienes. Y vas bien servida, además, de sorna y humor negro (las apocadas no acuden a estos bailes), te escribes tus propias canciones y tienes presencia escénica, se ve que naciste para el tablado. Así que lo tuyo no va a ser hacer de tímida granjera. No eres Laurey Williams. Eres una correcaminos (¡beep, beep!) y no te conquistan, conquistas (y como el que venga no esté espabilado, perderá el turno en cero coma, porque aquí el ritmo lo marcas tú y, como muy bien dices en «Other Girls», amas como una pistola y eres rápida con el gatillo). El caso es que un día, viendo con tu marido (Cleto Cordero, vocalista de los Flatland Calvary, de Lubbock, Texas) la susodicha película de Fred Zinnemann, te entusiasmas por enésima vez y decides grabar un disco inspirado en ese musical que ha marcado tu infancia y tu adolescencia, pero dándole un poco (bastante) la vuelta. El álbum, en efecto, está concebido como la banda sonora de un musical, con su obertura de turno, el instrumental «My New Life Starts Today» que es una revisión del «Oh, What a Beautiful Morning», el tema que abría Oklahoma! (incluso te marcas una versión de una canción de la banda sonora, a duo con Cleto Cordero, «People Will Say We're in Love», y te atreves con un «Bang, Bang [My Baby Shot Me Down]», el mítico tema de Sonny Bono, que hace que nos olvidemos por un momento de Cher y Nanci Sinatra, y que, en conjunción con otros temas, te convierten de golpe y porrazo en la Reina de las «Baladas de Asesinatos»). Pero en este nuevo musical no queda ni rastro de la granjera tímida. La cosa queda meridianamente clara desde el primer tema, toda una declaración de principios: a ti no hay coyote que te pille, por mucho artilugio Acme que se saque de la manga, tu corazón es una carta salvaje, y tu único amor es tu guitarra. «Hotel, motel, / evitar acabar en prisión. / Redneck, prueba de sonido. / Puños volando, acabar en el suelo. / Rodar a medianoche, cantar «White Lightning». / Ahora planicie, hay que joderse, / será mejor que esconda el contrabando.» Ser bonita y agradable es para otras. Esto es lo que hay. Loretta Lynn asoma por los rincones. Y, en esa dinámica, entra como la seda la versión del glorioso tema de Kesha, «Hunt You Down», que contiene la que puede que sea la mejor frase escrita para una canción de amor: «Mi amor, te quiero mucho, no me obligues a matarte». Hay chicas que no son así, lo dices en «Other Girls Ain't Havin' Any Fun», chicas que no son así, como tú, porque tú vas y te descalabras, si lo que toca es descalabrarse, tú con todo el equipo (ya habrá tiempo de restañar las heridas). De lo que se trata es de amar fuerte y sin tapujos, como una auténtica «Buckaroo» (no como una granjera tímida de Oklahoma): «Me batiré por ti, / me pelearé con todo un ejército, / le plantaré cara a un oso, / te cambiaré los neumáticos, / caminaré sobre un alambre, / aceptaré cualquier desafío, / oh, cariño, no me da miedo». Hay fuerza, hay guasa y hay mucho desmelene. Tiempo para el honky-tonk y el exceso. Para caer y levantarse. Mandolinas, banjos y violines de tormenta de polvo. Y tiempo también para frenar un poco y reventarte el corazón con el tema que cierra el disco con broche de oro, «Elsa», compuesto mano a mano con su amiga del alma, Courtney Patton, una canción que si no te emociona y te pone el pelo de punta, es que eres imbécil o hace tiempo que alimentas a los gusanos. «So when my time runs out will you hold my hand / As I journey to an unknown land / And just like the wind, you won't see me, but I'll be there / Don't forget me and my auburn hair.» Estaré ahí. Touché.

DARRYL LEE RUSH

Llano Avenue

(Palo Duro Records, 2005/2006)

Al hablar la semana pasada del debut de Sam Baker, producido por Walt Wilkins (del que ya dijimos que tendríamos que hablar un día de estos), se me cayó del estante este otro disco de Darryl Lee Rush, producido, al año siguiente del Mercy de Baker, por Gurf Morlix (del que también aprovechamos para decir ahora que tendremos que hablar algún día, y que, aparte de producir, en este Llano Avenue se hace cargo, asimismo, de buena parte de la instrumentación, como tiene por costumbre: guitarras, bajo eléctrico, dobro, percusiones, banjo y octofone), un álbum que se abre, precisamente, con una versión de «Truale», el segundo tema del susodicho disco de Baker, y encara el final con el «Queenie's Song» de Guy Clark y Terry Allen; todo queda en Texas (con una pequeña incursión a Kentucky, acometiendo el «Miles To Memphis» del maestro Chris Knight, una canción que, como Rush siempre dice, citando un verso de la propia canción, le hace llorar cada vez que la escucha en la radio). Darryl Lee Rush es natural de Markham, un ínfimo villorrio del condado de Matagorda, en el sur de Texas, no muy lejos de la Costa del Golfo, de menos de mil habitantes (según el último censo), el pueblo del que habla la canción «Town Too Tough To Die», un pueblo demasiado duro para desaparecer, de nuevo situándonos en el territorio de Larry McMurtry en The Last Picture Show, esos pueblos que resisten, entre el polvo y el tedio, pueblos de jóvenes fugitivos y viejos sentados a la puerta de un colmado, aquí, además, matizado por el inconfundible acordeón de Joel Guzmán (otro monstruo del que también tendremos que hablar algún día). Desde muy canijo, Darryl Lee se enamora de la guitarra clásica y, después de experimentar con cuerdas metálicas, empieza a tomar lecciones de un vecino, músico de bluegrass. Lo que para unos puede llegar a ser un calvario (que te caiga en suerte un vecino músico de bluegrass, sobre todo un domingo por la mañana, después de un sábado homicida), para otros puede que sea una bendición. Y así lo fue para Darryl Lee. Aquel vecino lo ayudó a encontrar su voz y su camino. Y en cuanto tuvo edad para ponerse al volante, comenzó a frecuentar los garitos de Dallas y sus alrededores. «Un día estás tocando para los vecinos, y al siguiente te ves abriendo para Diamond Rio», la premiadísima banda de Nashville, en el Nokia Theater (hoy Peacock Theater) de Los Angeles. Y, de ahí, a tocar con Robert Earl Keen, Randy Rogers y Dwight Yoakam. Y, claro, los de Palo Duro Records, uno de los sellos independientes más respetados del Estado de la Estrella Solitaria, no lo pudieron dejar escapar. El legendario Gurf Morlix entró en escena (algo inimaginable para el joven Darryl Lee) y se puso al frente de la producción, después de que Rush se hiciese con los quince mil dólares del Shining Rising Star Contest, el certamen organizado por Shiner Records, filial de Palo Duro, para grabar su primer disco, dejar de vender coches y equipos de música, y dedicarse de pleno a la música. Morlix está, en efecto, detrás de todo el proyecto. Cuenta Rush que fue a su casa y le tocó prácticamente todas las canciones que había escrito a lo largo de su vida. Morlix, sentado, sin perder la calma, se limitó a ir diciendo: «Esta es buena», «Hmm, esta vamos a dejarla»… Y, así, tras aquella larga velada, las canciones que más le gustaron a Morlix, acabarían siendo las siete que constarían en el disco, junto a las cinco versiones sugeridas (aparte de las ya mentadas, también hay una de los Eagles, «Life in the Fast Lane», convenientemente «hillbilizada», y otra del amanuense Hank Riddle, «I Believe in the Sun»), temas que homenajean a su terruño, a la gente que conoció y las historias que le contaron (nada que ver con el country de pose, el country de sombrero, botazas que cuestan lo mismo que la entrada de tu piso y camioneta descomunal, country de bar deportivo con camareras semidesnudas y tristes, y demasiada luz), con mucha influencia de Harry Chapin y Jim Croce, dos de sus máximos ídolos, aunque no tan cercanos como los inmensos Doug Sahm y Guy Clark, los grandes héroes de Texas. El álbum incluye, por cierto, una de nuestras canciones de cabecera, el himno country de todas nuestras desdichas y aspiraciones, la gran «White Trash Paradise»: «I wanna set a couch out by the road, / sell skunk wheat and call it gold, / at my white trash paradise. // I wanna a '69 Chevelle just sittin' on blocks, / Among 27 pens where I keep my cocks, / in my white trash paradise. // I wanna say «Tu madre» to the neighborhood, / Ya know it makes 'um mad to see me livin' so good, / in my white trash paradise. // I wanna spend my nights dinkin' Schaefer Light, / and smokin' cheap cigarettes, / i want a water bed to rest my head, / and a pitbull for my pet. // I wanna ride wellfare 'till the well runs dry, / buy everything that Walmart can supply, / to my white trash paradise. / It's my white trash paradise». Amén.

SAM BAKER

Mercy

(An Independent Release, 2004)

No, pero casi, podría decir el tiempo que hacía y lo que comí el día, hace ya la friolera de veinte años, que cayó en mis manos este disco. Como con las catástrofes o los grandes acontecimientos históricos, ¿qué estabas haciendo el día de marras?, ¿dónde estabas?, ¿qué te dolía? Recuerdo perfectamente la cara de mi dealer particular, cuando me hizo pasar al cuartillo del fondo, como el chino al padre de Gremlins (que, por cierto, era el inmenso Hoyt Axton), sabiendo que tenía algo que iba a volver a producirme la sensación del primer chute, porque ya me tenía pillada la medida del aro y sabía muy bien de qué pie cojeaba (pese a que ya a esas alturas del partido me hubiese empezado a conducir por la vida como un Obélix caído en la marmita, y poca pócima pudiera haber que me hiciese aquel efecto…, ¡pero tremendo druida era mi dealer!: acertó de pleno). La cosa venía, además, avalada por gente muy de mi santoral: Gurf Morlix, Mary Gauthier y Fred Eaglesmith, nada menos. Y el envoltorio era ya de por sí una auténtica virguería. No en vano, Sam Baker, aparte de músico, es fotógrafo y pintor, y tiene un gusto exquisito. Bastaron veinte segundos del primer tema («Waves») para saber que Mercy iba a ser uno de los discos de mi vida (junto con los otros dos que conformarían, más adelante, la trilogía The Pretty World, con el Pretty World de 2007 y el Cotton de 2009). Hoy es una pena entrar en la tienda de su página web y ver que solo están disponibles por descarga. A nadie le importará, y probablemente sea una medalla paupérrima, pero yo la luzco igual con inmenso orgullo, puede que solo frente a un espejo —porque no hay nadie—, o de una comitiva de invidentes —porque nadie atiende—, pero tener a mano los discos de Sam Baker, palpables, físicos, con su buen cartón, nada de plásticos, sin duda, repercute. Tesoros que, seguramente, acabarán en el vertedero, pero que, mientras tanto, hasta entonces (hasta el heredero desafecto que aún no intuyo quién será —al paso que voy, sospecho que un funcionario del ayuntamiento—, que lo descalabrará todo como hicieron mis primos con los enseres de mi abuelo), ayudan, y mucho, porque el mundo es cada vez más cutre (impresiones digitales, fresadas, con ilustraciones hechas por I. A., en papel infecto, mientras el operario de turno de las Gráficas Loquesea escucha Spotify convencido de que ayuda a los artistas y se asombra de lo bien que lo conoce el algoritmo, pobre subnormal; yo hasta ahora no he conocido mejor algoritmo que el de mi dealer, y siempre suscribiré aquello que decía no me acuerdo quién: nada más valioso que alguien que te descubre nueva música). Lo que sí ofrece ahora Sam Baker desde su web, son las letras manuscritas de las canciones, que son, por cierto, como relatos de tu autor favorito (en esta última frase exhibo una filantropía que nunca he tenido y que ni yo mismo me creo: el autor favorito de la especie humana, en general, suele ser un mojón). Pero yo no tendría ningún apuro en situar a Sam Baker entre los mejores escritores de Texas (saliéndome, incluso, del ámbito musical). Nos hayamos ante la música y la literatura de un superviviente. De un superviviente, además, de verdad, sin tropos, sin literatura. En 1986, viajando en tren a Machu Picchu, estalló la bomba que los guerrilleros de Sendero Luminoso instalaron en el compartimento para equipajes que tenía encima. Murieron siete viajeros, incluidos los tres que iban sentados con él (un niño alemán, con sus padres, despedazados). Sam Baker sobrevivió y pudo volver a tocar la guitarra y escribir después de diecisiete cirugías reconstructivas. De eso habla «Mercy», la canción que da título al álbum con que debutó en 2004 (también «Steel» y «Angels»: «Todo el mundo es un ángel / pero también un hijo de perra y una mala puta»). Se lo produjo Walt Wilkins (otro monumento de Texas del que aún no hemos hablado en este ventorrillo, pero del que hablaremos próximamente), al que había teloneado en una gira. Lo grabaron en el Dog Den Studio de Nashville, algo así como un «bed and breakfast» de Llano, con una silla, dos micrófonos y una vela. Luego irían dejándose caer los músicos. Mike Daily, de Whiskeytown, con su pedal-steel inconfundible, el violín increíble de Tim Lorsch (creo que nunca han sonado tan bien los violines en un disco) y las voces de Kevin Welch (en «Truale»), Joy Lynn White (espectacular en ese relato de Carver que es «Iron») y la maravillosa Jessi Colter (en la canción que abre el disco, «Waves»). Todo se adscribe a la sacrosanta tradición de los míticos songwriters de Texas: Guy Clark, Lyle Lovett, Townes Van Zandt, Lightnin' Hopkins y Mance Liscomb. «Yo solo soy un hilillo de esa grandiosa tela. Pero pertenezco, como ellos a ese terruño, a esas historias y esas mismas gentes. Cuando escribo, funciona mejor cuando hablo de lo que conozco, como les pasaba a Townes y Guy. Todos escribimos sobre los mismos árboles, las mismas piedras y la misma gente que lucha por salir adelante. Natural que haya ecos y reminiscencias. Respondo al mismo género de cosas a las que ellos respondían: el modo en que se extiende la pradera ante nuestros ojos, el modo en que sopla el viento desde la costa del golfo… Townes y Guy me enseñaron a mirar a mi alrededor y a ver lo que había en mi patio, porque es ahí dónde reside la auténtica fuerza de una canción. Cuando ellos escribían sobre una hoja que caía de un árbol, con toda seguridad se trataba del árbol que se veía desde su ventana, y esa siempre me ha parecido la lección más valiosa». En sus letras y sus arreglos casi se puede adivinar también la voz de Larry McMurtry (y la de su hijo y, ahora también, la de su nieto, la eminente saga McMurtry), su música tiene mucho del polvo y el tono elegíaco de The Last Picture Show. Otra cosa (aparte del objeto y de la calidad del sonido) que se perderán los sombríos «spotyfiers», es el maravilloso texto de agradecimientos, al final del cuadernillo que incluye las letras: «[…] gracias a todos los artistas, forasteros, viajeros, barqueros, amantes, carpinteros, soldados, borrachos, amas de casa, luchadores, trabajadores sociales, constructores, niños, policías, bomberos, vagabundos, enfermeras, pastores y profesores. Gracias a todos los que se empeñan denodadamente en hacer algo bueno. Todos estamos a merced del sueño de otro». Y el emocionante guiño final a Jessi Colter, que no aparece en el disco por cortesía de Highway 29 Records (como Wilkins), ni de Dead Reckoning Records (como Welch), sino «por cortesía de la bondad de su corazón» (Waylon, me gustaría añadir por último, ¡qué pedazo de mujer tenías!). La friolera de veinte años, como decía al principio, y la cosa sigue poniéndome los pelos de punta.

