Óscar Zeta Acosta

Búfalos, cucarachas, ácido, Arthur Cravan y Ambrose Bierce

por Álex Portero

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(Con la venia del señor Portero, recuperamos este fantástico epílogo que perpetró el susodicho cuando Dirty Lucini, en una anterior encarnación, le pidió un texto para acompañar la edición de La revuelta del pueblo cucaracha (Acuarela Libros), de Óscar Zeta Acosta, continuación directa de nuestra Autobiografía de un Búfalo Pardo, también traducida por Lucini. ¡Viva La Raza!).

«He’s a poet, he's a picker, he's a prophet, he's a pusher
He's a pilgrim and a preacher and a problem when he's stoned
He's a walking contradiction, partly truth and partly fiction
Taking every wrong direction on his lonely way back home».
KRIS KRISTOFFERSON


Bienvenidos a este epílogo, si han llegado hasta aquí doy por sentado que, lean lo que lean, no me harán el numerito de la marquesa ofendida, han puesto a prueba su estómago y han ganado, les felicito, así que, como dijo Fray Luis de León, adentrémonos un poco más en la espesura. 

Dicen que por cada cucaracha que ven, hay doscientas que no ven, muy cerca de ustedes se desliza un ejército invisible de pequeñas, sucias, y monstruosas hijas de perra que corretean detrás de sus paredes, se cagan bajo sus alfombras, se comen las migas de pan abandonadas en el suelo tras la cena, y cruzan libres y rampantes sus torsos desnudos mientras duermen. 

Ahora mismo están ahí. Cerca. Silenciosas. Escurridizas. 

Invisibles.

De eso ha estado hablándoles el Búfalo Pardo las últimas doscientas páginas, de cómo la invisibilidad marca la historia de los desgraciados, de la lucha a muerte por la identidad. Hay algo mucho peor para los perdedores que estar en el punto de mira, no estar, no existir, no ser –siquiera– una amenaza. 

Han conocido a nuestro hombre: tenemos a un sátiro chicano de más de cien kilos por cuyo sistema circulatorio corren desbocados dos caballos: mescalina y ácido, tendente a la conspiración, paranoico, errático y listo como un zorro, que desconoce el significado de la palabra equilibrio y que entiende por coherencia presentarse a sheriff del condado de Los Ángeles con la firme intención de abolir la policía –a la que define, muy acertadamente, como el brazo armado de los ricos–. 

Una mole morena incapaz de detenerse, pura inercia y caos, imposible de predecir (sobre todo para sí mismo), con una extraña suerte que conduce su vida por territorios –como mínimo–bizarros. Si alguien en la sala es capaz de explicar como pueden orbitar alrededor del mismo centro de gravedad: Ángela Davis, Anthony Quinn, Charles Manson y… Liberace (sí), por favor, estamos deseando entenderlo. Como su epiloguista me declaro incapaz de desentrañar ese misterio.

Óscar Búfalo Zeta Pardo Acosta. Exactamente el montón de mierda –a ojos delicados– que no pasa desapercibido, el diente podrido en la boca del predicador, la ventosidad en la noche de bodas, algo que no puede obviarse por mucho que se intente.

¿Cómo semejante conjunto de excesos y contradicciones se convierte, de la noche a la mañana, en el ariete y «toca pelotas oficial» de la causa chicana?  

No creo que haya quien sea capaz de encontrar la explicación exacta, Acosta desafía la propia lógica contracultural.

La idea de comportamiento del revolucionario perfecto –llámenme diletante– no creo que incluya fiestas de tres días en las que arden toneladas de mota, corren ríos de alcohol de gradación quirúrgica y se alterna el sexo múltiple con la quema nocturna de centros comerciales, ¿verdad?

Tenemos un buen puñado de prejuicios que se interponen entre lo que hemos leído y la realidad.

¿Qué podemos aprender del Búfalo? ¿Qué hay detrás o debajo –siempre debajo– de esa concatenación espectacular de fuego, desmadre y destrucción?

Si están esperando al caballero blanco que les guíe hasta la verdadera justicia pueden ir muriéndose, están perdiendo el tiempo.

Clamamos por la subversión, gritamos de vez en cuando ante las autoridades, en el colmo de nuestra osadía inundamos las redes de soflamas antisistema y hasta desprendemos, llegado el momento, un discreto y medido aroma a violencia.

La realidad es que no vamos a empuñar un arma jamás, no vamos a exponernos, lo siento, como su epiloguista tengo que decirles la verdad, no va a pasar, somos meros espectadores, ¿saben por qué?, porque todos tenemos algo que perder, tangibles e intangibles que nos hacen –en mayor o menor medida– amar la vida y que nos debilitan a la hora de dar la cara.

El caballero blanco velaría armas en silencio antes de una batalla, cumpliría con la liturgia de la despedida. 

La acción, la pelea, la revuelta, los actos heroicos, el auténtico sacrificio, solamente pueden ser afrontados desde la fealdad, la suciedad, el caos, la imperfección, el abandono, el egoísmo, la brutalidad, y sobre todo, la desesperación, el último ingrediente imprescindible del verdadero mártir pagano, lo que posibilita alcanzar el estado de euforia necesario, el carmín que marca la sonrisa vesánica capaz de helar la sangre del enemigo. Puedes enfrentarte a un guerrero, de un modo u otro respetará un código, ¿pero cómo afrontas el choque contra una bestia parda y drogadicta incapaz de seguir un protocolo básico de supervivencia? 

Nuestro héroe pasaría la noche anterior a la guerra emborrachándose, fornicando como un conejo y consumiendo sustancias capaces de provocar la combustión espontánea de un cuerpo humano medio.

Chínguense, ese tipo del que se ríen en su barrio, el tarugo agresivo, ese, tiene muchas más posibilidades de ser un héroe que cualquiera de ustedes, cuanta mayor desesperación circunde su existencia, más cerca de la gloria. ¿Acaso no se burlan de él o de ella desde una distancia prudencial y a sus espaldas?

Óscar Zeta Acosta era un extranjero en su propia vida, pasó su juventud buscando una identidad que siempre le fue esquiva, realizó un viaje iniciático a México en respuesta a la llamada ancestral y allí encontró la burla, el desprecio y la sorna con la que los verdaderos aztecas reciben a los gringos, demasiado clarito para ser uno de ellos, demasiado forzada –casi inexistente– esa lengua española, demasiado esfuerzo para ajustarse al molde, definitivamente no era uno de ellos.

En Los Ángeles, peor, comparado con la raza caucásica dominante resulta atezado, bajo, grueso, escandaloso y alborotador. Absolutamente al margen.

No es sino observando a su alrededor (casi siempre la respuesta la tenemos delante y nos empeñamos en adoptar la mirada de las mil millas) como Acosta atrapa su reflejo en el espejo y se reconoce al fin. Descubre la verdadera distancia que separa East Los Ángeles de Sunset Boulevard. Un desierto de desprecio, miedo, escrúpulos y conmiseración. Despierta violentamente del sueño de la invisibilidad y se reconoce como Chicano, hijo de Atzlán, habitante originario de una tierra cuyas fronteras fueron borradas de los mapas por los conquistadores. Al norte de México, al sur de Estados Unidos, un pueblo sometido a la peor de las opresiones, el olvido de sí mismo, el robo de su identidad.

A la pulsión y acción rebelde contra la opresión ejercida por personas sin formación y sin que nadie dirija sus andanadas Marx lo llamaba el instinto revolucionario, esto es, saber que algo está mal, que es injusto, aunque no se conozca su origen, ni se sepa cómo funciona y combatirlo. Acosta es un caso interesante de esta hibris contestataria, en él añadimos al instinto revolucionario un despertar ancestral, un desandar el camino del logos al mito.

Ahí tenemos al bueno de Óscar –tras un proceso larvario no exento de sufrimiento, soledad y complejos– transformado en Búfalo, aceptando una realidad totémica latiendo en su interior. Encontrando el quién. 

Lo que empieza siendo el proyecto de un muchacho de origen marginal, que estudia leyes «para demostrar que un gordo y pobre chicano puede hacerlo», con el único propósito de procurarse un sustento mientras escribe libros, acaba siendo –fruto de una versión verdaderamente grotesca del azar y de una considerable improvisación– el camino irrevocable de la visibilización y puesta en escena de toda una comunidad hasta entonces oculta bajo la alfombra del sistema. La Raza. El pueblo cucaracha, esas a las que todo el mundo pisa.

Lo cierto es que hasta entonces la causa chicana, pese a contar con activistas de probado valor –sólidos referentes de comportamiento como César Chávez o Dolores Huerta– no había fraguado. Ha de llegar un demente y alarmantemente alegre abogado, a medias mesías y a medias predicador, con una enorme vocación por ambas disciplinas, lo suficientemente kamikaze como para llevar a declarar como testigos a TODOS los jueces de la jurisdicción de Los Ángeles, uno a uno, durante seis meses, solamente por redondear su fama de grano en el culo del sistema. Un tipo dispuesto a pisar la cárcel durante su campaña como candidato a sheriff del condado, amigo de los tumultos y vicioso como un marinero de permiso, para que todo estalle –real y figuradamente– por los aires y la mirada desdeñosa del hombre blanco (sea incluido aquí también el Sr Gonzo) descienda al subsuelo y contemple esa otra realidad: que un puñado de perdedores sin nombre han encontrado la motivación para hacerse oír, que ya saben lo que les une y que no van a dejar pasar más tiempo para reclamar su lugar en el mundo.

Eso, o se hace desde la asunción de la derrota, desde el desapego, desde la psicosis y el fanatismo, o no se hace. 

Tal y como sucede con los pasotes de droga, una vez alcanzado el cénit del viaje, el descenso es abrupto. Así fue la vida de Óscar Zeta Acosta, un fogonazo descomunal, tal y como llegó, se marchó, seguro que con las mismas dudas que le acompañaron mientras crecía, con los mismos miedos, con los mismos anhelos y las mismas insatisfacciones, pero dejando un montón de ruido y de furia detrás, una vibración que aún resuena, desde El Paso hasta Orange, el Búfalo Pardo nunca pretendió dar ejemplo, nunca pretendió liderar un carajo, de haberlo planeado, una entidad tan rabiosa y desenfrenada habría cosechado una derrota épica, no sé si podemos calificar la trayectoria de Acosta como una victoria, me temo que no, pero un par de patadas en el trasero se permitió el lujo de dar a quien se lo merecía.

La última vez que se supo de él sus pasos le habían llevado a México, allí desapareció, según sus propias palabras, dichas a su hijo Marco por teléfono: «a punto de subir a un barco lleno de nieve blanca», nunca se encontró su cuerpo, no se pudo comprobar su muerte, probablemente lo mataron por pasarse de listo y arrojaron su cadáver al mar. México se lo tragó, como a los grandes, como a Arthur Cravan y Ambrose Bierce. Como su epiloguista me gusta imaginar que se encontró con ellos en alguna cantina, y que los tres –ya protegidos por la inmortalidad– marcharon juntos en busca de la mítica Atzlán, quiero creer que aún, en alguna parte, el Búfalo Pardo sigue provocando espectaculares llamaradas de caos con sus embestidas.

Prefiero vivir en un mundo con Óscar Zeta Acosta dentro, solamente por el miedo y el asco que provocaría en nuestros limpios y atildados enemigos comunes, merecería la pena.

MARK RICHARD

 
© Mark Richard. Foto en Key West (1977)

© Mark Richard. Foto en Key West (1977)

 

Mark Richard por J. D. Dolan
(BOMB magazine, otoño 1998)

Traducción: Javier Lucini

Su nombre se pronuncia haciendo hincapié en la última sílaba, Ri-shard, lo que le dota de la musicalidad que también se encuentra en su obra: una colección de relatos, El hielo en el fin del mundo, una novela, Fishboy, y una nueva colección de relatos, Charity, publicada por Nan A. Talese/Doubleday.

Entre los numerosos premios de Mark Richard están la medalla de las artes y las letras Mary Frances Hobson, el PEN/Ernest Hemingway Foundation Award a una primera obra de ficción, el Whiting Writers Award, una beca Tennessee Williams y una subvención del National Endowment for the Arts.

Más importante, quizá, es el hecho de que Mark Richard ha trabajado como pinchadiscos, camarero, pescador comercial, detective privado, director de campaña…, todo lo cual está deseando, de un modo u otro, utilizar en su ficción. Pero no es autobiografía. Se trata de una escritura increíblemente imaginativa, con personajes tan variopintos como niños de un pabellón de un hospital de la caridad, traficantes asesinos de poca monta, un insomne casi homicida y un vampiro de playa. Cualquiera que sea el tema, sus relatos son siempre trascendentes y, a menudo, adquieren la cualidad del mito.

Conocí a Mark Richard hará unos doce años, cuando caminaba con una ligera y misteriosa cojera. Mantuvimos esta entrevista por teléfono, mientras se estaba recuperando de una cirugía de prótesis de cadera.

¿Qué fue lo que te llevó a convertirte en escritor?
En mis años de instituto fui pinchadiscos; de hecho, a los 13 años fui el pinchadiscos más joven del país.

¿Y eso fue lo te que te llevó a la escritura?
Ayudó por el modo en que me obligó a desarrollar la forma de narrar, por el modo en que el sonido y el ritmo pueden servir de ayuda. Montar un programa que incluya noticias e información meteorológica cada cuarto de hora, con anuncios, canciones, charlas y bromas en medio, y hacer que suene atractivo al oído, supone saber trenzar las cosas y modularlas. Eso me ayudó a educar mi propio oído. No se puede mantener el nivel alto todo el rato. Se necesitan tonos bajos, silencios, se necesita tomar aliento. Y eso no se aprende si uno no estudia música o se dedica a hacer algo insólito como montar programas de radio en los que los oyentes solo van a tener en marcha un sentido, el auditivo.

 

Es como en esas acuarelas japonesas donde el espacio vacío es tan importante como las pinceladas.
Absolutamente. Es necesario saber escribir el vacío. Una de las cosas que estoy aprendiendo de la escritura dramática son las transiciones, tanto en las obras de teatro como en las películas. Soy muy fanático de las transiciones logradas. Porque uno siente con bastante frecuencia que hay que contarlo todo, y no es así, tienes que saber seleccionar y elegir. 

¿Te interesa la escritura dramática? ¿Teatro? ¿Cine?
Me interesa el oficio de la escritura dramática. Quiero tomar lo que pueda de ese tipo de escritura para incorporarlo a mi narrativa. En mis relatos hay muy poco diálogo, y me gustaría trabajar más con los diálogos. De un modo natural eso me acercará cada vez más a la escritura dramática.

¿Consideras que lo uno ayuda a lo otro?
Sí. Siempre me resulta divertido aprender formas distintas. Creo que por eso, ocasionalmente, me gusta el periodismo, sobre todo el periodismo radiofónico. Me gustan los haikus. Es importante para mi trabajo: transiciones y edición, y no me refiero a la edición de frases. Hablo de la edición en sí, escenas que entrelazas y escenas que pones en yuxtaposición con otras, porque yo no soy de meter comentarios. La subjetividad se desprende de lo que seleccionas y eliges contar, y del modo de presentarlo. Es fruto de lo que aprendí cuando estuve estudiando músico-terapia para personas con autismo. Puedes provocar respuestas emocionales a través de determinados sonidos y ritmos.

¿Cuándo estudiaste músico-terapia?
Cuando estaba documentándome para entrevistar a Tom Waits. Ciertas canciones suyas me hacen sentir mejor, aunque sean muy disonantes y nada balsámicas que digamos. En el proceso de documentación descubrí que se pueden reorganizar las ondas cerebrales de la gente a través de la música, y de los sonidos. Es lo que se hace con los autistas: se filtran y se eliminan los sonidos perturbadores y se potencian los sonidos que parecen tener una cualidad más sedante. Se descubrió que algunas personas respondían tan bien a la músico-terapia que hasta fueron capaces de hablar por primera vez en sus vidas. Aprendí que puedes llegar a provocar emociones a través del modo en que suenan las palabras, independientemente de las propias palabras y de sus significados. Puedes poner eso en práctica escribiendo palabras con sonidos que consuelen y que resulten acogedores, cuando en realidad las propias palabras estén describiendo el horror, de este modo puedes hacer más cercano el horror, o lo contrario. A veces leemos cosas que son perfectamente correctas, pero en las que hay algo que rechina. Hay como frases muertas. En ocasiones, el problema es que son acústicamente incorrectas. Pero para ello hay que educar el oído. Creo que es bueno saber apreciar la música, sobre todo la música clásica.

Algunos escritores dan la impresión de estar simplemente jugando o perdiendo el tiempo sobre la página. Tu obra no me da esa sensación para nada, lo mismo me pasa con gente como Barry Hannah. Los dos tenéis un estilo increíble. ¿Cómo haces para incorporar esa musicalidad a tu obra sin caer en el preciosismo?
Creo que está bien que los escritores jóvenes se emborrachen con las palabras y se enamoren del sonido. Yo me emborraché con las palabras y me encantaba jugar con los sonidos, pero al final tienes que contar una historia. De otro modo, no es más que ruido bonito sin melodía.

Muchos de tus personajes se encuentran al borde del precipicio, y no solo emocionalmente, también geográficamente, en un pantano o en un canal. Siempre hay algo físico en cuyo límite se encuentran. ¿Cómo te planteas el lugar, el espacio, en tus relatos?
La verdad es que no pienso mucho en ello. Siendo joven, cuando tenía problemas, me bajaba a la playa. Miraba el océano, luego me daba la vuelta y miraba la tierra. Entonces pensaba que no tenía que cubrirme las espaldas porque todo estaba delante de mí. Supongo que es algo freudiano, pero siempre me daba la impresión de que soltaba amarras al dirigirme al borde, a los límites. Miras el océano, piensas, ahí no hay ningún problema, solo lo que uno quiera arrojar a las olas. La masa de agua tiene mi huella.

¿Y así llegaste a Niño Pez?
¿«Niño Pez» el relato o Niño Pez, la novela?

Los dos.
Cuando estaba escribiendo El hielo en el fin de mundo bajo la tutela de Gordon Lish, Gordon me dijo que lo más difícil de escribir es el amor, no homoerótico, entre dos hombres. Eso fue lo que debía de estar pensando aquel día; estoy seguro de que cada día podía pensar una cosa distinta para dar respuesta a esa cuestión. Pero me lo tomé literalmente y planteé una situación en la que un joven en un barco de pesca se enamora de su capitán, pero no en un sentido homoerótico. Ese era el punto de partida de aquella historia. Intenté, como muchos jóvenes novelistas, contar una historia desde múltiples puntos de vista y, en los primeros capítulos, pareció funcionar, pero luego se volvió tan problemático que fue un desastre, sobre todo cuando empecé a perder las voces individuales. En el momento en que la voz se pierde, se pierde la credibilidad y el lector abandona. Son raros los relatos en que se consigue contar la historia desde múltiples puntos de vista. Todo el mundo invoca Mientras agonizo, pero son más las excepciones que la regla. Así que empecé a contar Niño Pez desde varios puntos de vista; pero como vi que de todas maneras iba a encontrarme con problemas de credibilidad en el camino porque se trataba de una historia fantástica, decidí que necesitaba acaparar mi credibilidad y hacer que la voz fuese de un único narrador.

