Javier Lucini

BIOGRAFÍA DE HARRY CREWS

por John McLeod (University of Georgia Press), publicado en The New Georgia Encyclopedia

traducción y notas: Javier Lucini

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Harry Crews es un prolífico novelista cuyos personajes, a menudo extravagantes, pueblan un Sur extraño, violento y oscuramente cómico. También es autor de un libro de memorias muy elogiado, Una Infancia: Biografía de un lugar, sobre lo que significa crecer pobre en el sur rural de Georgia. Crews ha centrado la mayor parte de su trabajo en los blancos pobres del Sur, y ha inspirado a un creciente número de jóvenes escritores a ocuparse de lo mismo, incluyendo a Larry Brown y a Tim McLaurin.

Los primeros años

Harry Eugene Crews nació en el condado de Bacon el 7 de junio de 1935. Fue el segundo de dos hijos. Sus padres, Myrtice y Ray Crews, eran granjeros pobres que apenas rascaban lo suficiente para ganarse la vida. Después de que su padre muriera en mitad de la noche de un ataque al corazón con él, que por aquel entonces tenía solo dos años, durmiendo a su lado, Myrtice no tardó mucho en casarse con el hermano de Ray, Pascal. Su decisión resultó fatídica pues Pascal se reveló como un borracho violento y peligroso. En sus memorias, Crews describe la frágil situación de su temprana vida familiar: «El mundo que circunscribía a la gente de la que yo procedía contaba con tan poco margen de error, tan poco margen para la mala suerte, que cuando algo iba mal, casi siempre ocurría algo que empeoraba la cosa aún más. Era un mundo en el que la supervivencia dependía de un crudo valor, un coraje que nacía de la desesperación y mantenido por la ausencia de alternativas».

Harry Crews niño

Crews tuvo que desarrollar ese crudo valor desde el principio, pues de niño padeció dos importantes reveses físicos. A los cinco años le acometió una fiebre seguida de unos calambres tan severos en las piernas que sus talones chocaban con la parte posterior de sus muslos. Tuvo que guardar cama durante más de seis meses antes de que pudieran sacarle a respirar aire libre. Empezaría a andar de nuevo gradualmente apoyándose en la verja que rodeaba la granja. Crews identificaría en aquella cada vez más inestable vida familiar la causa del estrés psicológico que padecería más adelante en su vida.

A los seis años, en el curso de un juego infantil llamado «El Látigo» es arrojado accidentalmente a una caldera de hierro colado que se estaba utilizando para escaldar cerdos. Con quemaduras que le cubrían más de dos terceras partes del cuerpo, Crews solo sobrevivió, según le contaron los médicos, porque su cabeza quedó por encima del agua. En sus memorias recuerda aquella terrible experiencia: «Entonces sentí unas manos encima que me quitaban la ropa y el dolor dio paso a algo que no se puede expresar con palabras, o al menos que yo no puedo expresar con palabras. Yo no tengo forma de hablar de ello porque cuando me quitaron la camisa mi espalda se fue con ella. Al bajarme el peto, se deslizó también mi piel cocida y brillante».

Crews se alistó en los marines a los diecisiete años, mientras su hermano luchaba en la Guerra de Corea. En la época de su servicio, Crews comenzó a leer seriamente. Al licenciarse se matriculó por la G.I. Bill* (*ley aprobada por el gobierno en 1944 en beneficio de los soldados estadounidenses para acceder al financiamiento de estudios técnicos o universitarios) en la Universidad de Florida, con la intención de convertirse en escritor. El escritor Agrario* Andrew Lytle (*movimiento literario al que también pertenecieron Robert Penn Warren, John Crowe Ransom, Donald Davidson y Allen Tate), que en su día impartió clases a Flannery O’Connor y a James Dickey, fue el profesor de escritura del joven Crews universitario.

Primeras novelas

Los años que le condujeron a su primera publicación fueron duros, tanto personal como profesionalmente. Crews se casó en 1960 y tuvo dos hijos, pero el matrimonio no duró mucho. En 1964 sobrevino la tragedia cuando su hijo mayor se ahogó. Crews empezó su carrera como profesor en 1962 y tras varios años de rechazo su primera novela, El cantante de Gospel, se publicó en 1968 granjeándose buenas críticas. Su publicación le consiguió a Crews un nuevo trabajo de profesor en la Universidad de Florida y pavimentó el camino para la publicación de siete novelas más durante los ocho años siguientes, entre ellas Naked in Garden Hills (1969); Car (1972); The Hawk is Dying (1973), que fue llevada al cine en el 2006* (*con Paul Giamatti de protagonista, seleccionada para el Sundance Film Festival de 2006); La maldición gitana (1974) y la muy aclamada A Feast of Snakes (1976).

La reputación de Crews como nueva voz, descarada y audaz, de la literatura sureña creció durante aquella época. El popular escritor Norman Mailer dijo, «Harry Crews posee un talento único. Empieza donde lo dejó James Dickey*» (*James Dickey, también oriundo de Georgia, es el autor de Deliverance, la novela de la que John Boorman rodaría una aterradora adaptación en 1972). Su escritura hunde sus raíces en la tradición del Gótico Sureño, pero Crews ha declarado tener otras influencias, fundamentalmente el novelista británico Graham Greene. La mayor parte de sus libros se desarrollan en los actuales estados de Florida o Georgia y a menudo resultan crispantes en su exploración de extremos tales como los deportes sangrientos, los límites de la cordura, y las compulsiones y obsesiones más bizarras.

Crews, como Flannery O’Connor, tiene debilidad por lo grotesco en sus personajes. Explica esta fascinación como profundamente enraizada en una muy específica experiencia en su infancia: la de despertarse una mañana en una caravana de un parque de atracciones y contemplar a una mujer barbuda y a un hombre con la cara hendida besándose y haciendo planes para la cena. Crews declaró: «y yo, tendido en la parte trasera de la caravana, jamás volví a ser el mismo».

Ensayo y otras obras

Después de 1976 Crews no volvería a publicar otra novela en aproximadamente diez años. Durante ese tiempo su imagen fue convirtiéndose cada vez más en fuente de interés tanto para críticos como para lectores. En las entrevistas era franco a la hora de hablar de su consumo de drogas y alcohol y a menudo cambiaba su aspecto apareciendo con una cresta, rapado al cero o exhibiendo nuevos tatuajes. Uno de los tatuajes consiste en una calavera bajo la cual está escrito, «How do you like your blue-eyed boy, Mr. Death?» (*el verso tatuado pertenece la obra Buffalo Bill’s defunct del poeta, pintor, ensayista y dramaturgo estadounidense e. e. cummings) 

Crews continuó dando clases durante aquellos años, y escribió guiones de cine, obras de teatro y ensayos, algunos de los cuales se recogen en Florida Frenzy (1982). Así mismo, se convirtió en colaborador habitual de revistas como Esquire, Playboy, Sport y otras. Una de las columnas que escribió para Esquire, titulada «Grits», sentó las bases del que para muchos críticos es su mejor libro, Una Infancia: biografía de un lugar (1978). 

En Una Infancia el estilo de Crews es honesto y resuelto a la hora de describir la violencia y la desesperación que le rodeaban cuando era niño, aunque en ningún momento juzga, y muestra afecto y respeto por la gente a pesar de sus defectos. Esta conmovedora relación de la vida en el Georgia rural entre los muy pobres hizo que Crews se ganase grandes elogios entre los críticos. El New York Times Book Review dijo de su trabajo: «Es fácil despreciar a la gente pobre. Una Infancia lo hace más difícil. Alza casi hasta el nivel de heroísmo a esta gente que parece de otro siglo... Una Infancia no trata de una América olvidada; trata de una parte de América que apenas, excepto en libros como éste, ha sido apropiadamente descubierta».

Carrera reciente

Crews volvió al mundo de la novela con All We Need of Hell (1987) y continuó con la publicación de The Knockout Artist (1988), Cuerpo (1990), El amante de las cicatrices (1992), The Mulching of America (1995), Celebration (1998), y An American Family: The Baby with the Curious Markings (2006). En 1997 dejó de dar clases y continuó escribiendo. Sus obras han sido publicadas en Francia, Italia, Holanda, Israel, el Reino Unido y España, y entró a formar parte del Georgia Writers Hall of Fame en 2001. Aparece en el documental Searching for the Wrong-Eyed Jesus (2005) que relata el viaje por carretera de un músico de country* (*Jim White) por el Sur más profundo.

Crews vive actualmente en Gainesville, Florida* (*en el momento en que se publicó este artículo; Harry Crews murió el 28 de marzo de 2012).

Lecturas sugeridas

Erik Bledsoe, ed., Getting Naked with Harry Crews: Interviews (Gainesville: University Press of Florida, 1999).

Erik Bledsoe, ed., Perspectives on Harry Crews (Jackson: University Press of Mississippi, 2001).

David K. Jeffrey, ed., A Grit's Triumph: Essays on the Works of Harry Crews (Port Washington, N.Y.: Associated Faculty Press, 1983).

Southern Quarterly 37 (otoño 1998), número especial dedicado a Harry Crews.

Fuentes adicionales

Harry Crews: Blood and Words, dir. Wayne Schowalter (Wayne Schowalter Productions, 1983), película.

Harry Crews: Guilty as Charged, dir. and prod. Tom Thurman y Chris Iovenko (Fly by Noir Films, 1993), película.

The Rough South of Harry Crews, dir. Gary Hawkins (Chapel Hill: University of North Carolina Center for Public Television, 1992), película.

LA VERDAD AL DESNUDO

Tras la pista de Harry Crews, un autor sureño de mucho cuidado.

Por Jesse Fox Mayshark

(traducción: Javier Lucini)

–Harry Crews.

Así. No «Hola» ni «Harry Crews al habla», solo una voz que suena apretada y muy lejana cuando dice «Harry Crews».

No resulta difícil dar con su número de teléfono. Basta con llamar a información en Gainesville, Florida. Lograr que hable contigo es más complicado. Soy un periodista de Knoxville, le dije. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas acerca de su nuevo libro, Getting Naked With Harry Crews. Lo ha editado un tipo de aquí y...

–¿El libro de entrevistas? –dijo. Sonaba como si no se lo creyese del todo.

Eh, sí.

–Te diré una cosa, amigo. Ahora mismo me pillas un poco descolocado.

Oh.

–Bueno, podemos hacerlo. Seguro que podemos hacerlo. La cuestión es cuándo... –su voz se fue apagando.

Me voy de la ciudad el martes que viene (me la jugué), yo podría en cualquier momento antes del martes. O...

–¿Por qué no me llamas cuando vuelvas?

Hmmm, de acuerdo. ¿En algún momento del mes que viene?

–Seguro.

De acuerdo, dije. Gracias. Fin de la conversación. El asunto es que al mes siguiente ya habría vencido mi fecha de entrega. Yo sabía que era así. Probablemente se lo podría haber dicho. Quizá lo hubiese ablandado. Quizá pudiésemos haber hecho la entrevista en aquel mismo instante. Pero vean, este es Harry Crews.

En realidad yo no sabía nada de él antes de haber leído Getting Naked (publicado por University Press of Florida), pero ahora sí. Sé que ha vivido una vida trágica hasta un punto casi inimaginable, parte de ella de un modo voluntario. Sé que se ha peleado en los bares, que ha estrellado sus motos, enterrado a un hijo, se ha roto los huesos y se ha puesto hasta el culo de drogas y alcohol con tanta frecuencia y de un modo tan implacable que la gente que le conoce viene prediciendo su muerte desde hace veinte años. Suele salir por ahí con culturistas, freaks de circo y Sean Penn. También me consta que escribe (y que la misma palabra «escritura» es demasiado insulsa para describir lo que sale de él). Sus libros tratan de gente mutilada y deforme, por fuera o por dentro, gente que hace cosas extrañas e inenarrables a las que logran sobrevivir, o no (como Herman Mack en Car, que está decidido a comerse un Ford Maverick enterito, desde el parachoques delantero hasta el de atrás). Por lo que hasta a dos estados de distancia, al otro extremo de cientos de kilómetros de línea telefónica, Harry Crews da un poco de miedo.

Pero resulta que no necesito exactamente una entrevista personal con Harry Crews. Tengo todo un libro lleno de entrevistas. Y, por suerte, Erik Bledsoe –el compilador del libro– es bastante más accesible. Profesor auxiliar del departamento de inglés de la Universidad de Tennessee, melenudo y de trato fácil, Bledsoe ha reunido en un solo volumen, Getting Naked With Harry Crews, veinticinco años de entrevistas publicadas con el escritor. También se encargó de escribir la introducción y realizó la última entrevista de la colección. Las piezas, que aparecen en lugares que van desde diarios académicos franceses a Motorbooty, el fanzine cultural con base en Detroit, funcionan colectivamente a modo de historia oral de un artista estando como están dominadas por la voz singular, compleja y muy sureña de Crews.

Número del fanzine punk en el que aparece Harry Crews.

Motorbooty nº5 (1990).

–Tiene esa imagen de tipo realmente tosco y duro –dice Bledsoe–. Pero posee un fondo muy espiritual, ¿cuál es nuestro lugar en el mundo? A mí me gusta compararlo con Flannery O’Connor. Pero la diferencia estriba en que Flannery O’Connor era una buena chica católica llena de fe; Harry Crews empezó a escribir de verdad después de aquella portada de la revista Time que cubría la historia de «Dios ha Muerto». Así es que ¿qué puede hacer uno cuando se ha criado en una sociedad básicamente religiosa y aun así no tiene fe aunque lo deseara?

Crews, que ha sido profesor durante años en la Universidad de Florida, se crió en el duro mundo del sur rural de Georgia y en los pueblos obreros del norte de Florida. Detalló su educación en su libro de memorias A Childhood (1978), su obra de no ficción más importante hasta la fecha. Se abre con su padre contagiándose la gonorrea por culpa de una prostituta semínola y continúa a través de traumas domésticos que incluyen la muerte, palizas de borracho y, en lo que respecta al propio Crews, enfermedades casi fatales y accidentes. Y aun así, el tono no es ni amargo ni sentimental. Esta es su extrañamente discreta descripción de cuando se cayó (mientras jugaba al «látigo») en una caldera de agua hirviendo que se estaba usando para cocer unos cerdos recién sacrificados:

«Lo recuerdo todo con la misma claridad que recuerdo todo lo que me ha pasado, todo menos los gritos. Curiosamente, no puedo recordar los gritos. Me dijeron que grité durante todo el trayecto hasta el pueblo, pero yo no me acuerdo... De repente, me pusieron las manos encima, me quitaron la ropa y el dolor se transformó en algo que no se puede describir con palabras, o al menos no con mis palabras. Yo no tenía forma de expresarlo, porque cuando me quitaron la camisa mi espalda se fue con ella».

Crews comenzó a publicar en 1968, con The Gospel Singer, y desde entonces ha producido diecisiete libros, en su mayor parte novelas junto a algunas recopilaciones de ensayos y artículos para revistas como Playboy y Esquire. Su obra, por lo general, ha recibido críticas elogiosas y sus seguidores, al menos entre los devotos de la literatura sureña moderna, son considerables. Pero también se ha ido ganando un montón de detractores a lo largo de los años que no dudan en acusarle de cultivar lo grotesco y complacerse en la violencia. Por ejemplo, mientras que tanto el New Yorker como el New York Times elogiaron su novela All We Need of Hell en 1987, un crítico del USA Today se refirió a ella como «un librito repelente», añadiendo al final «debería darle vergüenza, Harry Crews».

Bledsoe piensa que Crews, que tiene ahora sesenta y cinco años, se merece un reconocimiento más amplio.

–Pienso que eso está cambiando en estos momentos, incluso mientras hablamos –dice–. Y creo que está cambiando gracias a la nueva generación de escritores. Tíos como Larry Brown, que se están ganando la atención de la crítica, no hacen más que referirse constantemente a Harry Crews como una especie de antepasado literario... Creo que le están ayudando a demarcar ciertos territorios.

Larry Brown

Larry Brown

Desde luego, lo que hace de Getting Naked una buena lectura es el mismo personaje Crews. Expresándose siempre con corrección, a menudo divertido y en ocasiones simplemente hasta los cojones de algo, recibe a todo el que llama a su puerta, desde los escritores posmodernistas (a quienes no puede soportar) hasta sus «pares» del departamento de inglés de la universidad («No tengo pares en Gainesville... No han visto mundo. No han visto correr la sangre y tienen todos los huesos intactos»). Defiende sin pedir disculpas su propia obra y se pregunta en voz alta cuándo logrará convertirse en un bestseller (o, según sus propias palabras «cuando logrará perpetrar un libro que logre meter las pollas de todo el mundo en la mugre»). Pero también habla con reverencia de un sinfín de escritores: Flannery O’Connor, Graham Greene, Truman Capote, James Agee. En algunas entrevistas está bebiendo o ya totalmente borracho. En otras, se encuentra en medio de uno de sus múltiples esfuerzos por mantenerse limpio. Pero en todas ellas, trata de encontrarle un sentido al mundo.

–¿Quién elegiría el mal? –se pregunta Crews en cierto momento, respondiendo a una pregunta sobre moralidad–. ¿Por qué decantarse por el mal? ¿Por qué dejar que se muera de hambre la gente de Georgia en Rusia? ¿Por qué hacinar a la gente en hornos? No cabe en la imaginación. Y aun así, Dios mío, Dios mío... Es esa cosa que tenemos dentro lo que despierta nuestra fascinación. Lo que más nos fascina de nosotros mismos, el animal que habita en nuestro interior, el brutal animal que desgarra la carne nos fascina mucho más que el besuqueante y lameteante ser amoroso que escribe tarjetas el día de los enamorados y que se preocupa lo suficiente como para mandar a alguien que ama sus mejores deseos.