EDDIE NOACK

Psycho. The K-Ark and Allstar Recordings 1962-69

(Bear Family Records, 2013)

Hace un par de años, al reseñar el Stone By Stone (2022) de Ian Siegal, destacábamos la versión fría y escalofriante del «Psycho», de Leon Payne, el tema que en su día acometiera el oscuro Eddie Noack, a quien nos referíamos en aquellas mismas líneas como: «ese cantante fascinante que ha pasado a ser la más extraña nota a pie de página de la historia de la música country», para a continuación, entre paréntesis, añadir: «algún día le dedicaremos unas líneas». Pues bien, ya va siendo hora de formalizar el compromiso adquirido en aquel paréntesis, para que la cosa no se quede meramente en eso, en un paréntesis, en una nota a pie de página, y luego no vaya nadie por ahí diciendo que en esta casa no cumplimos nuestras promesas. Gran parte de la culpa del resurgimiento (más bien rescate) de «los clásicos dementes» del «compositor y héroe de culto de la basura», hemos de atribuírsela a Bob Dylan, quien, el 24 de enero de 2007, tuvo a bien sacarlo del arcón y desempolvarlo en la emisión de su siempre nutricio programa «Theme Time Radio Hour», pinchando el «Take It Away Lucky», que luego se incluiría en el primer CD del recopilatorio que hicieron del susodicho programa y que saldría al año siguiente en Ace Records. Antes de pincharlo, Bob Dylan lo presentaba de esta manera: «Eddie Noack, un intérprete y compositor, natural de Houston, Texas, que grabó para el sello Starday. Quiso ser periodista. Pero periodistas tenemos de sobra, y lo que escasea es la gente capaz de cantar y componer como Eddie Noack. Eddie grabó la canción «Psycho», escrita por Leon Payne, un tema sobre un asesino en serie, y, como era de esperar, nunca llegó a medrar en las ondas, pero acabaría convirtiéndose en una canción de culto, del mismo modo que el propio Eddie Noack». En efecto, Eddie Noack se graduó en periodismo en la Baylor University, pero en 1947 ganó un certamen de nuevos talentos y, de la noche a la mañana, se vio convertido en cantante de música country, grabando una versión para Gold Star del «Gentlemen Prefer Blondes» que le hizo meterse de lleno en el ajo. Luego iría saltando de sello en sello, con escasa fortuna, hasta desaparecer del mapa. El caso es que siempre estuvo ahí. Hubo un tiempo en el que no había un solo disco de George Jones que no incluyese una canción de Noack, de hecho, llegaría a hacer un álbum solo de canciones suyas. Las grabaciones que perpetró Noack a mediados de los años cincuenta se encontraron siempre entre las favoritas de los forofos del honky tonk de Texas (la gente maravillosa de Bear Family Records, el sello alemán, unos años antes de editar el recopilatorio que hoy acentuamos, sacó otro de tres CDs con los singles de aquella época –y demos, y falsos comienzos, y charloteos de sesión—, el exquisito Gentlemen Prefer Blondes, con su goloso libreto de 104 páginas, marca de la casa –alabados sean los alemanes–, y más de 231 minutos de gloria), pero serían los psychobillies, en los ochenta, los adoradores del trash, quienes resucitarían de entre los muertos esas dos joyazas loquísimas: «Psycho» y «Dolores» (incluidas ambas en este segundo recopilatorio, complementado suculentamente con las ilustraciones de Reinhard Kleist, el creador de tebeos alemán responsable de esas tres historietas —nos negamos a llamarlas «novelas gráficas», como hacen los cursis— sobre las vidas de Johnny Cash, H. P. Lovecraft y Nick Cave), dos canciones escritas desde la perspectiva de un psicópata asesino en serie. Los seguidores de los Cramps y los Meteors, se volvieron majaretas. Más oscuro no se podía ser. Y así empezó el culto. Pero para ese entonces, Eddie Noack ya estaba muerto (siempre vivió lo que predicaba, no como otros, que cantas de oídas, y su vida de «hardcore honky tonkin’», de tarambana, para entendernos, le acabaría costando la vida). Este disco también contiene temas osadamente anormales, como «Invisible Stripes», «Prisoner Of War» y «The End of the Lines». O esas tres preferidísimas mías, «Beer Drinkin' Blues», «We Are the Lonely Ones» y «Sleeping Like A Baby (With a Bottle In My Mouth)». Puro country, como dijo él mismo cuando quisieron apropiárselo los rockabillies. El hillbilly más bizarro de todos los tiempos. Y, para acabar, añadiremos que esta reseña nace asimismo con voluntad de gesto de gratitud inmenso a la gente de Bear Family Records que, al menos en mi educación sentimental, ha sido igual de importante, si no más, que los tebeos de Daredevil, los libros de Alianza de Bolsillo, los blockbusters de los ochenta y la editorial Anagrama de los primeros tiempos. Va por ustedes.

BENJAMIN TOD

Shooting Star

(Thirty Tigers, 2024)

Las historias no terminan ni bien ni mal (bueno, siendo rigurosos —dirá algún cenizo—, en realidad todas las historias terminan mal por el mero hecho de terminar, hasta La historia interminable termina antes de que a Bastián se la traiga al pairo Atreyu, aunque lo mismo lo bueno sea precisamente eso, que concluya, porque, si no, se volvería insufrible —la pubertad de ese muchacho nunca pintó nada bien, las cosas como son—, pero esa es otra historia «y debe ser contada en otra ocasión»), decía que no terminan ni bien ni mal, sino antes o después (vale, muy bien, sí, fueron felices y comieron perdices, pero lo fueron y las comieron en ese instante de gozo y celebración, porque a poco que se dilate la cosa en el tiempo, como parece querer sugerir la expresión, el asunto se torna espantoso: una pareja, por muy principesca que sea, condenada a sonreírse a perpetuidad, aunque se detesten, con ojos aterrados que claramente están pidiendo auxilio —o clemencia—, cercados por miles de huesos de perdices, manchas de vómito, moscas, olor fuerte y, si el destino se muestra piadoso, un vecino muy cívico que, alertado porque descuidan el césped, llama a la policía), y según esta fórmula del antes o el después, de saber parar a tiempo, cuando las perdices aún resultan apetitosas, si la historia de Benjamin Tod acabara aquí y ahora, en este disco, en la última canción de este disco, podríamos hablar, sin duda, de un perfecto final feliz. De un final feliz, además, que, hace trece o catorce años, nadie se habría tragado. Porque no, porque nada dura, porque la vida nunca ha sido un cuento de hadas. De repente, aquellos dos ángeles caídos, balas perdidas, náufragos, nómadas, huérfanos, yonquis, alcohólicos, delincuentes, vagabundos que llegaron a pelearse por el feudo de una esquina callejera donde poder ganarse el pan con la música trapera de banda de perro callejero extraviado que perpetraban con lo primero que rescataban del vertedero, algo más tatuados (de tinta y varapalos) y sin haber perdido ni un ápice de su actitud punk (aunque un poco más sanos), se sitúan hoy en lo más alto de las listas, y el éxito les ha deparado la posibilidad de un maravilloso e impredecible reencuentro, ellos, que conocieron el desarraigo, los vagones de mercancías y las ruinas, hijos bastardos de GG Allin, Bob Dylan y Huckleberry Finn, que se amaron y se odiaron como solo se ama y se odia debajo de los puentes, unen de nuevo sus voces, como en los viejos tiempos, en el tema que cierra con broche de oro este exquisito Shooting Star (producido, grabado y mezclado, ¿cómo no?, por su ilustrísima, Andrija Tokic, en el Bomb Shelter de Nashville; también con una pequeña contribución de John R. Miller, haciendo voces en «Nothing More»): «One Last Time». Benjamin Tod y Sierra Ferrell cantan a duo: «No suelo llorar, / pero ya me quedé sin tiempo. / Puede que nunca pueda recuperarme de ti, / y podría volver a drogarme, / y renunciar a toda mi lucha / a cambio del amor que nos profesamos». El «propietario de la miseria», como él mismo se bautizó en su día, abandona la pesadumbre y la calle, y trasciende a una vida inédita de gratitud, paciencia y estabilidad, la tarea (nada fácil) de aceptar el amor y la felicidad. Y para ello, se reviste de un nuevo sonido, ya no se trata del folk oscuro y pesaroso, muchas veces desolador, que ha ido apuntalando el camino, ahora es el alborozo y la euforia del honky tonk, incluso con sus toques de texas swing. Todo perpetrado con la misma fiereza de siempre (hay cosas que ni con aguarrás), pero con un sentimiento menos turbio, más limpio y puro. «No puedo ser derrotado, mientras se me necesite. / Vivo en esa esperanza de tus ojos.» Los demonios, en cambio, sí parecen haber sido vencidos, tanto en la música, como en la vida personal. La idea del disco, dice Tod, era que cada canción se situase en un período de producción distinto de la historia de la música country. «Obviamente, no hay forma de cubrir todo el espectro, así que se traslucen mis preferencias. Desde melodías deudoras de las producciones de mediados de los años cincuenta, hasta los sonidos de los primeros noventa». Compuso las canciones en dos semanas. «Quería demostrarme a mí mismo, y a la industria, que podía componer sin problema un disco country de lo más selecto. Si no he cumplido el objetivo, no me cabe duda de que me he aproximado mucho más que cualquiera de los botarates del pop country que obstruyen las cadenas de radio de hoy en día.» Es —dice—, como un álbum de vuelta a casa, de regreso al lugar de las canciones que lo amamantaron, a las influencias que sepultó durante años, queriendo desmarcarse de aquel cotarro de asimilados que lo expulsaba y repelía. Ahora hay gente, como Sam Barber, que habla de él, de las cosas que hacía Tod hace ocho años, como inspiración y motivo de su dedicación a la música. Su música de perro apaleado inspirando a las nuevas generaciones. Eso nadie lo vio venir. Sierra, vieja amiga, ¿quién nos ha visto y quién nos ve? Aquí estamos, aquí seguimos. Nadie daba nada por nosotros. Anda que no nos ha llovido encima, Benjamin. El otro día me llamó Post Malone. Imagínate. Mundo raro. Aún luzco con orgullo aquella vieja cicatriz. Tengo curiosidad por saber cómo acabará todo esto. ¿Volveremos a chapotear en los charcos? Disfrutémoslo mientras dure.