¿Y qué puedes decirme de ese aspecto, cómo llamarlo… fantástico? ¿Realismo mágico?
Nunca me he sentido cómodo con la etiqueta de realismo mágico. Amy Hempel lo llamó sueño febril, y creo que eso se acerca más a lo que realmente es. Cada vez que empiezo a deslizarme hacia la esfera de lo fantástico, trato de recular y de enraizarlo bien a la tierra, lo que le proporciona esa cualidad de ensoñación.

Resulta muy creíble. Al leerlo me hizo pensar en García Márquez.
Leí Cien años de soledad cuando estaba trabajando en un barco camaronero en el Golfo y fue un libro decisivo para mí. Me dije: «Guau, ¿se puede hacer esto?». Fue muy liberador.

¿Puedes nombrarme otras influencias literarias?
Creo que todo el mundo tiene su lista estándar encabezada por Faulkner y Flannery O’Connor, que es una de las escritoras más divertidas que he leído en mi vida. En la facultad tuve un profesor maravilloso que era como Yossarian de Catch-22, una especie de disidente. Nos describía lo que era ir montado en los vientres de los aviones en los que voló durante la guerra de Vietnam, mirando los lugares que bombardeaban: «Planeábamos sobre aquellos caminos, sobre los lugares que habíamos bombardeado la noche anterior, y miraba a través de aquella lente y veía los faros de los miles de camiones que seguían marchando por aquellos caminos». Recuerdo que no tenía ni un solo libro en las estanterías de su despacho, porque sabía que estaba allí solo temporalmente. Me dio La pesca de la trucha en América de Richard Brautigan, Noventa y dos en la sombra de Tom McGuane y El cineasta de Walker Percy. Esos tres libros en particular me abrieron los ojos, me hicieron ver que se podía escribir así, mandando al carajo un montón de reglas. Considero la lectura de esos tres libros como un punto de inflexión en mi vida. Cada pocos meses atravieso un período distinto. El año pasado leí todo lo que pude encontrar de John O’Hara. Por lo general, leo cosas viejas. Hay tantas cosas nuevas que prefiero dejarlas que se agiten y ver qué queda al final, qué perdura, antes de volcarme sobre ello. Barry Hannah y yo tuvimos esta misma conversación el otro día, acerca de la ficción contemporánea, que no nos parece muy buena…

¿Y por qué crees que es así?
Probablemente haya muchas respuestas a esa pregunta. Me sorprende lo mucho que ignoran un montón de escritores los libros que les precedieron. Tienes que leer lo que hubo antes para saber dónde te encuentras. No tienes que reinventar la rueda. Pero si quieres escribir un libro sobre un profesor de universidad de mediana edad que se enamora de una adolescente, creo que es conveniente saber que Lolita ya existe en el mundo.

¿Y qué me puedes contar de Barry Hannah?
Es uno de los escritores más infravalorados que hay por aquí. Sus libros Ray, Airships, y Gerónimo Rex son obras maestras. Y Bats out of Hell es un gran libro. High Lonesome tiene cosas que jamás se han escrito así antes. Coges un montón de novelas contemporáneas y dices: «¿Sabes qué? Esto ya lo había leído antes». Eso jamás puede decirse de un cuento de Barry Hannah. Las cosas que hace con el tiempo en el primer párrafo, el modo en que planifica y maneja el tiempo y el punto de vista. Es un escritor increíblemente dotado que espero que algún día reciba el reconocimiento que se merece.

¿Qué sientes al ser catalogado como escritor sureño?
Alguien me dijo el otro día: «Al leer tus relatos me sugieren lugares del Sur que conozco, pero nunca son lugares que conozco». Y yo pensé, sí, porque nunca digo que este es tal sitio. El relato puede transcurrir en cualquier parte, y así, por transferencia, puede ser la historia de cualquiera, incluso tupropia historia. No quiero ser específico geográficamente, pero quiero ser exótico. Todo dentro de su contexto, ¿entiendes? Sigo queriendo que se sienta familiar, o como un lugar que soñaste después de ver uno de esos programas de viajes. Pero no quiero que resulte oscuro, por eso nunca podría escribir ciencia ficción y hablar de lugares en los que nadie ha estado. Prefiero hablar de lugares familiares, de gente que resulte familiar, de cosas con las que todos nos podamos sentir relacionados. El otro día un tipo me preguntó: «¿Cómo es que escribes sobre toda esa gente rara y jodida?». Pero, ¿sabes qué? Yo estoy jodido y soy raro, así es que no me resulta muy difícil.

Da la impresión de que buena parte de tu ficción es autobiográfica. ¿Qué otros acontecimientos de tu vida han logrado abrirse paso hasta tu obra?
Bueno, una vez dirigí una campaña política. Ya llevaba en Nueva York un par de años y me había quedado sin nada de pasta. A veces te encuentras en esa situación cuando vives en Nueva York; no te queda otra que retroceder y saltar al vacío. Me fui a Virginia, donde conocía a una mujer que se había comprado una casa en la playa con una habitación en el ático en la que me dejaría instalarme por cien pavos al mes. No había aire acondicionado, ni privilegios de cocina. Tenía un catre que me había encontrado en una calle del Upper East Side. Así que me bajé a Virginia Beach con un viejo diccionario y con mi catre e intenté escribir algo en aquel ático. También estuve tratando de sacar algo de pasta durante mi estancia allí y encontré trabajo escribiendo folletos para una campaña. Cuando llegué a la sede de la campaña me di cuenta de que el candidato era un perdedor de tal calibre que todo el mundo le estaba abandonando. Pasé de escribir panfletos a redactar discursos y, al final, a ser director desu campaña. Yo era un fiasco para el candidato, pero me divertí muchísimo. Pasamos buenos ratos. Es la base para una novela que me gustaría escribir algún día. Mi editor me dijo que mi primera tentativa resultaba incomprensible como libro. Supongo que era una historia complicada. El tipo tenía graves problemas a la hora de hablar en público, pesaba cerca de ciento cuarenta kilos y sudaba profusamente. Y se quedaba congelado cada vez que se ponía delante de las cámaras.

¿Redactaste discursos para un tipo que no era capaz de hablar en público?
Básicamente. Una vez estábamos grabando y el tío no podía dejar de cagarla, así que al final no tuve más remedio que decir: «¡A la mierda!» y dejar los errores. Después hice un montón de ajustes de voz en el estudio. De vez en cuando, llegaban enormes cantidades de dinero y nos las gastábamos de maneras completamente inadecuadas: organizando grandes funciones en distritos en los que luego descubríamos que la gente no tenía la menor intención de votar por nosotros. Organizábamos barbacoas, torneos de pesca. El tipo era un perdedor de tal calibre que incluso su propio partido político se quiso distanciar de él.

¿Y qué paso luego?
Sus índices de popularidad empezaron a subir.

¿A subir? (risas)
Cuando finalmente me di cuenta de que no teníamos la menor oportunidad, me puse a escribir de lo que fuese. Redacté declaraciones que tomaban posturas completamente disparatadas contra el «status quo», pero la gente pensó que resultaban refrescantes, y su popularidad comenzó a crecer. Si hubiésemos empezado antes con más pasta, probablemente habríamos tenido más posibilidades. Nos dimos cuenta demasiado tarde de que en las calles existía un sentimiento «anti-status quo». En Virginia entonces solo había un partido, el Demócrata. Y había un montón de gente que no estaba contenta con el sistema del «buen muchacho», particularmente los marginados: los negros, las fuerzas militares provisionales. Indudablemente fue educativo. Aguantó hasta las elecciones, y a mí me pagaron mil setecientos dólares por dirigir todo aquel circo. Me quedé en Virginia Beach lo bastante como para verle completamente triturado en las urnas y, después me largué alegremente de vuelta a Nueva York en Amtrak con mil doscientos dólares en el bolsillo. Me llegaron rumores de que intentó suicidarse después de las elecciones.

Hay material para una buena novela.
Buen material, quizá. Pero la mayor parte son anécdotas, y no quiero ser un escritor que se dedica solo a contar anecdotillas interesantes. Tienen que sumar y cobrar un sentido. A veces cuadran y a veces no. ¿No te sientes engañado cuando llegas al final de una novela y todo encaja demasiado bien? Yo prefiero encontrarme con un final que se proyecte en el espacio y te haga decir: «¡Guau!». Esos finales son realmente difíciles de tramar. Requiere muchísimo trabajo hacer que una historia despegue y que al final se proyecte en el espacio; o se hace bien o te cargas la historia. Pero se trata de un fallo ambicioso. Me siento mejor con los fallos de la ambición que con los libros mansos y competentes. Mi primer borrador de aquella aventura política fue un fallo ambicioso.

Tengo entendido que te estás recuperando de una cirugía. ¿Cómo te lesionaste la cadera?
Al terminar la universidad me puse a trabajar como fotógrafo aéreo, y el avión en el que iba se metió en un maizal, fue un aterrizaje forzoso controlado. Eso no le sentó demasiado bien a mi cadera. Y es que me he dañado la cadera muchísimas veces haciendo todo tipo de cosas que no debería haber hecho, sobre todo cosas de curro. Me pasé tres años en barcos pesqueros cargando con cestas de cuarenta kilos de peces y vieiras sobre cubiertas rodantes. Una compensación excesiva por haberme pasado un montón de tiempo postrado en cama durante mi adolescencia.

¿Postrado en cama?
Sí. Empecé con la cirugía a la edad de nueve o diez años, tenía que volver periódicamente a operarme, una y otra vez. Así hasta los dieciocho, poniéndome o sacándome placas o clavos. Mientras me recuperaba me leí bolsas y bolsas de libros de la biblioteca que me llevaba mi madre a casa.

En varias de tus historias hay niños en situaciones verdaderamente desoladoras.
Es todo de primera mano. Me pasé varios años entrando y saliendo de hospitales infantiles. Mi familia no tenía mucho dinero, así que a menudo ingresaba en hospitales Shriner o de la caridad, que eran un poco siniestros. Muchas de las situaciones que viví fueron bastante dickensianas.

Aunque tus personajes nunca son autocompasivos.
Lo genial de ser un niño de uno de aquellos hospitales es que puedes tener ambas piernas entablilladas, llenas de clavos, enganchadas, y pensar que estás mal, pero basta con que mires a la cama de al lado para encontrarte con alguien sin cara. Junto a eso está el hecho de que los niños seguirán siendo siempre niños, no importa lo deformados o impedidos que estén por sus discapacidades. Cuando todos los niños tienen una discapacidad, todas esas discapacidades acaban volviéndose invisibles y lo único que tienes al final son amiguitos. Algunos con más capacidad para moverse que otros, algunos completamente inmovilizados en sus camas, literalmente cabezas parlantes. Hay muy poca autocompasión.

Siempre me he visto metido en situaciones extrañas. Pero creo que todos vivimos en situaciones extrañas, lo que pasa es que uno no reconoce lo extrañas que son. Puede estar relacionado con haberme pasado tantos años, en mi infancia, atrapado en escayolas, pero al final acabas desarrollando un instinto de supervivencia que te permite superar tu situación inmediata para no volverte loco al pensar que vas a tener que pasarte nueve meses tendido de espaldas e inmovilizado. Debido a esa experiencia, o a esa habilidad, puedo evadirme de determinada situación y revolotear sobre ella viéndome a mí mismo como un jugador, ver lo absurdo que es todo.

Pareces poseer la capacidad de transformar las situaciones siniestras en divertidas.
Disfruto siendo consciente de estar en el mundo y de poder divertirme, de poder tomármelo un poco a broma. Sobre todo, me gusta que vengan a mi puerta vendedores ambulantes o que se me acerquen los estafadores porque me encanta darle la vuelta a la tortilla y estafarles a ellos. Enseguida tratan de librarse de mí y yo insisto: «No, no, no…».

¿Y qué ocurre en esas situaciones?
El otro día me vino un tipo que quería pintar los números de mi casa en la acera. Primero quería poner una capa blanca y luego pintar encima los números en negro. Tenía una vieja copia de no sé qué supuesta resolución del ayuntamiento para hacer eso en todas las casas. Le invite a entrar para que pudiésemos llamar por teléfono al Departamento Municipal de la Vivienda y me puse furioso. El tipo ni siquiera llevaba pintura blanca, así que le sugerí que fuésemos juntos a comprarla, y vi que los ojos se le vidriaban. Aquello no se lo esperaba. Le habría llevado una hora o más librarse de aquel lunático que era yo.

(Risas) Aunque no parece que estuvieses dirigiendo tu ira hacia él, sino a la agencia municipal.
Eso es. La clave está en que nos convertimos en cómplices de esa opresión y en socios contra algoque era superior a nosotros, y él no quería esa clase de asociación. De repente, estás desviando su estafa. La estafa comienza a resquebrajarse porque sus objetivos se desbaratan. Al tipo le va a resultar más fácil librarse de ti y dirigirse a la puerta de al lado, donde, con un poco de suerte, le darán diez pavos. También pude haberle pedido que me dejase ver las plantillas de los números para asegurarme de que no le faltase ninguno. Entonces podría haberle invitado a que me acompañase al garaje a por cartones y ponernos juntos a hacer las plantillas de los números que le faltasen. No tengo otra cosa qué hacer. Tengo toda la tarde. Soy escritor. ¿Sabe usted?

¿Alguno de los relatos de tus libros te llegó de esta manera?
Tengo un amigo que se llama Steve…

¿No será Steve Willis?
Sí. Un año Steve y yo dedicamos un montón de tiempo a intentar enriquecernos por la vía rápida. Nos pusimos a vender madera a la deriva a floristerías, vendimos pescado, cometimos un montón de fraudes y hasta el último nos estalló en la cara.

¿Como en ese relato en el que los personajes se piensan que tienen cuarenta mil dólares de madera a la deriva?
Estás en una islita en la bahía y estás entusiasmado porque estás recogiendo toda esa madera y te piensas que por lo menos te van a dar cinco o diez dólares por pieza. Así que cargas la barca hasta arriba y la barca se hunde a causa de tu codicia, y te tienes que pasar todo el día achicando el agua del bote.

¿De verdad se te hundió la barca?
Sí. La barca se hundió y tuvimos que reflotarla. Perdimos todo ese tiempo, dinero y esfuerzo. Luego intentamos vender la madera en Norfolk, y nadie quiso comprarla. Acabamos vendiendo todo el cargamento por cincuenta dólares a un hombre que tenía una sola pierna. Había perdido la pierna recolectando ese mismo tipo de madera en la misma isla donde habíamos estado nosotros, que está infestada de serpientes mocasín (fue a meter la pierna en un nido de serpientes). Y cuando estuvimos por allí recolectando la madera no paramos de espantar serpientes y enjambres de mosquitos, todo el percal.

Al final se trabaja a destajo cuando intentas enriquecerte rápido. En El hielo en el fin del mundo hay un relato semi-autobiográfico que se titula «Alegría al estilo de la huerta», sobre cuando Steve Willis y yo estábamos sentados en una caravana junto al canal, tramando nuestro próximo plan para hacernos millonarios de la noche a la mañana, y lo único que teníamos que hacer era evitar que el caballo de nuestro casero se acercase al jardín, una tarea aparentemente sencilla para dos tipos como nosotros. Pero ni siquiera pudimos hacer eso.

(Risas) ¿Y el casero tenía de verdad toda esa pintura «acuarina»?
Estaba la pintura; estábamos siempre cubiertos de esa pintura. Muchas de mis historias tienen sus semillas en gente que intenta vencer al sistema, o ganarse la vida fuera del sistema. No queríamos que nadie nos dijese lo que teníamos que hacer. Íbamos a ser nuestros propios amos. Y al hacerlo, a veces, nos poníamos en situaciones en las que éramos más vulnerables ante esa clase de cosas que tratábamos de superar.

¿Cómo ves la evolución de tu obra?
Bueno, creo que Charity muestra cierto tipo de evolución, sobre todo en los dos últimos relatos, «Tunga, Tunga», que era parte de una novela que preocupó a mi editor porque era demasiado oscura, y «Memorial Day», que es sobre un niño pequeño y la muerte. Esos cuentos son muy distintos, pero me veo tomando esa dirección. Creo que son más como parábolas, que poseen una visión moral de causa y efecto tipo Antiguo Testamento, la incapacidad de escapar del pecado original. En este nuevo libro de relatos no hay muchas historias de chico-y-chica porque… ¿A quién le importa? Todos tenemos historias de chico-y-chica, chica-y-chica o chico-y-chico. No estoy seguro de que nos acerquen más a lo divino.

¿Consideras muy importante tener un buen comienzo al principio de tus cuentos? ¿Escribes primero un boceto general de todo o tratas de partir de un comienzo claro?
Tengo que empezar desde el principio. No puedo escribir un borrador del conjunto si el comienzo no está bien, porque entonces el final tampoco va a estar bien. Si escribes un borrador de todo con un principio malo vas por mal camino, has dado un giro equivocado desde el primer momento.

¿Cómo sabes lo que es un buen comienzo? ¿Y cómo sabes que lo tienes?
Muchas veces no tengo ni idea, pero soy muy curioso y prosigo para ver cómo se resuelve. Tiene que tener cierto misterio. Ha de haber cierta esperanza, un poco de humor implicado o, de lo contrario, que sea algo absurdo o surrealista.

Aunque muy a menudo haya también algo amenazante.
Como dice John Gardner: «Cuando lees un relato sientes que vas detrás de algo». Así es como me tengo que sentir yo. Tienes que tener cuidado e ir dosificando la información, comenzar en un lugar que no parezca ser el apropiado y que luego resulte que sea el único lugar desde el que podías haber empezado. E inversamente, creo que el final ha de ser (¿cómo era ese viejo dicho?) inevitable y, aun así, sorprendente. El reloj avanza. Después de las primeras frases tengo la impresión de que el reloj avanza como un metrónomo y sé dónde está ese metrónomo, sé el ritmo que impone, así que sé que este relato acabará  probablemente en veintitrés páginas y media. Y es así que, por supuesto, me veo al final de la página veintidós, dirigiéndome hacia la veintitrés, y voy, ya estoy en ello, solo porque al principio supe que el reloj avanzaba. Hemos leído relatos en los que nos lanzamos de cabeza y nos damos cuenta de que son demasiado largos. Y creo que es por haber tenido un mal comienzo.

Y por no haber entendido cuál era el arco de la historia.
Exacto. No todos los finales han de ser claros y estar perfectamente atados.

Pero ha de haber una suerte de resolución, aunque sea desconcertante. Como en tu relato «Los pájaros».
A veces te ves en esa trayectoria y en lugar de que la historia alcance un clímax y luego la acción descienda hasta su desenlace, lo que hace es alcanzar el clímax y seguir su camino y escape por la ventana. El relato que da título al libro, «Charity» acaba con las manecillas de un reloj en el pasillo de un pabellón de un hospital de la caridad. Ese fue un final que me vino por voluntad divina. No tenía ni idea de cómo iba a resolverse ese cuento y, entonces, de pronto, lo vi claro. Uno de esos niños se escapa, otro no y se queda allí para siempre. Quiero decir que creo que de eso va un poco lo de los finales. No está perfectamente resuelto en un momento en que todo el mundo se arregla y vuelve a casa con unos padres maravillosos, porque la vida no es así.