La mayor parte del libro se centra en el proceso de la escritura. El título procede de uno de las numerosas disertaciones de Crews acerca del tema: «Si te vas a dedicar a escribir, por amor de Dios trata de hacerlo al desnudo. Trata de escribir la verdad. Trata de meterte debajo de toda la impostura, de todas las excusas, de todas las mentiras que te han ido contando».

Hablar de escritura con escritores es, como cualquier intento de entender los mecanismos del arte, una propuesta arriesgada. Pero al compilar Getting Naked, Bledsoe afirma que trató de acercarse al inaprensible impulso que puede llevar a alguien del sitio más improbable a pasarse toda una vida frente a la máquina de escribir.

–¿Cómo es posible que Harry Crews, hijo de un aparcero del condado de Bacon, Georgia –y yo he estado en el condado de Bacon, Georgia, y no se puede decir que haya mucho por allí, te lo aseguro–, haya logrado pese a todo convertirse en escritor? –dice Bledsoe–. Eso es lo que me fascina... A nadie puede sorprenderle que los hijos de Hemingway hayan escrito libros. ¿Pero cuando procedes de una familia que nunca lee?

–El motivo por el que leo biografías, la razón por la que leo entrevistas es un intento de comprender todo el proceso creativo –continúa–. ¿Qué hace que cierta gente lo posea y otra no? ¿Qué es lo que hace que cierta gente se convierta en Picasso y por qué ocurre que yo no puedo pintar ni una puesta de sol?

Bledsoe –que dice que el escritor se mostró generoso y atento durante su entrevista– afirma que cree que a Crews le agrada que haya salido esta colección que cubre tanto sus dispersas meditaciones como las meditaciones que otros han hecho sobre él. Que verdaderamente las haya leído todas o no ya es otra cuestión. En una de las entrevistas Crews dice: «Nunca leo las críticas ni todas esas tonterías, y mucho menos las entrevistas porque siempre sueno como un imbécil y digo cosas que no son. Cuando está mal me digo a mí mismo: no es posible que yo haya dicho eso».

Entretanto, Crews continúa escribiendo, publicando libros cada dos años. En A Childhood habla de cómo, siendo niño, se pasaba horas escudriñando las páginas del catálogo de Sears Roebuck imaginándose historias sobre la gente perfecta que veía allí fotografiadas, sobre las traiciones y las tragedias que debían ocultarse tras aquellas fachadas. En una de las entrevistas de Getting Naked dice que no ha dejado de hacerlo desde entonces:

–¿Cuántos matrimonios has conocido en los que el hombre y la mujer, siempre que están juntos, se sonríen el uno al otro? Se dan la mano, llegan en el mismo coche. Tal y como se suele decir, «mantienen las apariencias». Y de pronto, un buen día, un amigo va y te dice: «¿Sabías que Pete y Sally se divorcian». Y piensas, «Imposible. Espera un minuto. No tenía ni idea. No, seguro que te equivocas. Pete y Sally estuvieron hace poco en mi casa y no pararon de besuquearse, darse achuchones y toda esa mierda». Pero no. Por debajo, se arrastraban los gusanos. Devoraban sus ojos... Todo muy triste. Todo muy trágico. Y todo muy feo, lo suficientemente feo como para hacer que un hombre se cabree terriblemente. Pero esa es la naturaleza del mundo. No sé tú, pero el único mundo que yo conozco es este que veo.

 

RETRATANDO A HARRY CREWS

(El 27 de enero de 1979, Tom Graves entrevistó a Harry Crews en la Universidad de Florida. Además de llevar a cabo una extensa entrevista, Graves tomó nueve retratos fascinantes del autor). 

Sobre la entrevista 

por Tom Graves

(traducción: Javier Lucini)

El 27 de enero de 1979 descendí del avión en Gainesville, Florida, sin saber con certeza si Harry Crews acudiría a la cita que habíamos concertado para entrevistarle. Ya me había dejado plantado anteriormente en una ocasión, entonces no me quedó otra que cancelar mi vuelo desde Memphis a última hora. Ahora pensé que correría mejor suerte porque me había dicho que su preciada camioneta estaba en el taller y no tenía manera de moverse a ninguna parte. Habíamos acordado encontrarnos en su despacho de la Universidad de Florida, Gainesville. Sin embargo, cuando llegué a la Facultad de Inglés aquel sábado por la mañana, estaba cerrada. Un guardia de seguridad tuvo que venir a abrirme y cuando llamé a la puerta del despacho de Harry le di un susto que casi le hizo caer de la silla. «¡Joder, amigo», dijo, «cuidado con acercarte tan sigilosamente a alguien de esa manera!».

Me reí, él se rió y ahondamos en su vida y en su literatura y nos lo pasamos estupendamente bien.

La entrevista estaba destinada a The Paris Review y había sido aprobada por uno de sus editores, Fayette Hickox. Fayette quedó encantado con la entrevista y se la remitió a George Plimpton para la aprobación final antes de publicarla como una de las prestigiosas entrevistas de la Paris Review. Plimpton me llamó con la mala noticia de que habían declinado el artículo. «Simplemente no considero que Harry Crews se encuentre en la primera línea de los escritores norteamericanos», me dijo y eso fue todo. «Sin embargo, pensamos que has hecho un buen trabajo con la entrevista y nos gustaría que considerases la posibilidad de entrevistar a Walker Percy para nosotros», añadió.

Naturalmente, acepté la nueva oferta, pero Walker Percy se mostró reacio y me contestó que no en un par de notas escuetas y extrañas.

La publicación Southern Exposure accedió rápidamente a publicar una pequeña porción de la entrevista a Crews. The Chouteau Review publicó lo que quedaba del extenso artículo. Sendas publicaciones publicaron, asimismo, fotografías que le hice a Crews aquel sábado.

(NOTA: la entrevista entera se incluyó en la antología Getting Naked With Harry Crews, libro editado por Erik Bledsoe).

Sobre los retratos

En esa época yo no tenía cámara propia. En 1979 tenía veinticinco años y trabajaba como escritor de material médico publicitario para una compañía ortopédica, pero había publicado varios artículos y críticas por aquel entonces y hasta había trabajado como editor en una efímera revista de pesca deportiva. Pedí prestada una cámara a uno de los fotógrafos de la compañía y decidí que si se me presentaba la oportunidad gastaría un rollo de color (Kodachrome 25, mi favorito) y otro en blanco y negro.

Tras una hora de entrevista, tanto Harry como yo estábamos listos para tomarnos un descanso. Cargué la película de blanco y negro y le hice varias fotos en su despacho, en el vestíbulo del edificio de Inglés y en el exterior. Harry me invitó a una hamburguesa y a una cerveza en un bar fuera del campus y cuando terminamos de comer regresamos a su despacho para concluir la entrevista. Volví a cargar la cámara con la película de color y regresamos a los jardines del campus para realizar una serie de tomas cercanas, hechas aproximadamente a 1/60, según recuerdo, con la idea de desenfocar el fondo y centrarme en profundidad en el rostro de Crews.

Quedé muy contento con los resultados tanto de la entrevista como de las fotografías. Tanto Southern Exposure como The Chouteau Review aceptaron con entusiasmo las fotografías que acompañaban la entrevista que les envié. Le mandé varias copias de las fotos a Harry y en dos ocasiones aparecieron en Playboy (la revista me hizo llegar un cheque de ciento cincuenta dólares por su utilización, y el cheque venía impreso con logos intrincados de conejitos y las palabras «RE: Graves, fotografía». No os podéis imaginar lo que me divertí con aquel cheque convenciendo a la gente de que estaba fotografiando desnudos para Playboy), e incluso, en cierto momento, llegarían a verse en el documental de Tom Thurman Harry Crews: Guilty as Charged (que, lamentablemente, no cobré).

Hace poco me he vuelto a sentir interesado por la fotografía y he rescatado las fotografías que le hice a Crews en 1979. Me había olvidado de lo buenas que eran y de lo joven y vigoroso que parecía Harry en aquella época. A Childhood y Blood and Grits se acababan de publicar poco antes de mi visita (Harry hasta me dio un ejemplar firmado de Blood and Grits recién salido de la caja) y Harry parecía bien encaminado hacia su lugar en el firmamento literario. No tenía ni idea de que un abismo personal le estaba aguardando a borde del camino. Durante cerca de una década posterior a nuestro encuentro Crews dejó de escribir ficción y publicó pequeños ensayos muy valiosos. A mitad de sus cincuenta, Crews realizó una especie de regreso al ruedo y publicó una serie de novelas muy bien acogidas que reavivaron su reputación y le condujeron a participar en unos cuantos programas televisivos de entrevistas bastante destacados. Hizo un cameo en una película de Sean Penn, fue objeto de unos cuantos documentales, vendió los derechos para el cine de varios de sus libros (que yo sepa, la única que se ha llevado a la pantalla hasta el momento es The Hawk is Dying) y se retiró. Desde entonces no ha vuelto a publicar un manuscrito.

Corre un rumor que afirma que Harry continúa escribiendo a diario, por lo que parece una secuela de A Childhood, de la que ha declarado que no se publicará mientras viva.

El tiempo lo dirá.

Cinco retratos en blanco y negro

 

 

Retrato en blanco y negro nº1

27 de enero de 1979

Vestíbulo del edificio de Inglés

Universidad de Florida, Gainesville

 

«Siempre me han gustado los deportes en que se matan animales. Las peleas de gallos, las corridas de toros, las peleas de perros y todos los demás».

 

 

Retrato en blanco y negro nº2

27 de enero de 1979

Campus

Universidad de Florida, Gainesville

 

«No me resulta particularmente placentero hablar de que no somos lo que parecemos en este mundo. Sino que, en realidad, somos carnívoros y nos comportamos como asesinos y chupasangres y abusamos de los demás siempre que podemos. Pero en todo eso hay belleza, hay humor, hay felicidad, hay éxtasis».

 

 

Retrato en blanco y negro nº3

27 de enero de 1979

Vestíbulo del edificio de Inglés

Universidad de Florida, Gainesville

 

«¿Quién no ha tenido cerca alguna vez un matrimonio en cuyo centro no se halle un corazón podrido y un nido de serpientes? De acuerdo, entre ellos reina la felicidad y la alegría, y les resulta placentero criar niños que llegarán a ser algo en la vida. Eso está muy bien. Voto por eso. El hecho de que sea una farsa, el hecho de que no sean más que chorradas, no debería necesariamente disgustarnos demasiado».

 

 

Retrato en blanco y negro nº4

27 de enero de 1979

Despacho de Harry en el edificio de Inglés

Universidad de Florida, Gainesville

 

«A mi anciana y querida madre leer un libro le lleva tanto tiempo como a mi escribirlo. Aprobó hasta segundo grado. Lee todo lo que escribo. Jamás ha parpadeado ante ninguna de mis obras. Y habla bien de ellas. Mi vieja y querida madre me dice: "Hijo, ¿por qué no escribes un libro que sea alegre y agradable y esté lleno de sonrisas", y yo le respondo: "Mamá, cuando se me ocurra uno así, lo haré"».

 

 

Retrato en blanco y negro nº5

27 de enero de 1979

Campus

Universidad de Florida, Gainesville

 

«Soy un gran admirador de Diane Arbus, ya fallecida, como sabrás, se suicidó. Soy un gran admirador de ella por una cosa de la que te habrás percatado: toda la gente que ha fotografiado Diane Arbus, a ojos de la cámara, parece muerta. La próxima vez que veas su libro, fíjate en eso. No es que parezcan ausentes. Parecen muertos ante la cámara. Todos y cada uno de ellos».

 

Cuatro retratos en color

 

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Retrato en color nº1

27 de enero de 1979

Campus

Universidad de Florida, Gainesville

 

«Viajé cuatro mil kilómetros en compañía de un jugador para un artículo que escribí para Playboy titulado "Carny", acerca de mi experiencia con, no sé, lo que la sociedad considera parias o tipos no muy agradables. Al convivir con ellos, con cualquier clase de minoría, chicanos, judíos, negros, granjeros arrendatarios del sur de Georgia, así como jugadores, proxenetas, prostitutas, timadores callejeros en busca de una bofetada o un chute de caballo o coca, toda esa clase de cosas, te proporciona una visión del mundo que te deja bien claro que desde donde estás nunca llegarás a verte sentado en una oficina como esta, en el laberíntico edificio de una universidad multimillonaria».

 

 

Retrato en color nº2

27 de enero de 1979

Campus

Universidad de Florida, Gainesville

 

«En mi obra no hay nada gratuito. No hay descripciones gratuitas de paisajes, no hay descripciones gratuitas de gente. Nada hay en mi obra que no sea necesario e inevitable para la acción, el lugar y las circunstancias sobre las que estoy escribiendo».

 

 

Retrato en color nº3

27 de enero de 1979

Campus

Universidad de Florida, Gainesville

 

«Estoy convencido de que en los años anteriores al momento en que cumples seis o siete años, es cuando realmente todo se determina. Es entonces cuando empiezas a encaminarte hacia donde quiera que vayas a acabar tus días».

 

 

Retrato en color nº4

27 de enero de 1979

Campus

Universidad de Florida, Gainesville

 

«No creo que puedas imaginarte un ser humano más enajenado que un aparcero del sur de Georgia que cada año ha de trasladarse de una parcela de tierra agotada a otra. Nada le pertenece. Siempre se haya entre la espada y la pared. Otra gente consigue atención médica. Él no. Otros consiguen naranjas y pomelos o limones para evitar contraer la angina de Vincent o el escorbuto, pero él no. Otros tienen hijos con zapatos. Él no. A lo que voy es a que si él no está alienado ¿quién cojones va a estarlo? Quizá si escribo acerca de personajes masculinos enajenados, sea porque esa enajenación procede directamente de mi propia vida».

POR QUÉ AMO A ZETA ACOSTA

por LIONEL ROLFE

(traducido por Javier Lucini)

Aunque deambulé mucho por Los Ángeles durante los tumultuosos años sesenta, no sé cómo me las ingenié para no llegar a conocer a Óscar Zeta Acosta; aunque no esté del todo seguro de que fuese así.

Aun cuando no llegara a poner los ojos en él, después de leer lo de su encuentro con Dorothy Healey, presidenta del Partido Comunista del Sur de California, me sentí como si lo conociera de toda la vida. En La revuelta del pueblo cucaracha relató cómo la conoció en una manifestación contra la brutalidad policial enfrente del Parker Center, corría el año 1968. Acosta estaba escribiendo acerca de la ciudad de Los Ángeles como epicentro de las luchas de su pueblo a finales de los años sesenta y principios de los setenta, poco antes de su desaparición a lo B. Traven en México.

En aquellos días yo trabajaba de reportero policial en la sala de prensa del Parker Center y había tenido ocasión de cubrir varias de las protestas contra la brutalidad policial que se hicieron delante del edificio (lo que me resulta irónico es que en los años sesenta yo tendría que haber sido más bien un participante activo en las manifestaciones de ahí fuera, mano a mano, con Acosta y Healey).

Junto a César Chávez, Acosta era el activista chicano más conocido de aquella época. Su otro libro fue Autobiografía de un Búfalo Pardo. También escribió algunos relatos y se le recuerda sobre todo por «Perlaw es un cerdo». Pese a lo reducido de su producción literaria, su legado como el primer y, hasta ahora, último gran escritor chicano queda fuera de toda duda.

Acosta era un hombre de tez morena que parecía un guerrero azteca. Hunter Thompson, en Miedo y asco en Las Vegas, lo apodó «el samoano». El abogado samoano de Thompson era un hombre que despreciaba la ley incluso más que el propio Thompson.

Hoy, a los pocos meses de haber entrado en el nuevo milenio, el organizador de una protesta me ha aclarado concienzudamente que los manifestantes nunca fueron anti-policía, que lo único que pretendieron fue deshacerse de las manzanas podridas.

A pocos metros de distancia, un oficial negro engalanado de arriba a abajo con el equipo de los antidisturbios, se ha puesto a escuchar con atención y no ha tardado en sumarse a la conversación. «Eso es también lo que queríamos nosotros», ha dicho. Entended que todavía resulta novedoso ver policías negros con poder en el LAPD, tradicionalmente una de las fuerzas policiales más intolerantes y llenas de prejuicios fuera del sur profundo. Durante el asunto de Monica Lewinsky, cualquier policía blanco al que se le preguntase sostendría que el presidente se había comportado como un cerdo y un criminal.

«Oh, vamos», le dije a uno de ellos, «si una mujer sexy y sumisa se te echase encima de esa manera, ¿rechazarías sus avances?».

Guardó silencio y, acto seguido, reconoció que habría hecho exactamente lo mismo que Clinton quien, después de todo, fue literalmente lo bastante «buen chico» para detenerse antes de seguir manteniendo relaciones con Monica. En cualquier caso, los agentes blancos hablarían sin parar de lo rata que fue Clinton, mientras que los agentes negros (hombres o mujeres) lo verían desde el punto de vista de Clinton. El escándalo Clinton no trató nunca de la defensa de la moralidad; fue un asunto de política muy sucia que se frenó al borde del asesinato. Los agentes negros se dieron cuenta de que eso fue lo que pasó con Clinton.

Volviendo a los años sesenta, los agentes negros escaseaban más que ahora, y el legado del hombre que dio nombre al Parker Center fue la existencia de una sola variedad de policía: arios grandes y altos muy dados a manosear sus pistolas y sus porras, como grandes masturbadores.

Cuando yo era estudiante en el City College de Los Ángeles, que primero fue un centro de derechos civiles y más tarde de activismo anti-bélico, un blanco no podía caminar por la avenida Melrose en compañía de un negro sin ser detenido por la policía de la División Rampart y arrojado contra el capó de un coche patrulla para ser cacheado. Al mismo tiempo, en Los Ángeles, tanto blancos como negros salían del Xanadu, una cafetería de la avenida Melrose, portal con portal con el Centro Cultural Ucraniano, camino de sus expediciones al sur para registrar votantes. Por aquel entonces el jefe de policía Bill Parker estaba en modo J. Edgar Hoover y no le gustaban nada aquellos tejemanejes subversivos.