SAM DOORES

Sam Doores

(New West Records, 2020)

«Más allá de contemplar tu sonrisa, no tengo más planes. / Baja la ventanilla. / No hay nadie por los alrededores. / Sube la radio. / Ponme un poco más de ese / Rock n' Roll camboyano.» Todo empieza con el recopilatorio Cambodian Rocks, de 1996, en el sello Parallel World, una colección de temas de artistas de Camboya que le dieron fuerte al surf estadounidense, al garage-rock y a la psicodelia, allá por los años sesenta y principios de los setenta del pasado siglo, antes de que los Jemeres Rojos impusieran su reinado de terror (durante el que muchos de aquellos artistas murieron o acabaron entre rejas). Una amiga se lo puso a Sam Doores en un viaje por carretera y fue un flechazo (hay, por cierto, un documental fantástico sobre esa época y esos artistas, Don't Think I've Forgotten: Cambodia's Lost Rock and Roll, dirigido por John Pirozzi, que se encontraba por aquellas latitudes rodando la película La ciudad de los fantasmas, con Matt Dillon, James Caan, Gérard Depardieu y Stellam Skarsgård, y guion del inmenso Barry Gifford, sobre estafadores haciendo de las suyas por Camboya, cuando cayó en sus manos el susodicho recopilatorio que le voló la cabeza tanto como a Sam Doores). Los versos con que hemos iniciado esta reseña (que me comprometí a perpetrar la semana pasada, al hablar de los Deslondes, con afán de reseñar los dos discos en solitario de dos de sus componentes: el de Downing ya estaba, faltaba este), pertenecen al cuarto corte de este disco homónimo de Sam Doores, la canción «Cambodian Rock N' Roll» que para nada suena a rock camboyano y que es, más bien, un guiño, una sombría reminiscencia al tiempo en que escuchaba aquellas cosas en compañía de la amiga que se las descubrió. En las canciones de Doores no hay tragedia, pero sí una tenue melancolía, casi una tristeza, y, como él mismo afirma, «cierta oscuridad, de ¿qué duda cabe?». Porque, entre otras cosas, este es un disco que testifica una ruptura y, como no podía ser de otra manera, una vez agotada la magia de aquella sonrisa que no precisaba de más planes ni alimento que los de su simple y nutritiva contemplación, todo se tiñe de sombra, anhelo y pérdida. Y justo de ahí, una vez desmoronada la risa, surgen las canciones (con un resquicio de luz, la fanfarria de Nueva Orleans es algo que se lleva en la sangre, y aunque cargue con tintes sombríos, es una música que conserva siempre residuos de esperanza y alegría). Además, buena parte de estas canciones fueron concebidas lejos, en Berlín, aunque el disco no deje de ser puro Nueva Orleans, la ciudad que lo acogió a los diecinueve años, cuando llegó a pasar un fin de semana y, mire usted por dónde, acabó quedándose hasta hoy mismo. «Nueva Orleans —dice— tiene la facultad de cambiar los planes de la gente.» Llegó en la época dura del Katrina, cuando era una ciudad devastada, y se topó con Elvis Costello y Allen Toussaint calentando en un pequeño escenario para el gran concierto que darían luego, asistió al primer concierto de la gira de Springsteen con la «nuevaorleaniana» banda de las Seeger Sessions (que haría de Doores un fan incondicional de Springsteen) y se topó en las calles con los coloridos trajes de plumas y abalorios de los desfiles de los indios en el Mardi Gras. Ese día, dice, marcó el comienzo del resto de su vida. Empezó a tocar en una taberna irlandesa, conoció a Alynda Segarra (que asoma de vez en cuando por esta joyita que hoy reseñamos), con la que colaboraría en lo que acabaría siendo la banda Hurray for the Riff Raff, y dio con sus huesos en los Deslondes. El caso es que Anders «Ormen» Christopherson, había oído la música que hacían Doores y Segarra en la banda Sundown Songs (quiero pensar que el maravilloso disco Like a Jazz Band in Nashville) y, de pronto, un día, les escribió diciéndoles que tenían abiertas de par en par las puertas de su estudio (WSLS) en Berlín, para cuando quisieran grabar algo. Poco después, de gira en Europa con los Deslondes, Doores se lo montó para poder quedarse una semana adicional en Berlín, y de aquel impasse salió el proyecto de este disco (parcialmente grabado en el Bomb Shelter de Andrija Tokic, en Nashville, del que ya hablamos el otro día). La cosa se fue cociendo a fuego lento, a lo largo de varios años, pero al final todo quedó perfectamente integrado. R&B de Nueva Orleans, ecos de Tin Pan Alley, country montañés de Mississippi, jazz del Barrio Francés, algo de folk psicodélico experimental de California, su puntito de Harry Nillson y Van Dyke Parks, comparaciones que a Doores le encantan, porque los adora, y posos también de todas las horas que se ha pasado escuchando con devoción a Nina Simone y reggae de la primera hornada, los Upsetters, cosas de los inicios del Studio One y de los primerísimos Wailers, empapándose sobre todo de las líneas de bajo y órgano, para subrayar sus historias genuinas de Nueva Orleans. Un álbum que, en palabras de Doores, partiendo como parte de una ruptura sentimental, suena tanto a cosa que empieza como a cosa que acaba. «A primera canción, y a última.» A caída y auge. Música, en definitiva, para irse bailando por los cerros (de Kentucky o de Úbeda), haciendo una conga «bergmaniana» o «septimoséllica» con la muerte. Y gozándolo fuerte.

THE DESLONDES

Roll It Out

(New West Records, 2024)

Una de dos, o Howe Pearson ha estado hablando con mis amigos y familia próxima, o Howe Pearson soy yo. No hay otra explicación. Porque «Go Out Tonight», el décimo corte de Roll It Out, el último y cuarto álbum de los Deslondes, es, literalmente, la historia de mi vida, cuenta y canta, entomológicamente, mis noches. Claro que también puede ser que con quienes haya hablado sean tus amigos, tu familia, o que Howe Pearson seas tú, porque a más de uno conozco yo que hace o vive lo mismo. Y puede que en eso radique la clave, que ese sea el secreto de toda gran canción, que parezca estar hablando de uno mismo, ya viva uno aquí, en Oklahoma o en la China Popular. A continuación, reproduzco la letra entera, que no es muy larga, para que tú me entiendas o para que tú te entiendas (métele a la lectura, eso sí, un acordeón, y si puede ser Jeff Taylor quien lo toque, pues mejor). «No quiero salir esta noche. No quiero salir esta noche. No quiero tener que andar preocupándome de mi aspecto. Quiero quedarme en casa leyendo un libro. No tiene nada de malo quedarse en casa. No tiene nada de malo estar solo. Así que, ¿qué hago apagando la luz? ¿Qué hago saliendo? No quiero hacer cola. No quiero estar todo el rato diciendo «Hola». No quiero ser ese tío que se pasa todo la noche hablando siempre de lo mismo. Tengo trabajo pendiente. Sabía que acabaría hablando contigo. Y ahora estás dándome consejos. ¿A cuento de qué habré salido? // Pero la banda se ha puesto a tocar y me siento de lujo. La misma historia todas las noches.» Soy yo, y lo mismo también eres tú, en casa, leyendo, resistiéndote a salir, pero saliendo. Y, por extrañas sincronías, resulta que lo que ando leyendo ahora es un cuento de Vonnegut, «Las hormigas petrificadas», incluido en el libro Mire al pajarito (por aquí editado por los vecinos del Sexto Piso), del que Dave Eggers dice que no hay experiencia más gratificante y, en efecto, leer a Vonnegut es eso, nada hay ahí afuera mejor, así que ¿para qué salir?, y en el cuento sucede que unos mirmecólogos rusos encuentran en una mina de uranio unos fósiles que demuestran que en un estadio primigenio, muy primigenio, las hormigas, antes de involucionar hasta la lúgubre e instintiva forma de vida de las hormigas del presente, vivían en casas, tocaban el contrabajo y leían libros, se quedaban en casa leyendo, preferían quedarse en casa leyendo, tampoco les agradaba hacer cola ni saludar a todo el mundo, pero luego aconteció vaya usted a saber qué ignominiosa catástrofe, se volvieron gregarias, empezaron a salir por la noche y a pegar la hebra con otras hormigas y así se quedaron, un poco en lo que vamos quedándonos también nosotros, la selección natural en su estado más escabroso, la supervivencia de los más fuertes que, obviamente son los que no se quedan en casa leyendo (ni siquiera a Vonnegut), así que puede que, tanto tú como yo, seamos un poco esa hormiga al límite de la hecatombe (¿la hormiga atómica?), y puede que Howe Pearson sea también esa hormiga, porque al final nos adecentamos un poco y salimos a desprestigiarnos, aparcamos el libro y nos lanzamos a la calle y hacemos colas y decimos «Hola» a la gente, y al final hasta nos lo pasamos bien, y nos jode. Como en «Old Plank Road», la segunda canción de Dan Cutler de este disco, nada nos puede gustar más que ir a donde el sol nunca brilla, a «ese bar en el que la gente nunca sonríe», a tomarnos un par de cervezas con total parsimonia, parsimonia de hormiga de las de antes, de las que no salían, «y puedo aguantar un rato escuchándote». Y qué reseña más extraña me está saliendo, solo para decir que qué grandes son The Deslondes, los cinco Deslondes (como se bautizaron después los Tumbleweeds de Sam Doores y Riley Downing, esa banda de «blues espeluznante del Dust Bowl», en homenaje a la calle Deslonde, del barrio de Holy Cross, en Nueva Orleans, donde se juntaron por vez primera), de los cuales uno de ellos ya ha pasado por este blog hace tres años (Downing) con su disco en solitario (Start It Over, 2021) y el otro aún no, pero me lo apunto (porque el álbum de Sam Doores en solitario también es oro Dupont). Los de la web Pitchfork definieron muy bien su sonido: «Cuando los Deslondes abren el álbum homónimo con el que salieron a la palestra con una línea ambulante de piano tocada muy muy muy al lado izquierdo del teclado, no están pergeñando únicamente un ritmo que suena absolutamente personal y distintivo en el año 2015, sino que engloban y transmiten toda una historia de la música popular que va desde el rhythm and blues de Nueva Orleans, pasando por el rock primitivo de Memphis y el country del Lousiana Hayride hasta todas las bandas de pick-up jazz que han actuado desde siempre en la calle Royal». También tiene su cosa de folk de vagabundos y de punk costroso, y entre sus referencias principales nunca faltan Fats Domino, Allen Toussaint, George Jones y The Band, dependiendo del día e incluso de la hora del día. Suenan a milagro, simple y llanamente. Es como leer a Vonnegut. Como decía Dave Eggers que era leer a Vonnegut, una experiencia «impecable y gratificante». Grabado, para más inri, por Andrija Tokic (al que consideran el sexto miembro de la banda) en el Bomb Shelter de Nashville, de dónde están saliendo, por cierto, los mejores discos de los últimos años. Y culminan, además, con una versión del «Drifter'w Wife» de J. J. Cale. Como para quedarse en casa leyendo y no ir a ese bar en el que nadie sonríe menos tú, por dentro, porque sabes que en casa te espera tu libro (y, con un poco de suerte, su risa), y apagarte la sed a base de cerveza hasta extinguirte.

RAY LAMONTAGNE

Long Way Home

(Liula Records & Thirty Tigers, 2024)