 

El VOLT-mobile de ALAN HEATHCOCK

 

«El estudio donde escribo es una caravana Roadrunner de 1967 que durante buena parte de su existencia fue un vehículo de vigilancia de la policía estatal de Idaho. Ahora está llena de libros, trofeos y curiosidades azarosas, pero todo dispuesto con mucha clase, al estilo urbano-gitano-literario-redneck. Como tengo esposa y tres hijos, es perfecto porque me obliga a salir de casa para ir a trabajar, me permite estar fuera del alcance del oído, apartado de gente que no para de pedirte que le abras algo, que encuentres no sé qué o que limpies no sé cuántos, pero al mismo tiempo lo bastante cerca para volver a comer con tu familia y pillar el wifi. Dentro veréis que tiene un viejo revestimiento de madera muy bonito que huele a bosque y que te hace sentir que estás en mitad del bosque, resulta de lo más acogedor, además te conecta con el pasado. Con ayuda de mi mujer seleccioné unas cuantas páginas de mis libros favoritos y me he hecho un découpage por toda la zona de la encimera, de tal forma que cada vez que voy a beber agua o a calentarme un té, Hemingway, Joyce, James Dickey y Joyce Carol Oates me miran directamente a los ojos y me desafían para que dé lo mejor de mí. También he colgado las cartas enmarcadas que he ido recibiendo de autores a quienes admiro, mi más preciada es la carta que me escribió Joy Williams a máquina después de leer mi libro. Otra de mis piezas preferidas es la fotografía del “Predicador” de la película de Charles Laughton, La Noche del Cazador. El Predicador cuelga sobre mi cabeza, se cierne sobre mí, O-D-I-O tatuado en una mano, A-M-O-R en la otra, siempre vigilándome, asegurándose en todo momento de que estoy escribiendo lo justo y lo correcto. Para resumir, el VOLT-mobile (así es como lo llaman mis hijos) es un lugar mágico, un espacio que me transporta más allá del camino de entrada de mi casa y me hace profundizar en los recovecos de mi imaginación, en todo el miedo que habita ahí dentro, con todos sus caprichos, sus interrogantes y sus incógnitas».

ALAN HEATHCOCK

 

ALAN HEATHCOCK

La auto-entrevista de TNB (The Nervous Breakdown)
27 febrero, 2011
Traducción: Javier Lucini

© Alan Heathcock, 2016

© Alan Heathcock, 2016

¿Últimamente te han hecho muchas entrevistas?
Sí.

Y siempre te preguntan lo mismo, ¿verdad?
Sí. Suelen empezar señalando que mi obra es oscura y luego se lanzan a una retahíla de preguntas con las que intentan normalizar de alguna manera el hecho de que mi obra sea tan oscura. Muchas veces me da la sensación de que el entrevistador está preocupado por mí.

(risas) Bueno, intentaremos no caer en eso.
Genial. Te lo agradezco.

Porque sé que estás bastante bien, ¿no?
Te lo aseguro.

Mi intención es preguntarte por cosas que nadie podría llegar a saber a partir de la lectura de tu libro. No preguntarte nada sobre el arte de la escritura.
De acuerdo; me da miedo, pero vamos allá.

Primera pregunta: ¿Es cierto que estuviste a punto de ser Danny, el niño «redrum» de la película de Stanley Kubrick El Resplandor?
Es cierto. Por alguna razón hicieron un casting en Chicago y mi madre les envió una fotografía mía. Yo era muy pequeño, cuatro añitos a lo sumo, pero recuerdo ir al centro de la ciudad y hablar con un montón de gente desconocida. Todavía conservo la fotografía que mandó mi madre, y la carta del estudio en la que se nos informaba de que había quedado finalista para el papel.

En esa fotografía sostienes un gato y sales bastante bizco, con la vaga pinta de estar a punto de zamparte el gato. ¿Por qué ese aspecto tan siniestro?
Creo que es por culpa de esa bizquera. A los tres años un gato callejero me sacó el ojo izquierdo. Tuve que someterme a una operación muy complicada para no perderlo, y aun así ahora estoy ciego de ese ojo a efectos legales. Durante muchos años, después de la operación, tuve el ojo muy sensible y eso me proporcionó una cara muy parecida a la de Popeye. Un niño muy mono con cara de Popeye es lo mismo que decir: el horror.

Pero al final no te dieron el papel.
No.

¿Te has preguntado alguna vez por qué a tu madre le pareció una buena idea que intentases participar en una película de terror?
Me dijo que el libro le había gustado.

¿Y eso no es raro?
No, a mí también me gustó mucho el libro.

¿Y la película?
La película es genial. Salvo por Danny. Escogieron al niño equivocado para ese papel (guiño de ojo).

¿Tus padres te llevaron mucho al cine cuando eras pequeño?
Sí, me llevaron a ver un montón de películas geniales. Daba igual qué película hubiesen decidido ir a ver, siempre me llevaban. Recuerdo haber ido a ver Todos los hombres del presidente con cinco años. Quiero decir que me acuerdo de la película, recuerdo haber pensado que era maravillosa.

¿La entendiste?
No el rollo político, pero sentí la tensión y pude leer las emociones de los actores. Hoy en día la gente tiene muy poca fe en los niños, como si por el hecho de hacerles sentir algo que se salga de lo reconfortante y lo meramente cariñoso les fuese a explotar la cabeza. Mis padres me llevaron a ver películas buenísimas, por muy intensas que fueran. Vi Tender Mercies, Apocalypse Now, Mad Max, solo por citar unas pocas, y todas a una edad muy temprana. Creo que en parte soy escritor porque mis padres me llevaron a ver todas esas películas increíbles.

Así que se puede decir que tus padres hicieron un buen trabajo.
Tuve los mejores padres del mundo. Le doy las gracias regularmente al Señor por haberme dado esos padres, que siguen siendo mis mayores fans y quienes más me apoyan.

¿Tu mujer también ha sido un gran apoyo?
Sí, a ella se lo debo todo. Desde el principio me apoyó e hizo que tomásemos decisiones que fuesen en beneficio de mi arte/carrera.

¿Y le gusta tu obra?
Rochelle y yo tenemos una estética muy similar. El pasado Día de los Enamorados le dije que eligiese la película que más le apeteciese ver, y decidió que quería ver The Road. Así que fuimos a ver The Road y luego fuimos a cenar sushi. Así es como nos lo montamos. Fue una noche genial.

Pero la gente que lea esto puede pensar que sois unos «freaks».
Somos gente normal. Tenemos tres hijos, constantemente vamos a eventos del cole, incluso vamos a misa de vez en cuando. Mi mujer es profesora de primaria. Simplemente nos gustan las historias intensas. Nos gustan las historias que nos hacen sentir cosas.

¿La conociste en el zoo?
Sí. Estaban dando de comer al dragón de Komodo y había un grupo de gente alrededor viendo cómo devoraba una rata. Y yo me fijé en aquella mujer guapísima, así que fui y me puse a su lado y solté algún chascarrillo y ella me sonrió y nuestros ojos se encontraron y ahí se acabó. Al año estábamos casados.

Y ahora vives en Boise, Idaho.
Así es. El viejo Boise. Muy diferente del lugar donde crecí. Un sitio agradable. Tierra hermosa en cualquier dirección, una escena literaria muy interesante.

Pero no es lugar para un chico de ciudad.
(risas) No. Un amigo me sugirió hacer «mountain biking» y yo pensé que eso significaba montar en nuestras bicis de montaña junto a un río y lo mismo llevarnos unas cervecitas o algo así. Lo siguiente que supe es que estaba descendiendo una ladera a unos ciento veinte kilómetros por hora, me topé con una quebrada y me precipité hacia unos matojos de hiedra venenosa. Fue terrible. El picor me duró semanas. Ese mismo amigo me llevó otro día de camping. Me imaginé que aparcaríamos el coche, haríamos una fogata, comeríamos malvaviscos, ese tipo de cosas… En lugar de eso fuimos en coche hasta las montañas., nos dimos una pateada de quince kilómetros y acampamos al lado de un lago prístino. Yo estaba agotado y no pudimos prender un fuego (aquel verano sufrimos una sequía y encender un fuego de campamento entrañaba un riesgo enorme), y estuve a punto de morir congelado. Mi amigo estaba con su gorra de malla y lana soltando cosas como: «El universo es taaaan maravilloso», mientras yo tiritaba y me mantenía alerta esperando el momento en que no nos quedaría otra que luchar contra el Sasquatch cuando apareciese entre los matorrales y se lanzase a comerme la cara.

Pero tú creciste en un sitio muy duro.
Hay sitios peores, supongo, pero sí, era duro. Me crié en Hazel Crest, una ciudad de clase obrera en la zona sur del sur de Chicago. Era un sitio maravilloso para crecer, buenas risas. Pero las personas con las que crecí se enorgullecían de ser gente dura. Era una forma de vivir, una concepción del mundo.

Menos cuando vas a los bosques de Idaho.
(risas, asentimientos) A menudo yo era el único chaval blanco de mi equipo de baloncesto, y viajábamos a colegios en los que era el único niño blanco de todo el gimnasio. En el transcurso de un partido, en un colegio que era nuestro máximo rival, recuerdo que uno de los seguidores del equipo contrario se puso a gritar: «¡Matad al blanquito!». Y lo decía en serio. Eso me pareció. Me cague de miedo, pero acabé el partido. No te achantas. No lo dejas. Terminas el partido. Eso es ser duro. En realidad no importa dónde estés.

Pero lo de acampar casi que no, ¿no?
No es lo mío. Idaho tiene mucho que ofrecer. Me encanta su belleza natural, adoro subirme al tren y ascender las montañas, no hay nada mejor que tomarse unos cócteles con vistas a un lago precioso. Pero no soy de esos que encuentran paz reconstituyente en lo salvaje. A mí lo que me restituye es el arte, los libros, las películas, las obras de teatro y la música. Mi hijo es un cantante de jazz increíble y me encanta ir a nuestro club de jazz local a escucharle cantar. Lo que me llena es mi familia y una buena comida y una buena historia. Tengo cuarenta años. Antes solía intentar reinventarme, tratar de convertirme en una versión distinta de mí mismo, como cuando leí A River Runs Through It y quise ser pescador de mosca y fui y me compré todo el equipamiento, ropa y todo. Fue de lo más ridículo. No funcionó. Cada cual a lo suyo, pero a mí lo de pescar me parece aburridísimo. Así que lo dejé. Me limito a llevar mis sombreros, mis corbatas y mis zapatos Stacey Adams y disfruto mi vida lo mejor que puedo conmigo mismo.

¿Es verdad que tu vecino de atrás es una estrella del hip-hop?
¡Es cierto! Me parece genial. Se llama David Kelly, aunque se le conoce por su apodo: Cap D. Es el tío más inteligente de la escena hip-hop. Es un poeta, posee la visión del mundo de un intelectual serio. Su nuevo álbum, PolyMath, está llamando muchísimo la atención. Hace poco salió en un artículo del New York Times. A veces me asombra que dos tíos que viven puerta con puerta hayan conseguido triunfar como artistas, que dos tíos de Bob-O-Link Road hayan salido en el New York Times en un plazo de tres meses. ¡Estoy muy orgulloso de Dave/Cap!

Muy bien, ¿estás preparado para una ronda de preguntas rápidas?
Dispara.

¿Es cierto que un pastor alemán se comió tu mascota de infancia?
Sí. Nuestro caniche, Bourbon, un regalo de mi tía, sufrió el ataque de un enorme pastor alemán que era el perro guardián de un aparcamiento de camiones del barrio. El perro se soltó y aterrorizó a todo el vecindario, nos perseguía constantemente, una vez mordió a mi hermano. Suponemos que se imaginó que nuestro caniche era un conejo o algo así y se abalanzó sobre él. Fue horrible.

¿Es cierto que Mike Royko, el legendario columnista de Chicago, te cantó las cuarenta?
Cierto. Yo estaba intentando que me contratara en prácticas. Supuse que apreciaría mi enérgica persistencia de Chicago y no dejé de ir a verle aun después de que me dijese «no» unas seis veces. Me echó una buena bronca, me llamó «Chico del Maíz» (fui a la Universidad de Iowa). Es una de las mejores cosas que me han sucedido. Quiero decir que fue casi perfecto.

En vez de llevar esos pantaloncitos ajustados y acolchados de ciclista como los que llevan todos los demás en Boise, ¿es cierto que te metes compresas Maxi en la entrepierna de tus pantaloncitos normales de gimnasia?
Sin comentarios.

¿Es verdad que podías hacer mates jugando al baloncesto en el instituto?
Hubo un tiempo en el que era muy rápido y podía saltar muy alto.

¿Y que podías bailar como James Brown?
Sigo haciéndolo.

¿Y es cierto que ves una película al día?
No tanto como una al día, aunque en los últimos quince años he llevado un registro y en este tiempo he visto 3.041 películas, lo que viene a ser una media de 202 pelis al año.

Tengo entendido que quieres cazar fantasmas.
Así es. Estoy currándome la oportunidad de asistir a una caza de fantasmas con cazafantasmas profesionales. No sé lo que creo y quiero salir a averiguarlo. Me encantaría ir a investigar un auténtico pueblo fantasma del oeste. En Idaho hay un montón, viejas ciudades mineras abandonadas. Me gusta enfrentarme a mis miedos, siempre que no deje de ser divertido. Y creo que esto va a serlo. Eso espero…

Si ganases la lotería ¿cómo te ganarías la vida (sin contar lo de seguir escribiendo libros)?
Diseñaría pasajes del terror. Me apasionan los pasajes del terror. Mi mes favorito es octubre. Pero también diseño atracciones estilo pasajes del terror para otros días festivos. Haría la mejor atracción navideña de todos los tiempos, una aventura por el Polo Norte de cuarenta minutos que terminase en una montaña rusa que te llevaría a toda velocidad hasta donde tus hijos se harían una foto con Santa. Me daría una alegría inmensa arruinar completamente la experiencia del Santa Claus de Centro Comercial, que es una de las peores tradiciones que tenemos los seres humanos.

¿Has visto The Lawrence Welk Show? ¿Completamente en serio? ¿No es eso rarito?
Es de lo más cursi que hay, pero es un programa muy bueno. Ojalá hubiese ahora un programa así. Mi hija de cuatro años quiere ir a clase de claqué para llegar a ser como Arthur Duncan (el bailarín del programa). Si miras más allá de las pompas y el vestuario ridículo, es maravilloso, atemporal, entretenido. Y… es que soy un poco anticuado, supongo. Por lo general, me llevo muy bien con los ancianos. Me encanta la polka. Llévame a un Oktoberfest con una buena banda de polka y una jarra de cerveza y no me podrás borra la sonrisa de la cara.

¿A qué te gusta jugar más con tus niños?
Me encanta jugar al Scrabble con mi hijo, que tiene catorce años, y con mi hija, de once. Nos gustan los juegos «reales»; Monopoly, Risk, Apples to Apples, Pictionary… Somos un poco anticuados, ya digo. Tenemos una Wii, y ahí está, cosechando polvo. Con las niñas, sobre todo con la de cuatro añitos, me gusta jugar a la «peluquería». Tenemos una silla de barbería antigua en casa y hacemos como que ella es la propietaria del local. Con su caja registradora y todo. Hago como que entro para cortarme el pelo y nos ponemos a interpretar una especie de sainete elaboradísimo, y ella me corta el pelo. Me resulta increíblemente divertido, entrañable y apacible.

A tu mujer le preocupa que algún día llegues a convertirte en un tipo de traje blanco que se pone calcetines rojos todos los días. ¿Tiene motivos para estar preocupada?
¿Un traje blanco? No.

¿Crees que hemos logrado normalizarte lo suficiente como para que si alguien lee tu libro no se preocupe por ti?
Ni hablar. A la gente le encanta preocuparse por alguien. Es lo que mejor se le da.

¿Eres un hombre feliz?
El más feliz de todos los hombres vivos. No te dejes engañar por mis cuentos.

RECORDANDO A LARRY BROWN

(Breve reseña aparecida en el número 54 de la revista No Depression, con motivo del fallecimiento de Larry Brown, traducido por Javier Lucini).

31 diciembre, 2004

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El alma del mundo se encogió un poco el 24 de noviembre con el fallecimiento del autor sureño Larry Brown. Un ataque al corazón le sorprendió mientras dormía. Tenía solo 53 años y dejó esposa, tres hijos y dos nietos. Murió en su casa de Mississippi, en su cama, en el lugar que había amado toda su vida.

Ese lugar alimentó su escritura haciendo de él uno de los escritores más venerados y brillantes de nuestro tiempo. Sus libros son Facing the Music, Trabajo sucio (Ed. Dirty Works), On Fire, Amor malo y feroz (Ed. Bartleby), Joe, Father and Son, Billy Ray’s Farm, Fay y The Rabbit Factory. Su trabajo se ha ganado el beneplácito de la crítica a lo largo y ancho de todo el país, estantes llenos de premios y la admiración rendida de miles de lectores.

Pero Larry Brown fue mucho más que un gran escritor. Fue también un gran hombre. Y algo que a Larry seguro que le gustaría que supieseis es que, también, fue un hombre que, por encima de todo, amaba la música.

En el número 34 de la revista No Depression, Larry escribió un artículo sobre uno de sus cantantes-compositores favoritos, Robert Earl Keen, que empezaba diciendo: «En cada concierto puedes verlos, apretujados y con los rostros alzados. La música irrumpe sobre ellos y los atrapa bajo su influencia… Se saben las letras de las canciones y las cantan en voz alta… Yo he estado ahí… Sé lo que escuchan. Sé lo que ven. Y sé lo que sienten y les hace adquirir ese aspecto. Simplemente aman la canción, compadre».

Larry comprende el poder de la música. Comprende su impacto comunitario y privado. Una de las cosas que más le gustaban era llenar una neverita portátil de latas de cerveza Bud y conducir por el campo de Mississippi en su destartalada camioneta con el equipo de música a todo trapo. Le gustaba especialmente conducir con la música en el crepúsculo, ese momento de tregua entre la noche y el día. Durante el año anterior a su fallecimiento, Larry se embarcó en una misión personal: hacer que todos sus conocidos amasen tanto como él la música del cantante y compositor de Minnesota Ben Weaver. Una noche de verano cargó con la nevera y sus discos de Weaver, pasó a recogerme con su camioneta y cogimos la Autopista 334 hasta Tula, su lugar favorito del mundo, donde se estaba construyendo una cabaña para escribir (a la que había bautizado como: «la choza») en un estanque al que solía ir a pescar de crío y que más tarde compró. «Colega, este tío lo tiene», me dijo. «Es lo mejor porque te hace sentir la música».

