Far North
(Sugar Hill Records, 1989)
No he vuelto a verla desde puede que haga más de veinticinco años (temo, quizá, que se disuelva, como una momia expuesta al sol), si bien es cierto que llevo proyectándola en la pantalla del cine de barrio casi demolido que tengo en la cabeza, con olor a polvo y a palomitas pisadas, desde que este disco cayó en mis manos. El poder evocador de la música, ya se sabe, y más aún cuando las melodías (algunas de apenas veintidós segundos), están tan estrechamente vinculadas a ciertas imágenes: el inmenso Charles Durning en el papel de Bertrum (después de haber sido rechazado por Brando, pese a elogiar con entusiasmo el guion, porque llevaba siete años sin actuar, y buscaba otro tipo de papel, más de lucimiento, para su regreso; negativa enormemente feliz, porque gracias a ella el papel acabaría recayendo en el —repito, y nunca me cansaré de repetirlo—, inmenso Charles Durning), veterano de dos guerras y del ferrocarril, postrado en la cama del hospital, pidiéndole a su hija soltera y embarazada, interpretada por Jessica Lange, que asesine al caballo que lo derribó; la escena con Jessica Lange y el rifle, con su hermana, encarnada por la maravillosa Tess Harper (que ya había coincidido con la pareja Shepard/Lange en Crímenes del Corazón); la jovencísima Patricia Arquette, sobrina postpubescente, veloz y desatada, retozando con la muchachada local de aquel pueblo innominado en mitad de ninguna parte; el caballo desbocado; los bosques de Minnesota; aquella cocina años treinta y el salón inmenso que tanto a ti como a mí nos habría encantado tener; el tío Dane, al que da vida el también legendario Donald Moffat (cuya voz, emocionante, canta los versos de la mítica canción de Stephen Foster en el penúltimo corte del álbum, con fondo de pajarillos, «Camptown Races», antes de solaparse a mitad del corte con el tema recurrente de la banda sonora, aquí con piano y acordeón, «Amy’ Theme», la madre, interpretada por Ann Wedgeworth —en un papel inicialmente pensado para Jessica Tandy—, que venía de hacer también de madre de la Lange en el biopic de Patsy Cline que dirigió Karel Reisz, Dulces sueños, en 1985)… Y, ya digo, es pinchar el disco y volver a ponerse en marcha la moviola (en el primer corte queda capturado el canto de los pájaros del pequeño rancho de Duluth, antes de que entre la percusión y se funda con los violines; un comienzo de disco maravilloso, en el que parece que amanece —estés donde estés, y sea la hora que sea—). Fue la primera película que dirigió Sam Shepard, el guion también es suyo, escrito a medida para Jessica Lange (por aquel entonces embarazada, como el personaje), en homenaje a su familia. Se filmó entre octubre y noviembre de 1987, en los alrededores de Duluth (Minnesota), cerca del hogar natal de los Lange, en unos paisajes que encandilaron a Sam Shepard desde el primer momento: los bosques de abedules del lejano norte, ya casi Canadá, y el lago Superior, lugares que capturaron enseguida su imaginación. Una pequeña traición momentánea a sus paisajes acostumbrados del Oeste y el Sudoeste. Y, para la banda sonora, como no podía ser de otra forma, Shepard contactó con unos viejos amigos de Carolina del Norte, los Red Clay Ramblers, una banda de old time mountain music referencial (no en vano, el disco lo editaría el exquisito sello de música de raíces, bluegrass, folk, country y Americana, Sugar Hill Records, cuna de gigantes, basta con echar un vistazo a su abrumador catálogo) que ya había colaborado con él unos años antes en una de sus producciones del Off-Broadway, Lie of the Mind (luego volvería a contar con ellos para la banda sonora de Lengua Silenciosa, en 1994, donde, además, actuarían como miembros de la banda de un Medicine Show de la década de 1870, una auténtica joya). Para esta ocasión, los Red Clay Ramblers incorporaron elementos de la música tradicional escandinava, basándose en el folclore de los inmigrantes que se establecieron en aquellas latitudes, unidos al habitual banjo de uno de los fundadores de la banda, Tommy Thompson (lamentablemente fallecido en 2003, a los diez años de abandonar la banda por culpa del Alzheimer), los violines y la armónica de Clay Buckner, el acordeón de Chris Frank, el piano de Bland Simpson, y la mandolina, las guitarras, la trompeta, el bouzouki, las percusiones, los teclados y los silbidos de Jack Herrick; la banda en plena forma, en su mejor momento. Una humilde y exquisita cápsula de tiempo. Con un equipo de ensueño. La película no tuvo mucho éxito. La crítica la recibió con bastante tibieza (por decirlo suavemente). Sin embargo, en el cine de mi cabeza sigue siendo una de las más proyectadas. La repongo permanentemente, cada vez que pincho este disco. Y nunca me canso. Algún día, si me atrevo, volveré a verla. «Play it again, Sam.»