Y, claro, todo se reducía a una cosa. Un blanco con una negra era muchísimo peor que un blanco con un negro andando por las calles próximas al Xanadu. Las parejas mestizas, ya fuesen amigos o amantes, eran, como mínimo, objeto de comentarios obscenos y pullas desagradables.

Ahora las cosas han cambiado un poco. Pero no os vayáis a pensar que lo que escribió Acosta sobre aquella época es exagerado, hacedme caso. No lo es. 

Uno de mis compañeros de habitación en los días de la facultad era el por entonces presidente del consejo estudiantil Ron Everett, que se rebautizaría luego como Ron Karenga y fundaría la religión Kwaanza. Había también un africano llamado Paul Sumbi y otro más llamado Ed Bullins que acabaría teniendo un éxito considerable como dramaturgo negro, al igual que LeRoi Jones, antes de su muerte prematura.

Le pregunté a un detective negro de la policía a propósito de Ron, si realmente fue o no un personaje tan peligroso como sería retratado en años posteriores.

«En absoluto», me dijo. «La mayor parte de aquellos tipos, incluyendo a los Panteras Negras, hicieron muy poco. Fuimos nosotros los que hicimos parecer lo contrario». Entonces el detective bajó la voz y añadió: «Mis superiores querían que me deshiciese de Karenga. Me dieron licencia para matar».

Menciono todo esto para explicar el tenor de los tiempos que retrató Acosta. Me he puesto a pensar en aquella época no solo por la reciente protesta que me ha tocado cubrir, sino también por la ironía de cierta declaración a propósito del reciente fallecimiento de la viuda de William Parker. El jefe de policía Bernard C. Parks puede que sea negro, pero en su declaración acerca del reciente fallecimiento de la viuda de Bill Parker ha descrito a Parker como el jefe de policía más grande de todos los tiempos.

Me pregunto si vivió la misma época que yo.

De acuerdo, es probable que Acosta nunca hubiese afirmado, como aquel policía negro que estaba de guardia en el Parker Center, que quería ser policía para poder deshacerse de las manzanas podridas. Aun existiendo pruebas de que el escritor chicano más grande que ha existido anheló ser policía (por algo presentó su candidatura a sheriff y obtuvo cien mil votos), lo cierto es que disfrutó del papel de revolucionario, aunque se perciba bastante teatro en su impulso revolucionario.

Pero no toda la violencia de aquellos días fue teatro. El encuentro de Acosta con Dorothy tuvo lugar durante las primarias de California de 1968, poco después del asesinato de Robert Kennedy. Acosta fue el instigador de la manifestación, al mismo tiempo que el abogado de los presos políticos que se hallaban en las celdas del Parker Center en huelga de hambre. Igual que ahora, una tropa de lo mejorcito de L.A. impidió que los manifestantes entrasen en la «casa de cristal», pero no participaron de la guasa, ni siquiera de la guasa casi seria, de los manifestantes.

Dado que Acosta era el abogado de aquellos presos, podía entrar y salir del edificio a su antojo para hablar con sus clientes. Su crimen era bastante familiar entre los chicanos de Los Ángeles. Luchaban por mejorar sus pésimas escuelas. Dorothy estaba entre los manifestantes, al igual que algunos miembros de los Panteras Negras. Le preguntó a Acosta si pensaba que su presencia iba a resultarle embarazosa, a él o a su causa. Él rodeó con un brazo a aquella «hermosa mujer de pelo color flameante atardecer», la estrujó y la reprendió. «Mira, Dorothy, tú puedes marchar conmigo siempre que quieras… y además, en estos momentos los chicanos están diez veces más a la izquierda que los comunistas». Los ojos verdes de ella brillaron, según él nos cuenta, y permaneció en primera línea.

Yo era solo uno más de entre toda aquella generación de radicales de los años cincuenta y sesenta que se enamoraron perdidamente de Dorothy por, sin duda, algunas de las mismas razones que llevaron a Acosta a estrecharla fuerte entre sus brazos. Una mujer que se suponía que representaba a los revolucionarios diabólicos y, al mismo tiempo, tan endemoniadamente achuchable. Mike Davis, el no poco controvertido y popular historiador de la ciudad de Los Ángeles en libros como City of Quartz, fue otro de los que serían aleccionados a sus pies. Durante muchos años, Dorothy fue la cara humana del socialismo en Los Ángeles. Cuando yo tenía 16 años y estaba empezando a descubrir la política y la literatura, así como algo acerca del amor y la vida, me pasé muchas tardes en la cocina y en el salón de Dorothy, preguntándole cosas no solo de política, sino de todo lo imaginable. Por supuesto, yo estaba enamorado de ella de una manera más o menos virginal. Su apariencia y su sexualidad siempre formaron parte de su inteligencia y su sabiduría.

Del mismo modo en que me veo propulsado hacia aquellos días salvajes de los años sesenta al leer a Acosta, soy muy consciente de que en la vida real él nunca me habría proporcionado el consuelo de ser el guía de mi desconcierto, a diferencia de Dorothy. Dorothy, cuando me ponía a considerar el asunto que fuese, casi siempre le encontraba sentido a todo, mientras que Acosta lidiaba con las realidades existenciales más desagradables de la opresión y la violencia para las que nunca podrían hallarse respuestas fáciles. Desde luego, hay cosas que aprender de alguien que vivió la vida con el abandono con que la vivió Acosta, sugerida en la manera, a lo B. Traven, con que desapareció misteriosamente en México a principios de los años setenta, al poco de abandonar Los Ángeles. En cualquier caso, el modo en que forzó los límites puede que sirva mejor a la literatura que el consuelo. Dorothy no surte el mismo efecto hoy que el que ejerció cuando yo era joven. Ahora soy mucho menos romántico y cuesta mucho más convencerme de la perfectibilidad de las cosas. La propia Dorothy se ha distanciado de sus viejas creencias políticas, aunque creo que siguen estando en juego los mismos brochazos humanísticos de entonces.

La última vez que vi a Dorothy fue en Skylight Books, en Los Feliz, y de algún modo, el paso de los años, tanto en su caso como en el mío, había empañado la leyenda. Yo ya no me aferraba a sus palabras como lo hice en el pasado. Jack Smith, de Los Angeles Times, pudo escribir, y de hecho así lo hizo, un largo retrato laudatorio de Dorothy, en parte porque ella era persuasiva, encantadora, muy hermosa y se la podía retratar más fácilmente en las páginas de un «periódico familiar» que a alguien como Acosta. Óscar habría presentado un material mucho más problemático en el caso de que Smith se hubiese planteado escribir sobre él. Acosta formó parte de la contracultura de los años sesenta, mucho más activamente que ella, una época en la que el sexo y las drogas fueron las armas del arsenal del terrorismo cultural de toda una generación.

Dorothy, sin duda, consideraba a Acosta un «izquierdista infantil». Como un montón de radicales de aquellos días, él estaba aquejado de la noción anarquista de la «acción directa». En La revuelta del pueblo cucaracha escribe sin vergüenza sobre su participación en el incendio de un pequeño centro comercial y en un bombardeo de un juzgado que se saldó con la muerte de una persona (un chicano). Cuánto hay en ello de ficción, es difícil de determinar.

También presentó su candidatura a sheriff contra la campaña de Peter Pitchess y obtuvo más de cien mil votos; una exhibición bastante respetable que contó entre sus simpatizantes con gente como Anthony Quinn. Su extravagancia y su increíble pasión a la hora de defender a los activistas chicanos llegó a ser legendaria, y fue una persona muy cercana para mucha gente, algunos de los cuales hoy son concejales, fiscales del distrito y candidatos a la alcaldía.

Acosta fue, con mucho, la voz de los primeros días del movimiento chicano, cuando estaba lleno de impulsos románticos y revolucionarios. Y formó parte también de la larga tradición de revolucionarios mexicanos que florecieron en Los Ángeles a principios de siglo. La percepción particular de Acosta de lo que significaba ser un chicano era que estos eran más aztecas que hispanos. Definió a los chicanos como el pueblo que había habitado la tierra que se convertiría en California mucho antes de que México se independizara de España

La naturaleza libidinosa de Acosta parece envuelta de alguna manera en la fuerza primigenia de la fecundidad y, al igual que la belleza y la sexualidad de Dorothy, desencadenaba celos intensos entre sus críticos, tanto de fuera como de dentro del partido. Dentro de las filas del partido, Dorothy se enfrentó a la violenta oposición de los estalinistas. Y pese a ser una comunista comprometida y disciplinada, también contaba con un sentido de la alegría que irritaba mucho a su severo «weltanschauung».

Con los ideólogos marxistas siempre existe la clásica dicotomía entre la explicación política de las cosas y su explicación sexual. No fue accidental que a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, a medida que más y más gente abandonaba el comunismo de la era de la Depresión, se fuesen alejando de la perspectiva marxista de las cosas para adoptar una interpretación freudiana.

Incluso en muchos que conservaron su postura política en los años de McCarthy, se dio un giro hacia la interpretación freudiana. Aun cuando el fundador del psicoanálisis observase que en ocasiones un cigarro no era nada más que un cigarro, hubo un montón de gente que se rindió a la idea de que la batalla del sexo y no la de clases era la verdadera fuerza motriz de la historia. Acosta fue, ciertamente, mejor ejemplo de lo uno que de lo otro.

Escribió sobre sexo a la manera pantagruélica de Henry Miller y Charles Bukowski. Pero lo hizo con la dimensión añadida de su identidad de hombre de piel morena. Llegó a creer que el color pardo era bello gracias a los militantes negros que conoció cuando estuvo trabajando en Oakland y que proclamaban que el color negro era bello.

Para Acosta todo eso culminaría en la aventura que tuvo con la mujer negra que formaba parte del jurado cuando lo del juicio de San Basilio. La relación fue la conclusión lógica a la vergüenza que había padecido por ser hijo de una familia recolectora de melocotones de un pequeño pueblo de Riverbank, en Central Valley. De niño, en aquella tierra brumosa a los pies de la ladera occidental de la Sierra, trescientas millas al norte de Los Ángeles, los «oakies» solían llamarle «negrata» debido a su tez oscura. Aquella aventura con aquella mujer parecía reafirmar la idea que había ido creciendo en su interior durante años: que tanto el negro como el pardo eran bellos.

Su aventura con aquella hermosa mujer negro azabache fue en realidad fruto más de una atracción espiritual que algo meramente sexual. Es en su identidad como Búfalo Pardo, junto a una mujer negra, donde se pone de manifiesto el concepto de que el Negro y el Pardo son Bellos. Gozó de su tez parda, de ser un búfalo, y por supuesto también de la negritud de aquella mujer y, por extensión, de la «marronez» de su relación.

La revuelta del pueblo cucaracha empieza así: «Es nochebuena del año de Huitzilopochtli, 1969. Trescientos chicanos se han reunido delante de la Iglesia Católico Romana de San Basilio. Trescientos hijos del sol de ojos castaños han venido para expulsar a los mercaderes del templo más rico de Los Ángeles. Es una noche oscura sin luna y un viento gélido nos recibe en el umbral. Llevamos velitas blancas a modo de armas. En parejas por la acera, vamos despacio, tropezando y cantando con las velas en nuestras manos, como un puñado de cucarachas que se hubieran vuelto locas». Para cuando se ve involucrado en el juicio de San Basilio ya no es un mero manifestante a pie de calle. Es el abogado encargado de la defensa de los manifestantes. Y como tal, con la visión experimentada del abogado de la defensa, mira a cada miembro del jurado directamente a los ojos. «Uno a uno, les clavo la mirada. Y cuando mis ojos llegan a la señorita Jean Fisher me doy cuenta por primera vez de que es preciosa».

Describe su piel «de un suave marrón broncíneo», su brillante cabello negro con un toque grisáceo. Y se da cuenta de que la profesora de Watts va a ser una fuerte aliada en el jurado porque «lo veo en un segundo, una milésima de segundo, un mero destello fugaz: la tengo en mis redes antes de que abra la boca».

Y eso le lleva a brillar durante el alegato final. Se refiere a los españoles y a los aztecas. Describe el modo en que Montezuma rindió su ejército de un millón de hombres a los españoles, y cómo luego los aztecas quedaron derrotados para siempre.

Los españoles violan y conquistan México para la Iglesia Católica. Eso fue en 1500. En 1850 más hombres blancos (esta vez los «anglos») conquistan el sudoeste, la antigua tierra que los aztecas llamaban Aztlán. De nuevo el pueblo pardo queda sometido, sometidos como seguían estándolo en Los Ángeles a finales de los años sesenta. A modo de explicación de lo que estaban haciendo los 21 de San Basilio en la iglesia del cardenal McIntyre, Acosta dijo al jurado (más específicamente a Jean Fisher): «Somos chicanos de Aztlán. Nunca nos marchamos de nuestra tierra. Nuestros padres nunca estuvieron involucrados en sacrificios sangrientos. Somos granjeros y cazadores y vivimos junto al búfalo».

Lo que ocurrió en San Basilio no fue más que el viejo pueblo azteca en Aztlán, tratando de explicar su necesidad de justicia, educación, comida, trabajo, libertad y felicidad.

Se trata de una argumentación que Fisher, la profesora negra de Watts, entiende muy bien y con la que se muestra totalmente de acuerdo. Al final del juicio, Acosta se da cuenta de que su pálpito a propósito de ella es cierto. Ella le hace un guiño mientras el jurado se retira a deliberar. Fue «un guiño corto y fugaz», escribió. Pero al regreso del jurado, vio lágrimas en su rostro. El jurado pronunció una decisión dividida, algunos de los 21 de San Basilio fueron declarados culpables de los cargos y otros se libraron. Ella le llamó en cuanto acabó el juicio.

«¿Sabes?, te he estado observando», le dijo ella.

«¿Perdón?».

«Bueno, ya sabes».

Y se fueron juntos a casa de ella. Cuando ella le reveló lo que él quería saber sobre lo sucedido en la sala del jurado, de repente, la tuvo entre sus brazos.

«Ni pienso ni hablo», escribió Acosta. «Todo transcurre con lentitud dentro de la oscuridad de la carne oscura y la ropa cae al suelo sin emitir el menor sonido, sin hallar el menor obstáculo. No hay lugar para la duda, nada inusual. Nada fuera de lo corriente. Como si hubiésemos hecho eso toda la vida, ninguno de los dos está nervioso y mis manos se deslizan una y otra vez, planean por su cálido vientre y sus suaves senos de mujer de mediana edad hambrienta que no duda en morderme las orejas, y grita y desciende por mi tripa y más abajo hasta mi vientre».

Se queda al amanecer y ella le prepara el desayuno. Le dice que se siente culpable por haberle llamado, porque durante todo el juicio deseó tocarle y abrazarle. Y ahora esperaba poder verle de vez en cuando. Lo sucedido fue algo más que un hombre y una mujer rindiéndose en un abrazo. Fue un encuentro de un búfalo pardo y una pantera negra en el que más que luchar, se amaron.

De niño, criado en el lado equivocado de las vías, en Riverbank y Ceres, aprendió de primera mano la rara sinergia del impuso sexual y la nacionalidad. Ya fuesen opresores u oprimidos, el mestizaje siempre tuvo el atractivo del fruto prohibido. Sí, sexo y nacionalismo es una combinación bastante potente.

En realidad existen pocos tipos «puros». Gente de todo tipo se ha estado mezclando durante miles de años. Las «razas» puras han sido, casi siempre, una ficción. Y ni siquiera serían algo bueno, en caso de ser reales, desde el punto de vista biológico. Los híbridos son, por lo general, la mezcla más saludable. Buena parte de lo escrito por Acosta versa sobre aquella lucha que se libraba en su interior por ser más azteca que «hispano». Le llevó casi toda su vida llegar a sentirse atraído por las mujeres mexicanas, ya fuese como compañeras matrimoniales o como amantes. Su pasión por las prostitutas en México fue el insólito comienzo de ese reencuentro.

De niño en Riverbank, se enamoró sobre todo de chicas «oakies», muchachas que le parecían imponentes y portentosas, anhelaba su aprobación y normalmente sus esfuerzos se saldaron con patadas en los huevos. Su madre no dejaba de preguntarle por qué no le gustaban las chicas mexicanas. Nunca obtuvo una respuesta satisfactoria.

Quizá era que para Acosta las mujeres mexicanas significaban gente como su madre, sus hermanas, las amigas de sus hermanas y sus primas. Cierto, estuvo la prima díscola con la que ambos hermanos descubrieron un día que se habían enrollado. Pero no puede negarse la fascinación entre gentes de distintos orígenes, y Acosta escribe muy acertadamente sobre eso. Ama a las mujeres mexicanas, ama a las italianas, a las negras, a las rusas y a las irlandesas por igual.

Unas pocas generaciones antes, cuando un joven escritor se refirió por primera vez en el Enterprise a la Sociedad Mestiza de Virginia City, Samuel Clemens sabía de sobra lo que estaba haciendo y se imaginó con bastante exactitud que incomodaría a ciertos sectores. En Riverbank, Acosta creció ciertamente en el lado equivocado de las vías. También sufrió la indignidad de ser apaleado por los padres y hermanos de las chicas «oakies» con las que fantaseaba (especialmente una en particular que llegó a corresponderle). Le desnudaron y se rieron de su minúsculo pene. Los mexicanos que recibían palizas (y creedme que en Riverbank en aquella época eran mexicanos o braceros, no chicanos) sabían muy bien que no debían quejarse a las autoridades locales. Los policías también eran «oakies». Eso no quiere decir que a veces no respondiesen a las agresiones y se tomasen su revancha.