Acto seguido, pisó el freno, apagó el motor y nos quedamos ahí sentados escuchando la canción. Larry hizo un gesto de satisfacción con la cabeza en una frase particularmente hermosa, se inclinó hacia adelante y miró por el parabrisas. El cielo era enorme y bajo, el horizonte estaba incendiado con llamaradas rojas y color melocotón. Nos quedamos allí sentados un buen rato. En las carreteras secundarias de Tula puedes hacerlo, quedarte ahí sentado en mitad de la carretera sin que nadie te moleste.  Y cuando acabó la canción, Larry se quedó mirando la puesta de sol. «Verdaderamente la luz de agosto tiene algo», dijo. «Música como esta y un cielo así. No se puede pedir más, hermano». Puso en marcha la camioneta y seguimos conduciendo.

Larry era un discípulo convencido de la buena música. En las giras de promoción de sus libros se llevaba discos de Alejandro Escovedo, de los Blue Monuntain y de gente así. Los personajes que creaba en sus ficciones eran como los personajes de las mejores canciones, y siempre les gustaba la música; el tipo de música que encontrarías en las páginas de esta revista y muy raras veces en la radio. El tipo de música que desprende un sentimiento de dignidad y de tradición, como el propio Larry. El tipo de música que podría ser la banda sonora de un crepúsculo de agosto en Mississippi.

No mucho antes de su muerte, Larry se compró una Gibson Hummingbird que se convirtió en una de sus posesiones más preciadas. Era una belleza. Escribía canciones y las cantaba con los ojos cerrados. Pateaba  el suelo con las botas llevando el ritmo. Solía preceder o concluir las canciones diciendo: «No valgo mucho como cantante», pero era bueno. Porque cuando cantaba, lo sentía. Y también hacía que lo sintiese el oyente.

En el funeral de Larry, se colgó su Hummingbird al lado de su ataúd.  Y cuando lo enterraron en la colina que había junto a su estanque, al otro lado de su cabaña de escribir, un hombre se levantó y se puso a interpretar «Will Ther Circle Be Unbroken» mientras el cielo gris se debatía muy bajo y los cedros juntaban  sus ramas mecidos por las fuertes ráfagas de viento y la lluvia que caía en diagonal. Cada uno de los presentes se sumó a la canción. Todas aquellas voces unidas por la melodía. En aquel momento todos debieron comprender de un modo muy intenso algo que Larry siempre había sabido, que la música no solo se escuchaba, era algo que se sentía.

Apuesto mi sombrero a que le hubiera encantado ese momento.

ALCOHOL, PESCA, ESCRITURA Y CICATRICES

 

UNA ENTREVISTA A HARRY CREWS,
por JESSE PEARSON

(Publicada en la revista Vice en 2009, Harry Crews aún vivía)
(traducción de Javier Lucini)

Harry Crews es uno de los novelistas norteamericanos vivos más originales e importantes que existen. Nació en Georgia en 1935, hijo de aparceros. Sirvió como marine en la guerra de Corea y desde entonces ha pasado por todos los trabajos que un hombre puede llegar a ejercer en el curso de una vida (desde trabajar en una fábrica de cigarros hasta la cumbre –o el infierno– de enseñar escritura creativa).

Sus libros son divertidos de un modo amargo y observan con habilidad dosis de ficción tomadas directamente de su propia experiencia. Es capaz de superar en pegada, estilo, contundencia y profundidad a cualquiera de los componentes de la generación de chicuelos que han seguido sus pasos, y aún hoy sigue en la brecha. Mientras lees esto, Harry se encuentra en su guarida secreta de Florida, trabajando en su nueva novela. Dice que puede que sea la última porque se encuentra mal. Pero quién sabe. Jamás ha existido un ser humano que combine de un modo tan perfecto como Harry Crews la elegancia y la dureza, y nada nos sorprendería que continuase produciendo penosamente sus increíbles libros cuando también nosotros nos hagamos viejos y peinemos canas.

Retrato de Tara Sinn a partir de una foto de John Zeuli.

Retrato de Tara Sinn a partir de una foto de John Zeuli.


VICE: Bueno, Harry, ¿sigue siendo un buen momento para hablar?

HARRY CREWS: ¿Se supone que tenemos que hacer esto ahora?

Creo que quedamos en que hoy te pegaría un toque por teléfono y que ya veríamos.

La morfina acabará por joderte todo lo que te quede de memoria. Cada vez que ese puto reloj marca cuatro horas tengo que meterme un chute. Así que sé que dijimos el viernes por la tarde, pero creí que quedamos a la una o a las dos y, joder, ya son más de las tres. Lo mismo da, salvo porque, no sé si te lo dije, estoy tratando de acabar mi última novela. Si Dios me permite concluirla, me retiraré. Pero no lo dejaré sólo en manos de Dios. Hoy me he puesto a trabajar muy temprano..., una cosa, ¿estás seguro de que merece la puta pena perder el tiempo en esto?

Sin duda. Pero no me gustaría tocarte los cojones.

Tío, no me estás tocando los cojones. Si me estuvieras molestando te lo diría. La última vez que hablamos dijiste algo así como: “De estar en tu lugar, la última cosa del mundo que me preocuparía sería si conceder o no una puta entrevista”.

Cierto.

Bueno, pues me preocupa y la razón de que me preocupe es porque te dije que podrías hacérmela. Ya te darás cuenta: cuando seas tan viejo como yo, la única puta cosa que te quedará será tu palabra. Si le digo a alguien que voy a hacer algo, por Dios que, si está en mis manos, lo haré. Y no me importa. La verdad es que probablemente he dado más putas entrevistas de las que debería. ¿Conoces un libro que se titula Getting Naked With Harry Crews?

Le he echado un vistazo. Es esa antología de entrevistas que te hicieron, ¿no?

A un profesor universitario medio imbécil no se le ocurrió otra cosa que llamarme y preguntarme si no me importaría que se pusiese a buscar todas las entrevistas que me habían hecho para publicarlas en un libro. Yo le dije: “Me importa una mierda, tío. Haz lo que quieras”. Es un libro de tapa dura de casi diez centímetros de grosor.

¿Y están todas las entrevistas que has concedido hasta ahora?

Sí, y algunas no son tan lamentables. No me he leído el libro pero lo he mirado por encima. En algunas entrevistas estaba borracho como una cuba, o hasta el culo de droga, en cualquier caso, algo bastante impresentable. No valen una mierda y no creo que debieran estar en un libro, pero ahí están... No sé, me gusta hablar sobre la escritura, me gusta hablar sobre libros y me gusta hablar de esas cosas. Quiero decir, al fin y al cabo, ha sido mi vida.

¿Tu entusiasmo por todo eso no ha disminuido a medida que te has ido haciendo mayor?

No. Joder, no. Estoy enamorado de esto como un perro. Doy gracias a Dios por poder dedicarme a escribir este libro en el que estoy trabajando ahora. De eso y de una chica que se llama Melissa que no hace mucho fue gimnasta en la Universidad Auburn de Alabama. Una chica de Alabama. Y, bueno, ya sabes cómo son las gimnastas. Joder, es exageradamente bella, con un cuerpo que te dejaría seco el puto corazón.

¿Y está viviendo contigo?

Oh, llegará más o menos en una hora y media para pasar el fin de semana.

Eso son buenas noticias.

¿Me lo dices o me lo cuentas? Es maravilloso. Esta noche va a cocinar langosta y va a ser la hostia. Es una gran señora, tío. Como ya te dije, da gusto mirarla. Y le entusiasma todo lo bueno. Me gusta mucho.

¿Conocía tus libros antes de conocerte a ti personalmente?

Sí, los conocía, pero fue un poco extraño el modo en que entramos en contacto. Tras haber estado dando vueltas a su alrededor durante cuatro o cinco horas, me miró y me dijo: “¿Tú no serás el tipo que escribe los libros esos, verdad?”. Yo dije: “Bueno, sí, he escrito alguna mierda”. En cuanto empezamos a salir, leyó algunas de mis cosas. Pero gracias a Dios no es ése el motivo de que le guste.

Seguro que tienes algunos fans aterradores.

Mi número de teléfono está en la guía pero mi dirección no porque hay mucho gilipollas extraño por ahí suelto que se te presenta de buenas a primeras en la puerta. Muchos son jóvenes que ni siquiera saben qué andan buscando, pero que quieren hablar. La mayor parte quiere hablar o verme por todas las razones equivocadas que se te puedan ocurrir. Piensan que si se frotan conmigo o algo así serán capaces de escribir.

Y has dado clases de escritura durante un tiempo, ¿no?

Bueno, gracias a Dios la Universidad de Florida me hizo esa oferta con la que sueña todo escritor. Tenía diez o doce estudiantes graduados al año. Jóvenes que pensaban que querían ser escritores de ficción. Por lo general, se enamoraban de la idea de ser escritores de ficción, luego experimentaban lo jodido y esclavizante que es este trabajo y enseguida decidían, “No, no es esto lo que queremos hacer”.

Lleva su tiempo, ¿verdad?

Si vas a escribir un libro, no sabes lo que estás buscando. Tienes que desengañarles de todas esas ideas que tienen y de las que se sienten tan seguros pero que, por lo general, siempre, todas y cada una de ellas, son erróneas. Se trata de algo muy aburrido. Pero me gustan mis estudiantes, los pocos que finalmente se han convertido en escritores. Hay un chico, Jay Atkinson, de Massachusetts. Ya ha escrito cuatro libros. Mis estudiantes están repartidos por todo el país. Y toda esa mierda está en como quiera que se llame esa cosa, internet o lo que sea. Google o su puta madre. Yo no tengo de eso en mi ordenador.

Eso, probablemente, sea una bendición.

Bueno, lo tengo, pero paso. Aunque hay toneladas de mierda sobre mí ahí metidas. Está ese chaval, Damon Sauve en San Francisco. Es un buen escritor. Es el que ha puesto todo eso ahí dentro. Creo que se llama “página web”. Sé muy poco de ordenadores. Me limito a hacer lo mejor que sé y dejo toda esa mierda a otros. Escribo a mano, escribo en máquina de escribir, escribo en ordenador y escribiría al carboncillo si eso me hiciera escribir mejor. No me importa cómo con tal de que queden las palabras. No aspiro a más de quinientas palabras al día. Quinientas palabras es cojonudo si eres capaz de llegar a mantener ese ritmo al día, lo que no suele ocurrir, no al menos quinientas palabras que valgan la pena.

¿Escribes durante una cantidad determinada de horas al día?

A mí no me van los horarios. Empiezo cuando sea y trato de llegar a quinientas palabras. Eso equivale sólo a dos páginas manuscritas, a doble espacio. Si llego a dos páginas, ya está. Te sorprenderían los resultados que se obtienen si sigues esa disciplina todos los días de tu vida.

¿Qué podrías decirme sobre el libro en el que estás trabajando ahora?

Se titula The Wrong Affair. Confío mucho en poder terminarlo antes de que me muera. Sería fantástico. Sería la guinda para un trabajo bien hecho. Me gusta este libro una barbaridad. Y por supuesto está sacado de mi vida.

Quieres decir que está basado en experiencias reales.

Todo lo que he escrito a lo largo de mi vida lo está. Tengo un libro que se titula Karate Is a Thing of the Spirit. Estudié karate durante cerca de veintisiete años. Mucho, mucho tiempo. Tengo otro que se llama The Hawk Is Dying. Cacé y entrené halcones. De no haberlo hecho no habría podido escribir sobre ello. Si no me hubiera implicado, si no lo hubiera olido, saboreado, si no me hubiera revuelto en ello (en el tema, sea el que sea), no habría sido capaz de escribir sobre ello. Sé que hay algunos tipos que sí pueden, y que lo hacen bien. Pero yo no soy uno de ellos.

Las memorias que escribiste sobre tu infancia son asombrosas.

Yo vengo de una granja de arrendatarios del sur de Georgia. Si la cosecha fallaba (el tabaco era lo que daba dinero), simplemente no podrías cultivar al año siguiente.

La agricultura arrendataria es un sistema indignante.

Sí, significa que trabajas una tierra que no te pertenece, eres un aparcero. Luego nos tuvimos que mudar a Jacksonville, Florida. Mi padre murió cuando yo sólo tenía veintiún meses. Murió de un ataque al corazón; no llegué a conocerle. Nos crió Ma. Trabajaba en la fábrica de cigarros King Edward. La fábrica cubierta de cigarros más grande de todo el planeta. Una cosa enorme de cojones. Antes de irme al Cuerpo de Marines trabajé allí un verano. Qué puto trabajo más brutal. Nunca sabré cómo pudo aguantarlo mi querida y anciana madre durante todos esos años. Lo hizo porque no le quedaba otra. Por eso lo hizo. De todas maneras, tío, mira, ¿y si dejamos la entrevista para otro momento?

Claro, tengo tiempo. Pero de alguna manera ya la hemos empezado.

Eh, yo también dispongo de tiempo. Siempre estoy aquí. Tenemos que hacerlo de manera que no me pilles justo después de haberme metido el puto chute, o después de haber estado trabajando todo el día o cualquier otra mierda así.

¿Hay algún momento del día que te venga mejor que otro?

Odio tener que actuar como si fuera algo especial. No lo es. No es más que una mera cuestión de cómo va mi vida y de las cosas que tengo que hacer. Ayer fui al puto médico. Es un buen tipo y me gusta, pero al acabar le dije: “Esto ha sido una pérdida de tiempo para mí y para usted y no volveré más por aquí, pero le aprecio mucho y le deseo lo mejor, así que cuídese”. Y acto seguido me fui porque, ¿sabes?, ignoro lo que quería. Supongo que quería asegurarse de que no tenía intención de liquidarme. Quería hablar sobre el suicidio y toda esa mierda. Yo le dije, “Bueno, si quiere podemos hablar del suicidio”.

La última vez que hablamos por teléfono me dijiste que estabas muy enfermo.

Sí, y lo estoy. Pero no quiero hablar de ello. Estoy bien.

Me imagino que muchos grandes escritores han trabajado estando seriamente enfermos.

Flannery O’Connor se estaba muriendo durante todo el tiempo que estuvo escribiendo, y podría nombrarte a un montón de escritores a los que les pasó lo mismo. Mira, Flannery llegó a ese punto en el que sólo podía escribir tres horas al día. Los médicos le dijeron: Puedes escribir tres horas al día. No más. Menuda mierda tener que decirle eso a alguien. Joder. En cualquier caso, para mí, lo peor ahora es el dolor. El dolor te humilla y te da una lección de humildad, y yo no estoy acostumbrado ni a ser humilde ni a que me humillen. No me gusta. Ofende mi idea de lo que coño creo que soy. Preferiría hacer antes cualquier cosa, incluso cortarme la puta garganta.

Hablando de lo cual, me hablaste de una pelea en la que te habías metido hace poco. Te rajaron la tripa y te dejaron una cicatriz enorme.

Es una cicatriz verdaderamente hermosa. Comienza a la altura del vello púbico y sube por el ombligo hasta el esternón, donde permanece equidistante entre los pezones. Me destriparon, tío. Llegué a tener los intestinos en mis manos.

Y me dijiste que ocurrió en un camping de pesca.

Así es.

Un poco irónico, que te destripen en un camping de pesca.

Bueno, sí y no. Éste es un camping de pesca que es más bien un bar para emborracharse y pelearse junto a un agradable lago en el que nadan un montón de peces. Puedes hacerte con una barca para salir a pescar, o puedes limitarte a beber cerveza, jugar al billar, armar gresca, joder y lo que quiera que se te pase por la cabeza. Pero es un lugar fantástico para pescar. La vieja casa de Marjorie Kinnan Rawlings, Cross Creek, no está lejos de donde vivo. A un lado de la carretera está el lago Orange (cuatro mil hectáreas de agua) y al otro el lago Lochloosa, con sus siete mil trescientas hectáreas de agua. Y luego está el riachuelo que corre desde Orange a Lochloosa cruzando la carretera en las proximidades del sitio donde se alza la casa.

¿Y qué se pesca allí? ¿Siluros?

Hay siluros, sí, pero los hay en todas los sitios con agua de los alrededores. Esos lagos tienen grandes róbalos, percas gigantes, truchas moteadas... También hay un montón de peces comestibles pequeños. Buen róbalo de lago, si te gusta pescar róbalos. Pero el róbalo crece demasiado. Los que son buenos para pescar no son muy buenos para comer. Un róbalo que crece demasiado, sabe y huele mucho. A pescado fuerte. No está muy bueno. Los róbalos pequeños son los que hay que comerse, pero no es muy divertido pescarlos porque no oponen resistencia. Bueno, como sea...

Sí, pero ¿podrías contarme cómo acabaste con las tripas al aire?

Conocía a ese tipo desde hacía mucho tiempo y siempre nos habíamos tenido mala sangre. Aquélla no fue la primera vez que nos peleábamos. Unas veces acababa él en el hospital y otras yo. En esta ocasión acabamos los dos en el hospital. Y yo conté un millón de mentiras para que no lo metieran en la cárcel. No quería que ese hijoputa acabase entre rejas.

¿Qué hay entre ese tipo y tú?

Somos como un par de putos perros viejos. Fui en coche hasta el camping de pesca y me pareció que podía oler al muy hijoputa. Dije: “Joder, debería dar media vuelta y volverme a casa. Estoy seguro que ese hijoputa anda por aquí”. Y así era. Cuando nos pusimos los ojos encima fue como si dos putos pit-bulls se encarasen desde sus respectivas esquinas, ¿sabes lo que quiero decir? Se rascan y saltan. Y entonces pasa lo que pasa.

¿Fue hace mucho?

Oh, no hace mucho que salí del hospital. Estuve casi un mes ingresado. En la Unidad de Cuidados Intensivos. No podía hablar. Estaba intubado, me daban de comer y de beber por un tubo. Mi hijo da clases en la universidad a un puñado de críos yanquis en el norte, y vino a casa. Estuvo bien. No le veo tanto como me gustaría y es un puto chaval fantástico. Mide alrededor de 1,92cm, pesará unos cien kilos, delgado y recto. Buen atleta. Es muy brillante; escribe obras de teatro y se las producen. Buen escritor. No sé cómo le dio por escribir teatro, pero el caso es que se puso a hacerlo. Su mujer es la directora del departamento de arte dramático de la universidad. Ella dirige las obras que él escribe, al menos al principio, para limarlas un poco y eso. Por lo que se lo tienen muy bien montado y viven un vida que, según me cuentan, les encanta, y yo no lo dudo. Pero viene muy poco por casa.

Pero vuelve cada vez que resultas herido.

Se queda siempre al lado de mi cama. Permanecí allí un mes. Dieciséis días en la UCI y luego rehabilitación. El cirujano tuvo que coserme y toda esa mierda. Ya llevo fuera cerca de cuatro meses y medio. Pero hace muy poco que la puta cicatriz se curó. Cuando te haces una realmente grande, tan ancha... Nunca había tenido una cicatriz como ésta. Bueno, tengo cicatrices por todo el cuerpo y me he roto casi todas las putas cosas que te puedas llegar a imaginar en algún u otro momento, incluyendo el cuello. A mi edad, cualquier cosa que te hayas roto al crecer, la menor muesca que te hicieras en la juventud, ahí mismo te joderá la artritis. Y la artritis no es una puta broma.