Cuatro años (larguísimos) desde el fabuloso Monovision, su octavo álbum, último con RCA Records, para poder disfrutar de este Long Way Home, el primero independiente, en su propio sello, Liula Records, coproducido por Seth Kauffmam, líder de los Floating Action, la banda de Black Mountain, la ciudad del condado de Buncombe, Carolina del Norte. En el cuarto corte del último disco de las Secret Sisters, Mind, Man, Medicine (2024), las de Muscle Shoals, Alabama (Laura Rogers y Lydia Slagle), se marcaban un tremendo «All The Ways», mano a mano con Lamontagne, que ya anticipaba lo que iba a ser un entusiasmante y fructífero encuentro, lo que ellas mismas confirmarían luego, durante la promo del susodicho álbum (otra maravilla), en algunas entrevistas: Ray Lamontagne las había llamado para colaborar en los tres primeros temas de su nuevo disco. Con todos estos ingredientes, sabíamos que el Long Way Home iba a ser un regreso portentoso. Y así ha sido. Ray Lamontagne es música. Simple y llanamente. Puede parecer una perogrullada, pero es así de sencillo y de raro (raro no tanto de extrañeza y misterio, que también, como de cosa inhabitual, infrecuente, lamentablemente insólita). Hace poco le preguntaban sobre influencias determinantes en su vida, sobre puntos de inflexión, catástrofes más o menos íntimas, decisivas, encrucijadas o hitos, puntos críticos o cruciales: libros, personas, películas, canciones, viajes, noches torcidas, trenes perdidos… Él respondió que claro que las había, pero afinó mucho más, dijo que, en su caso, siempre había sido la música, solo la música (no es que lo demás le resbale, pero no cala tanto). Las canciones han sido siempre las que lo han transportado fuera de su realidad. Citó a Dylan como a uno de sus principales nigromantes (John Wesley Harding, si tuviera que elegir un solo disco; y muy de cerca New Morning), uno de los ilusionistas que le abrieron las puertas hacia un mundo de cuya existencia él ni sospechaba y que, comprendió, desde muy temprano, que era su lugar (los maestros son muchos, él enlista a Crosby Stills and Nash, Joni Mitchell, Van Morrison, Neil Young, The Band, Pink Floyd, Sam Cooke, Ray Charles y Willie Nelson). Ahí era donde quería vivir. Donde residen las canciones. Y ahí es donde, de hecho, vive. Y de ahí, precisamente, es donde procede este disco, ahora más que nunca, sin intermediarios enojosos ni visitantes intempestivos. Las canciones fueron presentándose sin prisa ni apremio. De ahí la tardanza, de ahí la solera, de ahí la pureza del fermento. «El privilegio de la lentitud», como dice mi querida y admiradísima Selma Ancira, traductora de Tolstoi y de Kazantzakis, al equiparar el tiempo de una traducción con el tiempo de la mariposa, la lenta cocción de la crisálida, que si se interrumpe o se precipita genera gusanos sórdidos, sin alas o con alas mustias: monstruos. Novelistas, músicos o cineastas pariendo truños de año en año. A eso vamos. A eso nos precipitamos. Pero, por fortuna, siguen estando esos «molestos» transeúntes que se paran de pronto en la acera, que interrumpen el tráfico sin venir a cuento. De ahí, de esos parones (¡putos psicópatas!), para ver escaparates o pájaros, emerge siempre lo que de verdad vale la pena. Lo demás es ruido y apuro por llegar a ninguna parte. Lamontagne es de esos que se paran en medio de la acera. No padece la espera como un tiempo de ansia y zozobra, sino todo lo contrario, como una bendición, un tiempo de horneo y mudanza. La puntualidad es un mal engendro. Se llega cuando se llega, no antes ni después. Y los ansiosos, ¡a embucharse nuggets al McDonald’s! Normal que se haya ido a un bosque, a una casa antigua de arquitectura colonial. Su modo de componer siempre ha tenido algo de granjero. No necesita la urgencia obsesiva de la conectividad permanente. Y su voz suena ahora más sosegada y madura que nunca. Lo suyo, además, viene de dentro, no hay pose de estrella pop, cualquiera que lo haya visto en directo podrá corroborarlo, en eso ha adoptado la lección de Van Morrison (el tema «My Lady Fair» parece una versión del mejor tema que Van Morrison nunca compuso), no importa la imagen externa, solo la profundidad de lo que se transmite, sin florituras ni infecundas añagazas seductoras, solo el buceo y el tránsito a ese lugar en el que la música reside. Alguien que nos invita así a semejante sitio (y no al turisteo infecto de ese egocentrismo tan verbenero que tanto abunda en las redes, esa necesidad imperiosa y enfermiza de existir engendrando «contenidos» y haciendo, por lo general, el mayor de los ridículos), alguien que nos permite asomarnos, aunque solo sea por un momento y muy de tanto en tanto, a ese salón tan escogido, contará siempre con nosotros cuando se meta en un lío. Testificaremos siempre a su favor. Juraremos sobre la Biblia que no pudo ser él, porque esa noche, precisamente, estuvo con nosotros en el porche trasero de casa jugando al dominó, como hacían y perjuraban los miembros de La Recámara del Infierno.

BOBBY BARE Jr.

a storm – a tree – an acoustic ep

(Acoustic demos, 2010)

Es verdad que te puede salir rana, como a Johnny Cash, con aquella espeluznante tentativa del hijo (lo de la hija es otra historia, nada que ver), John Carter Cash, que se sacó de la manga en 2003 el Bitter Harvest, un álbum que es un poco como lo que dice el título del mismo, una cosecha amarga, amarguísima, con la tipografía de CASH en bien grande, la misma de los discos de Rubin, por si cuela, una cosa poco menos que de juzgado de guardia). Pasa a diario. Lo vemos por las redes. Gente que lee mucho (es un decir), pero que no le presta, no le cuaja, y aun así siguen, dale que dale, porque es de suponer que no tienen un amigo, un vecino, una madre o una pareja abochornada que les diga: «Mira cariño, mejor lo dejas, no insistas, que luego en el supermercado me miran raro». Pero lo normal es que la cosa cale, a poco talento que haya. Y, claro, si eres hijo de Bobby Bare, vecino de Tammy Wynette y George Jones y, encima, Shel Silverstein anda un día sí y el otro también por la cocina de casa, lo complicado es cagarla. Él mismo lo dijo en una ocasión: «Mi padre es tres veces mejor cantante que yo. En cuanto la gente lo ve actuar se da cuenta de que yo solo estoy utilizando el diez por ciento de mi potencial genético». Aunque vaya genética, y vaya diez por ciento. La cosa se iría cociendo a fuego lento. De crío aparecería de vez en cuando cantando con su padre, pero no empezaría su vida profesional como músico hasta cumplidos los treinta. Hasta entonces se habría especializado en evitar a toda costa cualquier tipo de trabajo real. El caso es que cuando le dio, le dio por el ruido y, en los noventa (cuando correspondía) debutaría con su banda Bare Jr., que ficharía la discográfica Inmortal Records, que por entonces tenía en su catálogo a Korn y a Incubus. Ahí sacaron dos discos tremebundos, Boo-Tay (1998) y Brainwasher (2000), que fue por el que yo lo conocí, y ya desde entonces me convertí en forofo convencidísimo. Lo primero que llamó mi atención fueron sus letras, en efecto, ahí estaba la influencia de Shel Silverstein, el quimérico inquilino, el gran amigo de su padre, genio absoluto. Su banda, además, tenía un nombre magnífico: Young Criminals Starvation League (por la que pasaría gente de Lambchop, …And You Will Know Us by the Trail of Dead y de My Morning Jacket). Sacarían tres álbumes de estudio, un EP y un disco en vivo. Pero lo que nos interesa ahora es su primer álbum en solitario, Storm – A Tree – My Mother's Head (2010), al que pertenecen las cinco demos acústicas que hoy queremos destacar, y que Bobby Bare Jr. colgó hace unos meses en su perfil de Bandcamp para descarga gratuita (y ahí siguen, así que ya estáis tardando). Los cinco temas son gloria bendita. Una buena muestra de su genio como escritor. «Rock and Roll Halloween» es puro Bobby Bare Jr. y una de las canciones más felices (entendiendo felicidad como logro) que se han compuesto nunca (al menos para el que suscribe estas líneas). Cada verso es para enmarcar. Tremenda fiesta de disfraces (¿hay algo más atroz que una fiesta de disfraces?, bueno, eso es cosa mía, no hagan caso, sigo…). «Slash llega con una Madonna con sobrepeso, / se pide dos Bud Light y un vodka de arándanos. / Marilyn Monroe baila sucio con Darth Vader, / James Dean pega la hebra con una imitadora de Cher. / Atlanta, Georgia, Atlanta Georgia, Fiesta Halloween de Rock and Roll. // Bebiendo con las Dixie Chicks de Nashville, Tennessee, / la gorda me esta tirando los tejos. / Eduardo Manostijeras se cabrea, batallando con la máquina de tabaco. // He visto cosas que espero que jamás de los jamases tengas que ver. / Vi a Elvis, morreándose con Jesucristo en una limusina amarilla, / enfermera prostituta, policía prostituta, por favor, por favor, baila conmigo. / Monja embarazada, novia embarazada, un tío embarazado me calzó una buena hostia. / Solitaria tú, solitario yo, bailando borrachos en Halloween.» Y todo así. Como ese comienzo maravilloso de «Don't Go to Chattanooga»: «No quiero ir a Chattanooga, / Quiero quedarme aquí contigo. / No quiero ir a Chattanooga, / el juez dice que no me queda otra…». O las frases geniales de «Sad Smile»: «Soy el chicle que se ha quedado pegado a tu pelo, / lo que te hace sonreír, a mí me entristece». Y todo a calzón quitado, solo con la guitarra. Un regalazo. Gracias, amigo.

RICHARD BUCKNER

Richard Buckner

(Overcoat Recordings, 2002)

No sé ni por dónde empezar. Quizá por lo más reciente. Black Sparrow Press, por la que siempre he sentido especial devoción, la mítica editorial de John Martin, fundada en 1966, con aquellos diseños y tipografías increíbles, donde comenzaron a editarse los libros de Bukowski, Fante, Bowles y la Berlin (mucho antes de que la descubrieran los modernos hace unos años). Recuerdo buscar sus libros por las librerías de viejo de Chicago, ya a precios delirantes. Pero la cosa sigue milagrosamente en marcha, en manos ahora de Joshua Bodwell, de la editorial Godine, designado por el propio Martin para continuar con su legado. Y, hace tres años, nos pilló a todos con los calzones bajados con la publicación de Cuttings from the Tangle, el primer libro de Richard Buckner, a quien también llevaba un servidor admirando desde hacía muchísimos años, desde que el «one and only» Jesús Llorente me lo descubriera en una de aquellas noches alcohólicas y narcóticas de la oficina/zulo de la calle Pez, en la época en que entré a colaborar con la gente de Acuarela Libros con la traducción del Man in Black de Johnny Cash, con idea de iniciar una nueva línea de narrativa que inaugurarían Harry Crews y Óscar Zeta Acosta, sesiones maratonianas de asombros y descubrimientos, con Lee Ranaldo al fondo, antes de que todo se fuera al carajo con la intromisión de los feos (en cuyas manos languidecen hoy los restos). Llorente trajo un par de veces a Buckner a tocar a España. El libro de Black Sparrow Press es puro Richard Buckner. Suena a lo que es, a lo que siempre ha sido. Tres décadas de perderse por los desvíos y las carreteras secundarias de Estados Unidos, por lo general solo, con poco más que sus guitarras y sus cuadernos de notas, apuntando lo que ve, siente y encuentra. Poemas en forma de relatos (como sus canciones), paredes finas de motel, ecos de pasillos, horas felices y de cierre de bares infinitos, la aguja y el vaso, aparcamientos, paradas de camiones, reservados de cantinas, oportunidades perdidas y encuentros casuales. Justo lo que se esperaba, tanto de él como de la editorial que lo acogía. El mismo hombre que, en 1996, camino de Tucson, Arizona, adónde se dirigía para grabar lo que acabaría siendo el Devotion & Doubt (1997), su segundo álbum, con gente de Giant Sand y Calexico (después del Bloomed, que le produciría nada menos que Lloyd Maines en Lubbock, Texas, año 1994), se metió una semana en aquel viejo garaje convertido en el Motel del Rancho Olancha, un lugar polvoriento cerca de la boca del Valle de la Muerte, entre Lone Pine y Dunmovin, California, sin teléfono ni televisión, solo con la guitarra, una grabadora de cuatro pistas y un ejemplar de la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters. Le puso música a unos cuantos poemas de ese libro inmenso y los grabó en una cassette que luego olvidaría en algún sitio para que, cuatro años más tarde, los encontrara un buen amigo, de pura chiripa, en la guantera de su camioneta. Por aquel entonces, Buckner andaba con bloqueo y la reaparición de aquellas grabaciones le dieron el espaldarazo que necesitaba para volver a ponerse en funcionamiento. De ahí surgiría entonces The Hill (2000), con la incorporación de Joey Burns (violonchelo y contrabajo) y John Convertino (percusión), de Calexico, resucitando las voces de los viejos residentes de Spoon River. Una maravilla que también ha conocido recientemente una justísima reedición. Y dudo que hagan falta más credenciales para presentar a este monstruo. En 2002, vería la luz este disco homónimo que hoy hemos querido rescatar, porque es Richard Buckner en su máxima pureza, un álbum que grabó en 1996, en San Francisco, autoproducido y totalmente acústico (con canciones que luego reaparecerían más arropadas y producidas en otros discos) y que, hasta entonces, solo se conseguía en sus conciertos. Es lo más parecido que ha grabado a cómo suena en directo. La atmósfera envolvente que crea con su voz y su guitarra. Esa calidez que te pone los pelos de punta. Desde el primer tema, «On Traveling», uno sabe que se encuentra en buenas manos para atravesar los paisajes devastados y sombríos de Estados Unidos. La noche del desierto. El último bar. Los aullidos. «La magia y la pérdida», que diría aquel otro monstruo de Nueva York. Un disco y un compañero imprescindibles.