Acosta fue también un hombre que jamás habría llegado a ser un héroe en los tiempos que corren, una época en la que el ideal solo tolera cuerpos tersos y lisos. Acosta, no sin cierto orgullo, era un animal enorme y desaliñado. Su infancia en Riverbank fue dolorosamente cruenta. Se crió en una familia de recolectores de melocotones, en aquella brumosa tierra al pie de la ladera occidental de la Sierra. Aún hoy sigue siendo un lugar frío, nevoso, lluvioso, neblinoso y soleado de tierra oscura, húmeda y rica, la clase de tierra capaz de producir la fruta más maravillosa. Riverbank esta justo por debajo del punto donde la Sierra, primero lenta y luego dramáticamente, se alza hacia el este. Son tierras de cultivo ricas que luego se transforman en bosques y luego en campos floreados de alta montaña, corrientes gigantescas y un glaciar, el último de la Edad de Hielo, asentado en la brecha.

Las carreteras que atraviesan las tierras de cultivo a los pies de la ladera occidental que conducen hacia la veta principal siguen siendo en su mayor parte vías de un solo carril, punteadas aquí y allí por pintorescos puentes cubiertos de madera que datan de los tiempos de la Fiebre del Oro. La zona de Riverbank parece un mundo aparte en relación a la antigua planicie de la Autopista 99 celebrada en la película American Graffiti. Por algo está empezando a convertirse en la tierra de labranza de las suaves laderas occidentales de la Sierra, en oposición a la zona del fondo del valle, unas cuantas millas más al oeste. Y por eso mismo ciudades como Ceres y Riverbank, al este de la vieja 99, se desarrollan a lo largo de las vías del Santa Fe, mientras que la Autopista 99 sigue las vías del Southern Pacific. Las dos vías férreas se construyeron el siglo pasado compitiendo en paralelo. El Valle mismo es dolorosamente plano. El Gran Valle Central siempre se compara con Kansas, porque ambos son extremadamente planos. Pero hasta Kansas tiene sus pequeñas colinas, muy antiguas, sus pequeños valles, sus pequeñas sorpresas topográficas. El Valle Central, que puede que sea el mayor granero del mundo, es completamente plano, salvo por las paredes montañosas que lo circundan (la Sierra al este y la cordillera de la costa al oeste). Ambas surgen de repente del suelo plano y fértil del valle y forman las grandes paredes escalonadas que la limitan por ambos lados. Se han producido cambios desde la infancia de Acosta. Ahora, por supuesto, la gran Autopista 5 cae en picado y atraviesa el suelo del valle, a unas buenas treinta millas al oeste de Ceres, Riverbank, Modesto, Merced y Turlock. La Autopista 99 ha quedado reducida a poco más que una carretera local entre dichas ciudades, ya no es el único enlace con Los Ángeles y San Francisco que existía en su día. Durante la infancia de Acosta, el mundo exterior seguía siendo la inmensa planicie que irradiaba de la Autopista 99.

No había Autopista 5, y la Autopista 99, en su mejor momento, no fue más que una vía ininterrumpida de cuatro carriles, dos en cada dirección. La Autopista 99 era un escalofriante portal hacia el Valle, bordeada a lo largo de muchas millas por eucaliptos que daban sombra al asfalto en verano y proporcionaban una orientación fantasmal en las noches brumosas.

Así que Acosta progresó mucho desde que llegó a Los Ángeles procedente de Ceres a finales de los años sesenta, aun cuando no fuese más que un simple trayecto de cinco horas en coche. Acosta viajó a Los Ángeles no para convertirse en abogado sino para escribir la Gran Novela. «Llevaba en la ciudad seis horas y ya estaba tumbado en pelotas en mi cama con la ventana de mi sórdida habitación de motel céntrico abierta a los sonidos de la ciudad… Ya mis huesos me habían advertido que había llegado a la ciudad más detestable de la tierra». Considera L.A. como un lugar salido directamente del Hades, sobre todo para los suyos.

Describiendo el Bulevar Whittier, el «Chicano Sunset Strip», escribió: «Allí cada puerta es un bar, una casa de empeños o una licorería. Los chulos merodean a su aire por el asfalto decorado con vómitos y mierda de perro. Si te metes en East LA, te metes en El Bulevar. Coños, priva y mota. Los policías que hay en cada esquina dan igual. La pasma, la placa, la chota, los marranos, la jura o simplemente el cerdo de toda la vida. Los eternos enemigos del pueblo».

Pese a la chabacanería de la ciudad, las circunstancias conspiran para empujar a Acosta al centro mismo del escenario. Un intermediario del alcalde no para de dejarle mensajes en la mesa para que le llame. El alcalde Sam Yorty quiere reunirse con él.

Ante la sorpresa de Acosta, Sam se lo pone claro. Se inclina hacia Acosta y le dice: «Los negros estuvieron montando manifestaciones durante años… durante muchos años. Marcharon e hicieron las mismas cosas que está haciendo su gente ahora… pero usted sabe algo y es una verdad como un templo… ¡no consiguieron nada hasta lo de Watts! ¡Es un hecho!».

Tratándose de Sam Yorty, debió de pensarse que estaba lanzando una brillante diatriba en plan agente provocador. Al fin y al cabo, Sam acostumbraba a anunciarse para la elección de su asamblea en el People’s World.

Se decía que Sam había tenido una sonada aventura con Dorothy Healey; ambos eran bajitos. Por aquel entonces él era un congresista novato que publicaba anuncios en el People’s World para cortejar al voto comunista. Así que su ponzoña contra los comunistas en los años cincuenta era intensamente personal, al mismo tiempo que oportunista.

Un hombre que va de agente provocador puede con la misma facilidad emprenderla contra la raza. Cebarse con la raza siempre resulta una victoria para los canallas. Sam fue un azote para la raza y para los rojos. La ironía es que Dorothy aprendió sus lecciones más importantes en los años treinta, como organizadora de granjeros en el Valle Imperial. Trabajó principalmente con gente de la era de Las uvas de la ira de Steinbeck; sobre todo con los mismos «oakies» que tanto atormentaron a Acosta en su infancia. Cuando Acosta deslizó sus grandes brazos pardos alrededor del cuerpo de Dorothy en 1968, más o menos treinta años después, seguro que hubo muchas resonancias, aun cuando ninguno de los dos se diese cuenta.

No sería correcto denominar a Acosta como un hedonista y a Dorothy como una revolucionaria disciplinada. Las cosas nunca son tan fáciles. Por ejemplo, ¿cómo debe tomarse la primera insistencia de Acosta en querer ser policía, y que luego se entretuviese tanto por el camino?

El pobre diablo acabó siendo únicamente el primer y último gran escritor chicano que ha producido la ciudad de Los Ángeles pero, quizá, de haberse convertido en policía tal cosa jamás habría ocurrido. Puede que estuviese demasiado comprometido, con aquellas maneras suyas tan de los años sesenta, con la alteración mental en todas sus múltiples formas, para poder llegar a ser aceptado en la policía.

Acosta cuenta la historia de cómo un tal Al Mathews le desvió de la profesión de hacer cumplir la ley. Mathews era más borrachuzo que Acosta. Mathews y Acosta, para el caso, eran unos bebedores convencidos, no muy diferentes al cónsul de Bajo el volcán, enfrascados en un baile mortal con la botella, solo para morir, al menos metafóricamente, siendo lanzados a la boca del volcán activo Popocatepetl.

La única dignidad que le quedaría al cónsul al hundirse en el abismo sería que el perro viniese tras él, ya no a por él. La historia de Acosta contiene algunos de esos mismos elementos. Compartía con Mathews el amor a la lectura y a la escritura. Pero Mathews «se conformaba con leer y beber», dice Acosta. «Lo único que siempre había querido de la vida era Rainier Ale, vino tinto con una toalla húmeda en la frente y un libro en la mano mientras estaba tumbado panza arriba en un apartamento frío e inmundo».

Acto seguido, Acosta relata un improbable desmadre etílico que incluye una persecución policial, unas cuantas semanas en la trena y la revelación de que al final le habían rechazado de su primer intento de unirse a las filas de las fuerzas del orden debido a ciertos alborotos previos que no tenían nada que ver con Al Mathews.

Otro momento de verdad le llega a Acosta cuando César Chávez, el gran anciano del movimiento chicano, le convoca. Acosta ya se estaba haciendo famoso como el abogado del movimiento chicano, pero no quería continuar en esa línea. Quería volver a escribir.

Como la mayoría de la gente que admiraba y amaba a Chávez, Acosta no estaba particularmente de acuerdo con la política de no violencia de su mentor. Aun así, cuando Chávez le llamó, Acosta estaba muy excitado. Solo el hecho de haber sido invitado le validaba.

Se encontraron en la capilla del rancho, propiedad del sindicato, en Delano.

«¿Eres tú? Búfalo», preguntó Chávez cuando Acosta entró en la estancia.

«Sí, César».

Chávez le dijo que el trabajo que había llevado a cabo como abogado chicano y líder en las calles era importante. Añadió que sabía que L.A. devoraba a los organizadores. Acosta le dijo a Chávez que no era pacifista. Chávez le replicó: «No importa que yo lo apruebe o que lo aprueben los demás. Estás haciendo lo que hay que hacer. Yo soy un hombre, igual que tú. Cada uno tiene un papel distinto, pero los dos queremos lo mismo, ¿no?». Chávez casi le rogó a Acosta que siguiese ejerciendo como primer abogado del movimiento chicano. Acosta le respondió que no quería ser abogado. ¿Quién querría en su sano juicio?, le contestó Chávez, añadiendo sombríamente: «Búfalo, vuelve a L.A. y ocúpate del asunto».

La violencia política y social que atraviesa el México de 1939 en el relato sobre el cónsul de Malcolm Lowry en Bajo el volcán y la ciudad de Los Ángeles que relató Acosta a finales de los años sesenta y principios de los setenta, tiene varias similitudes. La historia de Lowry, por supuesto, es una metáfora de la Guerra Civil Española, del triunfo del fascismo absoluto. Más acorde al espíritu de los años sesenta, Acosta llega a creer en la «acción directa». En ese sentido es más anarquista que comunista. Y, aparte, fue un hippie en su gusto por las drogas y el sexo festivo en grupo; no lo que se entiende por un revolucionario comprometido y disciplinado. Acosta escribía sobre una época revolucionaria y no se sentía incómodo en el caos, una cualidad que nunca ha escaseado en lo mejor de la literatura estadounidense. Acosta escribió fundamentalmente de lo que estaba sucediendo en L.A., al igual que en San Francisco y el resto del mundo, en los años finales de la década de los sesenta y primeros años setenta. Los héroes literarios estadounidenses a menudo han sido rebeldes y, en ocasiones, los rebeldes no tienen realmente una causa discernible. Existe un cierto nihilismo en la vida y la obra de Acosta, un vacío existencial que puede haberle colocado en esa categoría de rebelde sin causa, dedicado únicamente a la disipación y al caos. Pero en verdad el caso de Acosta no es tan simple. Desde el principio resolvió que era más azteca que español, aunque escribió siguiendo la tradición de la novela episódica iniciada por Cervantes en España unos cuantos siglos atrás.

Aun así, lo que en realidad significa el Búfalo Pardo es un asalto contra el mundo puro e inmaculado de la América anglosajona que se manifiesta especialmente en Los Ángeles.

Acosta llegó lentamente a su postura nacionalista. Perdió la virginidad con una señora mediterránea en un prostíbulo de la zona de Modesto, una señora mayor especializada en la educación de los jóvenes. Hay muchas otras variantes: un período de misionero protestante en una colonia de leprosos de Panamá, por ejemplo. Hay muy poco apego al catolicismo en su libro porque, recordemos, no era hispano; era azteca, y por extensión, chicano. Tras desilusionarse con Cristo y la religión, se fue a San Francisco donde conoció a los bohemios, escritores y mujeres de la más variada y asombrosa condición. Escribió como Henry Miller y Charles Bukowski; y en sus mejores momentos llega a escribir una prosa con reminiscencias de la poesía de Dylan Thomas: escrita desde lo más profundo de un interior legendario.

Después de haber viajado a México y haber pasado una temporada en una cárcel mexicana, volvió a su país por El Paso, su ciudad natal. En su obra siempre existe el subtexto implícito de una tensión entre su nacionalidad y su inmensa humanidad.

En el momento en que se enfrenta a un tribunal mexicano, cuando le dice al juez mexicano (una mujer) que es abogado estadounidense y ejerce en San Francisco, al menos no le responden: «No eres escritor. ¡Eres un espía!» o lo que quiera que le dijesen las autoridades mexicanas al cónsul de Bajo el Volcán.

La juez no hace mención en ningún momento a su nacionalidad. Le advierte de sus dudosos contactos con la contracultura «underground». Por supuesto, está en lo cierto.

«Si es usted abogado, debería actuar como tal», le dice la juez con severidad.

«Córtese el pelo o abandone la ciudad. Por aquí nos sobran los de su clase. Se gastan el dinero en putas y luego no les queda ni un centavo para pagar las multas cuando les pillan con los pantalones bajados», le dice.

Así que muestra la cantidad apropiada de culpabilidad y arrepentimiento, y paga la fianza. Por supuesto, el soldado que le custodia no duda en sugerirle que se vaya a su casa y aprenda a hablar la lengua de su padre. A su regreso a Estados Unidos es recibido por un guardia muy rubio con una Magnum 357 que le pregunta dónde ha nacido.

«En El Paso».

«¿Eres estadounidense?».

Acosta responde que sí y que es abogado en San Francisco. Verdad a medias, Acosta ha ejercido como abogado con conciencia social en Oakland, no en San Francisco.

«¿No me acabas de decir que eres de El Paso?», dice el guardia.

«Soy abogado. Nací en El Paso. Ejerzo en Frisco».

Acosta lo dice sin tener identificación. El guardia al final le deja pasar diciéndole: «No tienes pinta de estadounidense, ¿sabes?».

Más adelante experimenta una epifanía en una habitación de hotel de El Paso. El Búfalo Pardo ha empeñado su clarinete y su cámara de fotos por quince dólares y se ha registrado en una grasienta habitación de hotel del centro de El Paso donde se quita la ropa infestada de cucarachas de su cuerpo infestado de piojos. Recuerdos de su estancia en una cárcel mexicana.

Se sienta desnudo en la cama y se mira al espejo.

«Soy un búfalo pardo solitario y temeroso en un mundo que nunca fue suyo. Penetro en el útero de la noche y, durante las siguientes treinta y tres horas, soy un hombre muerto para este mundo de confusión».

Acosta, como la mayor parte de los grandes escritores, veía las cosas de dos o tres maneras distintas. Pero no nos equivoquemos, fue un auténtico terrorista cultural. Estuvo implicado en el incendio de un pequeño centro comercial. Pero el arma que escogió siempre fue, sobre todo, la palabra.

Cuando más tarde Acosta presenta su candidatura a sheriff del condado de Los Ángeles, no bromea cuando dice que va a hacerse cargo de las fuerzas del orden. Está representando a una gente que había sido dada de lado, escupida, explotada, brutalizada y asesinada durante muchos años en Los Ángeles. Y ahora esa gente estaba furiosa. Buena parte de la «acción directa» de los años sesenta fue más teatral que sustancial. Y en buena medida fue así en el caso de Acosta.

Con la obra de Acosta siempre resulta complicado determinar exactamente dónde acaba la realidad y dónde empieza la fantasía. Su descripción de asuntos archivados públicamente en los que se vio involucrado son, simplemente, periodismo del bueno; gente como el sheriff Peter Pitchess que se transforma en el sheriff Peaches y Rubén Salazar en Roland Zanzíbar. Pero luego, en otras ocasiones, de manera explícita, utiliza el nombre real de ciertas personas.

Hoy en día, cuando las grandes corporaciones de prensa organizan seminarios sobre ética periodística, el punto principal que suele subrayarse es que se escriba correctamente el nombre de la gente. Hasta ahí llega la profundidad de nuestra ética. Supongo que Acosta habría desaprobado el seminario de ética de los periódicos Gannett.

Bueno, Thompson y Acosta eran «gonzo», pero también fueron excelentes periodistas. Cierto, su periodismo bordeaba la ficción. Pero su periodismo sigue sonando más verídico que el 99% de lo que se lee actualmente en cualquier periódico. En cierto modo esa tradición no es nueva. Incluso cuando Mark Twain contaba un cuento, siempre trataba de expresar la verdad.

En este sentido, Acosta es como Hunter Thompson, el hombre que le inmortalizó en Miedo y asco en Las Vegas. Por debajo de las drogas, el alcohol y la locura, late el corazón de un periodista entusiasta y competente.

A diferencia de Thompson, Acosta sobrepasa la forma del «gonzo», puede que incluso más que el hombre que escribió sobre él y le animó a escribir. Con Acosta, la hipérbole que utiliza Thompson se transfigura en una magia surrealista que parece ser la marca, y no de manera tan casual, de buena parte de la mejor literatura latina.

En su segundo libro, el que casi transcurre en su totalidad en Los Ángeles, La revuelta del Pueblo Cucaracha, describe cómo presentó su candidatura de chicano radical contra el sheriff Pitchess, llegando a obtener cien mil votos; lo bastante para afectar, cuando no ganar, cualquier contienda electoral del condado de Los Ángeles.

También describe sus peripecias por la ciudad con los activistas chicanos de la «acción directa» y sus ocasionales saqueos y destrucciones de centros comerciales, bancos y cosas por el estilo, asimismo volaron cosas por los aires y sembraron el caos. Por supuesto, parte de todo eso puede ser también el brote de una realidad a lo Walter Mitty. Pero ¿quién lo puede afirmar a ciencia cierta? Emocionalmente fue perfectamente capaz de hacer tales cosas.