Es lo peor de lo peor.

Sí que lo es. Me partí el cuello al saltar del puente de la calle principal de Jacksonville, en Florida. Es un puente muy elevado, los barcos pasan por debajo y toda esa mierda. Nadie me puso una pistola en la cabeza y me dijo que tenía que saltar desde aquel hijoputa. Y el agua es lo suficientemente profunda como para no resultar herido.

¿Estabas borracho o algo así?

No, no. Simplemente era joven. Estaba con una panda de otros tíos, alguien lo hizo y yo fui detrás. Pero lo hice mal. Me rompí una vértebra del cuello y tuve que llevar uno de esos collarines. Tenía que dormir con el hijoputa ese puesto.

Así que ahora tienes un cuello artrítico. Ese es el tipo de cosa que me aterroriza de hacerme viejo.

¡No te queda otra que acojonarte! Envejecer es una putada. Lo que tienes que hacer es no tenerle respeto a nada, sea lo que sea. Cágate mucho en ello y dale una patada en el culo al diablo. Escupe y ráspate el trasero haciendo todas las cosas que puedas seguir haciendo cuando te hagas viejo. Y no le beses el culo a nadie. Eres un anciano, vale ¿y qué hay de nuevo en eso?

No comportarse como un anciano, básicamente.

La ira me ha ayudado en muchos momentos de mi vida y tengo que confesar (y no se lo recomiendo verdaderamente a nadie, pero qué demonios), que me volví un ser furioso. Un auténtico cabronazo.

¿Y siempre ha sido así?

Sí, por una razón o por otra. Si no puedo terminar un libro, me cabreo. Si no estoy escribiendo un libro, me cabreo. Si me pongo a escribir un libro, me cabreo. Da igual. Tengo un genio muy vivo. Intento ser correcto y civilizado y decente y todo lo que tú quieras, pero no se me da bien. No soy así.

¿Alguna vez has pensado que la ira desaparecería si lograbas completar alguna clase de círculo, como terminar un cierto número de novelas o encontrar a la mujer adecuada?

No. Todos los hombres de mi familia son así. Son como una pandilla de malditos gatos resentidos que no hacen más que moverse por ahí en busca de coños y pelea. Yo fui campeón de los pesos medio-pesados de la primera división de marines. Me han roto la nariz seis veces. Durante mucho tiempo, año tras año, no supe qué lado de mi cara iba a funcionar. Pero me gustó boxear durante mucho, mucho tiempo, y me gusta el karate, y los deportes en los que se matan animales. Me gustan un montón de cosas que no están lo que se dice de moda, cosas que no son muy agradables y que, finalmente, si tienes algo de cabeza, ya sabes, son totalmente indefendibles. Cualquiera que se ponga a defender el modo en que he gastado la mayor parte de mi vida está loco. Loco de atar. Lo que pasa es que hay demasiadas gilipolleces en el mundo. ¿Cómo se puede vivir esta vida sin estar más loco que una cabra?

Te puedes mantener aparte.

Bueno, sí, puedes, pero mantenerte apartado del mundo significa alejarte de los bares, alejarte de las mujeres, alejarte de todas las cosas que merecen la pena en esta vida. Yo, curiosamente, ya no bebo. Hace diez años que no me tomo una copa. Ni una gota. Pero, joder, ya me bebí todo lo que me correspondía en esta vida y no me avergüenzo de ello en absoluto.

Me gustaría poder decir lo mismo.

Bueno, ¿te arrepientes de la mayor parte?

De algo, pero también sé que podía haber sido peor de haber continuado.

El alcohol me sentaba bien y era bueno para mí. Lo juro por Dios. Pero, tío, te juro sobre los ojos de mi difunta madre –y de mi hijo muerto– que no he probado ni gota en diez años. Lo dejé por la misma razón que acabas de decir. Pensé, “Bueno, tío, esto se va a poner muy chungo si sigues así. No eres lo suficientemente fuerte como para seguir haciendo esto, así que lo mejor será que lo dejes”. Ayer estaba pensando en cuando Hemingway se mató. ¿Sabes lo que le pasaba a Hemingway cuando decidió matarse?

Leí una biografía suya, pero fue hace mucho tiempo.

Sabrás que bebió durante toda su vida. Bebió como lo hacen los europeos. A veces bebía vino para desayunar, y solía meterse entre pecho y espalda una puta botella de vino tanto para comer como para cenar. Bebía y punto. Mucho, durante toda su vida.

Sí.

Y luego tuvo que ir a aquella clínica, aquella clínica psiquiátrica, y le dijeron que podía tomarse al día un vaso pequeño de vino, de acuerdo. Durante toda su puta vida pesó cerca de cien kilos, y le dijeron que tenía que bajar a ochenta. Así que ya no pudo seguir comiendo como le gustaba. Había algo que no funcionaba en su conducto eyaculador, sea eso lo que coño sea, por lo que ya no podía mantener relaciones conyugales con la señora Mary. Atento al dato: ya no podía follar. Así es que tenemos a un tipo que no puede comer, no puede beber, no puede follar... y, pudiera o no escribir por aquel entonces, él pensó que no era capaz. Lo intentaba y se desesperaba; no podía soportar lo que salía de su pluma. Sesenta y dos putos años y se puso eso que llaman un Bulldog Inglés (un rifle recortado de doble cañón) en la puta boca y fin de la historia.

Porque le habían arrebatado casi todo.

Bueno, no sé, tío. El caso es que no pudo más. Pero hay un montón de cosas que puedes hacer. ¿Que algo le pasa a tu conducto eyaculador y no puedes follar? Bueno, ¿quién dice que no puedas follar? Yo encontraría otra manera de hacerlo. Coño, haz algo. Dices que no puedo seguir bebiendo; ¡y una mierda! Lo mismo me muero, pero puedo beber. Escucha, si sólo puedo beber un vaso de vino, prefiero no beber nada.

Y no tenía manera de evitar todo aquello.

Y fue en la Clínica Mayo. Y durante su estancia allí aquellos putos psiquiatras se lo llevaban a casa los fines de semana y hacían una barbacoa en el jardín e invitaban a todos sus colegas psiquiatras para exhibirlo. “Mirad a quién tenemos de invitado: Hemingway. Miradle”. Y lo único que pasaba es que estaba viejo (bueno, no tanto, tenía sesenta y dos), pero estaba jodido y confuso. Fue terrible. Horroroso.

Quizá al final hizo lo que tenía que hacer.

Quizá, tío. No sé.

¿Por qué hay tantos escritores que acaban alcoholizados?

He pensado mucho en eso, y no lo sé.

Hay un montón de gente que parece pensar que es algo que va, mano a mano, con la vida solitaria que el escritor necesita para poder hacer su trabajo.

Bueno, puede que sea cierto. Yo no sé lo que es, pero parece que puede ser verdad. El alcohol es el amigo, el enemigo o lo que sea del escritor, y los escritores le dan mucho a la botella.

 

ENTREVISTA DE RADIO A HARRY CREWS (1988)

Aquí os ofrecemos la transcripción traducida hace unos años por Dirty Lucini para Acuarela Libros de esta entrevista que le hicieron en la Radio Pública a Harry Crews en el año 1988, recién publicada su novela The Knockout Artist. Se trata de una ocasión fantástica para disfrutar de su voz y de su especial acento sureño (al que se refiere, por cierto, en cierto momento de la entrevista).

Harry Crews acerca de la escritura y sobre sentirse “freak”. 
Traducido por Javier Lucini.

 
 

Esta entrevista se transmitió por primera vez el 23 de mayo de 1988.

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El escritor Harry Crews ha tenido una vida dura y no se lo ha puesto mucho más fácil a los personajes de sus novelas. Murió el miércoles a la edad de 76 años.

Las novelas de Crews están repletas de freaks y de perdedores con talentos inusuales. En Naked in Garden Hills aparecía un hombre de unos doscientos setenta kilos con predilección por los suplementos dietéticos. El Cantante de Gospelestaba lleno de lunáticos y de personajes carnavalescos. Car contaba la historia de un hombre que se comía literalmente un Ford Maverick, varias onzas a un mismo tiempo.

Los personajes se identifican con Crews que de niño enfermó de polio y se quedó con una pierna desfigurada.

“Sé lo que es que la gente te mire y ver reflejada en su cara tus propias espantosas circunstancias. Quiero decir, tu monstruosidad”,  dijo en el Fresh Air de Terry Gross. “Y hubo otras ocasiones en las que también me sentí extravagante… Como cuando me fui de la granja y me metí en los Marines, allí me tienes, un niño salido de una granja de Georgia que, entre otras cosas, no sabía ni lo que era una pizza. Nunca había oído hablar de ellas. No tenía ni idea de lo que era el pepperoni. Así que me voy a Paris Island con al cuerpo de Marines, en un pelotón de chicos de Nueva Jersey y Nueva York. En fin, todo lo que se refiere a mi forma de hablar, los giros de mi forma de hablar, era incorrecto”.

Al dejar los Marines, Crews se mudó a Gainesville (Florida) donde estudió y más adelante fue profesor de escritura creativa en la Universidad de Florida. También empezó a escribir de un modo profuso. Pero permaneció inédito.

“Escribí cuatro novelas y varios relatos antes de conseguir que me publicaran algo, y el motivo de que no publicara nada de eso era que no era bueno”, dijo. “Y el motivo de que no fuese bueno era que estaba tratando de escribir acerca de un mundo que no conocía”.

Crews, finalmente, se puso a escribir sobre el mundo con el que estaba familiarizado en novelas como El Cantante de Gospel, The Mulching of America y A Feast of Snakes.

“Una noche me di cuenta de que todo lo bueno que tenía lo estaba atrás, en el condado de Bacon, en Georgia, junto a toda esa enfermedad, los anquilostomas, el raquitismo, la ignorancia, la belleza y la hermosura”, manifestó. “Pero era allí donde estaba. No en otro sitio”.

Crews también colaboró en Playboy y en la revista Esquire, y escribió un libro de memorias titulado A Childhood sobre cómo es criarse y crecer en una granja de arrendatarios en Georgia. En 1988 habló con Terry Gross sobre su novela The Knockout Artist que cuenta la historia de un boxeador que abandona su Georgia rural para intentar triunfar en Nueva Orleans.

Los Mejores Momentos de la Entrevista.

Sobre la bebida
“Durante los últimos doce años, he sido un borracho de lo peor. Pero era una curiosa forma de borrachera. Si no estaba trabajando, no me emborrachaba. Y entonces vas y dices: ‘Espera un segundo. Eso es una estupidez. No puedes escribir y beber’. Bueno, eso ya lo sé. Pero puedo dejar de escribir, o asustarme mucho, pervertirme o liarme, y emborracharme durante tres o cuatro días, o noches, o semanas, y luego dejar de beber y volver a ponerme a escribir”.

Sobre los impulsos
“Cuando las cosas se vuelven demasiado cómodas y seguras, me entra la sensación de que me estoy suavizando. Es como si alguien me estuviese enterrando en plumas. Por lo que cuando todo se vuelve demasiado seguro y firme tiendo a ponerme a derribar o a destrozar cosas, según me dé. A medida que me voy haciendo viejo, tengo la impresión de que lo llevo mejor, para gran alivio de la gente que me rodea”.

Copyright 2012. Radio Pública Nacional.

TRANSCRIPCIÓN

DAVID BIANCULLI, presentador: Harry Crews era de esa clase de escritor que amaba los personajes oscuramente cómicos, la gente profundamente retorcida y los grandes títulos. Entre sus novelas destacan A Feast of Snakes, Naked in Garden Hills, Scar Lover y The Hawk is Dying. Falleció el miércoles pasado en Gainesville, Florida, donde enseñó escritura creativa durante varias décadas en la Universidad de Florida. Tenía 76 años. La necrológica de Harry Crews aparecida en el New York Times lo llamó el “Rabelais de Georgia”. Crews también escribió ensayos y un libro de memorias titulado A Childhood: Biography of a Place, sobre su infancia rural en Georgia durante la Gran Depresión. Pero es más famoso por su ficción, protagonizada por freaks y perdedores con talentos inusuales. Terry Gross habló con Harry Crews en 1988 con motivo de la publicación de su novela The Knockout Artist. Trata de un boxeador que se va de su Georgia rural para intentar triunfar en Nueva Orleans. A continuación, escuchamos a Crews leyendo el párrafo inicial:

HARRY CREWS: “Desde donde estaba sentado en un taburete bajo, el chico, que se llamaba Eugene Talmadge Biggs pero al que solían llamar Knock-out, K.O. o Noqueador, había contado tres veces los trajes que colgaban en el armario abierto. Y cada vez que los contaba le salía un número diferente. Eso no le sorprendió. No era bueno contando. No era más que algo que hacer hasta que llegara el momento de salir y hacer la única cosa que le quedaba. Además, ya nada le sorprendía”.

TERRY GROSS, entrevistadora: ¿Sabes?, a medida que profundizamos en tu novela vamos entendiendo que este boxeador está a punto de pelear por el deleite de ese hombre rico y sus locos amigos, y que la especialidad del boxeador es en realidad noquearse a sí mismo dándose un puñetazo en la mandíbula. ¿Conoces en la realidad a alguien que pueda hacer eso, que pueda noquearse a sí mismo de un puñetazo?

(SONIDO DE RISAS)

CREWS: Bueno, extrañamente, sí. Sin embargo, no creo que haya sido eso lo que me ha llevado a escribir el libro, pero sí. Mi hermano fue luchador profesional. Era 22-2 cuando se rompió la mano derecha y yo me he pasado buena parte de mi primera madurez en gimnasios de boxeo de todo tipo, y llegué a pelear como amateur.

GROSS: Este personaje de la novela básicamente se ve obligado a ganarse la vida auto-degradándose. ¿Sabes a lo que me refiero? En vez de ser realmente capaz de utilizar su talento para el boxeo, tiene esa mandíbula vulnerable, por lo que se dedica a noquearse a sí mismo y la gente acude a él porque su auto-degradación se transforma en una especie de diversión.

CREWS: Bueno, dejemos una cosa clara.

GROSS: Sí.

CREWS: Él hace lo que hace y si tú quieres llamarlo auto-degradación, está bien. Pero no tiene que hacerlo. Nadie le está poniendo una pistola en la cabeza. El chico hace lo que hace porque ha perdido la única cosa que podía hacer, que era pelear realmente como un profesional. Y después porque había gente a la que amaba mucho que contaba con él para conseguir dinero para mantenerse, concretamente su familia en Georgia, él está en Nueva Orleans en el curso de esta novela, y hace eso por dinero, dinero que manda a casa.

GROSS: Bueno, ¿y te identificas con su dilema?

CREWS: Siempre.

GROSS: ¿Pues cuáles son algunas de las cosas que sientes que estás obligado a hacer y que en realidad no deseas hacer?

(RISAS)

CREWS: Oh, bueno, ahora ¿estamos en la radio, no?

(RISAS)

GROSS: ¿Está tan mal?

CREWS: No. Bueno no, no tan mal. Supongo que me tengo que ganar la vida de maneras que no habría elegido pensando en la gente que cuenta conmigo para conseguir algo de comida o un techo.

GROSS: ¿Sabes?, los críticos siempre describen tus novelas como centradas en torno a personajes que son extravagantes o anormales. ¿Estarías de acuerdo con eso?

CREWS: Bueno, sí. De acuerdo. Sí. Ciertamente, estaría de acuerdo con eso. Por ejemplo, allí, en mis primeras tres novelas, hay un enano en las tres, un tío diferente pero enano en cada una de esas tres novelas. Son gente completamente diferente pero son enanos. Y hay gente deforme de algún modo u otro y…

GROSS: ¿Sabes?, he estado leyendo tu autobiografía sobre tu infancia hasta más o menos los seis años. Se titula A Childhood.

CREWS: Sí.

GROSS: Y de ese libro he sacado realmente la impresión de que durante parte de tu infancia de verdad te sentiste como un freak. Tuviste polio a los cinco y tenías las piernas torcidas.

CREWS: Bueno, sí. Mis piernas se retorcieron hasta que los talones me tocaban el culo. Esto es, las piernas se alzaron hasta el máximo de su capacidad. Y sí, sé lo que es que la gente te mire y ver reflejada en su cara tus propias espantosas circunstancias, es decir, tu monstruosidad. Y sí, seguro, me sentí como un freak y escribí sobre ello, tal y como muy bien dices, en A Childhood. Pero, por supuesto, hubo más veces en las que me volví a sentir como un freak. No allí, sino en otros lugares, en muchos otros lugares. Por ejemplo, al dejar la granja y entrar en el Cuerpo de Marines, allí tienes a un chico recién salido de una granja de arrendatarios del sur de Georgia que, entre otras cosas, y por citar sólo una, no sabía lo que era una pizza. Jamás había oído hablar de eso.

GROSS: ¿En serio?

CREWS: No sabía lo que era el pepperoni. Así que me fui a Paris Island en el Cuerpo de Marines, ¿en un pelotón de chicos de dónde?, bueno, de Nueva Jersey y de Nueva York, por supuesto. Y, bueno, todo lo que se refiere a mi forma de hablar, los giros de mi forma de hablar, todo era incorrecto. Y me sentía muy raro, no quedaba otra. Y de hecho, si me permites que profundice en esto sólo un minuto… es una de las cosas que…, es una de las cosas que me hicieron tener ese larguísimo aprendizaje cuando, de otro modo, no habría sido necesario, porque escribí cuatro novelas y un montón de relatos antes de llegar a publicar algo. Y el motivo de que no publicara ninguna de aquellas cosas fue que aquello no era bueno. Y el motivo de que no fuera bueno es que estaba tratando de escribir acerca de un mundo que no conocía.

GROSS: ¿A qué mundo te refieres y con qué voces estabas tratando de escribir?

CREWS: Oh, estaba tratando de escribir sobre gente que tenía una familia y que crecía en la misma casa. Y sobre gente que, si era lo bastante desafortunada como para tener anquilostomas o raquitismo, podía acudir a un médico. Y sobre gente que sabía acerca de automóviles y no sobre mulas. Y así hasta aquella noche en que me di cuenta, como en una especie de momento de gracia, ya muy tarde, cuando estaba trabajando, por la razón que fuera, me di cuenta de que cualquiera que fuera mi talento habría de buscarlo allí atrás, en el condado de Bacon, en Georgia, con toda aquella enfermedad y, como digo, anquilostomas, raquitismo, ignorancia, belleza, hermosura y todo lo demás, tal y como era. Pero era allí donde estaba todo eso, y en ningún otro lugar.

GROSS: ¿Puedo leerte la dedicatoria de tu novela y preguntarte sobre ella? Se la dedicas a Rod y a Debbie Elrod…

CREWS: Mm-hmm.

GROSS: …que pusieron todo su empeño en mantenerme sano y estuvieron casi a punto de conseguirlo durante la batalla que fue escribir este libro.

CREWS: Mm-hmm.

GROSS: ¿Estabas teniendo problemas graves cuando escribías el libro?