JASON ISBELL & THE 400 UNIT

Live from Alabama

(Lightening Rod Records, 2012)

Por aquí no somos muy de álbumes de conciertos. Claro que hay gloriosas excepciones (pocas). Hay directos insustanciales, perpetrados meramente para hacer caja, para cubrir una época de mala cosecha, de apagón o de divorcios sonados y asfixiantes, para recordar a la gente que sigues ahí, más o menos en forma, dando el cante, y, ya de paso, arruinar al fanático de turno, que, como es de recibo, los querrá tener todos (oírlos ya es otro asunto: los forofos de Dylan y Neil Young saben muy bien de lo que hablo), aunque sean iguales, de la misma gira, de la misma semana (mira, en este del miércoles, a diferencia de en el del lunes, parece que Eddie Vedder desayunó fuerte y durmió algo mejor, y en el del viernes se conoce que en el viaje salieron por el desvío que no era y llegaron con apuro)… Pero, por fortuna, están los directos que, involuntaria o capciosamente (cuando se intuye que la cosa puede echar chispas), se convierten en otra cosa. Ahora que faltan unos días para que salga el segundo volumen (inesperado, y puede que innecesario) del directo en el Ryman, cuyo primer volumen (y suponemos que también este) sonaba a gloria, eso sí, pero que no tiene más valor documental que el de comprobar cómo suena su nueva formación y el hecho de haber sido grabado en un lugar mítico que supone, entre otras cosas, la consagración definitiva de Isbell dentro del cotarro del country, es de recibo recuperar este otro, Live from Alabama, el que fuera su primer álbum en directo tras abandonar a los Truckers (descontando el EP de 2008, Live At Twist & Shout 11.16.07), sencillamente, porque es grandioso. Ya no es solo que suene bien (qué menos), es que, además, captura un momento mágico, una atmósfera de suceso irrepetible que se percibe a lo largo de todo el concierto, con una playlist concebida casi con la voluntad narrativa de una novela (siempre he dicho que si este disco fuese un libro, ya hace tiempo que lo habríamos sacado con tapas negras e ilustración de El Ciento). Live from Alabama es, en efecto, un disco de vuelta a casa. El año anterior había sacado el Here We Rest, su tercer álbum de estudio, segundo acreditado con los 400 Unit, que se abría con el tema «Alabama Pines», hoy casi un himno en su repertorio. Y es casi imposible que no se te empitonen los pezones y se te salten las lágrimas (aun siendo un españolito de pro y, para más inri, de ciudad, o qué se yo, un alemanito también de pro, pongámosle, o un japonesito), en el momento en que entra a matar con el estribillo, y el público rompe a gritar y aplaudir: el hijo pródigo ha vuelto a casa, después de arduas batallas (no todas victoriosas, poco después de este concierto, antes de volver a meterse en el estudio para grabar su siguiente álbum, Southeastern, Isbell entraría en un programa de rehabilitación del que saldría diciendo aquello de: «Esta vez me gustaría acordarme de todo», refiriéndose a la grabación del susodicho nuevo disco, que le produciría Dave Cobb): «Que alguien me lleve a casa / a través de esos pinos de Alabama», con guitarra eléctrica sustituyendo a la acústica de la versión de estudio. La vibración que se transmite es estremecedora. Ahí está ocurriendo algo (allí, en Alabama, y también aquí, en tu casa), y ha sido astutamente capturado. La tensión se mantiene durante los cinco minutos del «Outfit» y los más de siete del «Cigarettes and Wine», para volver a desbordarse con la primera frase de «TVA», que vuelve a ponerte el pelo de punta al sentir la reacción del público (no estará de más recordar que el concierto, está siendo grabado en el Workplay de Birmingham, Alabama): «Me crie a dos horas al norte de Birmingham / Mi padre y yo solíamos ir a pescar cerca de la presa Wilson / Me contó un montón de historias, de Camaros y J. W. Dant / Cuando me hice mayor dejé de ir con él / y ahora papá no puede». Su padre es el padre de todos. Eso ha ido directo al corazón. Live from Alabama es el típico disco con el que uno, aun no siendo de allí y sin tener ni puñetera idea que J. W. Dant es una marca de whisky que se lleva destilando en los cerros de Kentucky desde que Joseph Dant, nacido en 1820, se pusiera manos a la obra al cumplir los dieciséis, aun no siendo de allí, decía, es el típico disco que te hace pensar: «Ojalá hubiese estado allí ese día» (17 y 18 de agosto de 2012). Los pinos de Alabama, que ya me ponen la piel de gallina aquí, en la calle León de Madrid (con un árbol muerto en el balcón), me habrían aguado los ojos lo mismo que a cualquier paisano de aquellos bosques. Jason Isbell, evidentemente, era muy consciente de dónde iba a darle al botón de REC en la gira. Y domina la narrativa del concierto de un modo magistral. Es un disco con «duende», sin duda, cargado de emoción. Y, además, termina con una versión majestuosa (siete minutos, trece segundos) del «Like a Hurricane» de Neil Young. Gigantesco todo.

JUSTIN TOWNES EARLE

All In: Unreleased & Rarities (The New West Years)

(New West Records, 2024)

Los prólogos, salvo poquísimas excepciones, son como las mierdecillas esas que ponen a veces en los platos, a modo de decoración, ante las que uno, con mala cara, no puede evitar preguntar: «¿Esto se come?». Normalmente no, suele ser una cosa correosa y bastante insípida, aunque dependerá del hambre que uno tenga, supongo, o de lo desconsolado que esté. Lo que no mata engorda, dicen. Aunque a veces, casi siempre, es preferible morir, pero nos faltan arrestos. Y entonces vas y te lo comes. Pero lo peor es que, de un tiempo a esta parte, el prologuista, ese insecto que ya ha adquirido categoría de oficio (porque con lo de ocuparte solo de lo tuyo no llegas), ha adoptado además la costumbre de aprovechar el escenario para hablarnos otra vez de sí mismo: de cuando él estuvo allí (por supuesto, antes que todos los demás), de cuando él lo conoció (en persona), de cuando él lo descubrió (cuando nadie hablaba de ello, ni siquiera en su país), y de cuando él blablabla… Por eso me daba mucho apuro «prologar» esta reseña con algo personal, como dándome pisto, pero luego leí lo que apunta Jenn Marie Earle, la viuda, en las notas del disco, y me he sentido autorizado. Porque ese era precisamente el efecto que producía Justin Townes Earle en la gente: «uno de los aspectos de su arte es que lo convertía en una persona con la que muchos sentían que tenían un vínculo íntimo al escuchar sus canciones». Y de ahí que quiera rememorar el derrumbe de aquella noche fatídica del 20 de agosto de 2020 en que me saltó a bocajarro la noticia de su muerte (sobredosis de fentanilo mezclado con cocaína; eso se sabría más tarde, aunque ya en ese momento podíamos habérnoslo figurado: desde los doce venía automedicándose). Recuerdo perfectamente el momento, la hora exacta, dónde me encontraba, qué estaba haciendo, qué había cenado y quien fue la primera persona a la que llamé desolado (una amiga insomne que estaba lejos y a la que también le sentó la noticia como un tiro). Justin Townes tenía treinta y ocho años, había sido padre hacía tres, y estaba en su mejor momento artístico. Y, claro, ¿cómo no pensar en aquel increíble concierto en La Boite, cuando vino con Jubal Lee Young (hijo de otra leyenda), en la época en que no tenía grabado más que aquel EP portentoso, Yuma (2007), y, desde el primer acorde, nos sedujo a todos los presentes —lo que tampoco es decir mucho, porque aquella noche no llegamos ni a quince—? Su último disco fue The Saint of Lost Causes, apenas unos meses antes de entregar la herramienta. Y nos resultaba imposible pensar que se nos había cerrado para siempre el grifo de sus canciones. Su legado, aun así, con sus ocho discos y su primer EP, es imborrable. Pues bien, aparece ahora este All In, que no es, ni mucho menos, lo que esperábamos, pero es, a la vez, tantísimo. Algunas de las cosas, ya las conocíamos, como la versión de Springsteen («Glory Days»), que apareció en el Dead's Man Town: A Tribute To Born in The U.S.A. (2015) y la de John Prine («Far From Me»), del increíble Broken Hearts & Dirty Windows: Songs of John Prine (2010). La versión de «Graceland», de Paul Simon, ya la habíamos escuchado también por ahí, en digital, aunque supusiera un hueco lacerante en nuestra colección, porque salió en un 7' de edición limitada que se nos escapó y que incluía en la otra cara el tema «Maybe a Moment», el single de su penúltimo álbum, Kids in the Street (2017). El resto, inéditos y rarezas, funciona en realidad como un álbum de descartes de The Saint of Lost Causes. Bonus tracks que no llegaron a incluirse en el disco y demos crudas, entre las que destacan las seis primeras, inéditas, puro esqueleto, grabadas a lo vivo en su casa, él solo con la acústica y el vacío insondable que lo atenazaba. Para el neófito, será, me temo, un disco duro de roer. Para sus devotos, oro puro. Las fotografías, como siempre, corren a cargo de su viejo amigo y colaborador, el inmenso Joshua Black Wilkins. Existe una edición especial en vinilo (doble), para quien lo gaste, con un libro de fotos de 52 páginas. Nadie captó como Wilkins el alma atormentada y candorosa de este inmenso artista que fue amigo tuyo y mío, y de todos los que lo escucharon alguna vez y lo seguirán escuchando siempre.

MELISSA CARPER

Borned In Ya

(Mae Music & Thirty Tigers, 2024)

Le pidieron que se presentara a sí misma para el noviciado (buena manera de ahorrarse el trabajo, el plumillas de turno, que ya ni eso) y esto fue lo que dijo: «Escribo mis propias canciones, canto, toco el contrabajo y estoy especializada en géneros musicales antiguos, como el old-time country. Mis temas tiende a reflejar influencias de la música que se hacía entre las décadas de los treinta y los cincuenta». Y la cosa suena tal cual. Ya lo dijimos cuando reseñamos su Daddy's Country Gold (2020), que parecía una grabación remasterizada de alguna artista de los años cuarenta o cincuenta, Kitty Wells o Billie Holiday, esas diosas. No suele pasar. Que uno suene a lo que dice que suena. Muchas veces (sobre todo entre los mediocres), se reviste uno de influencias prestigiosas, por si cuela. Y luego, claro, suena uno como suena, que lo oyes y te entran ganas de invadir Polonia. Ahora hay una por ahí que no se cansa de citar a Margo Price como máxima referencia cada vez que concede (o, quizá, más bien mendiga) una entrevista. La verdad es que le presta poco, o no le nutre. Y a la postre es puro traje de lentejuelas. Como si Santiago Segura fuese por ahí diciendo que su maestro siempre ha sido Ernst Lubitsch. Pues mire usted, no. Pero Melissa Carper no tiene necesidad de tales afeites. Eso, o te nace, o no te nace. También se pude adquirir, con un poco de esfuerzo y empeño japonés (mira tú el salero quirúrgico que se dan con el flamenco). En la canción que da título al disco, Melissa Carper lo afirma rotundamente: no puedes ni hablar, ni cantar, ni tocar así, a no ser que hayas nacido con ello y lo lleves en los huesos. También es cierto que se puede hacer nacer luego: «Tienes que escuchar a Hank Williams hasta que te nazca de dentro. / Tienes que escuchar a Leadbelly hasta que te nazca de dentro. / Tienes que escuchar a Hazel Dickens hasta que el alma te brote de los huesos, de la sangre y de los huesos.» Dice que su madre lo cantaba y se lo inoculó. Dice que su padre le ponía aquellos discos viejos (el «Country Gold» del disco que reseñamos en marzo de 2022) y que se acordaba de verlo llorar al ponerlos, al escuchar aquellos sonidos desbordantes de alma. Y no es cosa de modas, de ser hoy country y mañana lo que toque, no es cosa de un día o una época. Hay que vivirlo a diario, hay que serlo. Y Melissa Carper, jubilosamente, lo es. No puede evitarlo. Es genético. Trabajo duro y obsesión con lo que amas. Entrega máxima. Sin concesiones. Sin fuegos fatuos. Y, al final, no hay nada más punk ni más auténtico. Normal que Sierra Ferrell haya querido sumarse a la fiesta, prestando sus voces para el «That's My Desire». La Ferrell también viene de ahí, y le da igual todo. Y Melissa Carper no tiene empacho en decir que es su cantante favorita de la actualidad. Dios las cría y ellas se juntan. Y hacen música de gramófono. Música ocre, pero totalmente fresca e innovadora (sin pretenderlo, les sale solo, quizá lo innovador se evidencie solo en las ideas líricas, en las letras, o, como dice ella: «en la expresión personal del dolor y el crecimiento, que espero que sea transmisible y llegue a la gente, y en la combinación de estilos que tanto adoro»). Grabar de nuevo en el Bomb Shelter de Andrija Tokic (que, asimismo, comparte las labores de producción con Dennis Crouch) abunda en esta fórmula de actualización de los viejos estilos. También coescribe tres canciones con Brennen Leigh (compañera de aventuras en la carretera, junto con Kelly Willis, en las giras de The Wonder Women of Country). Cuando no graba o canta, vive en su granja con su Whippet-Mountain Cur, probablemente no de raza pura, Georgia Peach, la perrita que sale en la fotografía de la contra del disco y a la que hace referencia en «Your Furniture's Too Nice», cuando dice eso de «tus muebles don demasiado bonitos para mí y mi perra». Puro Texas Swing. Honesto, sincero y radical. Exquisitez máxima. Como sentenciaron en el American Songwriter: «La Reina Contemporánea del Western Swing». La Billie Holiday Hillbilly, como la ha definido el mítico Chris Scruggs (que ejerce de guitarrista en el disco). «No es viejo, no es retro, es simplemente auténtico» (Country Music People). Y punto.