Así que tenemos a este tipo, un abogado, un orgulloso anarquista lanzabombas y, oh, por cierto, el primer y último gran escritor chicano de L.A. Hubo, desde luego, un montón de paranoia en su historia, en parte debido a la dura política que estaba teniendo lugar cuando Hunter Thompson lió a Acosta para escribir sobre Rubén Salazar. Acosta fue quien introdujo a Thompson en la política del barrio.

No debe menospreciarse tampoco la importancia en la historia de las drogas inductoras de paranoia que abundaron tanto sobre el papel y, sin duda, en las vidas reales tanto de Acosta como de Thompson. Y la misteriosa desaparición de Acosta en México también añade un elemento B. Traven a la leyenda. Pero apenas lo habría necesitado. Aparentemente, lo que se lee es lo que hay, al menos según Thompson. Acosta era muy consciente del hecho de que en cierto momento llegó a ser más famoso como personaje de las páginas de Thompson que como escritor.

También fue muy real. Su teatro de guerrilla fue preciso y directo. Tuvo la temeridad de citar a todos los jueces de la corte suprema del condado de Los Ángeles para impulsar su afirmación a propósito de que el racismo estaba tan generalizado en el sistema que un chicano jamás podría llegar a tener un juicio justo. También representó a los Seis Chicanos acusados de intentar incendiar el Hotel Biltmore cuando el gobernador Reagan estaba dando un discurso.

Sin embargo, pese a su inmensa apariencia de azteca iracundo, Acosta fue un hombre plagado de tremendas inseguridades, inseguridades con las que lidió abusando de la comida, las drogas y el alcohol.

Aparte de ser un hombre extremadamente paranoico, Acosta era todo un caballero, un hombre muy sensible, que escribía con intensidad y poesía, lo que le dio la estatura de un escritor estadounidense de primer orden.

Acosta procede de una larga tradición de Los Ángeles; la del mexicano revolucionario. Algunos elementos importantes de la Revolución Mexicana fueron ideados desde Los Ángeles, un hecho que horrorizó al general Otis de Los Angeles Times.

Octavio Paz escribió sobre Los Ángeles en El laberinto de la soledad. Paz habla de lo que supone vivir en Los Ángeles, «una ciudad habitada por más de un millón de personas de origen mexicano» para luego desestimar en cierto modo «[…] la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, que no puede ser capturada con palabras ni conceptos».

Para ser justos con Paz hay que decir que estaba escribiendo en los años cincuenta. Acosta no llegaría a verse impreso hasta los años setenta. Él por sí mismo legitima la ciudad de Los Ángeles como la capital o la Meca de la literatura chicana. Pero fue su momento culminante, y mucho me temo que seguirá siendo así durante un tiempo.

Puede que mucha literatura latinoamericana sea revolucionaria. Pero creedme, los poderes que hoy imperan en Los Ángeles pueden tolerar una cierta literatura chicana cautelosa, pero jamás permitirían la existencia de otro Acosta.

La historia de la gran literatura latinoamericana ha estado siempre muy cargada de impulso revolucionario y de sentimiento obrero, y siempre ha sido rica en boato y simbolismo religioso. Representa distintos extremos de un mismo espectro, como se muestra en la película de Eisenstein El día de los muertos. Yo creo que Acosta representó el impulso izquierdista y, a falta de una palabra mejor, existencial que ha distinguido los grandes momentos de la cultura latina. Las memorias sentimentales de un antiguo paraíso son golpes bajos. Los grandes artistas latinos, desde Diego Rivera a Pablo Neruda, creyeron que el Paraíso tenía que ser conquistado a través de la lucha de la clase obrera. Esto suena extraño y ajeno a los oídos estadounidenses, aunque de hecho los mayores escritores estadounidenses, desde Mark Twain hasta Jack London y Upton Sinclair, escribieron una literatura descaradamente obrera.

En Latinoamérica, Diego Rivera y Pablo Neruda reflejaron el gran río de la cultura latina que, para gran consternación del Departamento de Estado de Estados Unidos, forjó héroes como el Che Guevara y, por cierto, el mismo Castro, no al maldito Papa.

Acosta no fue en realidad ni un Che Guevara ni un Castro. Lo que él dejó atrás es lo que escribió. Y lo que escribió nos hace conocer aquella época y comprenderla; su obra nos proporciona algo con lo que comparar la realidad del presente.

Fue uno de esos escritores que no hubiesen sido tomados en serio por la crítica literaria establecida que suele actuar como si detentase el poder de ungir lo que resulta apropiado en la obra de los escritores «minoritarios». Los pasados míticos se toleran, pero no nos vayas a salir con visiones utópicas de un mundo mejor y más justo. Quédate satisfecho con una literatura que se sumerja en los aspectos más triviales de la existencia chicana, y no en aquellos que puedan llegar a desmoronar los poderes que imperan en tu pobre mentalidad.

Con Acosta, la peculiar amalgama de paradigmas culturales es lo que dota a sus libros de perspectiva y lo que le confiere ese carácter único, al mismo tiempo que, por encima de todo, su grandeza.

Y es por eso que la fotografía de Acosta abrazando a Dorothy aquel día de la manifestación delante del Parker Center parece un momento congelado en el tiempo, como una vieja instantánea. Pero no se trata solo de una vieja instantánea; fue un momento resonante de otra época y otro lugar que, sin embargo, nos habla directamente de nosotros mismos, hoy, sobre todo de nuestra amnesia colectiva, que continúa campando a sus anchas en el nuevo milenio.

 

LIONEL ROLFE es el autor de Fat Man On The Left: Four Decades in the Underground, Literary L.A. y de Death And Redemption in London & L.A.

CÓMO SE ESCRIBE UN RELATO, POR ALAN HEATHCOCK

(traducido por Javier Lucini)

Queridos amigos,

Ayer escribí la última frase del último relato de un libro que empecé hace cerca de veinte años (en el momento en que decidí ser escritor). Con toda sinceridad, creo que cualquiera con educación, esfuerzo y paciencia, puede llegar a escribir un libro. Yo lo logré. El proceso de acabarlo ha sido intenso, más de lo que me imaginaba, pero en esa misma intensidad he encontrado el camino hacia una comprensión muy clara de mis principios personales a la hora de ponerme a escribir. Aquí van algunos:

  1. Crear personajes únicos con un defecto sumamente específico que ponga en cuestión su habilidad para interpretar el mundo con claridad.
  2. Hacerles cosas horribles a tus personajes, pero sin llegar nunca despojarles de su humanidad.
  3. Nunca hacer que tus personajes sean ignorantes o locos.
  4. Capacitar a tus personajes para el cambio, a pesar de sus defectos, y para que, a través de pruebas, lleguen a comprender una verdad profunda del mundo.
  5. Sentir la lucha de tus personajes. Que te hagan llorar, que te enojen, que te cansen. Desvanecerte. Descubrir lo que significa ser otro distinto a ti.
  6. La empatía es de crucial importancia. Si un lector no siente, no será drama sino periodismo, y el periodismo que es ficción tiene muy poco valor.
  7. El sentimiento se comunica a través de los sentidos. Comunicar a través de imágenes, sonidos, aromas y texturas, no con palabras. Principalmente, comunicar a través de imágenes.
  8. Poner tus personajes en una situación altamente dramática y única, abandonándoles al desnudo con sus defectos.
  9. Dedicar mucho tiempo a trazar la trama. Crear tramas que sean tan únicas y alejadas de la fórmula que nadie pueda llegar a creerse que hayas dedicado ni un solo segundo a pensar en la trama.
  10. Permitir que tus personajes deseen algo, pero no otorgárselo fácilmente. Darles solo lo que se merezcan. Hacer que se lo curren a lo largo de toda la historia para que se lo ganen, o no.
  11. Cada escena debe sentirse extraña y desconocida. Lo extraño y lo desconocido genera misterio y alimenta el peligro, y tanto el misterio como el peligro alimentan la curiosidad.
  12. Inventar entornos interesantes y peculiares, o dar con algo interesante y peculiar en entornos un entorno banal. Todos los entornos son reflejos metafóricos del interior de tus personajes.
  13. Nunca resultar obvio. Nunca ser recatado. Hacer que el lector tenga que trabajar un poco para entender lo que está leyendo, pero al final recompensar su esfuerzo con empatía y claridad.
  14. Revelar algo en los finales creando una convergencia de trama y relato. Escribir el final de tal forma que no se sienta arreglado. Hacer finales a la francesa.
  15. No escribir de menos. Abastecer al lector con todo lo que necesite ver, sentir y pensar. Controlar al lector en todo momento.
  16. No escribir de más. No hacer que el lector lea más de lo que necesite. Si haces que un lector lea una sola palabra más de la necesaria le estarás dando licencia para leer por encima.
  17. Encontrar siempre los sustantivos y los verbos justos y exactos. La verosimilitud vendrá en buena parte determinada por la precisión de los sustantivos y los verbos.
  18. Escribir con un estilo de prosa que parezca orgánico y libre aunque esté completamente programado y controlado.
  19. No preocuparse por la extensión. Un relato será tan largo como precise, ni una palabra más, ni una palabra menos. El propio relato dictará su propia extensión.
  20. Nada de atajos. Pensar en las maneras más exigentes que haya para lograr lo que deseas y hacer precisamente esas cosas. Al final te ahorrará tiempo.
  21. Jamás ofender a nadie intencionadamente. Pero que nunca te importe que la gente se pueda ofender con tu obra.
  22. Poner títulos sencillos y un poco raros. Hacer que el lector tenga que leer el relato entero para entender del todo el título, y poner un título que ayude al lector a entender el relato del todo.
  23. Escoger proyectos que te hagan sentir algo con intensidad. Obsesionarse.
  24. Darse completamente a la historia. Eliminarte. No trata de ti.
  25. No trabajar con otra gente. Los otros te cohibirán. Encontrarte un sitio donde poder estar solo. Estar solo.
  26. No buscar la aprobación más allá de uno mismo.
  27. Ser lo bastante valiente para tomarse a uno mismo en serio. Una vez que hayas decidido tomarte en serio dejarás de imitar a los demás y serás original.

Sinceramente,

Alan Heathcok

WILLIAM S. BURROUGHS JR. EL HIJO MALDITO DE «EL ALMUERZO DESNUDO»

(artículo publicado en la revista CÁÑAMO)

«No te detengas, Billy, algo se mueve / estamos zapateando por ti».

«Peyote Billy», de ANNE WALDMAN (fragmento de magia compasiva por la vida de William Burroughs Jr.)

Joan era una joven estudiante de periodismo, amiga de Kerouac (la Jane de Los subterráneos y de En el camino). William se había mutilado la mano, había trabajado de exterminador en Chicago y había sido arrestado por falsificar recetas de narcóticos. Noches con música de Charlie Parker y Theolonious Monk en el West End Bar y en el 419 de la calle 115 Oeste, en pleno Upper West Side de Nueva York, el apartamento de Joan y punto de encuentro de la Generación Beat. Gente abatida. Ahora vivían en Texas. Se habían casado. Cultivaban marihuana. Ella inhalaba bencedrina, él se chutaba heroína y ambos bebían como cosacos. Sexo poco y malo. Varios episodios psicóticos. Ella tenía una hija de un matrimonio anterior, se llamaba Julie, «diminuta bailarina desnuda […] repleta de sonrisas». Luego nació Billy (1947) y a los dos años se fueron todos a México, huyendo de la ley (algo a propósito de unas cartas interceptadas por la policía de Nueva Orleans en las que Burroughs habla con Ginsberg de un cargamento de marihuana). 

Y así llegamos a la mañana en que D.F. amanece con el titular: «Quiso demostrar su puntería y mató a su mujer». Fue la noche del 6 de septiembre de 1951, en casa de John Healey. Llevaban toda la tarde de juerga en el Ship Ahoy (bar mencionado en Yonqui y Marica, en el 122 de la calle Monterrey) y, cuando les echaron, John propuso continuar la fiesta en su casa. Burroughs tenía una Star calibre 380 y quiso demostrar su célebre puntería jugando a Guillermo Tell con su mujer. Llevaba disparando desde los ocho años. Unos dicen que falló, otros que dio en el blanco. Ginsberg llegó a sugerir que Joan corrigió su postura para ir al encuentro de la bala. Quería morir. Por su parte, Billy contaría que fue testigo de todo. Estaba al lado de su madre y sus sesos le salpicaron la cara. Pero Burroughs siempre dijo que se lo inventó. Que él y Julie estaban en el apartamento de unos amigos. Como si el hecho de haber estado o no cambiase en algo las cosas. Él la mató. Punto. 

Tras el «incidente», Burroughs fue condenado a un año por «imprudencia criminal». A los trece días se dio a la fuga y se marchó a las selvas del sur en busca de la ayahuasca. De Julie nunca se volvió a saber (suerte para ella). A Billy lo mandaron con sus abuelos a St. Louis. Quedó un nicho olvidado en México, cerca del metro Tacuba, en el que aún hoy puede leerse: «Joan Vollmer Burroughs, Loudonville, New York, 1923, México D.F. Sept. 1951». 

En la introducción a Marica, Burroughs confiesa que jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan: «[…] la muerte de Joan me puso en contacto con el Invasor, con el Espíritu Feo, y me embarcó en una lucha de toda la vida, en la que no he tenido más remedio que buscar la salida escribiendo». Billy, en Maldito desde la cuna (obra póstuma, compilada por David Ohle, autor de la mítica Motorman), nada más empezar, rememora en una cita una vaga escena familiar y el modo en que, después, todo se desmoronó: «[…] un agujero de bala en su cabeza, padre pálido, mano temblorosa mientras prende la bolita de algodón en la parte trasera de un barquito de juguete en una fuente de Ciudad de México. El barquito traza círculos delirantes mientras los álamos se estremecen y nuestros destinos independientes quedan cercenados, él al opio y a la fama, cargando con la culpa y la vergüenza. Y yo, el hijo destrozado de El almuerzo desnudo, a las playas doradas y a las promesas de éxito». Aunque muy poca playa dorada y muy poca promesa de éxito. Apartamentos sucios, eso sí, reformatorios, baretos, quirófanos, clínicas de desintoxicación y un par de novelas publicadas (Speed y Kentucky Ham) que todo el mundo, por agravio comparativo, probablemente sin leerlas, calificó de malas (no lo son). Billy leyó a Ginsberg (su padrino), a Corso, a su padre y a Kerouac con una contradictoria sensación de déjà vu. Como si acabase de perder un barco. «Y había una fiesta a bordo; podía oír la música mientras se alejaba». Sus treinta y cuatro años de vida caben en un párrafo sin literatura de un informe médico. Es «el señor A» que aparece en un artículo del American Journal of Psychiatry de agosto de 1979: «El señor A, varón alcohólico de 30 años, ha llevado una vida caótica desde que su madre murió a la edad de 28 años cuando él tenía 4. Su padre solo estuvo disponible de un modo esporádico y la relación del señor A con él ha sido inconsistente. El alcoholismo del señor A resultó en una enfermedad hepática irreversible para la que el único tratamiento pareció ser un trasplante de hígado». Y eso cuando los trasplantes de hígado aún eran quimeras… «Creo que los libros de Billy son muy, muy buenos» afirma John Waters en el documental William S. Burroughs, The Man Within. «Tenía muchísimo talento. Pero cuando lees ese último libro, Maldito desde la cuna, y descubres esa vida herida tan terrible… Así que si lo que me estás preguntando es si William fue un buen padre, la respuesta es muy simple: No».

Un hombre al final de un pasillo, cerrando una puerta, envuelto en una nube de humo de cigarrillo. Poco más que eso fue Burroughs para su hijo hasta que cumplió los dieciséis. Entre 1951 y 1961 solo se vieron tres veces. Sus abuelos le convencieron de que su padre era un explorador (por entonces andaba inmerso en la búsqueda del yagé: «28 de febrero de 1953. Hotel Niza, Pasto. Querido Allen: Voy de regreso a Bogotá sin haber conseguido nada. Me han timado los chamanes (el más incorregible borracho, mentiroso y vago del pueblo suele ser el chamán), me han metido en la cárcel y me ha dado el palo un buscavidas local. […] Finalmente caí víctima de la malaria […]»). No obstante, cuando Billy cumplió los dieciséis, Burroughs hizo un último intento de amor paternal y se lo llevó a Tánger. Mala idea: kif, dulces de hachís, majoun y dos o tres amigos que intentaron follárselo. Tánger, mito y paraíso perdido. No es de extrañar que Mohamed Chukri acabase detestando a toda aquella lamentable legión de escritores anglosajones (Paul Bowles, Truman Capote, Gore Vidal, Tennessee Williams, Allen Ginsberg…) que recabaron en la ciudad en busca de su mágico exotismo: «Todo aquel que llega a Tánger quiere ser su rey Shariar y convertir a la ciudad en su Sherezade». Básicamente un burdel: jovencitos dispuestos a dejarse encular por un plato de sopa y droga muy barata y accesible. Chukri recuerda a Burroughs en Tánger «como uno de esos personajes de western que llega a una ciudad en la que es forastero». Detestaba a los tangerinos, no se fiaba de ellos, nunca salía de casa sin su navaja o su pistola. Escribía El almuerzo desnudo en la azotea, como un poseído («había un acumulador de orgón en el pasillo de arriba en el que mi padre se sentaba varias horas seguidas fumando kif para luego salir corriendo y atacar su máquina de escribir sin previo aviso»). Y Billy dejado a su suerte. «Me dediqué a vagar por los acantilados con mi pipa y cien gramos de hierba sin adulterar […] Me sentaba en los árboles que crecían en los acantilados y fumaba hasta que me sentía incapaz de volver a subir. Esperaba un rato y luego caminaba por las callejuelas […]. Iba a los cafés, al cine, a las playas, pero no pude llegar a entender lo que iba mal hasta que una noche Ian vino a mi habitación y me dijo que lo que me pasaba es que deseaba irme a casa». 

