CURTIS HARVEY

Box Of Stones
(Fatcat Records, 2009)

Primero fueron las calles de Brooklyn con aquella banda de «slowcore»* llamada Rex, allá por el año 94, luego vendría esa cosa tan suburbial y tan de culto que duraría solo dos discos, los «alternative indie folk»** Pullman de Chicago, seguida de esa otra cosa más enérgica, más californiana, la no menos efímera banda de «progressive hardcore/noise rock»*** que fue Loftus, todo muy cansino, ya ven, hasta que Curtis decidió formar un trío de urgencia, perecedero, solo para grabar su despojada versión del «Changes» de Black Sabbath en plan «neotradicionalista»****, y dar a continuación el siguiente paso lógico en su involución personal que fue mandar todo a tomar por culo y encerrarse en su casa para perpetrar lo que vendría a ser su primer álbum en solitario (y lo de solitario va completamente en serio: sin ayuda de nadie, a una sola toma, haciendo agujeros en las paredes para llevar el cableado hasta el sótano y tocando todos los instrumentos: botes, lápices y sartenes incluidas), este glorioso Box of Stones. ¿Etiquetas? «Canciones solitarias a la luz de la lumbre, junto al carromato, con coyotes aullando en los cerros, viento entre las ramas y pocas, muy escasas, posibilidades de recuperar a tu chica que apostó por aquel otro vendedor de ungüentos mágicos aún menos fiables que los tuyos», o si lo prefieren «blues oscuro de carnaval». Música de sótano. Y whisky.

*Aquí me ven, reuniendo material para una tesis sobre la soberana soplapollez de las etiquetas: «slowcore», a veces también denominado «sadcore», y disculpen por ese ruido molesto que quizá en este momento les esté perturbando la lectura: soy yo, descojonándome.

**Ídem.

***Ídem de Ídem.

****RequeteÍdem.

HANK WILLIAMS III

Ramblin’ Man
(Curb Records, 2014)

Andaba Hank III liándola tan campante a cargo del bajo de los Superjoint Ritual, junto a Phil Anselmo (vocalista de Pantera), cuando se puso a vender aquellas camisetas en las que podía leerse «Fuck Curb». A finales de los noventa Hank había firmado con Curb Records un contrato para seis discos, más que nada para hacer frente al pleito por la custodia de su hijo y porque el juez le sugirió/obligó a buscarse «un trabajo de verdad». Así que no le quedó otra que vender su alma al diablo con el Risin’ Outlaw de 1999, álbum que el propio Hank, cada vez que tiene oportunidad, califica de «puto dolor de cabeza» (un año antes de que Curb firmase con Tim McGraw; dato de mierda que apuntamos para subrayar de manera clara y escueta que Curb, básicamente, es eso: un sello de mierda). El caso es que como todo buen sello de mierda (y este lo es, y mucho, aunque a veces se las quiera dar de diferente y «alternativo»), cuando ya Hank se liberó tras mil pullas humillantes (como lo de aquella versión edulcorada del Straight To Hell –que en un principio debería haberse titulado Thrown out of the Bar– para los buenos ciudadanos que compran en Wal-Mart), de su condena de seis discos en Curb sin posibilidad de condicional, el susodicho sello de mierda (en el que también milita su inaguantable papá Hank Jr.) ha seguido sacando material de desguace del artista. Este es el tercero de esa serie (de la que Hank, por cierto, no cobra un solo dólar). Ocho canciones y apenas veintiséis minutos a precio de oro. Hay versiones de Johnny Paycheck, Merle Haggard, Peter LaFarge y ZZ Top. Casi todas aparecidas ya en discos tributo. Aunque son temazos, se trata de un álbum caótico y absurdo. Y a mí, que soy un puto ansioso, los cabrones del sello de mierda me la colaron, una vez más. Y luego la industria tiene los santos cojonazos de quejarse de lo mal que va el negocio. De haberlo sabido, habría hecho caso al bueno de Hank: «No lo compréis, conseguidlo de cualquier otra forma, pirateadlo como si no hubiese Dios y regaládselo a todo quisqui». Pues eso. «Fuck Curb» y a tostar.

WSNB

Oktibbeha County
(WSNB, 2009)


Solo un par de cosillas. Oktibbeha (pronunciado: «ock-TIB-ee-ha») fue uno de los condados que se establecieron a partir de la cesión Choctaw de 1830. La zona del condado de Oktibbeha perteneció originalmente a los indios Choctaw. Su nombre deriva de un río hoy conocido como arroyo Tibbee. Aquel río marcaba la frontera natural entre la Nación Chikasaw y la Nación Choctaw y en los primeros tiempos fue campo de cruentas batallas, de ahí su posterior traducción como «Aguas Sangrientas». Eso por un lado. Por otro, están ellos. Jason Gardner (alias T-Rex), Clay Ford (alias El Profesor), Nate Brown (alias Papi Grande) y Willie Shane Johnston (sin alias; busquen una foto de él en Google y verán porque no hay huevos para ponerle un mote). Son de Hickory, Carolina del Norte y tras sus misteriosas siglas, WSNB, se esconde la sencillez y la contundencia de su fórmula: «We Sing Nasty Blues»*. Blues desagradable, horrible, sucio, asqueroso, repugnante, ruin, despreciable, molesto, indecente, obsceno, ofensivo, feo, desagradable, mal. Y blanco y pobre. Suena fuerte a cocodrilo, a cenagal, a cerveza rancia y a indio muerto. Vamos: Blues del bueno. 