49 WINCHESTER

Leavin This Holler

(New West Records, 2024)

Yo no puedo dejar de verlo como un Pokémon, con su mecánica de evolución convergente y sus episodios de paradojas temporales. Ahora le ha dado por el country (a ver lo que le dura el juguete), se está haciendo fotos con mucha gente influyente del ramo (incluida Sierra Ferrell, que yo creo que lo mismo ese día ni se enteró, creyó que era uno de esos forofos cansinos) para ganar credibilidad, disfrazándose de vaquero rudo, siempre con una o dos latas de cerveza en la mano (otro buen cliché de cara a la galería) y, muy en plan «canción del verano», bastante Georgie Dann pero ya sin hueco para más tatuajes, lo está petando en las listas de lo que algunos llaman, o creen que es, la música country (que no es que no lo sea, pero lo es por donde, al menos en este rancho, nunca nos ha gustado que sea, es decir, por la vía de lo hortera). Y así, sin comerlo ni beberlo, nos vemos con que han surgido de repente expertos que jamás habían hablado de esto hablando de esto, explicándonos cómo va la movida y tildándonos de no sé qué por no tolerarlo ni para amenizar una hipotética barbacoa piscinera (que ya son ganas de estropear una buena carne). Lo bueno, como muy bien dice un amigo, es que gracias a «esto», llevados por la curiosidad, un poco como quien fotografía aborígenes llamativos, muchos llegarán a oír otras cosas y descubrirán el trampantojo que les están vendiendo. Y mientras todo «eso» nutre y abulta por el mundo tiktokero (y que con su pan se lo coman, cada cual con su pedrada, o con su barbacoa), van sucediendo, por fortuna, otras cosas, más discretas, no tan saludadas por quienes están o pretenden estar en «la pomada» (mucho cincuentón desubicado queriéndoselas dar de contemporáneo —solo cuando miran las niñas, claro, luego ya no, luego ya a sus vinilos viejos—) que, afortunadamente, sin que se les transparente la desesperación de medrar, siguen a pico y pala haciendo lo que saben hacer (quizá lo único que saben hacer), sin imposturas. Por eso, un disco como este, Leavin This Holler, quinto de la banda y segundo en colaboración con el productor Stewart Myers, y una canción como, por ejemplo, «Hillbilly Happy», nos hace tan montañosamente felices. Porque su autenticidad brilla y nos reafirma en lo que siempre hemos creído (incluso cuando creerlo y sentirlo era un oprobio). Ya en la reseña que hicimos de su anterior álbum, Fortune Favors The Bold (2022) hablábamos de esto (preconizando un poco al susodicho Pokémon —la Pokemona también se las trae, pero bueno, no nos distraigamos—): «Una mera cuestión de energía que va mucho más allá del hábito, que jamás hace al monje, por mucho que nos intenten hacer creer los fantoches. Para empezar no es un disfraz, es auténtico. Enseguida se identifica al mamarracho que jamás se ha puesto un sombrero vaquero o al hijo de familia que se implanta un imperdible demasiado brillante en el pezón o se tatúa un dibujillo que en nada se diferencia de las calcamonías que venían en los pastelillos Bimbo. Disfrazados hay muchos y su música también suena a disfrazada. Cowboys y punks de pega. Pura fachada insulsa tocando música vacía». Los de Russell County, en Virginia, han seguido a lo suyo y, hace poco, estuvieron abriendo para Luke Combs ante nada menos que veinte mil personas en el O2 Arena de Londres, ganando notoriedad por donde mejor se gana, que es por lo cabal, por el sudor y el esfuerzo, y por la autenticidad, que es algo que se tiene o no se tiene, muchas veces más una lacra que un socorro (como canta Gibson en «Traveling Band»: «me gano la vida tocando música country, las facturas no se pagan solas»). También por cantar, con el corazón abierto y sin pretender caer bien a nadie. Ya han pasado diez años (Gibson, el líder de la banda, dice que es lo único de su vida que goza de una década de solera) desde que Isaac Gibson, su mejor amigo, Chase Chafin, y su compinche Bus Shelton, decidieran salir de Castlewood, un pueblo de dos mil cuarenta y cinco habitantes, en la desolada zona boscosa del sur de los Apalaches («donde las oportunidades rara vez llaman a la puerta»), y dejar el porche delantero de aquella casa de la calle Winchester (el nº49) donde se juntaban para tocar, y llevar su música a todos los escenarios a los que les dejaran subirse. ¡Y vaya si les han ido dejando! Sus vidas han cambiado (algunos han formado familia) y eso ha influido en sus letras. Ahora hay una voluntad manifiesta de dejar atrás la hondonada, el valle, y hay muchas lecciones aprendidas por el camino. Hasta han incluido un par de temas grabados con la Orquesta Sinfónica Nacional de Checoslovaquia, deudores de los arreglos de cuerdas de los grandes discos country de los sesenta y los setenta (otra de sus muchas influencias). Pero siguen sonando con la misma contundencia y la misma crudeza con que tocaban en aquel porche, sin halagar con intelectualidad fatua ni modernismos churriguerescos a los oídos finos de los nuevos feligreses atraídos por el sello de la «Americana Music» (a quienes demasiado campo suele producirles urticaria). Country soul de los Apalaches. Nada que ver con la música del universo Pokémon del Country Music Channel.

THE RED CLAY STRAYS

Moment of Truth

(Self-released, 2022 / HBYCO Records & Thirty Tigers, 2024)

Y así, de repente, de un día para otro y sin comerlo ni beberlo, se ve uno viendo la obra por la rendija (tiene toda la pinta de ser un parking), como un jubilado con las manos cruzadas en la espalda que se ha pasado toda la mañana leyendo los menús del día de los restaurantes por la acera de la sombrita…, se ve uno, digo, al otro lado de la canción. Algo así como un cambio de destino que uno no ha solicitado ni visto venir. Un dolor en un músculo que ni sabía que existía. «No critiquéis lo que no podéis entender.» En efecto. Oíste esa frase por primera vez hace ya tiempo, en aquella canción («Los tiempos están cambiando»), y te la aplicaste pensando en la generación de tus padres (que a su vez se la habrían aplicado a la de tus abuelos, que era originalmente a la que iba dirigida), en un vinilo de Dylan que, en efecto, tenían tus padres por casa, en la época que empezaron a salir los CDs (estamos hablando de Historia de la Antigüedad, casi casi de los reyes godos, Ataúlfo, Teodorico y compañía, toda la puñetera lista, de tantísima utilidad para el batallar de la vida diaria) y tú escuchabas cosas calificadas de ruido, como lo fue Elvis en su día. Y es así que te sientes ahora, al otro lado. Desde todas partes parece que te estén diciendo que no critiques lo que eres incapaz de entender. En este caso TikTok y sus prestidigitaciones, que lo mismo que crea monstruos, genera también, de vez en cuando, maravillas, como esta banda de Mobile, Alabama, surgida casi podría decirse que por generación espontánea, sin que nadie parezca comprender muy bien cómo ni por qué. No es la primera vez que sucede este fenómeno, así que ¿quién es uno para criticar la superchería, cuando no hay modo humano de entenderla, entre el azar, la suerte y la nigromancia, o vaya usted a saber qué? Ni ellos mismos lo saben, ni ellos mismos lo entienden. En 2022 sacan un single de su primer disco, después de llevar ya unos años dándolo todo por pequeños locales del sudeste de Estados Unidos, el «Wondering Why» de este maravilloso Moment of Truth, al que nadie atiende demasiado y, a finales del año siguiente, el tema se vuelve viral en TikTok, entra de cabeza en el Billboard Hot 100 y les reporta un éxito meteórico. Algo parecido a lo que ha sucedido recientemente con Oliver Anthony y su «Rich Men North of Richmond» (en iTunes y Spotify), o incluso con Chloe Kimes y su «Coors Light», o el fenómeno Zach Bryan (gracias a YouTube). Los tiempos, claramente, están cambiando. Y uno trata de identificar, atónito, la clave de tales éxitos. En el caso de los Red Clay Strays, una canción que, como indica su propio título («Wondering Why») se pregunta por qué, en este caso el por qué de un dudoso affaire entre una mujer de clase alta y un obrero (aunque, a toro pasado, también parece estar inquiriendo sobre el motivo del exitazo inesperado de la propia canción, una canción que parece estar pasmada ante su nueva vestimenta de hit). Esto parece gustar siempre, lo del romance entre ricos y pobres, me refiero. A los de abajo por el sueño de llegar arriba, y a los de arriba, supongo, por el morbo de enturbiarse con los de abajo. Oliver Anthony y Zach Bryan también proceden de ese horizonte de escasas expectativas (en el que quizá el ejército sea la única vía de escape), y en el caso de Chloe, con su radical preferencia por la cerveza del pueblo, barata e industrial (y de grifo), nada de los brebajes pijos y aromatizados de la burguesía (de discreto encanto), no hay duda de sus orígenes. Pero esta teoría no sirve, porque en TikTok crecen también, y prevalecen, setas infectas. Así que al final todo es un misterio incomprensible (y lo mismo no es un parking, sino un Mercadona). Pero bendito sea el mecanismo arcano de turno, siempre que nos aporte glorias fortuitas como estas. A los Red Clay Strays, que ya llevaban tiempo funcionando, jamás los habríamos conocido sin esta eventualidad, eso seguro, y hoy nadie estaría hablando de ese segundo disco con el que ahora lo están petando, ya en RCA Records, Made by These Moments, producido por Dave Cobb, del que hasta han colado un tema en la banda sonora de Twisters (he ahí otra cosa nueva que, ya de viejos, no entendemos: películas mediocres con bandas sonoras colosales; cada vez nos vemos más jubilados de todo, parece como si nos fuesen echando). Pero, a fin de cuentas, lo que importa es lo que importa, que será lo que al final perviva, y esta magnífica banda de rock sureño está claro que ha venido para quedarse. El modo de llegar ha cambiado, está claro, pero al igual que cuando a los indies y los modernos les empezó a agradar (o eso decían) el sonido del banjo, no podemos por menos que estarles infinitamente agradecidos, porque procuraron su frecuentación en un panorama de lo más escuálido. Nosotros, conviene ir aceptándolo, ya solo estamos para consultar los menús del día y corregir al albañil que, a nuestro parecer, no anda afinado (pero solo para nuestros adentros, porque, de lo que no se entiende, mejor no opinar). Y mira tú qué bien, coliflor con bechamel, escalope con patatas, bebida, postre y café, mucho mejor que la paella del bar de la esquina (y ni parking, ni Mercadona, al final era una obra de reparación del Canal de Isabel II). ¡Qué cosas!

AMERICAN AQUARIUM

The Fear of Standing Still

(Losing Side Records & Thirty Tigers, 2017)