Luego ya todo fue caída, reproches y distancia. Jamás volvería a recuperarse la conmovedora intimidad que detectó Ginsberg cuando el niño era apenas un bebé. «[…] Vino Bill y se sentó a su lado, lo miró y el crío lo miró a él con una expresión muy seria, los dos allí mirándose, comunicándose de un modo de lo más normal e íntimo […] la calma con que Bill se asomó a los ojos de su hijo y la tremenda confianza con que su hijo le devolvió la mirada […]. Todo tan sublime y tranquilo. Me asombró ver a Bill tan sosegado. Sobre todo me resultó asombroso ver a Bill intimando tanto con alguien». Esa intimidad la reservaría Burroughs después solo para sus gatos. Y elaboraría toda una teoría para justificar su desapego. En El Trabajo le dice a Daniel Odier que la familia es uno de los principales obstáculos para el progreso humano. Hay que quitarles a los padres biológicos los niños en cuanto nacen y criarlos en guarderías estatales. Sin familia. En ese rechazo a la familia hay «gato encerrado». The Cat Inside comienza diciendo: «Estoy preparando el equipaje para hacer una visita relámpago a Nueva York y hablar con Brion [Gysin] sobre mi libro de gatos. En el salón donde dejo los gatos, Calico Jane está amamantando un gatito negro. Cojo mi maleta. Parece pesada. Miro en su interior y veo sus otros cuatro gatitos. “Cuida bien de mis bebés. Llévalos siempre contigo a dondequiera que vayas”». Cierto crítico apuntó en Harper’s Bazaar que los gatos cambiaron la vida de Burroughs: «son sus guías psíquicos y le han ayudado a sacar al niño herido que lleva dentro». Resulta inevitable pensar que ese niño es otro. Otro que está muy lejos, matándose por las carreteras estadounidenses. Un niño que le escribe a menudo para pedirle ayuda y dinero (en El Trabajo Burroughs se lamenta frente a Odier: «[…] Lo que realmente mantiene a los hijos atados a sus padres es la dependencia económica, y hay que acabar con ella»). Billy, al final, se había convertido en una lacra. No levantaba cabeza, seguía obstinado en destruirse (como su madre). Incluso llega a escribirle una patética carta a Bukowski. Su vida es esa carta. Una carta que no llega. «Parece que soy una especie de inadaptado en el entorno maligno de Burroughs, con mi falta de interés por las armas y el caos–desconcertantemente (para ellos) acompañado de mi peligrosa obsesión por las mujeres. […] Espero recibir noticias tuyas. Sería la hostia recibir correo de una persona a la que admiro tanto (no te ofendas). Mis mejores deseos para ti y para los tuyos–y ya que estás, manda dinero. P.S. No te preocupes–Nunca llegaré a mandarte esta carta». 

Al final parece ser que ese fue el error que su padre nunca le perdonó: no haber sido un gato. 

 

BIBLIOGRAFÍA

Maldito desde la cuna. La vida corta e infeliz de William Burroughs Jr. Dirty Works, 2015.

Beat Attitude. Antología de mujeres poetas de la Generación Beat. Bartleby Editores, 2015.

Los subterráneos, Jack Kerouac. Anagrama, 1993.

En el camino, Jack Kerouac. Anagrama, 1989.

Yonqui, William S. Burroughs. Anagrama, 1997.

Marica, William S. Burroughs. Anagrama, 2002.

El almuerzo desnudo, William S. Burroughs. Anagrama, 1989.

Las cartas de la ayahuasca, William S. Burroughs y Allen Ginsberg. Anagrama, 2006.

Gato encerrado, William S. Burroughs. El Aleph Editores, 2007.

El Trabajo. Entrevistas con William Burroughs, Daniel Odier. Enclave de Libros, 2014.

Motorman, David Ohle. Periférica, 2013.

Paul Bowles, el recluso de Tánger, Mohamed Chukri. Cabaret Voltaire, 2012.

 

FILMOGRAFÍA

A MAN WITHIN. Dirigida por Yony Leyser (2010).

 

 

 

 

 

 

HARRY CREWS, HISTORIAS Y CICATRICES

(artículo publicado en la revista CÁÑAMO)

 

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«Cuéntanos cómo es el Sur; qué hace allí la gente; por qué viven allí; por qué siguen viviendo.»

¡Absalón, Absalón!, WILLIAM FAULKNER

«Hijo, ¿por qué no escribes un libro que sea alegre y agradable y esté lleno de sonrisas?»

La madre de HARRY CREWS

Harry Crews, «el Rabelais de Georgia» según la necrológica del New York Times, aún vivía cuando me llamó aquel periodista de Barcelona que quería contactar con él. Debió ser al poco de que publicásemos El cantante de góspel en España. Estaba vivo, pero no estaba bien. Hacía poco había dicho que estaba jodido y que no sabía si iba a poder terminar su última novela (The Wrong Affair). Aparte de la enfermedad que le venía consumiendo desde hacía años estaba lo de la reciente puñalada en el abdomen. Claro que, si uno se para a pensarlo, ¿alguna vez había estado bien? No consta. De hecho, de haberlo estado, probablemente no se habría dedicado a escribir. Habría hecho otra cosa. Aunque seguro que al hacerla, por muy inocua que fuese, se las habría ingeniado para hacerse daño, lo cual ya sí sería digno de ser contado. El dolor. Y vuelta a empezar. Porque eso es un poco el sur profundo de donde procede: caerse y levantarse y dejarse trozos de cuerpo por el camino. Y por eso lo de las historias. 

Lo decía él mismo al final de su gloriosa aparición en el documental Searching For The Wrong Eyed Jesus (2003), de Andrew Douglas, donde sale con su bastón, renqueante, ya por aquel entonces bastante machacado (demasiados accidentes de moto): «Las historias lo eran todo y todo eran historias». Está hablando de su infancia. «Todo el mundo contaba historias. Era una forma de afirmar quiénes eran en el mundo. Su manera de comprenderse a sí mismos». Es Eudora Welty y Carson McCullers. Faulkner menos, aunque ese tipo sabía beber. Historias para dejar de sangrar, para curarse, para cicatrizar.

Pero lo de estar bien, no. Eso no va con él ni con los suyos. Su gente es más de estar tullida (tanto física como psíquicamente). La novela de estar bien la tendrá que escribir otro. Alguien del norte o de la Costa Este, alguien que no sangre al mear. 

Bueno, miento. Parece ser que una vez sí que estuvo bien, o al menos eso le dio por decir durante una breve temporada. Año 1992. Se había enamorado. Otra vez. A veces pasa. Y nos salió con una novela de amor. Se acojonó (casi tanto como nosotros). Supuso que la crítica le despellejaría. Que sus fans le darían la espalda. Que sería el fin de su carrera literaria. Pero la novela resultante fue El amante de las cicatrices, dedicada a Sean Penn («el tío más grande que conozco»; acababa de dirigirle en Extraño vínculo de sangre), en la que hay amor, sí, un amor un poco raro, todo hay que decirlo, pero también hay cadáveres, enfermedad, gente deforme, brujería, cocodrilos y una señora que duerme con un cráneo humano. Así que todo en orden. El viejo Harry sigue mordiendo. 

La cosa le viene de familia. De familia y de haber nacido en Georgia. ¿Te acuerdas de Burt Reynolds en Deliverance, aquella aterradora versión que hizo John Boorman del novelón de James Dickey? Pues así. Igualito. Aunque puede que peor, porque como dijo Norman Mailer: «Harry Crews empieza donde lo dejó James Dickey», y cualquiera que haya leído a Dickey sabe que «donde lo dejó Dickey» es un erial bastante inhóspito. En La mente del sur (1941), W. J. Cash, dejó descrito muy acertadamente (para indignación de los Agraristas Sureños, Robert Penn Warren y compañía, incluido Andrew Lytle, que luego sería profesor de escritura de todas aquellas bestias maravillosas: Flannery O’Connor, James Dickey y un joven Crews recién licenciado en la universidad de Florida) al típico varón del Sur, una descripción en la que Harry, que por aquel entonces tenía seis años y se estaba achicharrando vivo en una caldera para escaldar cerdos a la que había ido a parar accidentalmente jugando con sus amiguitos (su infancia fue una empecinada sucesión de convalecencias), acabaría encajando a la perfección: «[…] en su juventud y con frecuencia bien entrada la madurez, participaba en carreras espontáneas e improvisadas, a pie, hacía lucha libre, ingería cantidades navegables de whisky, soltaba alaridos salvajes y cazaba zarigüeyas; porque ya lo llevaba en el alma cuando salía del bosque, porque ya estaba arraigado en sus costumbres cuando salía de las regiones apartadas, ya que en la frontera era natural hacerlo, pues era un individuo apasionado y fuerte, a quien le hervía la sangre en las venas y buscaba naturalmente la actividad al aire libre, impulsado por un incontenible y primitivo deseo de correr afanosamente en pos de algo […]». 

En una de sus últimas entrevistas, preguntado por su ira irrefrenable (cuya última manifestación era esa rajadura que le comenzaba a la altura del vello púbico y le subía por el ombligo hasta el esternón, trofeo de una pelea de «perros viejos» en un camping de pesca: «Conocía a ese tipo desde hacía tiempo y siempre nos habíamos tenido mala sangre»), Harry Crews suscribió casi palabra por palabra lo afirmado por W. J. Cash. «Intento ser correcto, civilizado, decente y todo lo que tú quieras, pero no se me da bien». De casta le viene al galgo. «Todos los hombres de mi familia son así. Una pandilla de malditos gatos resentidos que no hacen más que moverse por ahí en busca de coños y pelea. Fui campeón de los pesos semipesados en los marines. Me han roto la nariz seis veces. Y me gusta el karate y los deportes en los que se matan animales. Me gustan muchas cosas que no están lo que se dice “de moda”, cosas que no son agradables y que, si tienes algo de cabeza, son del todo indefendibles. Lo que pasa es que hay demasiada gilipollez en el mundo. ¿Cómo se puede vivir esta vida sin estar más loco que una cabra?». Desde lo de Sherman y la caída de Atlanta ya son muchas generaciones de rabia y furia. Quienes lo conocen te lo podrán confirmar: Harry Crews se expresa con corrección, a menudo es divertido, pero suele estar hasta los cojones de algo. Claro que ¿quién no?

Así son los hombres de su familia, y también sus novelas. Porque hay que decir que todo lo que ha escrito (y ese «todo», que no es poco, incluye cosas como cetrería, circos de freaks, culturistas, ladrones de cadáveres, festivales de serpientes…) está basado en experiencias reales. Y es que, por increíble que parezca, Harry ya ha estado ahí antes y lo ha hecho. En efecto, se lo ha bebido, se lo ha fumado, se lo ha inyectado, se lo ha tatuado, lo ha olisqueado, lo ha saboreado, lo ha vomitado, lo ha sangrado, se lo han arrebatado, lo ha enterrado, se lo han cosido, se le ha infectado, lo ha cazado, lo ha descuartizado o se ha estampado contra ello en su Triumph no una sino varias veces. Es molecularmente incapaz de estarse quieto. Tiene el cuerpo plagado de cicatrices. Se ha roto casi todas las putas cosas que te puedas imaginar (y disculpa mi lenguaje, pero joder, es que estamos hablando de Harry, no de uno de esos escritores finolis de Brooklyn Heights que quedan contigo en un Starbucks). La novela de estarse quieto y de guardar las formas la tendrá que escribir otro. Un europeo, probablemente. Algún alérgico que no corra mayor peligro en su vida que el de cortarse con la maquinilla de afeitar. 

A Crews, al menor atisbo de calma chicha, le entra «la fiebre del camarote» y tiene que hacer un esfuerzo titánico para no dejarse llevar por sus impulsos. Lo dijo una vez en la radio: «Cuando las cosas se vuelven demasiado cómodas y seguras, me entra la sensación de que me estoy ablandando. Es como si alguien me estuviese enterrando en un lecho de plumas. Así que cuando eso sucede tiendo a ponerme a derribar o a destrozar cosas». 

Acto seguido, ante el apuro evidente del locutor (que no se fía de que lleve ya más de diez años «limpio» y al que se le percibe francamente asustado), añade: «Aunque a medida que me voy haciendo viejo, tengo la impresión de que lo llevo mejor, para gran alivio de la gente que me rodea». 

Pero es una impresión falsa, lo ha dicho por decir, porque envejecer es una putada y lo que hay que hacer es no tenerle respeto a nada. «Cágate mucho en ello y dale una patada en el culo al diablo», diría en sus últimos días. «Escupe y ráspate el trasero haciendo todo lo que puedas seguir haciendo cuando te hagas viejo. Y no le beses el culo a nadie. Eres un anciano, muy bien, ¿y cuál es el problema?». La opción es mantenerse aparte. Hacer yoga. Asistir a eventos literarios. Pedir permiso. Sonreírle a la gente. Hacer caso al médico. Alejarte de los bares, de las mujeres, de los animales salvajes, de todo lo que merece la pena en esta vida, cosas que, al final, indefectiblemente, acaban haciéndote daño. Pero vivir es eso. Y escribir también. Así que no es opción. Al menos no para él. La novela de mantenerse a salvo ya la ha escrito mil veces cualquiera de sus «pares» del departamento de inglés de la universidad de Florida. Uno de esos posmodernos que jamás ha visto correr la sangre, que aún tiene todos los huesos intactos y que no ha abusado de las drogas y el alcohol hasta el punto de que sus conocidos lleven prediciendo su muerte desde hace más de veinte años. No. Él no. 

Crews solía decirlo en su taller literario (sí, fue profesor, ahí donde le ves, puedes hablarlo con Michael Connelly): «Si os vais a dedicar a esto, por amor de Dios, tratad de hacerlo al desnudo. Tratad de escribir la verdad. Tratad de meteros debajo de toda la impostura, de todas las excusas, de todas las mentiras que os han estado contando». Y no pidáis disculpas a nadie. Dejaos una cresta, rapaos al cero, no contestéis preguntas estúpidas, aquí no hemos venido a hacer amigos (ya tenemos dos o tres, y tampoco es que sea para tanto), haceos un tatuaje de una calavera con un verso de e.e. cummings que diga: «How do you like your blue-eyed boy, Mr. Death?». Ni se os ocurra servírselo a la muy zorra en bandeja…

Dar con su teléfono es fácil, basta con llamar a información en Gainesville, Florida.  Siempre se pone. Lograr que quede contigo es ya otro cantar. Así se lo transmití al periodista que me llamó desde Barcelona. Y le deseé suerte. Lo mismo conseguía que le invitase a una hamburguesa y a un par de cervezas. Lo mismo le citaba, lleno de entusiasmo, y luego ni se presentaba… 

El caso es que a los pocos meses Harry murió, esta vez sí, y el periodista de Barcelona no volvió a dar señales de vida. 

Tengo por ahí su teléfono, pero prefiero no llamarle, porque todo lo que me imagino que pudo sucederle es mejor que cualquier improbable entrevista que pudiera llegar a hacerle, algo digno de una novela de Crews. En la mejor versión me encuentro al periodista en un descampado a las afueras de Jacksonville, como reclamo de un motel de mala muerte, rodeado de chatarra y bastante desmejorado, comiéndose un Ford Maverick, pieza a pieza. 

Y este artículo concluye con su eructo: metal y diésel.

 

DESPIECE DE CITAS

«Mira, si tu intención es escribir sobre la dulzura, la luz y toda esa mierda, consíguete un trabajo en Hallmark.»

«No me resulta particularmente placentero hablar de que no somos lo que parecemos en este mundo. En realidad, somos carnívoros y nos comportamos como asesinos y chupasangres y abusamos de los demás siempre que podemos. Pero en todo eso hay belleza, hay humor, hay felicidad, hay éxtasis.»

«En mi obra no hay nada gratuito. No hay descripciones gratuitas de paisajes, no hay descripciones gratuitas de gente. Nada hay en mi obra que no sea necesario e inevitable para la acción, el lugar y las circunstancias sobre las que estoy escribiendo.»

«El trabajo del escritor es desnudarse, no ocultar nada, no esquivar nada con la mirada, su trabajo es mirar las cosas. No parpadear, no estar avergonzado o apenado por ello, quitarse la ropa e ir a donde está la sangre, donde está el hueso.»

«Sé lo que es que la gente te mire y ver reflejadas en su cara tus espantosas circunstancias, quiero decir: tu monstruosidad.»

«El dolor te humilla y te da una lección de humildad, y yo no estoy acostumbrado ni a ser humilde ni a que me humillen. No me gusta. Ofende mi idea de lo que coño creo que soy. Preferiría hacer antes cualquier cosa, incluso cortarme la puta garganta.»

«La ira me ha ayudado en muchos momentos de mi vida y tengo que confesar (y no se lo recomiendo verdaderamente a nadie, pero qué demonios) que me volví un ser furioso. Un auténtico cabronazo.»

«Hay algo bonito en una cicatriz. Significa que ya no te duele, que la herida se ha cerrado y ha sanado para siempre.»

 

 

 

 

 

CONFLICTOS DE UN PUEBLO PEQUEÑO

Por DONALD RAY POLLOCK

Traducido por Javier Lucini

A lo largo de la impresionante primera colección de relatos de Alan Heathcock, Volt, en el pueblo rural imaginario de Krafton, los conflictos aparecen en proporciones bíblicas: inundaciones, homicidios, incendios y fratricidios son algunas de las catástrofes con las que tiene que lidiar la ciudadanía de clase obrera. Para Heathcock, el sufrimiento es el sino de todo el mundo, un hecho que se confirma repetidamente. Cuando en uno de los cuentos un adolescente ayuda a quemar el cadáver de un hombre al que ha matado su padre en una pelea absurda, piensa en «todos los fuegos que el mundo ha conocido, fuegos de guerras, fuegos originados por bombas» y concluye que los restos persistentes de todo ese humo es «ahora el aire que respiramos». En otras palabras, el sufrimiento y la lucha son elementos permanentes de la condición humana.