(RISAS)

GROSS: Quiero decir, todos los escritores hablan de volverse locos mientras escriben sus libros, pero ¿te pasó algo especialmente loco cuando escribiste este?

CREWS: Uh, um, no más que en los otros libros que he escrito. Y no quiero insistir demasiado en esto ni hacer que suene demasiado afectado. Y no creo haber sufrido más que cualquier otro escritor. Creo que algunos escritores se las arreglan para vivir con ello…, en mi caso es la tensión y la ansiedad y lo espeluznante que es ponerse a escribir un libro. Creo que algunos escritores lo llevan mejor que yo. Yo nunca lo he sabido llevar muy bien. Y mi conducta varía de forma, o lo hizo en el pasado, cuando me pongo a escribir un libro; en estos últimos (no me importa decirlo, de todas maneras todo el mundo en esta ciudad lo sabe y la mayoría de la gente que me conoce en este país también) en los últimos doce años, he sido un borracho de lo peor. Pero ha sido una curiosa forma de borrachera. Si no estaba trabajando, no me emborrachaba. Y entonces vas y dices: ‘Espera un segundo. Eso es una estupidez. No puedes escribir y beber’. Bueno, eso ya lo sé. Pero puedo dejar de escribir, o asustarme mucho, pervertirme o liarme, y emborracharme durante tres o cuatro días, o noches, o semanas, y luego dejar de beber y volver a ponerme a escribir.

GROSS: Bueno, ¿sabes?, has aludido en uno de tus ensayos a que te consideras como alguien que ha tenido que esforzarse para no dejarse llevar por sus peores impulsos.

CREWS: Sí, sí, y eso nos hace volver a lo que estábamos diciendo antes. Me gusta andar en el límite. U otra manera de decirlo es que cuando las cosas se vuelven demasiado cómodas y seguras, me entra la sensación de que me estoy suavizando. Es como si alguien me estuviese enterrando en plumas. Por lo que cuando todo se vuelve demasiado seguro y firme tiendo a ponerme a derribar o a destrozar cosas, según sea el caso. A medida que me voy haciendo viejo, me da la impresión de que lo llevo mejor, para gran alivio de la gente que me rodea.

GROSS: Bueno, te deseo lo mejor y quiero agradecerte mucho que hayas hablado conmigo.

CREWS: Bueno, que Dios te bendiga. El placer ha sido mío, y espero que haya estado bien.

BIANCULLI: Esta ha sido Terry Gross hablando con el escritor Harry Crews en 1988. Murió el miércoles a la edad de 76 años.

 

Transcripción cedida por NPR. Copyright National Public Radio.

«Las historias lo eran todo y todo eran historias»

Recuperamos este vídeo que Dirty Lucini subtituló en su día, con ayuda de Tomás y Pablo Cobos, cuando empezó a publicar en Acuarela Libros la obra de Harry Crews. Se trata de una secuencia del documental Searching For The Wrong-Eyed Jesus, de Andrew Douglas, una atípica road movie, el viaje personal que el cantante y compositor Jim White hace al sagrado y muy profano corazón del Sur de Estados Unidos.

El camino le lleva a través de iglesias bizarras, baretos de mala muerte, bosques frondosos, sórdidas paradas de camiones, campings desolados y prisiones hasta dar en una pequeña carretera comarcal con este peculiar e intrigante personaje, un Harry Crews ya envejecido que probablemente sea el autor sureño que mejor revela en sus obras que el Sur no es solo un acento (como en la canción de Tom Petty que versionará Cash en su etapa Rubin: Southern Accents) ni una zona geográfica más o menos deprimida y derrotada, sino un estado mental y una atmósfera.

"La verdad de esto era que las historias lo eran todo y todo eran historias. Todo el mundo contaba historias. Era una forma de afirmar quiénes eran en el mundo. Era su manera de comprenderse a sí mismos".

Así habla Harry Crews en Searching For The Wrong Eyed Jesus (2003) de Andrew Douglas.

MOTORMAN CONOCE AL HIJO DEL ALMUERZO DESNUDO

 
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Una entrevista con David Ohle a propósito de William Burroughs Jr. por Savannah Schroll-Guz (septiembre, 2006)

Traducción: Javier Lucini


David Ohle, autor de la distopía épica de ciencia ficción Motorman, publicará en septiembre unas memorias póstumas de William S. Burroughs Jr. en la editorial Soft Skull Press. Al igual que su obra de culto, publicada por Knopf en 1972 y reeditada por 3rd en 2004, y su esperada continuación, The Age of Sinatra(Soft Skull, 2004), las memorias de Billy Burroughs son la crónica de una excepcional adversidad, al más puro estilo Beckett, aunque, en un principio, puede parecer un tema lejano a la obra de Ohle, más futurística y políticamente descorazonadora. En la siguiente entrevista Ohle explica cómo se vio involucrado en la producción de las memorias del hijo de Burroughs y qué se encontró al abrir las tres cajas de documentos que contenían los últimos vestigios físicos de su vida.

David Ohle

David Ohle

La voz de Billy, un destilado puramente Beat, parece una mezcla virgen del humor estigio de su padre y el anarquismo literario, aparentemente espontáneo, de Kerouac. Su prosa repiquetea y traquetea a ritmo Kerouaciano de manera notable en la catalogación de los efectos de su conducta ignominiosa. También, en su prosa más lúcida y formal (la destinada a la propia novela) existe una robusta belleza en su imaginería. Puede verse en la descripción de la granja de alfalfa junto al Río Grande en la que nació, el zumbido de las langostas, las formas semejantes de las raíces de los árboles y los escorpiones, y la blanca y horizontal residencia familiar de la granja.

No obstante, el libro está repleto de una cándida suerte de horror: los litros de sangre que arroja Billy por la boca y la nariz cuando le falla el hígado, la inhabilidad de los médicos a la hora de identificar la fuente de sus afecciones, el diagnóstico erróneo de histeria y la receta aberrante del fármaco Haldol para el debilitamiento hepático, el ingreso en el hospital mental. Hay un pánico telegrafiado en la elección de las palabras y, en los períodos particularmente difíciles de desintoxicación y convalecencia, lapsos mentales y disyunciones que resultan muy impactantes. En las cartas a su padre pasa por encima de su enfermedad con un ingenio modesto y expresivamente chaplinesco. Hay momentos de humor incisivo, como en la descripción del médico y la enfermera que, al examinarle minuciosamente, acaban viéndose el uno a la otra desde ambos extremos: «Digo, ¿es usted, doctor?». Al acusarse a sí mismo de quejica y de no parar de berrear, Billy es, en verdad, muy fiel a la realidad. Reconoce su frustrante incapacidad para alzarse por encima de lo que le lastima emocionalmente. En sus propios comentarios, el padre de Billy lo identifica como una criatura simplemente infeliz que no tiene la más remota idea de por qué se siente así. Y es esto lo que le lleva constantemente a caerse del vagón, a los persistentes intentos de reforma y a su crónico fracaso personal.

El trabajo llevado a cabo por Ohle con las memorias de Billy ofrece a los lectores una perspectiva histórica y bastante documentación cultural. Es una crónica de los últimos coletazos de la Generación Beat, un retrato de la bohemia abatida y mugrienta que dejó la estela escandalosa y vanguardista de aquel movimiento. También ofrece un ángulo adicional a los estudios sobre la figura de Burroughs padre: una visión retrospectiva y lateral (si bien es cierto que bastante filtrada por la idiosincrasia de Billy) de William padre y el impacto directo de su literatura incendiaria y sus acciones personales.

Billy Burroughs sería el protagonista genuino de En mil pedazos (título de la obra de James Frey, un joven drogadicto norteamericano que novelizó sus memorias acerca del proceso de rehabilitación que vivió en un conocida clínica), pero sin llegar a recuperarse nunca. Parece la historia disuasoria definitiva, así como un argumento para el vínculo inextricable entre creatividad y psicosis. Ohle ha dispuesto una ventana de valor incalculable para poder asomarnos a la vida y el mundo interior de quien se describió a sí mismo como el «hijo del Almuerzo Desnudo», el descendiente de William Burroughs y de la anfetamínica Joan Vollner Adams, a la que Burroughs padre mató accidentalmente de un disparo jugando a Guillermo Tell en un hotelucho de México. La entrevista que sigue fue realizada a través de emails que David Ohle respondió desde Lawrence (Kansas) donde actualmente escribe y ejerce su cátedra en la KU (Kansas University).

Savannah Guz: ¿Qué fue lo que llevó a Bill padre a pedirte que compilases los papeles y la última novela de Billy? ¿Fue Motorman lo que despertó su interés y le alertó de tus facultades?

David Ohle: Conocí a William padre durante los últimos diez años que vivió aquí, en Lawrence (Kansas). Lo veía al menos una vez a la semana, fui uno de los que llevó el féretro en su funeral. También conozco a su asistente, James Grauerholz. Burroughs padre y James sabían que yo era un investigador, un editor y un escritor fiable. Ya había hecho un trabajo de edición preliminar y transcripciones de tres de sus obras,MaricaTierras de Occidente y Gato Encerrado. Otras dos personas ya habían intentado hacer el «libro» de Billy y se habían rendido. Así que Burroughs me pagó unos honorarios para que “editase” la última novela de Billy, Prakriti Junction. Pero cuando llegué a Ohio State, donde se archivan las cajas con los documentos, no había nada que pudiera considerarse una novela, por lo que se me ocurrió la idea de construir unas memorias, una compilación de sus escritos, su correspondencia y varios testimonios acerca de él. Todo esto lo explico en la introducción de Maldito desde la cuna.

¿Cuántos años te llevó ordenar la prosa y la correspondencia de Billy Jr.? Sé que todo empezó con unas cajas de documentos.

James [James Grauerholz, el asistente de Bill padre] probablemente podría responderte mejor a esto, pero me parece que nos pusimos con el proyecto de Billy hará unos diez años.

¿Cómo fue tu primer encuentro con Bill padre? ¿Había leído Motorman cuando te pidió que editases y transcribieses sus propias novelas?

Conocí a Bill a finales de los setenta, cuando yo estaba dando clases en la universidad de Texas, en Austin. Le invitaron para dar unos recitales y fue mi huésped durante unos cuantos días, junto a su asistente, james Grauerholz. De hecho, fue Grauerholz quien me pidió que transcribiese ciertos manuscritos de Burroughs a un formato electrónico para posteriormente editarlos. Grauerholz había leído Motorman. No sé si Bill lo leyó.

¿Crees que Bill padre quería asegurarse de que la novela póstuma de su hijo no desapareciese junto a él? Quiero decir, ¿crees que las memorias constituyen una especie de homenaje que quiso hacerle Bill a su hijo?

Creo que Bill padre quería hacer una especie de homenaje literario a Billy y, según tengo entendido, llegó a un acuerdo con Grove/Atlantic para llevarlo a cabo, concretamente con la última novela de Billy (inconclusa), Prakriti Junction, que más adelante encontré lamentablemente inadecuada para ser publicada.

Desde tu punto de vista, ¿en qué modo Prakriti Junction, en su forma original, sin editar, se relaciona con Speed y Kentucky Jam? Bill padre menciona en su respuesta a una carta que le manda Billy que el trabajo autobiográfico finalmente se seca y la obra de ficción comienza a surgir de un modo inevitable. Aún así, en Prakriti Junction, Billy parece comenzar su historia personal desde su nacimiento. Desde tu posición ventajosa, ¿Prakriti Junction se emprendió como otra cosa y al final acabó convirtiéndose en una forma de catarsis durante el canto del cisne que fueron sus diversas adicciones y el escabroso preludio y las secuelas de su trasplante de hígado?

Se relaciona con Speed y con Kentucky Ham porque sigue siendo autobiográfica, esta vez centrándose en lo que sucedió después de lo relatado en Kentucky Ham: su matrimonio y su divorcio, su trasplante de hígado, su zambullida en el alcoholismo desesperado y en la adicción. Supongo que Billy pensó que se precisaban ciertos antecedentes para proporcionar contexto a los lectores que no estaban familiarizados con el resto de su vida hasta entonces. Yo pensé lo mismo cuando me puse a recopilar el material de Maldito desde la cuna, así que recurrí a material referencial de Speed al principio para dotar a la narración de cierto contexto. Pienso que Billy comenzó Prakriti Junction antes de su trasplante de hígado, una operación que lo cambió todo y le imposibilitó continuar con la obra de un modo organizado y coherente. Siguió escribiendo, pero no de una manera regular, y siempre obsesivamente acerca de su degradación física, sus pensamientos suicidas y su desesperación. Supongo que lo que escribió después del trasplante fue una forma de catarsis. Quizá escribir sobre el suicidio le previniese de suicidarse, directamente.

Mientras trabajabas en el manuscrito de Billy, intercalando cartas y comentarios entre los capítulos de su novela inacabada Prakriti Junction, ¿encontraste algunas afinidades entre la vida de Billy y el personaje de Moldenke de tus novelas Motorman y The Age of Sinatra? Parece haber una clara adversidad de tipo Beckettiana y una explícita obsesión corporal en ambas historias (la arritmia de los cuatro corazones de oveja de Moldenke, los pájaros con lenguas que envuelven sus cerebros; y por el lado de Burroughs, el fallo hepático, la ulterior septicemia post-operatoria, las cicatrices del tamaño de adoquines y la cantidad de venas reventadas).

Sí, encuentro algunas afinidades entre Billy y Moldenke, aunque Moldenke era un sufridor mucho más paciente. Creo que una de las razones por las que William Burroughs padre y yo nos llevamos tan bien fue porque compartíamos el mismo interés por los asuntos clínicos y científicos (y por Beckett). Mientras que Bill padre apenas hablaba de Billy, siempre estaba dispuesto a hablar de los aspectos médicos del trasplante de Billy, del nivel de sus dosis de morfina, del olor de la herida, de la duración de la cirugía, etc…

¿Trabajar en estas memorias ha tenido algún impacto en tus propios personajes de ficción o en la construcción de tus tramas? ¿Encontraste que había algún tipo de fertilización cruzada durante la investigación o el proceso de edición?

Eso es difícil de responder. Hurgar y cribar entre todas las tristes anotaciones de Billy probablemente me influyó de alguna manera. En The Age of Sinatra, la deformación voluntaria era una moda. Para Billy fue involuntaria y horrible. Aunque empecé esa novela mucho después de enfrentarme a la difícil situación de Billy, pudo haberme llevado a utilizar aún más imágenes clínicas en mis revisiones finales.

En tu introducción mencionas que encontraste fotografías y cintas de audio en las cajas del archivo de Billy. ¿Qué contenían?

Solo había tres o cuatro fotografías insignificantes, de él en la cocina de su apartamento, etc… Las cintas eran entrevistas con Ginsberg, Waldman, Burroughs padre, realizadas por Richard Elovich. Esas cintas fueron transcritas y yo utilicé las transcripciones en la compilación del libro. Una de las cintas era de Billy conduciendo un coche y hablando con Jim Jarmush, pero la calidad del sonido era muy pobre y apenas la utilicé.

Ninguna de las cartas de Billy está fechada. ¿Cómo fuiste capaz de determinar su secuencia?

En algunos casos pude hacer coincidir los acontecimientos descritos en las cartas con hechos reales y datables. Su padre siempre fechaba sus cartas, por ejemplo, así que si su padre respondía a una de las cartas de Billy, me podía hacer una idea bastante aproximada de cuándo fue escrita dicha carta. O si Billy escribía que se había pasado una semana en una clínica de desintoxicación, esas fechas estaban en las fichas médicas. Y así. Hubo bastante especulación, pero creo que todo se acerca bastante a las verdaderas fechas.

Concluyes cada capítulo con comentarios sobre Billy hechos por Allen Ginsberg, Anne Waldman, James Grauerholz y otros. Este añadido realmente dota de una fuerza tridimensional y de bastante sustancia al personaje de Billy. El lector no se siente forzado a fiarse solo de sus palabras, sino que recibe las percepciones de otros que de algún modo le rellenan y proyectan una clara sustancia psicológica a su espíritu narrativo. ¿Cómo conseguiste estos comentarios? ¿Están basados en entrevistas transcritas específicamente para el libro o se trata de observaciones pre-existentes?

Las observaciones ya existían, dejadas por otros que ya habían trabajado en el «Libro de Billy» antes que yo; los cito en el libro.

El libro en un principio iba a sacarlo Grove/Atlantic en 2001. ¿Qué sucedió para que al final lo sacara Soft Skull?

Cuando Grove/Atlantic renunció al proyecto por motivos legales (Billy dice algunas cosas procesables sobre gente que aún vive), el libro permaneció encajonado un par de años. Ninguna otra editorial hizo una oferta. Soft Skull había publicado mi novela y yo sabía que era una editorial a la que le gustaba asumir riesgos. A Richard Nash nunca le han asustado los posibles litigios, así que le pregunté si estaba interesado, y lo estaba.

Estas memorias añaden otra valencia a la figura de Burroughs padre. Puede interpretarse como un nuevo ángulo desde el que aproximarse a la obra de Bill padre: desde el punto de vista de su hijo. (¡ya me imagino las futuras tesis de los graduados!). ¿Has dado clases sobre la literatura de Burroughs basadas en tu trabajo con Bill padre o en las memorias de Billy?

No he impartido clases ni sobre Burroughs ni sobre Billy. Además, James Grauerholz, que sabe más de Burroughs que nadie, ha dado clases aquí sobre él.

¿Prevés (o esperas) que estas memorias sirvan para despertar el interés por la literatura de Billy o que, debido al tenor de su lenguaje, su producción literaria y su trayectoria de vive-rápido-y-muere-joven, Billy esté destinado a convertirse en un icono de culto como su padre?

Nunca ha existido una lamentable falta de interés por los libros de Billy, pero creo que este va renovar ese interés; creo que ahora están descatalogados, no estoy seguro. No puedo imaginarme a Billy convirtiéndose en una figura de culto como lo fue su padre, pero quienes lean Maldito obtendrán una nueva perspectiva del personaje de su padre que quizá poca gente conozca.

Y ahora, acerca de ti: ¿qué fue lo que te llevó a emprender la carrera literaria y cuándo empezaste a escribir cuentos?

Siempre he escrito cuentos, desde niño. Tenía un pupitre amarillo y solía sentarme allí a escribir cuentos sobre osos y monstruos en un cuaderno que ojalá estuviese aún en mis manos.

¿Qué te llevó al desarrollo del personaje de Moldenke [el protagonista de Motorman] y específicamente qué hay en él (y/o en su potencial de cambio moral) que continúe situándolo en la primera línea de tu ficción?

Hay un estudiante de posgrado en el departamento de biología de aquí, en la Universidad de Kansas, que se llama Andrew Moldenke. Yo no le conocía, pero un amigo mío sí. El nombre me fascinaba. Su sonoridad. Simplemente construí el personaje alrededor de ese nombre. Su papel en mi obra de ficción es generalmente el de un observador, o un foco. El extraño mundo que habita es el verdadero protagonista. Moldenke simplemente se deja llevar por el torrente de los acontecimientos. No posee un auténtico carácter propio. No es más que un nombre.