Desde que en 2005 BJ Barham, con diecinueve años, decidiera formar una banda para dar vida a sus canciones, tomando el nombre del primer verso del «I Am Trying To Break Your Heart» de Wilco («I am an American aquarium drinker / I assassin down the avenue / I'm hiding out in the big cuty blinking / What was I thinking when I let go of you?») y debutara, al año siguiente, con el Antique Hearts, American Aquarium ha sido una de las bandas de nuestras vidas. Cada nuevo hito del camino, cada parada en boxes y cada desbarajuste, cada nueva formación (incluyendo Rockingham, el disco de BJ en solitario, que reseñamos por aquí hace ya ocho años), siempre estuvimos ahí. El país (el suyo y el nuestro) ha ido cambiando, y la banda con él (nosotros también), y BJ Barham no ha dejado en ningún momento de mirar a su alrededor y contárnoslo, desgastándose los neumáticos por el camino, tatuándose y radicalizando su discurso. Es sureño y no se avergüenza de serlo. La carretera siempre fue un avatar de la huida. La amplitud del parabrisas frente a la estrechez del retrovisor. Este disco, The Fear of Standing Still, «el miedo a quedarse quieto», segundo que les produce Shooter Jennings (otra magnífica muesca en su culata), es, de alguna manera, el disco de vuelta a casa. La frenada y el regreso, en contra de los dictámenes del espíritu adolescente que siempre ha parecido dar fuelle al rock n'roll, no es una rendición de armas ni un fracaso, sino más bien la confirmación de un espejismo, la constatación de un viaje que, en efecto, conducía a ninguna parte: errancia de comicastros (de cuento de Aldecoa o novela de Fernan Gómez), bajo el peligro crónico de la fantochada, de acabar convertidos en sombras de sí mismos. No hay claudicación, sino «madurez» (a falta de otra palabra menos redicha). Una fuerza y una contundencia a las que ya no hace falta travestir con los vacuos fastos de la épica rockera (el folclore risible, cuando no trágico, del alcohol, los tatuajes, los anillos, las camperas, el olor fuerte y el mal aliento). A BJ Barham se le nota, eso sí, en la voz, ahora más rasposa (y puede que más enfadada, algo que no es para menos). Por sus comentarios en redes sociales, de un tiempo a esta parte, ya se venía notando que no estaba a gusto. La figura del artista indiferente, sumido en su torre de marfil, mirándose el ombligo y procurando no molestar a nadie, no va con él. Y menos cuando eres blanco y has nacido en el Sur. No es momento para desapegos ni disimulos. Puede que haber sido padre haya tenido que ver en esto. Las canciones de este nuevo disco son una radiografía del proceso. En el tema que da título al álbum, hace clara referencia a este nuevo posicionamiento. «La carretera lleva llamándome / desde que tengo uso de memoria, / verme al volante era lo más próximo / a un hogar que había tenido nunca. // Eso fue así hasta que llegaste tú, hija / y hallé por fin un propósito. / Tú me curaste de una enfermedad / que ni sabía que padecía.» En «The Getting Home» se reitera: está cansado de decir que lo echa de menos, «cansado de estar aquí, en Chicago, tocando a cambio de propinas y dos vales de copas»… «Cuando estoy en casa echo de menos la carretera, / pero cuando estoy en la carretera lo echo de menos todo.» Es hora de volver a casa y tomar partido. Aquí entronca directamente con la tesis de El Manifiesto Redneck Rojo, de Trae Crowder, Corey Ryan Forrester y Drew Morgan (quienes, por cierto, lo citaban en su lista de reproducción country, en el capítulo dedicado a la música: «”Burn.Flicker.Die”: Llevamos siendo fans de American Aquarium desde ya ni se sabe. Los hemos visto en bares diminutos casi vacíos, en pequeños festivales y ahora, a medida que ido creciendo su popularidad, en lugares más grandes. Ninguna canción captura tan bien como esta el intento de ganarse la vida en la música, o en el mundo del espectáculo en general»). En la canción «Southern Roots», Barham nos habla de ese Nuevo Sur por el que los tres cómicos abogan. Afirma en sus versos que hay un motivo por el que solo regresa al terruño (donde la familiaridad y el temor se entrelazan) un par de veces al año. Ve el odio que anida en las calles, el orgullo exacerbado de un campo de batalla hace tiempo olvidado, significado en esa bandera tan cargada de rencor y sentimientos segregacionistas. Y sabe que hay una inmensa responsabilidad en el hecho de haber nacido allí. No va a disimular su acento para caer bien a nadie (aparte, es una empresa vana), pero lo que sí puede cambiar son las palabras que escoge, el discurso: «así que estoy poniéndome manos a la obra, / estoy cavando la tierra / y estoy replantando mis raíces sureñas». De ahí, también, el recuerdo emocionado que hace de su abuela en «Cherokee Purples». Confieso que hacía tiempo que una canción no me sacaba las lágrimas. Aquí lo consigue al momento. «La perdimos en el 65, / pero cada año, sin excepción, por estas fechas, / alguna idiotez como un bocadillo hace que vuelva / a instalarse en primera línea de mi memoria. / Aún puedo oír su risa, / y el sabor de su té dulce. / Coge una silla, niño, y vente para acá, / que las judías no van a pelarse solas.» La penúltima canción, «Babies Having Babies» es un alegato proaborto que reincide en esa visión esperanzada de un Nuevo Sur, abierto, tolerante y libre. Y, para acabar, en «Head Down, Feet Moving», BJ Barham proclama que no piensa rendirse. «Baja la cabeza y sigue caminando / porque la vista desde arriba merecerá el esfuerzo […] Ni que decir tiene que algo habremos ganado / si en algún momento del camino / aprendo a callarme la boca, / pero nunca me veré en la tesitura de tener que decirle a mi hija / que elegí el poderoso dólar / a cambio de renunciar a seguir soltando las cosas que me abruman.» El caso es que con esta radicalización a pecho descubierto, BJ Barham sabe que puede perder adeptos. Pero no le importa. No es esclavo de los «likes». «Prometo que seguiré actuando siempre que tú sigas acudiendo a mis conciertos. / Seguiré proclamando a voz en grito mis secretos, si me juras que cantarás conmigo. / Y déjame que te diga que si en algún momento del camino te pierdo, / te seguiré agradeciendo que me hayas estado escuchando todos estos años.» ¡Qué inmenso regalo, sentirse acompañado (y respaldado) por una banda como esta! Un auténtico privilegio, señor Barham.

HOUNDMOUTH

Good For You

(Dualtone, 2021)

Dicen que la noche del uno de noviembre de 2011 en que todo concordó, estaban en la Casa Verde y no eran más que cuatro amigos haciendo música, pertrechados con algo de alcohol y mucha curiosidad por lo que podría acabar saliendo de aquellos tempranos escarceos. Los tiempos no podían ser más raquíticos, formaban parte de la generación de futuro baldío que había regurgitado la «nueva economía», una generación ya versada en mezclar curros miserables e ir tirandillo con lo mínimo, aclimatada desde la cuna a las escuálidas expectativas que ofrecía el hecho de haber nacido en un lugar que el resto del mundo consideraba el corazón de ninguna parte, en este caso New Albany, Indiana, a orillas del río Ohio (no es raro, por cierto, que Edwin Hubble, después de su paso por aquella ciudad, donde se vería dando clases de español, física y matemáticas en el instituto y entrenando al equipo de fútbol, acabara convirtiéndose en el padre de la astronomía observacional: cuestión de barruntar la expansión del universo y empollar el deseo de largarse y llegar lejos a la primera de cambio). En aquel entonces, los componentes de Houndmouth se conocían «de por ahí». Matthew Myers (voz y guitarra) y Zak Appleby (bajo y voces) habían tocado juntos en varias bandas de versiones («el horror»), estaban doctorados en blues, rock clásico y sonido Motown, y curtidos de sobra en la escuela de «tocar para un público indiferente y estruendo de botellas vacías». Matthew y Katie Toupin (teclado y voces) llevaban, además, tres años defendiendo un dúo acústico (siempre que ella no estuviese en la carretera, buscando un trabajo estable). Shane Cody (batería y voces) asistió al mismo instituto de Katie, antes de desaparecer con destino a Chicago y Nueva York para estudiar ingeniería de sonido. La cosa empezó a fraguarse con Matthew y Shane (recién regresado este último de un breve flirteo con el bluegrass). Batería y guitarra. A secas. Luego las cosas se precipitaron. Zak y Katie se sumaron a las «fauces del sabueso» y, un buen día, en noviembre, como empezamos diciendo, se dieron cita en la Casa Verde y, a los cuatro meses, tenían grabado un EP de elaboración casera, Houndmouth (2012). De ahí, con la proverbial «mochila llena de sueños» de todos los cuentos, barruntando lejanías como el viejo profesor Hubble, hicieron su peregrinaje al South By Southwest. Allí los oyó Geoff Travis, el hada madrina, y los contrató para su sello, Rough Trade. Entonces todo se disparó. Debutaron con el álbum From the Hills Below the City. Actuaron en los programas de Letterman y de Conan O'Brien. Telonearon a Drive By Truckers, Lumineers, Alabama Shakes, Lucero y Grace Potter and the Nocturnals. Fatigaron los festivales más prestigiosos (ACL, Bonnaroo, Lollapalooza y el Newport Folk Festival). Y, de un día para otro, se giraron las tornas. Empezaron a telonearse a sí mismos. Y empezaron a telonearlos otros. Tras el Little Neon Limelight de 2015, Katie abandonó la formación. El primer disco sin ella lo sacarían a los tres años, Golden Age, ya en Reprise. Mucho Los Ángeles, mucha carretera y mucha vida de rock n' roll. Y, entonces, de repente, el parón, la pandemia. (Algún día se estudiará el efecto que tuvo aquello, una tesis sobre la música salida del encierro; muchos se descalabraron, algunos firmaron obras maestras; este Good for You pertenece a esta última categoría.) Volvieron al «corazón de ninguna parte», lejos de los fastos del mundillo y los neones de Hollywood. Canciones que transcurren en lugares tan remotos como el Álamo y el río Hudson, pobladas de personajes heterogéneos: princesas de cuentos de hadas y vampiros, amantes de aparcamientos y sempiternas aspirantes a reinas de la belleza. Deshechos de un país desolado. El disco lo produjo Brad Crook (productor, entre otros, de Waxahatchee y Hiss Golden Messenger) y lo mezcló Jon Ashley (The War on Drugs y B. J. Barham) en la que durante mucho tiempo fue la sede de la banda, una vieja casona alargada del siglo diecinueve decorada con papel de pared dorado y candelabros de cristal, la Green House (la Casa Verde que sale en el vídeo de la canción «Made It To Midnight», grabado en el salón en un solo plano secuencia de lo más elegante, sin alardes pirotécnicos; uno de los mejores vídeos que se han filmado en los últimos años, si se me permite el exabrupto). El espíritu caótico de los últimos años se disuelve en un minimalismo de lo más exquisito. Se recupera el abandono puro de aquellos días de noviembre de 2011, cuando todo era nada, y quedaban en la Casa Verde (todavía muy verdes) para beber y tocar jubilosamente (pues, al fin y a la postre, de eso se trata). Matthew Myers lo expone así: «Me acuerdo del día que entré en la Casa Verde y me di cuenta de lo que estaba sucediendo allí dentro. Recuerdo que pensé: “Nunca me iré de este lugar”». Y eso fue, precisamente, lo que vino a subrayar el Good For You: que los muchachos habían vuelto a casa, o mejor dicho, que, aunque partieron, en realidad nunca se fueron. Amor por la música. Simple y llanamente. Lo demás es «pompa vana» y «afeites de carmín y grana», como dejaría escrito la inmensa Sor Juana Inés de la Cruz. Quien lo sabe, lo aplica, y pervive. El resto va directo a la mesa de saldos y a celebrar likes y «escuchas» fantasmales en vídeos que nadie se molesta en ver (salvo para mofarse).

CHRIS SMITHER

All About the Bones

(Signature Sounds, 2024)

Bastan tres segundos, y creo que exagero, puede que me sobren dos, para, nada más escuchar la guitarra y el zapateo, uno sepa que se trata de él. Tiene ya ochenta años y este es su vigésimo álbum. Pero el tiempo parece suspendido. El invento sigue sonando tan rematadamente bien como en 1970, año de aquel I'm a Stranger Too con que debutara (que ya incluía, por cierto, tres versiones, una de un tema de Neil Young y dos de Randy Newman, idioteces las mínimas, siempre ha sido así, buen gusto y muchísima clase, y una humildad apabullante), álbum del que Bonnie Raitt versionaría dos años más tarde, en su segundo disco (Give It Up, 1972), la canción «Love (Me) Like a Man» («de mi Eric Clapton», como bautizaría la Raitt a Smither en aquellos tiempos), datos que traigo a colación no por dármelas de listillo, sino porque en este All About the Bones que hoy reseñamos, vienen muy al caso. Bien. No lo demoremos más. Vayamos con el elefante de la habitación: las versiones. Con esto de las versiones siempre hay lío. No hay nada más atroz ni raquítico que una «banda de versiones», un engendro solo ligeramente menos aborrecible que una «banda tributo» (música para bodas horteras, y ni eso, solo defendible, si acaso, como cancha de entrenamiento adolescente, una especie de mili chusca de la que se nutrirán luego las veladas cerveceras del reencuentro, para oprobio de mujeres e hijos —todos gordos y calvos, por fuera y por dentro—; o para bandas de fin de semana de varones ya también bastante talluditos a los que el sueldo no les acaba de llegar para comprarse una Harley que decore el garaje y compense sus gatillazos). Claro que siempre hay excepciones. Y hay artistas geniales (pocos) que mejoran de un modo impepinable las canciones que versionan. Chris Smither es uno de ellos, puede que el más grande. En Leave The Light On (que ya reseñamos por aquí en su momento), el disco con el que Smither iniciara en 2006 su feliz relación con el sello Signature Sounds, que viene durando hasta ayer mismo (y lo que te rondaré, morena), donde le dejan hacer siempre lo que le sale del nervio («Son amigos. Yo hago un disco, ellos lo sacan»), ya daba una lección magistral, transformando el «Visions of Johanna» de Dylan (que el propio Dylan ha versionado de un modo catastrófico más de lo psiquiátricamente recomendable) en un vals increíble, administrándole un tres por cuatro que, como decía Reznor a propósito de Johnny Cash, cuando este le versionó su «Hurt», le roba la novia a Dylan, para siempre. Y ahora ha vuelto a hacer lo mismo. All About The Bones incluye una canción de Eliza Gilkyson («Calm Before the Storm»; no incidiremos en lo del gusto exquisito, emocionante) y el «Time To Move On» de Tom Petty, esta última sugerida, como haría Rubin con Cash, por David Goodrich, su cómplice y productor desde hace ya ni se sabe. Y a Smither le basta transponer la canción de Sol a La para hacerla suya, y desatar su magia. Y es que, es indudable, Smither tiene algo de Rey Midas. Todo lo que toca lo transforma en oro. Al final, la cosa, como dice el propio título del disco, reside en el hueso. No hay más que ir al hueso de la canción, descarnarlo de farolillos e ir directo a la médula. Y construir desde esa desnudez. Arroparlo con lo mínimo imprescindible, que es, básicamente, el alma, eso que suelen pisotear o disimular con virtuosismos vacíos, puramente gimnásticos, los del funcionariado de las versiones, los animadores de los bares de turistas ebrios y bailongos. Chris Smither, siempre ha ido al hueso y ha preferido mantenerse un poco a la sombra. Pero hay otra cosa que emociona también mucho en este nuevo disco. Algo que nos pilla totalmente por sorpresa desde el primer corte. El saxofón de Chris Cheek (con toda esa carga de blues de Missouri), que consigue exactamente lo que pretende, «conducirnos a una mansión gótica de una calle imaginaria de Nueva Orleans», la ciudad en la que Smither, nacido en Miami, encontró su vocación, el día en que un amigo le hizo escuchar el disco Blues in My Bottle, de Lightnin' Hopkins (esos son los amigos que valen), y pensó: «Este tío toca por sí solo como si fuese una banda entera de rock n' roll» (que es un poco lo que piensa uno cuando lo ve tocar a él, a Chris Smither, con su guitarra y su plancha de madera contrachapada en el suelo, en directo). El tema «Down in Thibodoux» es esa vuelta al paisaje y el paisanaje que lo fraguó todo hace ya más de medio siglo. La voz de BettySoo también le da un color nuevo al disco. Todo novedades que casan perfectamente con el viejo sonido de siempre. Nadie como Chris Smither sabe unir de un modo tan impecable «groove» y gravitas, como empieza diciendo Nick Cristiano en su reseña para la No Depression. Y no sorprende que el disco acabe como acaba. Tras la versión de Petty, se oye la risa liberada en el estudio (los estudios Sonelab de Easthampton, Massachusetts). No otra que «la risita de los jugones», que tan bien sabía reconocer Andrés Montes. Risa de gigantes.