*Sugerencia: si todavía sigue existiendo alguna tienda de discos, estaría muy bien disponer de una sección que llevase ese nombre: «Nasty Blues» (eso nos ahorraría muchas búsquedas enojosas).

LINCOLN DURHAM

The Shovel vs. The Howling Bones
(Rayburn Publishing, 2012)

Producido por Ray Wylie Hubbard. Eso ya era credencial más que suficiente. Y una Gibson HG22 de 1929. Lo bien que suena eso. Jirones del mítico Son House. Y todo lo demás. No paré quieto hasta que cayó en mis manos. Grabado en el estudio de George Reiff, en Austin, Texas, con Gibsons de principios y mediados del siglo, como la ya mentada (propiedad de Ray Wylie), pero también viejas Kays, Silvertones, Voxs y Bell & Howells acompañadas de mandolinas, armónicas, violines, macetas, cajas de cartón, comederos de pájaros, ladridos de perros, graznidos de cuervos, depósitos de aceite, sierras, cubos de basura, pies y todo lo que sea capaz de hacer ruido. Lo que viene siendo, según define su propia biografía: un Detestable-Hombre-Orquesta-Punk-Gótico-Sureño-Revitalizador-del-Góspel y bla, bla, bla, lo que tú quieras, con un estilo crudo, oscuro y poético del que, en efecto, se sentiría más que orgulloso Edgar Allan Poe (de hecho, más o menos es así como yo pienso que habría sonado Poe en las madrugadas de Baltimore, pasado de láudano y cagándose en Emerson, si en agún momento de inspiración sifilítica le hubiese dado por dejar la pluma y apostar por el banjo). En directo es tremendo. Pero grabado también salpica. Puro pantano.

Phil Lee

The Fall & Further Decline of The Mighty King of Love
(Palookaville, 2013)

Me gusta mucho el modo en que lo definió Rick Allen en enero de 2013, cuando Phil Lee sacó este, su cuarto álbum: «Lo que resulta de mezclar un Huck Finn hipster y loco con Jack Kerouac». También decía que si fuese un personaje de On The Road, sería el tipo que va en el asiento de atrás, el extraño recogido en una gasolinera al que Sal y Dean admiran y escuchan con atención reverente cuando les dice detrás de qué vallas publicitarias suele acechar la patrulla de carreteras, en qué «diners» sirven y se contonean las camareras más bonitas, dónde encontrar la mejor tarta de manzana en cada trecho de dos millas de la Ruta 66 y dónde poder parar de emergencia, a cualquier hora del día, sin cita previa, para que te limpien y planchen el sombrero. Se pasó décadas tocando la batería en bandas olvidadas, conduciendo camiones, destrozando motos, rompiendo corazones, transportando «equipamiento», eludiendo a las autoridades y liándola parda dondequiera que fuese, antes de grabar su primer disco, allá por 1999, el ya mítico The Mighty King of Love, con nada menos que 47 tacos bien jodidos. Natural de Durham, Carolina del Norte, pero afincado en East Nashville en compañía de su sufrida esposa, Maggie, de origen teutón, que hace 9 años, cuando su marido afrontaba la crisis de los 50 pasándose horas sentado en el porche, con su «six-pack», eructando y contemplando los atardeceres sobre el río Cumberland, le dijo que necesitaba con urgencia buscarse un hobby. Sabe Dios que tienes razón, le respondió el bueno de Phil. Y esa misma noche, en el garaje, se puso a lanzar cuchillos. Si lo de la música no funcionaba, siempre podría recurrir al lanzamiento de cuchillos. Pero lo de la música ha seguido funcionando. Y cómo. Prueba de ello es esta «Caída & Posterior Declive del Gran Rey del Amor». Y ya ha sacado otro más, Some Gotta Lose…

Sobra decir que lo esperamos en las dependencias de Dirty Works como agua de mayo.

WILLIAM ELLIOTT WHITMORE

Radium Death
(Anti, 2015)


Lo último de otro de nuestros favoritos. Otro de esos apesadumbrados muchachotes crecidos en una granja de Iowa, subido a un tractor, dando de comer a las vacas, arreglando cercas, espantando coyotes, tatuándose hasta el hígado y escuchando en el granero a los Bad Brains y a los Minutemen sin dejar de profundizar, en compañía de su sempiterno banjo, en las raíces más rústicas de la música norteamericana, para acabar convertido en uno de esos extraños y oscuros folkies que pululan melancólicos y obsesionados con la muerte por los campos desolados del medioeste. Este es su álbum más ruidoso, en el que más claramente se dejan intuir sus influencias rockeras. Así queda de manifiesto desde el primer puñetazo, «Healing To Do», una verdadera descarga de electricidad y percusión, pasando por el enfadado «Don’t Strike Me Down», a lo country boogie, y ese otro temazo que se marca él solito con la única asistencia de una guitarra eléctrica desafinada, «A Thousand Deaths», puro garaje folk, a lo Tom Morello (el Nightwatchman de los Rage Against the Machine, aunque ya quisiera este tener la clase de nuestro querido granjero de Iowa). Claro que también está el baladista solitario de voz bronca y rasposa que no duda en manifestar su adoración por Guy Clark y Ray Wylie Hubbard, los viejos maestros texanos. Dos años ha tardado en grabarlo en el estudio de su primo. La espera ha merecido la pena.