He leído que estás trabajando en un nuevo libro, The Pisstown Chaos. ¿Retoma la acción donde la dejaste en The Age of Sinatra? ¿Puedes adelantarnos algo?

Moldenke es un personaje secundario en The Pisstown Chaos. Esta vez la historia sigue a la familia Balls: Ofelia, su hermano Roe, su abuela Mildred y el abuelo Jacob. Explora cosas como los canallas que salían enSinatra, pero no en profundidad. El supremo poder político esta vez lo encarna el Reverendo Herman Hooker, quien parece estar a cargo de las cosas, aunque nadie sabe por qué ni cómo.

Savannah Schroll-Guz es una colaboradora habitual del Library Journal. Es autora de The Famous & The Anonymous (Better Non Sequitur, 2004) y editora de Consumed: Women on Excess (So New Media, 2005).


El libro Motorman está publicado por la editorial Periférica, con excelente traducción de Juan Sebastián Cárdenas.

www.editorialperiferica.com




North Mississippi Allstars

 

Como Dylan anda estos días por nuestro país (de gira con Los Lobos), publicamos este extracto de la entrevista que le hizo James Calemine a Jim Dickinson en 2009 (famoso músico y productor, padre de Luther y Cody, componentes de los gloriosos North Mississippi Allstars).

JAMES CALEMINE: Háblame de cuando Bob vino a Mississippi a visitarte hace unos años.

JIM DICKINSON: Sí, fue un puntazo, la verdad. Él andaba metido en aquella gira con Paul Simon. Me llamó, a veces llama cuando está de paso por la ciudad. No suele hacerlo, pero en aquella ocasión lo hizo y me dijo (imitando el tono de voz de Dylan): «Eh, tengo un día libre. ¿Por qué no me das una vueltecita por Mississippi?». Yo le dije que claro. Vino a casa cuando los chicos aún vivían en el otro trailer. Tengo dos tráilers y un granero. El granero es mi estudio, los chicos se escondieron en su tráiler y se pusieron a mirar por la ventana cuando vieron aparecer a Dylan.

Hablamos sobre Larry Brown. Dylan dijo: «¿Conoces a Larry Brown?». Y como que me quiso sonar, así que le dije: «Sí, ¿no es ese borracho que suele pasarse por el bar donde suelen tocar mis hijos?». Y Dylan me miró de un modo muy severo, como si hubiese dicho algo inconveniente, y me dijo: «He leído hasta la última palabra que ha escrito». Y yo pues, oh, bueno, permíteme reconsiderar el comentario que acabo de hacer (risas) sobre mi buen amigo Larry Brown...

(Particularmente nos encanta la imagen: Larry Brown disfrutando en un juke joint de un concierto de los North Mississippi Allstars con una buena cerveza fresca en la mano).

 

La guerra no estaba a diez mil kilómetros sino en tu propio país, en el barrio, en casa.

 

Recuperamos aquí esta entrada del Blog El Eco de los Libros (que era una maravillosa fuente de información pero, lamentablemente, lleva inactivo desde 2010) en el que Luis Ingelmo, traductor y prologuista del primer libro de Larry Brown publicado en España (Amor malo y feroz, Ed. Bartleby; el prólogo es una maravilla) y verdadero responsable de que conozcamos y amemos a este autor, hablaba de Trabajo sucio.

Foto de Adolfo Ruiz Maeso


Foto de Adolfo Ruiz Maeso


En cierta entrevista Larry Brown confesaba que se había librado de ser enviado a Vietnam por los pelos, pues, recién concluidos sus estudios de secundaria, su nombre aparecía el primero de entre los obligados a formar las filas de las tropas de infantería que se habrían de unir al cerca de medio millón de soldados estadounidenses desperdigados por las selvas del sureste asiático. Supuso que, ya de puestos, mejor ir a la guerra con todas las de la ley y en buenas condiciones de preparación militar, para lo cual se alistó como voluntario en el cuerpo de infantes de marina. Sin embargo, quisieron los dioses que su batallón no llegase siquiera a despegar de la base en la que se encontraba destinado. Así que, una vez transcurrido su entrenamiento como recluta, tenía por delante un buen puñado de meses y, además de dejar que pasara el tiempo jugando al billar, leyendo y practicando el tiro al blanco, Brown se dedicó a escuchar a los veteranos que habían regresado de la guerra. A veces de modo consciente, otras de fondo, oía los relatos de los supervivientes del gran desastre militar, humano y natural que fue la guerra en Vietnam, soldados cuyo uniforme los despojaba de su humanidad para reemplazarla con una coraza de hielo y fuego, de sangre y sudor, de rabia inagotable en brazos de una pesadilla cuyos efectos solo parecían mitigarse entre densas nubes de maría y litros de alcohol. La violencia gratuita hacia un enemigo versátil y escurridizo se alimentaba de su constante paranoia: allí hasta las mujeres de ojos rasgados e infantil sonrisa seductora a menudo guardaban una granada de mano oculta bajo el vestido. Aquellas narraciones que Brown escuchaba, ya fuera como telón de fondo o aplicando sabiamente el oído donde debía hacerlo, conformaron la base de su primera novela, Dirty Work (que bien podría traducirse como Trabajo sucio), historias que leemos a través de sus dos protagonistas, Braiden Chaney y Walter James, este sin rostro, aquel sin brazos ni piernas, el uno negro y el otro blanco, ambos despedazados en su interior más aun que por fuera, los dos postrados en sendas camas de un hospital de veteranos de guerra. Una sola noche dura el relato de su encuentro, al comienzo distante, progresivamente más cercano, entreverado con recuerdos de su juventud perdida y sus ciudades natales, con ecos de la memorable y pasmosa Johnny Got His Gun de Dalton Trumbo –no solo por las coincidencias de la puesta en escena, sino por los escollos materiales y emocionales que han de sortear los personajes para llegar a comunicarse–, una larga noche hacia el alba, inalcanzable por inexistente, que acaba por borrar cualquier traza de romanticismo o heroísmo que nadie pudiera albergar acerca de la guerra. Ha de advertirse, con todo, que la cadencia narrativa de Brown no es la misma que la elaborada y vagamente filosófica de Trumbo, sino que se halla más acorde con la despiadada de Thom Jones en sus relatos sobre Vietnam de The Pugilist at Rest (pienso en «The Black Lights» y, sobre todo, en «Break On Through», que de inmediato nos trae a la mente la segunda parte del verso de la canción de los Doors: «to the other side», una ruptura imposible, un cruce insalvable, una travesía sin destino final) o, debido a la alternancia entre los puntos de vista de ambos protagonistas, que hacen de cada capítulo prácticamente un relato independiente y a la par inseparable del resto, con la de Tim O’Brien en The Things They Carried, con el añadido de un ritmo frenético y lacerante, sutil e inquebrantable.

Pinchar aquí para leer la entrada original: 
http://elecodeloslibros.blogspot.com.es/2008/02/la-guerra-no-estaba-diez-mil-kilmetros.html

 

Dan Allawat

 

Trabajo sucio, de Larry Brown: Contar la verdad sobre la Guerra de Vietnam a través de la ficción.


(AVISO IMPORTANTE: contiene spoilers, se recomienda leer tras la lectura de la novela) Traducción: Javier Lucini


Podría argumentarse que para que la literatura de ficción triunfe sus elementos esenciales han de estar claramente definidos y establecidos en la historia, esto es: la trama, los personajes, el lugar, el estilo, el diálogo, el punto de vista y la temática. Y sería un buen argumento, aunque haya quien pueda darle más valor a la verdad a la hora de calificar el logro de cualquier historia de ficción. Quizá la verdad pueda obtenerse simplemente a partir de los elementos esenciales que acabamos de mencionar. Por supuesto, no nos estamos refiriendo al éxito en términos de atractivo comercial o número de ejemplares vendidos. No, en esta reflexión el éxito se mide por la capacidad de la ficción para procesar y transmitir al lector la verdad de la condición humana y el mundo en general. En este sentido, el fallecido Larry Brown fue un escritor de éxito; un narrador absolutamente comprometido con la verdad. Y en su novela Trabajo sucio nos revela con enorme éxito la verdad sobre la guerra de Vietnam; sobre todo en su descripción de la condición humana de quienes lucharon en aquella guerra. Y aún más, consigue transmitirnos esa verdad con una honestidad tan dolorosamente vívida y desgarradora que podría muy bien sostenerse que nos encontramos ante el libro definitivo sobre los estragos físicos y emocionales de la Guerra de Vietnam. Tanto es así que debería ser promovido y leído por quienes detentan puestos de autoridad y, el día menos pensado, puedan tener que tomar decisiones que, en último término, acaben metiéndonos en otra guerra.

Foto AP.

Foto AP.

Entre los años 1950 y 1975, Estados Unidos se involucró en la guerra de Vietnam. En apoyo de la lucha anti-comunista del sur contra el norte, la implicación estadounidense fue cada vez mayor hasta el punto culminante de finales de los años sesenta, cuando llegaron a desplegarse más de quinientas veinticinco mil tropas. El interés de Estados Unidos en Vietnam se basaba principalmente, y puede que exclusivamente, en el miedo a que una pequeña nación asiática cayese bajo el régimen comunista y acabase provocando un efecto dominó en el que Asia acabaría perdida por completo bajo el yugo del comunismo. La historia revelaría al final que dicha suposición era incorrecta y, peor aún, aquel malentendido de la amenaza comunista acabaría costando cincuenta y ocho mil vidas estadounidenses y trescientos cincuenta mil heridos. Esta pérdida de vidas, junto al concomitante número de bajas, sin olvidar la increíble cantidad de fondos que se invirtieron en el despliegue, resultó un auténtico fracaso. Al final, Estados Unidos, incapaz de hacerse con la victoria, tendría que retirarse del país. En 1975 Vietnam del Sur se rindió al Norte y el país se reunificó. Desgraciadamente, para muchos veteranos la cosa no acabó en 1975. Para la mayoría la guerra continuó rugiendo mientras trataban de aclimatarse a la normalidad de sus antiguas vidas, de vuelta al hogar, marcados emocionalmente y, en muchos casos, incapacitados físicamente. Es en este escenario sobre el que se construye Trabajo sucio de Brown.

La novela relata la historia de dos excombatientes que pasan un día y una noche juntos, codo con codo, en un Hospital de Veteranos. Tiene lugar unos veinte años después del regreso de las tropas. Braiden Chaney, que perdió tanto los brazos como las piernas en la guerra, lleva muchísimos años ingresado. Al inicio de la historia, le colocan a un nuevo paciente en la cama de al lado: se trata de Walter James, un hombre esencialmente sin rostro a causa del estallido de una granada y que, además, sufre colapsos repentinos e impredecibles por culpa de los fragmentos de proyectil que tiene alojados en el cerebro. A Walter lo han ingresado en el hospital a causa de un incidente con un coche. No recuerda muy bien los pormenores de lo sucedido. Braiden es afroamericano y Walter caucásico. Ambos se criaron en el sur rural y pobre y la novela relata fielmente las realidades de dos vidas forjadas en esas particulares circunstancias. A pesar de sus prejuicios mutuos, tienen mucho en común pues comparten y comprenden la experiencia de haber crecido siendo pobres en el sur de Estados Unidos. También poseen fuertes convicciones religiosas, muy sureñas, acerca del bien y del mal, aunque la guerra haya atenuado bastante su sistema de creencias, aun después de tantos años. Al final, después de pasarse horas hablando y contándose sus vidas, sus historias y sus guerras, Braiden reúne el valor para pedirle a Walter que le quite la vida, que termine con su desesperada existencia. Walter se resiste pues siente que eso sería caer en el peor de los pecados. Mientras continúan charlando sobre sus vidas y Walter espera que le den el alta para regresar a su casa, el peso de la petición de Braiden cuelga incómodamente entre las dos camas como si se tratase de un tercer personaje. Las complejas realidades del efecto de la guerra en sus vidas, tanto física como emocionalmente, quedan estampadas en cada una de las páginas de esta obra que Larry Brown despoja totalmente del romanticismo que pudiese tener la guerra o el ejército. No hay héroes ni intención de definir a los personajes por la nobleza de su sacrificio en nombre de la patria. Solo la realidad del sufrimiento perdura como resultado de una guerra que, en términos generales, nunca llegó a entender la mayor parte de quienes participaron en ella, incluyendo, por supuesto, a Braiden y a Walter. Braiden le da vueltas en cierto momento a esta idea cuando le relata a Walter cómo fue su última mañana en el hogar junto a su madre antes de ser enviado a Vietnam: «Estaba allí tumbado aquella mañana. Tenía el uniforme colgado ahí mismo. Un soldado de la nación más poderosa del mundo. Y en lo único que podía pensar era: ¿Por qué?, ya sabes, ¿Por qué? Ni siquiera era capaz de comprender de qué iba la cosa. Tenía que ir porque era mi deber». La habilidad de Brown a la hora de crear estos personajes bajo la luz de la autenticidad, verosímiles en su desesperación y en el cuestionamiento de su sino tantos años después del final de la guerra, es un testamento de su compromiso a permanecer honesto en su retrato de las víctimas de la guerra.

La Guerra de Vietnam ha dado lugar a una prolífica cantidad de literatura. Lucas Carpenter señala: «Una de las muchas ironías de la Guerra de Vietnam es que siendo una de las mayores derrotas de Estados Unidos, sea la guerra que ha generado más y mejor literatura, colectivamente, de todas las que libró en el siglo XX, y resulta abrumador que en su mayor parte haya sido escrita por veteranos que no tardaron mucho en darse cuenta de que aquella no era la guerra de sus padres».

Foto de Judge Rock (Flickr)

Foto de Judge Rock (Flickr)

Casi toda esta literatura fue escrita con un estilo reminiscente de las historias bélicas de guerras anteriores, esto es, historias en las que hombres jóvenes, inocentes e ingenuos, fueron a la guerra para regresar cambiados por el horror de las trincheras, pero aun manteniendo cierto sentido de la nobleza en su coraje y su patriotismo. No obstante, al mismo tiempo surgieron voces nuevas que quisieron desmarcarse de aquel romanticismo trasnochado y de la idea del sacrificio, dando como resultado historias que dejaban al denudo la verdad de la guerra. Como afirma Tim O’Brien en The Things They Carried: «Si al final de una historia bélica te sientes elevado, si sientes que se ha logrado rescatar un pedacito de rectitud de entre los despojos, entonces es que has sido víctima de una terrible y muy vieja mentira. No hay rectitud, en absoluto. Ni virtud». La voz de una nación que se cuestiona su participación en la Guerra de Vietnam y aún más, la voz del propio soldado sobre el terreno, pueden encontrarse en muchas de las historias de O’Brien, del mismo modo que en las otras muchas obras escritas por los autores que quisieron sumarse a esa nueva voz emergente. Trabajo sucio de Brown, aunque no surja de las mismas raíces que los relatos de O’Brien (O’Brien sirvió en Vietnam, Brown no), es una historia que se adscribe al credo de O’Brien. No hay rectitud. Ninguna virtud puede encontrarse en la Guerra de Vietnam, ni en sus secuelas.

Larry Johannessen sugiere que para comprender la literatura sobre la Guerra de Vietnam lo mejor es «considerar las cuatro categorías principales en las que se pueden clasificar estas novelas: básicamente (a) las que lidian con la experiencia de Vietnam (la narrativa del combate); (b) las que se centran en los efectos de la guerra al regreso a casa; (c) las que examinan la experiencia de los refugiados; o (d) las que se centran en el legado de la guerra, particularmente en el impacto sobre los niños de la generación que vio la luz durante la guerra».

Si uno ha de meter Trabajo sucio en una de estas categorías en la que mejor encajaría sería en la (b): los efectos de la guerra al regreso al hogar. Y aunque esta categoría le viene muy bien al empeño de etiquetar en un sentido amplio y cómodo, resulta muy difícil definir una obra como Trabajo sucio en términos tan amplios y poco precisos. Trabajo sucio es una historia bélica. De acuerdo. Contiene escenas narradas de batallas que fácilmente podrían catalogarse como pertenecientes a la denominada narrativa de combate. Y Walter tiene un hermano menor que solo tenía cinco o seis años cuando se fue a la guerra; en ese sentido, hay escenas en el libro que podrían entrar perfectamente en la categoría  que se ocupa del impacto de la guerra sobre los niños de la generación posterior. Pero, al final, se trata de una historia que se centra básicamente en la manera en que Braiden y Walter afrontan la vida, o quizá en el modo en que no la afrontan, dadas las condiciones que les toca vivir, herencia funesta de la Guerra.

Creative Commons, cortesía de ‘mikefisher821

Creative Commons, cortesía de ‘mikefisher821

Lo que separa Trabajo sucio de la mayor parte de la ficción que trata la Guerra de Vietnam es el denodado esfuerzo de Brown por impedir que la esperanza se inmiscuya en lo que es básicamente una realidad triste y desesperanzada. De nuevo, aun cuando haya por ahí literatura como la de Tim O’Brien que mantenga una distancia similar a la hora de inculcar cierto código moral, por muy sutil que sea, en el texto, los ejemplos son escasos y muy esporádicos, y ninguno resulta tan verosímilmente desolador como el de Larry Brown. Hay multitud de historias que hablan de la desesperación de quienes regresaron, de los veteranos heridos, pero casi siempre hay un momento en el que se acaba derramando algún significado o algún atisbo de luz que resulta en la comprensión/aceptación por parte del personaje, o los personajes, que sufren. Un buen ejemplo es la novela In Country, escrita por Bobbie Ann Mason. In country narra la historia de una adolescente, Samantha, o Sam para abreviar, cuyo padre murió en Vietnam antes de que ella naciese. En parte es criada por su tío, Emmett, también veterano de la Guerra de Vietnam que lucha día a día tratando de sobrellevar los prolongados efectos emocionales de la guerra. Decidida a saber más sobre la guerra que se llevó la vida de su padre, Sam empieza a preguntar a diversos veteranos, incluyendo a su tío. Este, por su parte, lidia como puede con sus inacabables interrogatorios, que le hacer revivir una y otra vez el horror. Al final, la protagonista y su tío viajan al Monumento de los Veteranos de Vietnam, en Washington, donde ella parece acceder a cierto grado de comprensión, si no a una cierta sensación de clausura o conclusión, en relación a la muerte de su padre. Asimismo, su tío, herido emocionalmente, parece obtener alguna suerte de beneficio de su enfrentamiento directo con la memoria de la guerra.

No hay nada malo en novelas como la de Mason. Aquí únicamente la citamos como ejemplo de cómo la literatura de ficción sobre la Guerra de Vietnam, o puede que de cualquier guerra, tiende a aposentarse sobre un cierto sentido de cierre o resolución. Como dice W. D. Ehrhart con respecto al final de In country de Mason: «Y de hecho, al final de In country, mientras Sam reflexiona sobre el misterio de ese otro Sam A. Hughes cuyo nombre está tallado en el muro y el rostro de Emmett “arde en una sonrisa, como si fuesen llamas”, no podemos evitar sentir que al final todo va a estar bien. Nos gustan las historias que acaban así. Nos gustan las guerras que acaban así. Pero las historias de verdad rara vez acaban tan bien, las guerras nunca».