JESSE DANIEL

Countin' The Miles

(Die True Records & Lightning Rod Records, 2024)

«Seguiré contando millas hasta el día que me muera», canta «El Hijo del San Lorenzo» en la canción que da título al disco. Y quizá sea un milagro que siga vivo, que haya sido capaz de capear los temporales, pero, al final, la carretera fue dejando su impronta, gramática de moteles y antros, también de calabozos y clínicas de desintoxicación, una sintaxis de la que muchos no aciertan a salir ilesos, quedándose varados en la cuneta, entre el revoltijo de latas de cerveza despachurradas y carcasas de armadillos muertos; pero desde aquel colosal Rollin' On de 2020, quedó manifiestamente claro que la lección había sido aprendida y, desde entonces, la cosa ha ido más o menos rodada hasta este «contar millas» —y no minutos, horas o días—, con que Jesse Daniel parece decidido a seguir haciendo lo que más le gusta hacer, lo que lo mantiene vivo, al volante de su vieja Ford, de punta a punta del país, inquieto y bullicioso, como picado de tarántula. Su voz, no obstante, carga con todo ese pasado, sin desdecirlo. Todos sus fantasmas lo acompañan. Ha sabido administrárselos. Domarlos. ¿Quién diría que acabarían siendo su propia gasolina? Jesse Daniel creció en una pequeña localidad montañosa llamada Ben Lomond, en California, en el valle de San Lorenzo. Madre soldadora y padre vendedor en una empresa de pinturas. Nada de algodones ni flores en el culo. Gente currante y currada al final del día. Pero, como decía en el hotel Chelsea Leonard Cohen para contrarrestar la fealdad y el desaliño —en su caso de él y de Janis—, tenían la música. Su padre tocaba la guitarra y Jesse Daniel se crio asistiendo a los conciertos de su banda. Tocaban blues, rock & roll y algo de country. Música de clavo y martillo. Música de merecerse la cerveza al salir de la fábrica (o del hoyo que sea) si que nadie te dé la vara. Aquello tuvo un fuerte impacto en el niño, aunque se quedara en crisálida, a la espera de brotar cuando realmente doliera. Y dolería. Como es lógico y natural, Jesse acabaría curtiéndose en varias bandas de la región, sobre todo de punk, aunque el country clásico y, sobre todo, el sonido Baskerville, siguiera palpitándole muy adentro, haciendo su paciente trabajo de lenta demolición. No tardaría en graduarse en la vieja escuela rockera del músico de carretera. Opioides, heroína y metanfetamina. Carrusel de perdedores. Perdió todo lo que tenía, varias veces, en el curso de varios años, ni bien cumplidos los veinte. Trabajos esporádicos, efímeros precisamente a causa de sus adicciones. Vida de vagabundo sin techo, de camello ocasional y de pasar las noches al relente. Ciudades y pueblos cuyas calles se confunden. Dolor dibujado en los ojos de quienes te quieren, a los que no eres capaz de no herir, aunque lo intentas. Y así, entre turbulencias, muchas estancias en prisión y clínicas de desintoxicación, muchas tentativas de dejar todo esa pesadumbre atrás y de que tu futuro no sea tu pasado, hasta recabar en esa clínica de Oakland en la que un tipo llamado Jerry Zeiger se dedicaba a tocar la guitarra para los pacientes como tú, como él, como Jesse. Todo el proceso de rehabilitación a su ritmo, desde luego, pero nada como las canciones de Hank Williams, Billy Joe Shaver y Emmylou Harris que les tocaba aquel tipo todas las tardes. «Joder, tío», es Jesse el que habla ahora, dirigiéndose a Zeiger, «ojalá pudiera hacer lo que tú haces». Y Zeiger le replica: «¿Y qué te lo impide?». Así de simple. Aquella fue la chispa que prendió el fuego de su carrera musical, el empujón que lo devolvió a la vida. Y, de esta forma, el estado quiescente, larvario, de lo que anidaba en su interior, se abrió paso en sus entrañas hasta salir a la luz del día, una suerte de redención gracias al country californiano que constituyó la banda sonora de su infancia. La confirmación de que la oscuridad del pasado no tiene por qué ensombrecer la luminosidad del presente. Y qué mejor prueba que Buck Owens o Merle Haggard. Ese sonido que, a través de la actualización y el reciclaje que acometió Jesse Daniel en el ya mentado Rollin' On, vuelve a sonar vivo y urgente en pleno año 2020, con la vista puesta en el futuro. Algo que repetirá en el Beyond This Walls, del año siguiente, y que viene a consolidarse en este Countin' The Miles recién salido de los estudios Arlyn, de Austin, Texas, con el que ya ha estado compartiendo tablas con gente como Charley Crockett y Shooter Jennings (que no ha tenido empacho en enjuiciarlo como un nuevo aerolito, en la estela de lo que, en su momento, y salvando las distancias, fue Sturgill Simpson). Ben Haggard, el hijo de Merle, se une a la fiesta en «Tomorrow's Good Ol' Days», donde rememoran aquel verso del propio Hag en el que se cuestionaba esa trasnochada cantinela de que cualquier tiempo pasado fue mejor, dando a entender que «los buenos tiempos», como Oz, están en realidad en tu propio jardín, y que, a fin de cuentas, todo depende de uno mismo, aún en épocas tan enojosas como la que padecemos (y, viendo como anda el panorama, como las que nos quedan por padecer), y que, por encima de nostalgias y penurias, «los buenos tiempos» no son cosa del pretérito. Lo de «los buenos y viejos días», como muy bien apunta Steve Horowitz en su reseña para Pop Matters, puede decirse de cualquier tiempo y lugar. Vaya esto por las millas que llevamos contadas, y por las que nos queden por contar.

GILLIAN WELCH

Revival

(Acony Records, 1996)

Si no me fallan las cuentas, este va a ser el disco nº400 que reseñamos por este humilde ventorrillo y, para celebrar tan peregrina efeméride, muy sacada de la manga, he decidido que tiene que ser «EL DISCO». Cada hijo de vecino tendrá el suyo, claro es, por los motivos o accidentes que sea; este es el mío, mi auténtica piedra de Rosetta, mi caída del caballo camino de Damasco, el disco que lo cambio todo (para mí y para cosas de mayor enjundia, como por ejemplo: la historia de la música popular). Para situarnos, fue en el año del Unchained, el American II de Johnny Cash, con Rick Rubin a los fogones. Me lo mandó una buena amiga desde Chicago. El año anterior había salido el Wrecking Ball de Emmylou Harris, con Daniel Lanois a los fogones (unos queman el guiso más que otros). En aquel entonces, se estaban perpetrando varias reinvenciones. Por nuestra parte, ya empezábamos a dejar de tomarnos en serio a nuestros grupos sudorosos de gente encrespada. Y ya se estaba empezando a calzar la calcomanía de «Americana» a todo lo que tuviera un sombrero vaquero o un banjo. Emmylou Harris hizo un disco atrevido y extraño (reconozco que a veces lo detesto y a veces lo adoro, más lo primero que lo segundo), trataba de modernizarse para llegar a las nuevas audiencias, cuando la música folk, en los circuitos de Nashville, empezaba a languidecer y no sabía por dónde tirar. Precisamente por aquellos mismos circuitos, en los calores de un agosto de Tennessee (que son unos calores muy cabrones, pese al río), trataba de abrirse camino una veinteañera a la que, diecinueve años después, pedirían el texto de presentación de la edición «deluxe» del susodicho disco de Emmylou. En aquel texto, Gillian Welch, ya con cinco álbumes a sus espaldas (cinco obras maestras), recordaba aquel cálido día de agosto en que Wrecking Ball cayó en sus manos. La canción número diez hablaba de una huérfana. La huérfana era ella y la canción era suya. Cuenta Welch que, de alguna manera, gracias a ese gesto que tuvo Emmylou Harris con ella, incluir en el disco una canción suya (entre temas de gente como Steve Earle, Julie Miller, Neil Young, Bob Dylan, Lucinda Williams y Jimi Hendrix), se sintió de pronto bienvenida en la comunidad musical de la ciudad. Cuenta que al salir su nombre en los créditos junto al de semejantes luminarias, por el mundillo empezó a circular la pregunta: «¿Quién demonios es Gillian Welch?». Ella también se lo preguntaba, probablemente sea la pregunta que se hace cualquier huérfano. Ella había nacido en Nueva York, enseguida la adoptaron y fue una niña feliz (olvídense de Dickens, sus padres adoptivos se trasladaron a Los Ángeles cuando la niña cumplió los tres años para componer canciones para el programa de Carol Burnett, así que nunca le faltó de nada). Acabó estudiando fotografía en Santa Cruz, California. En aquellos días tocó el bajo en una banda gótica y la batería en una de surf psicodélico. La epifanía la tuvo el día en que alguien le pasó un disco de bluegrass de los Stanley Brothers. Aquella era su música. Aquello era lo suyo. Más tarde, pasaría por Boston, donde estudiaría música en Berklees y conocería a David Rawlings, antes de recabar en Nashville, donde empezarían a actuar juntos por los bares, como dúo (conservarían el nombre de ella, Gillian Welch, aunque en futuras encarnaciones, cuando en las armonías prevaleciera la voz de David, la cosa se llamaría Dave Rawlings Machine y, más recientemente, David Rawlings, en ese prodigioso disco que fue el Poor David's Almanack de 2017), ella trabajando, además, en un «bed & breakfast» de Franklin, a treinta y cuatro kilómetros de Nashville, hasta el día en que, abriendo en el Station Inn para Peter Rowan, los escuchó T-Bone Burnett. Decíamos que ella también se estaba haciendo esa pregunta por aquel entonces: ¿quién demonios era aquella chica que aparecía en los créditos del último disco de Emmylou? El caso es que, al año siguiente, T-Bone Burnett produjo a la pareja su primer disco, Revival, y ya desde el primer corte, la versión de la propia Gillian de su «Orphan Girl», la canción incluida en el álbum de Emmylou, pero sin las florituras del guisote de Lanois, la cosa estaba clara y sentenciada. En un momento en que a Johnny Cash le endosaban rockeros y Emmylou buscaba sonidos modernos, de repente, una veinteañera desconocida llegada de las colinas de California, y para más inri huérfana, sacaba un disco que apuntaba precisamente hacia el lado contrario, hacia el lado del que todo el mundo, en Nashville, trataba de desvincularse, una apuesta radical por la crudeza y la desnudez del folk montañés. Cualquier diría que aquellos dos jovenzuelos, Gillian y Dave, acababan de llegar a la ciudad desde lo más profundo de los Apalaches. El disco no tiene desperdicio, de principio a fin. Resulta apabullante. «Barroom Girls» (la canción definitiva sobre las camareras de baretos), «One More Dollar» (la canción definitiva sobre los trabajadores temporeros) y «Tear My Stillhouse Down» (la canción definitiva sobre los «moonshiners») quedarán grabadas para siempre en la memoria de la música folk. Retratos del lado más oscuro de la vida rural (experiencias que, aun no siendo de primera mano, demuestran la mano firme y segura de una excelente escritora en ciernes; su carrera, imparable, lo acabaría demostrando). Y el resto es historia, como quien dice. Muchos seguirían después su camino, sin complejos. Pero ella desvió el punto de mira hacia el pasado y la tradición, sin subvertirla, sin aditivos embarazosos, y ahora es una eminencia. El caso es que este disco, junto al primer Cash de Rubin y algunos otros que salieron por aquella época, dignificó nuestros afectos más íntimos (y, en ciertos círculos, en aquellos furibundos años noventa, inconfesables) y nos dio licencia 00 para amordazar a todos aquellos que miraban la música folk y rural por encima del hombro. Enseguida se solidificaría lo de «Americana» para que los modernos de turno no pasaran apuro y, al final, todos contentos. En esta casa, no obstante, desde aquel lejano 1996 en que nos llegó el disco (la amiga de Chicago sabía muy bien de qué pie cojeo —y mucho me temo que me moriré con esta renquera, y ni tan mal—), Gilliam Welch es la reina indiscutible de todo esto. Han habido y seguirán habiendo (si Dios tiene a bien) aproximaciones, pero de ahí arriba no la desbanca, de momento, ni el más granado.