No es de extrañar, dada la naturaleza claustrofóbica de la vida en un pueblo pequeño, que la huida sea el tema principal de la mayoría de estas historias. Pero como señala Lonnie, el temerario alborotador del relato «Fort Apache», cuando su hermano pequeño anhela saltar a un tren de mercancías y escapar: «En el oeste no tendrás a gente que vele por ti. Yo me partiría el alma por ti. Pero no ahí fuera». Hasta para un hombre acostumbrado a la violencia, la América que se extiende más allá de su pueblecito y sus vínculos familiares le parece peligrosa e implacable, de tal modo que el miedo a lo desconocido mantiene a la mayor parte de los personajes de Heathcock firmemente arraigados a su terruño.

Ese terruño, Krafton, es tan pobre y está tan arrasado por el viento y dejado de la mano de Dios, que resulta muy difícil imaginarse una localización más audaz (y admirable) para las historias de Volt. Aquí no hay glamour, ni el menor rastro de angustia contemporánea ni frivolidad; aparte del ocasional teléfono móvil, en realidad, poco hay del mundo moderno. Las historias podrían haber tenido lugar en otro siglo, protagonizadas por personajes pertenecientes a una secta antigua en su lucha constante con el amor, la fe, el perdón y el castigo. Incluso la prosa de Heathcock, sobria y muscular, pero inmensamente poética, encaja con la naturaleza aprensiva y temerosa de Dios de las historias.

Por supuesto, un lugar tan plagado de tribulaciones necesita un salvador, y Heathcock lo proporciona bajo la forma extraña de Helen Farraley, la antigua gerente de una tienda que se ha convertido, casi en broma, en la «primera y única agente de la ley» del pueblo. Helen, que aparece en varias de las historias y ayuda a proporcionar a Volt una cualidad cohesiva y novelística, se toma su puesto muy en serio y se preocupa profundamente por su rebaño. Tampoco duda en tomarse la justicia por su mano cuando piensa que puede aliviar el sufrimiento; como cuando en «El pacificador», ejecuta metódicamente al ermitaño que ha torturado y asesinado a una jovencita, aun sabiendo que «los del pueblo, y sobre todo los de fuera de Krafton, no darían la bendición a sus métodos: lo que en su mente había empezado a llamar la Gran Paz». Como ella misma explica en un cuento posterior: «Hay quienes son culpables en el momento en que les pones la vista encima, y lo que ha de hacer la ley es detenerles antes de que hagan lo que han venido a hacer a este mundo». Aquí se da voz a sentimientos procedentes del Antiguo Testamento, una justicia de ojo-por-ojo que no se adhiere a sutilezas legales.

Con franqueza, hay muy pocos defectos en cualquiera de los ocho relatos que configuran esta colección. Sin duda, en este mundo hay mucha violencia y mucho coraje, pero también abunda la ternura y la compasión. Heathcock despliega una generosidad espiritual que solo los escritores que aman a sus personajes pueden convocar, y Volt es una prueba conmovedora de su talento.

 

 

EL VERANO DEL ODIO

(Padre e hijo, de Larry Brown)

por Anthony Quinn

22 septiembre, 1996

New York Times

(Traducción: Javier Lucini)

Los sucesos de la nueva novela de Larry Brown transcurren a lo largo de cinco días del verano de 1968, aunque sus temas son tan intemporales y sus arquetipos tan imperecederos que podrían haber tenido lugar perfectamente cincuenta o cien años antes. Padre e hijo está construida, desde el mismo título, sobre las sólidas bases clásicas de un western. El modelo es Faulkner, pero su influencia ha sido absorbida y trascendida: el efecto acumulativo de esta tragedia de clase trabajadora da fe de la obra de un escritor que tiene plena confianza en su propia voz.

Desarrollada en una pequeña comunidad de Mississippi es, en el fondo, la historia de la enemistad no resuelta (y el parentesco ignorado) entre dos hombres. Glen es un joven airado que acaba de salir de la cárcel tras haber cumplido tres años por homicidio. Enseguida queda de manifiesto que la prisión, lejos de haber fomentado el espíritu de arrepentimiento, lo que ha hecho es endurecer el cascarón de esta mala semilla. Glen hace gala de muy poco aguante y de una memoria extremadamente viva: a las pocas horas de su regreso mata a tiros a un viejo enemigo en un bar del condado vecino y viola a una jovencita. Abriga un odio implacable hacia su padre, Virgil, un veterano discapacitado que a causa del alcohol convirtió la vida de su esposa y sus hijos en un infierno. Glen se pregunta «por qué cojones los japos no acabaron el trabajo y lo mataron cuando tuvieron la oportunidad. Su muerte habría puesto las cosas más fáciles a todo el mundo». A Virgil, que acaba de enviudar, no le queda más remedio que resignarse a la amargura de su hijo, no sin manifestar su asombro ante el hecho de que «un hombre pueda albergar tanto odio en su interior». Lo único que parece haber heredado Glen de su padre es su problema con el alcohol.

Sin embargo, el conflicto central de la novela no es el que existe entre el padre y el hijo. Glen también vive intoxicado con un resentimiento perpetuo hacia Bobby, el sheriff del pueblo. Lacónico, imperturbable, honrado, Bobby es todo lo que Glen jamás ha sido, y desde su primer y único careo, los malos presagios no dejan de acumularse. Una complicación más viene, gradualmente, a sumarse. Jewel, la novia de Glen, madre de su hijo, ha sido fiel a su novio descarriado durante su ausencia de tres años a pesar del persistente cortejo de (¿adivinan quién?) Bobby. En este punto el lector puede sentir que Larry Brown ha forzado más de la cuenta el tejido de su pequeño pueblo para resultardel todo plausible.

Este momentáneo parpadeo de duda queda digerido al instante frente a la aceleración progresiva de la tensión. El señor Brown, cuyas anteriores novelas son Joe y Trabajo sucio, maneja este embrollo de lealtades y alianzas tácitas con resuelta destreza, y el modo en que, frugalmente, nos va proporcionando revelaciones crea remansos inesperados en el discurrir de la obra. Puede que esta sea una manera extravagante de decir que el autor sabe perfectamente cómo hay que contar una historia. Resulta realmente chocante, por ejemplo, enterarse súbitamente de que la rabia de Glen contra el mundo deriva de un horrible accidente acaecido en su infancia: la narración retrocede al pasado para dar con un con niño que juguetea con un rifle y aprieta el gatillo apuntando a la cabeza de su hermano «esperando que hiciese un simple chasquido». Su familia le ha perdonado, pero la triste realidad es que Glen no puede perdonarse a sí mismo. Avanzado el libro, el señor Brown entreabre la puerta de la redención en el momento en que Glen se va a pescar con un viejo amigo y captura una pieza enorme. Es uno de esos peces que solo se pescan una vez en la vida, pero Glen, ante el asombro de su amigo, decide soltarlo: «No había tiempo para explicaciones. El pez podía morir si no lo devolvía al agua de inmediato. “Es así. Nunca he matado un ciervo que luego no haya deseado que siguiese vivo. Esta cosa es demasiado bonita para matarla. Prefiero que siga ahí dentro a que cuelgue de la pared de alguien”».

Lo que añade aún más intensidad a la resonancia mítica de la novela es la casi total exclusión de referencias contemporáneas. Uno apenas es capaz de reconocer que todo tiene lugar en los años sesenta: una peregrina alusión a Vietnam («No te irán a enviar a ese desastre del otro lado del océano, ¿verdad?») es lo único que nos sitúa en el año 1968. La lucha por los derechos civiles, los asesinatos y los disturbios en las ciudades no se mencionan en ningún momento.

El señor Brown tiene la mirada puesta en algo mucho más elemental. Padre e hijo trata sobre la violencia del corazón humano y sobre los accidentes que han podido incubarse en este desde la cuna. Sobre todo es un relato absorbente, descrito maravillosamente: el ritmo aletargado de la vida de un pueblo pequeño del sur está captado de un modo magistral. Si hay que buscarle un solo defecto al libro, es que se percibe una cierta esquematización, algo a lo que el autor no nos tiene en absoluto acostumbrados. Las simetrías que el señor Brown establece ocasionalmente se perciben algo forzadas. La forma y la proporción se encuentran entre los elementos civilizadores de la ficción, pero siempre es menos divertido cuando se distinguen, siquiera mínimamente, las junturas. También resulta sorprendente porque la técnica del señor Brown, sobre todo en los diálogos, se basa siempre en la insinuación y la sutileza; la mayor parte del tiempo nos da la impresión de que estamos leyendo entre líneas. En un escritor menos dotado este ligero forzamiento no sería tan destacable; es el único punto que se le podría achacar a esta admirable novela para no llegar a ser un logro rotundo.

LARRY BROWN. EL REY DE LA «GRIT LIT»

Pam Kingsbury entrevista a LARRY BROWN con motivo de la publicación de su obra The Rabbit Factory.

(Traducido por Javier Lucini)

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Resulta difícil imaginar la literatura sureña contemporánea sin la influencia de Larry Brown. Sus libros se aguardan con ansiedad, son muy leídos y han sido alabados por la crítica. Sus personajes reflejan la crudeza del Sur, donde se necesitan «agallas» para sobrevivir.

A Brown, nativo de Oxford, Mississippi, se le suele comparar con el icono literario de la ciudad, William Faulkner. Ambos asistieron a la Universidad de Mississippi sin llegar a graduarse y ambos aprendieron los rudimentos de su oficio a través de la lectura, vehemente y fervorosa.

Bombero durante diecisiete años antes de retirarse y dedicarse a la escritura a jornada completa, Larry Brown también ha ejercido de carpintero, leñador, constructor de cercas, limpiador de alfombras, pintor de brocha gorda, transportista de heno y empleado en una tienda. Conoce muy bien el mundo del trabajador.

¿Qué personaje o imagen de The Rabbit Factory se te ocurrió primero?

Lo primero fue Arthur. No era más que una imagen de un viejo intentando capturar un gato salvaje en una jaula. Ese primer párrafo lo escribí en 1994, también los siguientes seis o siete capítulos, luego lo dejé porque estaba convirtiéndose en algo mucho más largo que un relato, que era lo que había pretendido escribir en un principio.

¿Por qué cambiaste de editor?

Estuve catorce años con Algonquin, ocho libros. Creo que pusieron mucho empeño en comercializar mi obra, y gané un montón de premios. Este libro es algo distinto, algo así como una desviación o un nuevo punto de partida, por lo que tenía que irme a otra parte.

Cada nuevo libro tuyo es radicalmente diferente al que le precede. ¿Alguna vez te has visto obligado a escribir pensando en el mercado?

De verdad que no me preocupa en absoluto lo que la gente políticamente correcta vaya a pensar de mis libros. Yo no los escribo para ellos. Los escribo para la persona a la que le guste leer historias sobre gente con la que podría llegar a relacionarse, sin juzgarla, puede que solo comprendiéndola y sintiendo por ella un poco de compasión.

Para mí es imperativo escribir lo que uno quiere en medio de toda esta mierda de lo políticamente correcto que tanto abunda en mi trabajo. Siempre he creído que la gente tiene que hablar (me refiero a los personajes de un relato) del modo en que lo haría según dónde viva, porque la geografía modela el lenguaje y las vidas de la gente. Lo único que debe preocuparte es crear sobre el papel un mundo real. Para lograrlo tiene que poseer autenticidad de tiempo y espacio, y tiene que revelar las diversas complejidades del corazón humano, que en ocasiones es muy retorcido. Lo principal es contar una buena historia. No se trata más que de eso. Cualquier cosa que quede por debajo de esa intención, apesta.

En cierta ocasión apadrinaste una serie de lecturas en Oxford. ¿Cómo llegaste a eso? ¿Sigues involucrado?

No, de eso hace ya casi dos años. Yo vivía gracias a un premio Lila-Wallace-Reader’s Digest que me proporcionó 35.000 dólares al año, durante tres años, más 10.000 al año para financiar el programa que eligiese, que no fue otro que llevar a escritores de todo el país para que diesen conferencias e hiciesen talleres de escritura en nuestra biblioteca. Era una maravillosa oportunidad para traer a un montón de amigos míos a pasar un fin de semana por aquí y al mismo tiempo ofrecer a los lectores locales la posibilidad de entrar en contacto con escritores fantásticos que de otra forma jamás habrían llegado a conocer. También me permitió vivir y escribir sin que me molestase nadie durante tres años. Impagable.

¿Quieres hablar de cómo es vivir en Oxford?

La conexión Oxford. Bueno. Me lo preguntan muy a menudo. Ya no me dejo caer mucho por allí porque, por lo general, suelo pasarme aquí, trabajando, todas las noches. Lo que pasa es que ya no dispongo de tanto tiempo como deseara para salir y ver a los amigos sin que mi trabajo se resienta. Lo de ir a un bar a beber no es bueno para mí. Me quedaría toda la noche, lo pasaría de puta madre y al día siguiente me sentiría como el culo. Me obligué a no andar todo el día por ahí de parranda. A veces pasaban meses. Siempre acompañados de mucho guitarreo, que lo único que te da es entretenimiento, o diversión, o una excusa para no dar ni chapa, igual que la bebida. Después de esos tres años me di cuenta de que no podía beber y escribir al mismo tiempo, así que la mayoría de las veces elijo escribir.

Cuando llegué no había muchos escritores jóvenes. Creo que ahora hay bastantes. Un montón de jóvenes que vienen y se presentan y me dicen que aprecian mi obra, y eso siempre resulta muy agradable. Es bueno que los jóvenes aprecien lo que haces.

Faulkner, Grisham, Hannah. Todos pegando la hebra en Oxford. John ya no tanto. Yo simplemente nací aquí y me gustaba leer. Constantemente llegan escritores para vivir y escribir, algunos hasta acaban echando raíces. La librería, Square Books, atrae a miles de personas. Es una de las razones por las que Oxford se ha convertido en un lugar tan popular para los escritores y los lectores. Jim Harrison se vuelve loco, le encanta la comida. Arliss Howard y Debra Winger rodaron Big Bad Love aquí. Se está volviendo un sitio muy popular para mudarse. Me resulta raro ver cómo es ahora, la plaza llena de bares y restaurantes, y recordar cómo era en los años cincuenta y sesenta, cuando yo no era más que un crío y no había absolutamente nada que hacer por las noches. Es un mundo completamente nuevo. Y me resulta duro dar una vuelta por ahí. Pero eso casa con lo que he decidido hacer con mi vida. La mayor parte del tiempo ando aquí fuera, en el campo, y me dedico a escribir. Y trabajo en mi choza. Y alimento a mis bagres.

¿Qué escritores consideras que te han influenciado más?

Flannery O’Connor, Charles Bukowski, Raymond Carver, William Faulkner, Cormac McCarthy y Harry Crews.

¿Qué escritores jóvenes deberían estar leyendo los lectores?

Silas House. Nancy Jean Peacock. June Spence. Daniel Wallace. Es difícil estar al día. Los editores me mandan muchos libros para que les haga notas publicitarias, y me es imposible leerlos todos. Me interesaría saber en que anda metido ahora Charles Frazier. Hay muchísimos escritores buenos por ahí. Es difícil elaborar una lista porque seguro que te dejas a alguien muy bueno fuera.

¿Tienes algún consejo para los aspirantes a escritor?

Rechazo.

Tanteo.

Cometer un montón de errores estúpidos.

No existen los atajos.

Tienes que aprender a escribir ficción que agarre al lector por la garganta y no le deje escapar hasta que hayas acabado con él.

Y la única manera de hacerlo es sentarse y pasarse años escribiendo y fracasando y volviendo a escribir.

Si abandonas, nadie volverá a saber de ti.

¿Hay alguna pregunta de la que estés hasta las narices?

Joder, me han preguntado tantas veces las mismas cosas que es difícil acordarse. Una vez me entrevistó una señora con una grabadora y me hizo unas preguntas buenísimas sobre Joe. Fui capaz de permanecer allí sentado y hablar no solo sobre él, sino sobre el medio ambiente y lo que sucede en los bosques cuando las grandes compañías madereras arrasan y reforestan con pinos, y cómo los animales tienen que largarse porque se quedan sin alimento cuando los robles y las bellotas que producen desaparecen. Pude hablar sobre la evolución del paisaje de los alrededores, que llevo viendo desde que cumplí los dieciocho años, y sobre lo mucho que ha cambiado. Y del modo en que Faulkner lo profetizó. Cómo ha dado forma a la vida de la gente. La manera en que la fatalidad interfiere en los planes… todos esas cosas interesantes.

¿Cuál es la pregunta que siempre deseas que te hagan?

No se me ocurre nada que desee que me pregunten. Solo intento animar un poco a los escritores jóvenes sin acogerlos personalmente bajo mi ala, aunque ya he acogido a más de uno. Pero trato de hacerlo de un modo que les proporcione un punto de vista realista de a qué se van a enfrentar si desean de verdad ser escritores de ficción. No es fácil, he visto a gente que ha dejado su trabajo para dedicarse a esto y luego ha fracasado. Yo no dejé mi curro hasta que ya hube publicado unos cuantos libros y conseguí otros trabajos relacionados con el oficio. Y fracasé un montón antes de hacerlo. Cinco novelas. Y una que quemé. Habré escrito unos ciento cincuenta relatos. Poesía. Todo un horror. He escrito mucho ensayo, y me encanta. Guardo en mi ático cajas y cajas de material inédito. Eso es lo que se precisa: cajas y cajas de material que no vale para nada. Pero de todas formas tienes que sentarte ahí a escribirlo hasta que aprendes a hacerlo bien. Esas son las normas. No hay otro modo si deseas de verdad ser un buen escritor.