Larry Brown entiende esta premisa y la adopta para contar la historia de Braiden Chaney y Walter James.

Sería fácil decir que In country de Mason es una mala elección para compararla o contrastarla con Trabajo sucio. No hay personajes gravemente discapacitados físicamente, por ejemplo, aunque el tío de la protagonista parezca estar sufriendo los efectos del Agente Naranja. Aunque ambas historias comparten el hecho de que transcurren bastantes años después de la guerra. Y ambas cuentan con personajes que están tratando de vivir sus vidas bajo el dictamen de la conexión, directa o indirecta, con la guerra. Pero, de nuevo, es la negativa de Brown a conceder el menor alivio a los personajes de Trabajo sucio lo que la separa de In country y de la mayor parte de la literatura surgida de la Guerra de Vietnam. Incluso el clásico libro de memorias, Nacido el 4 de julio, que narra la lucha de su autor, Ron Kovic, como veterano de Vietnam herido y condenado a vivir en una silla de ruedas, ofrece inspiración aunque no sea por otro motivo que el de la lucha incansable y a menudo exitosa de su autor por la mejora de las condiciones de los veteranos. Y eso no le quita valor literario, de hecho el elemento inspirador, junto a las descripciones de las horrendas luchas que tuvo que emprender Kovic, sitúa a esta obra en los anales de la literatura de la Guerra de Vietnam. Larry Brown prefiere contar una historia en la que no brille el menor atisbo de luz, una historia en la que la inspiración brille por su ausencia, y al apostar por eso se mantiene fiel a los veteranos cuyas realidades comparten las mismas circunstancias que viven Braiden y Walter.

A medida que Trabajo sucio se aproxima a su conclusión, Walter recuerda el incidente por el que le ingresaron en el hospital. En los días que precedieron al incidente entabló una amistad improbable con una joven plagada de cicatrices de cintura para abajo producidas por el virulento ataque de un perro siendo niña. Ella y Walter no tardan en hacerse íntimos y durante las horas en las que le cuenta a Braiden aquel incipiente romance, poco a poco, va colocando en su sitio las piezas sueltas y acaba recomponiendo la secuencia de sucesos que le condujeron al hospital. Estuvo con aquella muchacha en un coche, aparcados en el lecho seco de un arroyo; pasaron por alto sus cicatrices y se pusieron a hacer el amor en medio de una tormenta. Dado que la lluvia torrencial no amainó, el agua empezó a cubrir el lecho del arroyo hasta conformar una inundación. Aún negándose a ofrecer el menor alivio o socorro a los personajes de la historia, Brown hace que Walter sufra uno de sus inoportunos colapsos justo en el momento en que el agua empieza a inundar el coche. La chica, atrapada bajo el cuerpo inmóvil de Walter, se hunde y se ahoga bajo su peso. Un equipo de rescate los encuentra, la cabeza de él unos pocos centímetros por encima del agua, la de ella unos pocos por debajo. El descubrimiento de estos hechos y las ulteriores cicatrices emocionales que Vietnam le ha producido hacen que Walter reconsidere la petición pendiente de Braiden. Como reflexiona William Becker en su crítica de Trabajo sucio: «Quizá sea el reconocimiento del enorme precio que va a tener que pagar, lo que le hace aceptar el argumento de Braiden: Braiden ya ha pagado más que suficiente». La historia concluye con la decisión de Walter: «Permanecí a su lado un buen rato. Él abrió los ojos y me miró cuando cerré las manos alrededor de su cuello. Dijo: Jesús te ama. Y yo cerré los ojos porque no me tragué esa mierda. Yo sabía que en algún lugar Jesús lloraba».

En Trabajo sucio, Larry Brown construye una historia sobre los efectos de la guerra en los combatientes. En muchos sentidos, el libro es una novela antibélica, pero al etiquetarla de esta manera se corre el riesgo de alejar a los lectores a quienes más se les debería encomendar su lectura. Si Once an Eagle, de Anton Myrer, una cautivadora novela que describe el ascenso solitario de un soldado por los estamentos militares a lo largo de diversas guerras es de lectura obligatoria en nuestras Academias Militares, entonces puede que Trabajo sucio debiera ser de lectura obligatoria para todos y cada uno de los oficiales elegidos por el pueblo y para el pueblo de este país. Quizá la guerra sea inevitable, pero debe tenerse un cuidado extremo al considerarla como una opción para la resolución de conflictos. Después de todo, cuando se toma una decisión como esa, la historia potencial de Braiden y Walter vuelve a escribirse una y otra vez, ad infinitum.


OBRAS CITADAS  

Becker, William H. «Dirty Work/The Acquittal of God: A Theology for Vietnam Veterans (Libro)». Theology Today 47.2 (1990): 212. Academic Search Premier. EBSCO. Web. 15 abril 2010.

Brown, Larry. Trabajo sucio. Barcelona. Dirty Works, 2015.

Carpenter, Lucas. «IT DON’T MEAN NOTHING»: Vietnam War and Postmodernism. College Literature 30.2 (2003); 30. Academic Search Premier. EBSCO. Web. 15 abril 2010.

Ehrhart, W.D. «Who’s Responsible». Vietnam Generation Journal & Newsletter 4.2 (1992): n. pag. Web. 25 abril 2010.

Johannessen, Larry R. «From combat to legacies: Novels of the Vietnam War». Clearing House 68.6 (1995): 374. Academic Search Premier. EBSCO. Web. 15 abril 2010.

O’Brien, Tim, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. Barcelona. Anagrama, 2011.

 

PEYOTE BILLY

La poeta Anna Waldman, una de las diversas voces destacadas que pueblan las páginas de Maldito desde la cuna, escribió esta poesía a la muerte de William Burroughs Jr. Acaba de aparecer traducida por Annalisa Marí Pegrum en el libro Beat Attitude. Antología de mujeres poetas de la generación Beat, publicado por Bartleby Editores.

Anne Waldman con William S. Burroughs

Anne Waldman con William S. Burroughs


PEYOTE BILLY

por Anne Waldman

Un fragmento de magia compasiva por la vida de William Burroughs Jr. (fallecido el 3 de marzo, 1981)

no te detengas, Billy   algo se mueve
          estamos           zapateando por ti
asediados o exaltados balanceos de hoja de helecho

           estos sistemas de soporte vital           estos ríos que se infiltran
           y te atraviesan

tú tan lejos y espacio profundo profundo profundo
para las piernas no es suficiente para sentarse y susurrar

en tu oído Billy  sin nova Billy  más alimentos 

            Billy te enviamos estas estrellas salpicadas sobre el tejido de algodón

un gris precioso para los sentidos  ten Billy tómalos Billy

toma estas estrellas Billy  toma Billy toma el humo de madera

            (no te detengas Billy no te detengas Billy no te detengas Billy que no se detenga) 

te enviamos estos aromas y el placer de montar una tienda de campaña          

            una tienda para los errantes para el alma errante  tu sombra perdida

puedes renacer en este cuerpo Billy

                        y por tu propio bien nos tumbamos

en un fardo de humo y por ti comemos esta medicina que cura 

para vomitar de nuevo  Vomité por ti Billy y los últimos

3 años se me repiten por ti Billy         dale la vuelta

sigues aquí para nosotros Billy 

            nosotros tres  yo  Steven Reed 

en la noche calma no puedo estarme quieta brinco por ti Billy 

            que no se detenga que no se detenga no te detengas Bill 

            licor de maíz para bajar la magia

desmodulación Billy

demonio hipodérmico Billy

            corregible Billy

el sello de Salomón Billy 

esto se tambalea Billy 

correlación Billy 

            inmóvil 

                        indeleble

                                    sangre de  jacinto Billy 

                                               las cartas sobre la mesa Billy

                                                           golpe dramático y te echamos de

menos Billy 

                                               dónde has estado joven Billy 

                                   te estamos buscando Biloly

                                   estudiando tu chute Billy

                                               universalidad Billy 

                                                           deja que se escape

                                                                       pásalo

que no se detenga que no se detenga Billy no te detengas Billy que no
que no se detenga Billy Billy no te detengas no te detengas Billy
            que no se detenga que no se detenga Billy no te detengas Bill

¿TODO QUEDA EN CASA?

 

Reproducimos aquí este extracto del libro The Job (El Trabajo, entrevistas con William Burroughs), publicado por la editorial Enclave de Libros (2014), porque pensamos que es muy revelador y porque constituye un buen material extra para antes o después de la lectura del nuestro libro Maldito desde la cuna.


Traducido por Federico Corrientes.

DANIEL ODIER: Usted ha dicho que la familia es uno de los principales obstáculos para cualquier progreso humano real. ¿Por qué?

WILLIAM S. BURROUGHS: En primer lugar significa que los niños son criados por las mujeres. En segundo lugar, que cualquier clase de tara mental que padezcan los padres –sean neurosis o confusiones– se transmiten inmediatamente al indefenso niño. Todo el mundo parece creer que los padres tienen perfecto derecho a infligirles a sus hijos cualquier clase de tara perniciosa que padezcan ellos y que a su vez les transmitieron a ellos sus padres, de manera que a toda la especie humana se la mutila durante la infancia, y todo esto lo hace la familia. No iremos a ninguna parte mientras esta ridícula unidad no sea disuelta.

Hay varias formas de hacerlo. Por supuesto, la más obvia sería quitarles a los padres biológicos sus niños en cuanto nacen y criarlos en una especie de guarderías estatales. Esto se ha propuesto muchas veces, pero claro, hay que tener en cuenta qué clase de formación y de entorno va a haber en las guarderías estatales.

Otra propuesta, hecha por el señor Brion Gysin, es que se pague a los niños por ir a la escuela. En otras palabras, que cuanto más avancen en sus estudios más dinero obtendrán. Si esto se hiciera desde una edad muy temprana, empezaría a socavar su dependencia económica de los padres, y cuando el niño se licenciase de la universidad, por ejemplo, tendría dinero suficiente para iniciar su carrera sin recurrir a los padres. Lo que realmente mantiene a los hijos atados a sus padres es la dependencia económica, y hay que acabar con ella.

– William S. Burroughs con Thurston Moore (Sonic Youth) y la hija de este último.

– William S. Burroughs con Thurston Moore (Sonic Youth) y la hija de este último.

DANIEL ODIER: Ya ha habido varios intentos de acabar con la familia, pero no han dado resultado. ¿Por qué han fracasado?

WILLIAM S. BURROUGHS: Bueno, para empezar no han llegado lo bastante lejos. Imagino que en China se habrán aproximado más que cualquier otro país, aunque no he tenido la ocasión de comprobar qué es lo que está sucediendo allí. En Rusia decían que iban a hacer algo al respecto y luego no hicieron absolutamente nada; por lo visto, en Rusia existe la misma familia burguesa que en el mundo occidental. Por supuesto, la gente que tiene intereses creados en la familia son las mujeres. Y evidentemente, cualquier intento de atacarla hace que echen espuma por la boca.

DANIEL ODIER: ¿Qué haría falta para reemplazar a la familia?

WILLIAM S. BURROUGHS: Nada. Nada. No veo en absoluto ninguna necesidad de familia. Es una buena forma de empezar. Por supuesto, en la actualidad la inseminación artificial es completamente posible. Muy bien, se escogen a los donantes y a las mujeres, estas quedan preñadas, y permanecen en el hospital hasta que nace la criatura: no conviene que anden paseándose por ahí, porque antes de nacer a un bebé pueden pasarle todo tipo de cosas. Algo que también es muy importante es que no haya ningún ruido cuando nazca el bebé: nadie debe decir nada, porque en ese instante tan traumático las palabras dejan huellas permanentes. El señor L. Ron Hubbard, el fundador de la Cienciología, dice que durante cualquier período de inconsciencia es absolutamente criminal que nadie diga nada, porque esas palabras quedan impresas en el organismo y, si son reestimuladas o repetidas con posterioridad, volverá a experimentarse ese dolor, y son muy devastadoras. Muy bien, el bebé ha nacido; entonces se le traslada a una guardería, o lo que sea, para que lo críen. Eso es todo… Sin familia.


 

NOTA DE ALLEN GINSBERG

 

NOTA DE ALLEN GINSBERG A PROPÓSITO DE SPEED,
LA PRIMERA NOVELA DE WILLIAM BURROUGHS Jr.

Traducción Javier Lucini

Speed, la crónica de William Burroughs Jr., está escrita de manera imperturbable (carece de sentimentalismo porque dentro del autor hay una figura difusamente impersonal que observa los desplazamientos que le circundan), es muy lúcida en lo que concierne a las alucinaciones, a la prudente realidad y al lenguaje sumergido en penumbras crepusculares («conseguiría una condena por hurto»), y por fin se ubica en un espacio ajeno a lo histórico, porque acepta que el metabolismo que tritura hasta morir (¿un invento nazi?) provocado por la metanfetamina es el Wanderjahre personal de todo muchacho moderno. El libro se detiene en el episodio final sin dar mayores explicaciones, se trata de un indicio de inteligente sentido de la proporción. Las repeticiones onomatopéyicas del texto ofrecen un tono juvenil más divertido, pero más inexperto como prosa, que el procedimiento implacable del buscador de hechos que exhibía Burroughs padre en Yonqui, su primer libro, extrañamente análogo a este. Hay una diferencia de diez años; al completar su primera obra publicada, Burroughs Jr. tiene justamente diez años menos que los que tenía su padre en iguales circunstancias. Establezco la comparación porque salta a la vista y no debe ser desechada; Speed exhibe indicios del laconismo propio de Burroughs padre, así como su capacidad de observación para registrar los hechos: «la luna que flotaba a través de una escalera de incendios por encima de los apartamentos»; «en un instante se convirtió en un montón de ojos y ganglios»; «un pedacito de carne avanzando paso a paso entre los desfiladeros»; «me quedé al borde del precipicio con una pastilla disolviéndose sobre mi lengua». Lo que resultó es una relación dotada de coherencia narrativa acerca de un asunto inasiblemente escurridizo: el interior del universo de la metanfetamina. El padre había cumplido su primera tarea en el universo de la marihuana, ¿adónde llegará la conciencia de la próxima generación?, ¿se proyectará al sistema solar?, ¿lo trascenderá para llegar a otros mundos y otros océanos? El bondadoso observador indiferente que se percibe tanto en la prosa del padre como en la del hijo es el alma auténtica, que es lo perdurable.

 

RECORDANDO A LARRY BROWN

 

por Bob Minzesheimer, USA TODAY, 29-11-2004
Traducción Javier Lucini

Era medianoche en un bar de Oxford, Mississippi, la última vez que vi a Larry Brown, el bombero convertido en novelista capaz de escribir y beber mejor que la mayoría de nosotros. Brown, que murió el miércoles a la edad de 53 años a causa de un ataque al corazón, habló aquella noche acerca de una de las muchas lecciones que había aprendido por sí mismo: beber y escribir no casan bien.

«Me doy verdaderas orgías de escribir y me doy verdaderas orgías de cerveza», dijo, «pero no es bueno intentar escribir y beber al mismo tiempo». Estaba a punto de publicar su cuarta novela, Fay, pero aquel día no había estado escribiendo, simplemente hablaba de ello.

Habíamos quedado a mediodía en otro de los sitios que solía frecuentar, Square Books, la librería de Oxford donde, en la época en que apagaba fuegos y coleccionaba cartas de rechazo de las editoriales, se animaba y encontraba valor. Aquel día, hace ya cuatro años, habló un montón sobre escribir, pescar y crecer en la ciudad natal de William Faulkner. Y bebió un montón mientras me paseaba por el campo en su camioneta y me enseñaba la cabaña para escribir que se estaba construyendo con sus propias manos junto a su estanque particular.

En lo que se refiere a la bebida, perdí la cuenta después de que se bebiese un pack entero de seis cervezas, varias botellitas de aguardiente de menta y unos cuantos chupitos de whisky para hacer la digestión. A medianoche yo ya estaba exhausto. Pero Brown seguía dándole fuerte en la barra. No se le trataba como a una celebridad literaria local, sino como a un cliente muy bueno.

Sus ensayos y novelas, incluyendo JoeDirty Work y Father and Son, convirtieron a Brown en estrella de la «Grit Lit», como cierta bibliotecaria de Seattle, Nancy Pearl, denominó a aquella especie de género en Book Lust, su lista de lecturas recomendadas.

Grit Lit, escribió, es «tragedias griegas fritas al estilo sureño, llenas de personajes furiosos, trastornados y generalmente desesperados, impulsados por el sexo y el alcohol». Su escritura era accesible, cruda e inquietante. Pat Conroy, en cierta ocasión, dijo: «Larry Brown escribe como una fuerza de la naturaleza».

Brown se graduó a duras penas en el instituto antes de ingresar en los marines, pero siempre le gustó leer. Con 31 años vendió un relato a una revista de moteros y se convenció para asistir a clases de escritura en la Universidad de Mississippi, donde la novelista Ellen Douglas le descubrió escritores como Flannery O’Connor, Raymond Carver y Tobias Wolff.

Después de vender otro relato a la revista Mississippi Review, la editora Shannon Ravenel le escribió para preguntarle si tenía más. «Alrededor de unos cien», le respondió por carta. En 1988, la editorial de Ravenel, Algonquin Books, publicó diez de aquellos relatos en una colección que se tituló Facing The Music, que obtuvo críticas muy favorables. El bombero se había convertido en escritor.

Abandonó el Cuerpo de Bomberos de Oxford dos años más tarde, pero siempre escribió sobre la clase obrera. «Un escritor sensible escribe lo que él, o ella, conoce mejor, y se centra en el material que siente más cercano y en las vidas que observa a diario», decía Brown.

Creció observando a su padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que nunca pudo ganarse la vida en los campos de algodón y que bebía demasiado. Brown decía que su infancia podía explicar «por qué escribo tanto sobre beber, meterse en problemas y la violencia. Conozco bien esas cosas, y no tengo que imaginar cómo se vive con ellas».

Las críticas de Brown fueron siempre mejores que sus ventas. Se convirtió en una especie de autor de culto e hizo un pequeño papel en una película, protagonizada por Debra Winger, adaptada de uno de sus cuentos, Big Bad Love. Fue el tema de un documental, The Rough South of Larry Brown, y ejerció de profesor visitante en la Universidad de Montana. 

Pero nunca tuvo un bestseller.

Cuando salió Fay en el año 2000, Booklist, la publicación de la Asociación de Bibliotecas Norteamericanas, la bautizó como «una horrenda y hermosa obra del Rey de la Basura Blanca». Eso hizo reír a Larry. Le dijo a su hija, LeAnne, «Si yo soy el Rey de la Basura Blanca, eso significa que tú eres la princesa». ¿Su propia marca? «Bah, no soy más que un tipo normal y corriente que ha tenido la suerte de descubrir lo que quería hacer con su vida».

Unas seiscientas personas, desde bomberos a escritores, asistieron al funeral que se celebró el sábado pasado en Oxford. Deja atrás tres hijos, dos nietos y una esposa, Mary Annie, que fue quien le prestó su máquina de escribir el día que decidió ponerse a escribir.