¿A dónde te llevará la gira promocional de tu libro?

La gira promocional. Austin, Oxford, Memphis, Blytheville, Jekyll Island, GA, Jackson, MS, Birmingham, Asheville, Louiville y Lexington, KY, Atlanta, Athens, Milledgeville, GA, Nashville, Seattle, Santa Cruz, San Francisco, Iowa City, Minneapolis, donde, por cierto, voy a quedarme un día más para dar una lectura con mi amigo Ben Weaver, 24, que, sencillamente, es uno de los mejores músicos jóvenes que he conocido en años, y luego acabaré en Nueva York y podré ir a conocer al bebé de mi hijo, McCaslin, que nació hace unos días. Pesó más de tres kilos y tiene el pelo rizado y rubio.

¿Qué es lo que más te gusta de las giras promocionales?

Está muy bien lo de ir viendo, ciudad tras ciudad, a gente que ha leído tus libros. Está la impaciencia por comer en tus restaurantes favoritos de Seattle, dar una conferencia en Elliott Bay o en Un Lugar Limpio y Bien Iluminado. Uno nunca sabe quién puede acabar presentándose. Tengo amigos por todas partes y me gusta mucho verles. Es agradable poder ir a L.A. y quedarse en casa de un amigo. Por todo el país, gente conocida que aparece cuando llegas a su ciudad. Es un mundo inmenso con un montón de gente buena. Las librerías independientes me han salvado la vida, y me preocupa su futuro. Te venden los libros que les gustan y solo así los buenos libros consiguen entrar en las listas de bestsellers, por el peso fundamental del número de ejemplares vendidos. Libros que son demasiado buenos para ser ignorados. Pero no siempre ocurre así con los libros buenos. A veces sucede con libros muy malos. Pero así es el mundo. No todo es perfecto.

¿Te gustaría escribir otro libro de ensayo?

Desde luego que sí, me gustaría escribir sobre la casita que llevo construyéndome sin ayuda de nadie desde hace cinco años, y sobre los ocho acres de bosque y tierras de pasto sobre los que la estoy levantando, y sobre los pájaros y los animales que viven por allí, los peces que crío y luego pesco en mi estanque, y sobre todo el trabajo que hago en esa tierra con mi tractor, mi sierra eléctrica, mi pala…, pero en este país el ensayo no se vende tan bien como las novelas, así que creo que seguiré escribiendo novelas.

Tengo planeado escribir algunos guiones originales para el cine. Ahora mismo estoy con mi tercer guión. Sobre la vida de Hank Williams.

También tengo dos novelas en marcha. A mi nuevo editor le gustan. Y eso está bien.

MAZZY MAEBELLE HEATHCOCK

por ALAN HEATHCOCK

Mi perra, Mazzy Maebelle Heathcock, es un labrador mestizo de nueve meses; mestizo de qué, no estamos seguros, aunque yo me decanto por una mezcla de labrador negro y conejo. La sacamos de la perrera y nos sentimos muy afortunados de tenerla en la familia. Mazzy es puro amor. Es cariñosa y adorable, y tanto mi mujer como mis tres hijos la quieren tanto como yo.

Si necesitas abrazarte a algo, Mazzy siempre está ahí. Si necesitas una lengua húmeda y tibia en la cara, Mazzy no dudará en considerarlo. Si lo que necesitas es alguien que ataque a los intrusos o intimide a los vecinos, Mazzy no es el perro que andas buscando. Quiere a todo el mundo. Incluso a nuestra gata de dieciocho años, Kitty Sue, que, a su edad, ya no es que quiera mucho a nadie. Pero la buena de Mazzy hace todo lo posible por acurrucarse junto a la gata y trabar amistad con ella. Mazzy es muy buena perra y aunque me ha destrozado un par de zapatos Cole Haan a dentelladas, ha sido una cachorra fantástica.

Lo más complicado de su adiestramiento fue al mismo tiempo algo de lo más encantador. Veréis, Mazzy es una perra de agua. Si os acercáis con ella a un estanque o a un riachuelo querrá zambullirse. Lo mismo pasa con las bañeras. Un día le llené la bañera a mi hija de seis años, Harper, y, al rato, oí un chapoteo. Entré en el baño y me encontré a Mazzy metida con ella en la bañera. Las dos se lo pasan juntas en grande. Enseguida comprendí que permitir que tu perra y tu hija se bañen juntas puede estar mal, pero a veces lo malo es tan bueno que lo mejor es dejarlo tal cual.

Como trabajo en casa y mi mujer y mis tres niños se pasan fuera todo el día, Mazzy se ha convertido en mi asesora particular en materia de escritura. Me veo diciendo cosas como: «Oye, Mazzy, ¿cómo te suena esto?». Y le leo un párrafo que acabo de escribir, o puede que un diálogo, y por lo general ella menea el rabo (incluso cuando no debería; bendita sea). A menudo me preguntó cuánto entiende verdaderamente de lo que le leo. Me da la impresión de que entiende bastante más de lo que cualquiera podría pensarse. De hecho, actualmente Harper está trabajando con Mazzy en el abecedario. «Sé que Mazzy no puede hablar», me dijo Harper. «Pero podría leer en voz baja. Tiene que ser aburrido pasarse todo el día sentada viendo cómo trabajas, papá. En cuanto aprenda a leer, podrás abrirle un libro para que al menos lea un rato».

Me cuadra. A Mazzy le encantan los cuentos; hablo en serio. Quizá no sea más que lo del perro amoldándose a su amo; pero le encanta que alguien le lea. Dicho esto, he descubierto que a Mazzy no le gustan nada las novelas de terror. Esto me tiene totalmente fascinado. Le leo cosas todo el rato. Parece disfrutar de verdad Orgullo y Prejuicio, le encantan las novelas del oeste de Louis L’amour, le gusta Flannery O’Connor e incluso Joyce. Pero si me pongo a leerle una novela de terror, Mazzy se pone muy nerviosa. Por lo general, salta de la silla y se va a su caseta. La fotografía de arriba constituye la prueba científica de este fenómeno (ja).

Pobre Mazzy. Pobre perra dulce y genial. Pero no os preocupéis; después de tomar esta instantánea le di a Mazzy un nuevo trozo de cuero crudo y le leí un poco de Walt Whitman, y todo volvió a estar bien entre el perro y el hombre.

Óscar Zeta Acosta

Búfalos, cucarachas, ácido, Arthur Cravan y Ambrose Bierce

por Álex Portero

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(Con la venia del señor Portero, recuperamos este fantástico epílogo que perpetró el susodicho cuando Dirty Lucini, en una anterior encarnación, le pidió un texto para acompañar la edición de La revuelta del pueblo cucaracha (Acuarela Libros), de Óscar Zeta Acosta, continuación directa de nuestra Autobiografía de un Búfalo Pardo, también traducida por Lucini. ¡Viva La Raza!).

«He’s a poet, he's a picker, he's a prophet, he's a pusher
He's a pilgrim and a preacher and a problem when he's stoned
He's a walking contradiction, partly truth and partly fiction
Taking every wrong direction on his lonely way back home».
KRIS KRISTOFFERSON


Bienvenidos a este epílogo, si han llegado hasta aquí doy por sentado que, lean lo que lean, no me harán el numerito de la marquesa ofendida, han puesto a prueba su estómago y han ganado, les felicito, así que, como dijo Fray Luis de León, adentrémonos un poco más en la espesura. 

Dicen que por cada cucaracha que ven, hay doscientas que no ven, muy cerca de ustedes se desliza un ejército invisible de pequeñas, sucias, y monstruosas hijas de perra que corretean detrás de sus paredes, se cagan bajo sus alfombras, se comen las migas de pan abandonadas en el suelo tras la cena, y cruzan libres y rampantes sus torsos desnudos mientras duermen. 

Ahora mismo están ahí. Cerca. Silenciosas. Escurridizas. 

Invisibles.

De eso ha estado hablándoles el Búfalo Pardo las últimas doscientas páginas, de cómo la invisibilidad marca la historia de los desgraciados, de la lucha a muerte por la identidad. Hay algo mucho peor para los perdedores que estar en el punto de mira, no estar, no existir, no ser –siquiera– una amenaza. 

Han conocido a nuestro hombre: tenemos a un sátiro chicano de más de cien kilos por cuyo sistema circulatorio corren desbocados dos caballos: mescalina y ácido, tendente a la conspiración, paranoico, errático y listo como un zorro, que desconoce el significado de la palabra equilibrio y que entiende por coherencia presentarse a sheriff del condado de Los Ángeles con la firme intención de abolir la policía –a la que define, muy acertadamente, como el brazo armado de los ricos–. 

Una mole morena incapaz de detenerse, pura inercia y caos, imposible de predecir (sobre todo para sí mismo), con una extraña suerte que conduce su vida por territorios –como mínimo–bizarros. Si alguien en la sala es capaz de explicar como pueden orbitar alrededor del mismo centro de gravedad: Ángela Davis, Anthony Quinn, Charles Manson y… Liberace (sí), por favor, estamos deseando entenderlo. Como su epiloguista me declaro incapaz de desentrañar ese misterio.

Óscar Búfalo Zeta Pardo Acosta. Exactamente el montón de mierda –a ojos delicados– que no pasa desapercibido, el diente podrido en la boca del predicador, la ventosidad en la noche de bodas, algo que no puede obviarse por mucho que se intente.

¿Cómo semejante conjunto de excesos y contradicciones se convierte, de la noche a la mañana, en el ariete y «toca pelotas oficial» de la causa chicana?  

No creo que haya quien sea capaz de encontrar la explicación exacta, Acosta desafía la propia lógica contracultural.

La idea de comportamiento del revolucionario perfecto –llámenme diletante– no creo que incluya fiestas de tres días en las que arden toneladas de mota, corren ríos de alcohol de gradación quirúrgica y se alterna el sexo múltiple con la quema nocturna de centros comerciales, ¿verdad?

Tenemos un buen puñado de prejuicios que se interponen entre lo que hemos leído y la realidad.

¿Qué podemos aprender del Búfalo? ¿Qué hay detrás o debajo –siempre debajo– de esa concatenación espectacular de fuego, desmadre y destrucción?

Si están esperando al caballero blanco que les guíe hasta la verdadera justicia pueden ir muriéndose, están perdiendo el tiempo.

Clamamos por la subversión, gritamos de vez en cuando ante las autoridades, en el colmo de nuestra osadía inundamos las redes de soflamas antisistema y hasta desprendemos, llegado el momento, un discreto y medido aroma a violencia.

La realidad es que no vamos a empuñar un arma jamás, no vamos a exponernos, lo siento, como su epiloguista tengo que decirles la verdad, no va a pasar, somos meros espectadores, ¿saben por qué?, porque todos tenemos algo que perder, tangibles e intangibles que nos hacen –en mayor o menor medida– amar la vida y que nos debilitan a la hora de dar la cara.

El caballero blanco velaría armas en silencio antes de una batalla, cumpliría con la liturgia de la despedida. 

La acción, la pelea, la revuelta, los actos heroicos, el auténtico sacrificio, solamente pueden ser afrontados desde la fealdad, la suciedad, el caos, la imperfección, el abandono, el egoísmo, la brutalidad, y sobre todo, la desesperación, el último ingrediente imprescindible del verdadero mártir pagano, lo que posibilita alcanzar el estado de euforia necesario, el carmín que marca la sonrisa vesánica capaz de helar la sangre del enemigo. Puedes enfrentarte a un guerrero, de un modo u otro respetará un código, ¿pero cómo afrontas el choque contra una bestia parda y drogadicta incapaz de seguir un protocolo básico de supervivencia? 

Nuestro héroe pasaría la noche anterior a la guerra emborrachándose, fornicando como un conejo y consumiendo sustancias capaces de provocar la combustión espontánea de un cuerpo humano medio.

Chínguense, ese tipo del que se ríen en su barrio, el tarugo agresivo, ese, tiene muchas más posibilidades de ser un héroe que cualquiera de ustedes, cuanta mayor desesperación circunde su existencia, más cerca de la gloria. ¿Acaso no se burlan de él o de ella desde una distancia prudencial y a sus espaldas?

Óscar Zeta Acosta era un extranjero en su propia vida, pasó su juventud buscando una identidad que siempre le fue esquiva, realizó un viaje iniciático a México en respuesta a la llamada ancestral y allí encontró la burla, el desprecio y la sorna con la que los verdaderos aztecas reciben a los gringos, demasiado clarito para ser uno de ellos, demasiado forzada –casi inexistente– esa lengua española, demasiado esfuerzo para ajustarse al molde, definitivamente no era uno de ellos.

En Los Ángeles, peor, comparado con la raza caucásica dominante resulta atezado, bajo, grueso, escandaloso y alborotador. Absolutamente al margen.

No es sino observando a su alrededor (casi siempre la respuesta la tenemos delante y nos empeñamos en adoptar la mirada de las mil millas) como Acosta atrapa su reflejo en el espejo y se reconoce al fin. Descubre la verdadera distancia que separa East Los Ángeles de Sunset Boulevard. Un desierto de desprecio, miedo, escrúpulos y conmiseración. Despierta violentamente del sueño de la invisibilidad y se reconoce como Chicano, hijo de Atzlán, habitante originario de una tierra cuyas fronteras fueron borradas de los mapas por los conquistadores. Al norte de México, al sur de Estados Unidos, un pueblo sometido a la peor de las opresiones, el olvido de sí mismo, el robo de su identidad.

A la pulsión y acción rebelde contra la opresión ejercida por personas sin formación y sin que nadie dirija sus andanadas Marx lo llamaba el instinto revolucionario, esto es, saber que algo está mal, que es injusto, aunque no se conozca su origen, ni se sepa cómo funciona y combatirlo. Acosta es un caso interesante de esta hibris contestataria, en él añadimos al instinto revolucionario un despertar ancestral, un desandar el camino del logos al mito.

Ahí tenemos al bueno de Óscar –tras un proceso larvario no exento de sufrimiento, soledad y complejos– transformado en Búfalo, aceptando una realidad totémica latiendo en su interior. Encontrando el quién. 

Lo que empieza siendo el proyecto de un muchacho de origen marginal, que estudia leyes «para demostrar que un gordo y pobre chicano puede hacerlo», con el único propósito de procurarse un sustento mientras escribe libros, acaba siendo –fruto de una versión verdaderamente grotesca del azar y de una considerable improvisación– el camino irrevocable de la visibilización y puesta en escena de toda una comunidad hasta entonces oculta bajo la alfombra del sistema. La Raza. El pueblo cucaracha, esas a las que todo el mundo pisa.

Lo cierto es que hasta entonces la causa chicana, pese a contar con activistas de probado valor –sólidos referentes de comportamiento como César Chávez o Dolores Huerta– no había fraguado. Ha de llegar un demente y alarmantemente alegre abogado, a medias mesías y a medias predicador, con una enorme vocación por ambas disciplinas, lo suficientemente kamikaze como para llevar a declarar como testigos a TODOS los jueces de la jurisdicción de Los Ángeles, uno a uno, durante seis meses, solamente por redondear su fama de grano en el culo del sistema. Un tipo dispuesto a pisar la cárcel durante su campaña como candidato a sheriff del condado, amigo de los tumultos y vicioso como un marinero de permiso, para que todo estalle –real y figuradamente– por los aires y la mirada desdeñosa del hombre blanco (sea incluido aquí también el Sr Gonzo) descienda al subsuelo y contemple esa otra realidad: que un puñado de perdedores sin nombre han encontrado la motivación para hacerse oír, que ya saben lo que les une y que no van a dejar pasar más tiempo para reclamar su lugar en el mundo.

Eso, o se hace desde la asunción de la derrota, desde el desapego, desde la psicosis y el fanatismo, o no se hace. 

Tal y como sucede con los pasotes de droga, una vez alcanzado el cénit del viaje, el descenso es abrupto. Así fue la vida de Óscar Zeta Acosta, un fogonazo descomunal, tal y como llegó, se marchó, seguro que con las mismas dudas que le acompañaron mientras crecía, con los mismos miedos, con los mismos anhelos y las mismas insatisfacciones, pero dejando un montón de ruido y de furia detrás, una vibración que aún resuena, desde El Paso hasta Orange, el Búfalo Pardo nunca pretendió dar ejemplo, nunca pretendió liderar un carajo, de haberlo planeado, una entidad tan rabiosa y desenfrenada habría cosechado una derrota épica, no sé si podemos calificar la trayectoria de Acosta como una victoria, me temo que no, pero un par de patadas en el trasero se permitió el lujo de dar a quien se lo merecía.

La última vez que se supo de él sus pasos le habían llevado a México, allí desapareció, según sus propias palabras, dichas a su hijo Marco por teléfono: «a punto de subir a un barco lleno de nieve blanca», nunca se encontró su cuerpo, no se pudo comprobar su muerte, probablemente lo mataron por pasarse de listo y arrojaron su cadáver al mar. México se lo tragó, como a los grandes, como a Arthur Cravan y Ambrose Bierce. Como su epiloguista me gusta imaginar que se encontró con ellos en alguna cantina, y que los tres –ya protegidos por la inmortalidad– marcharon juntos en busca de la mítica Atzlán, quiero creer que aún, en alguna parte, el Búfalo Pardo sigue provocando espectaculares llamaradas de caos con sus embestidas.

Prefiero vivir en un mundo con Óscar Zeta Acosta dentro, solamente por el miedo y el asco que provocaría en nuestros limpios y atildados enemigos comunes, merecería la pena.

MARK RICHARD

 
© Mark Richard. Foto en Key West (1977)

© Mark Richard. Foto en Key West (1977)

 

Mark Richard por J. D. Dolan
(BOMB magazine, otoño 1998)

Traducción: Javier Lucini

Su nombre se pronuncia haciendo hincapié en la última sílaba, Ri-shard, lo que le dota de la musicalidad que también se encuentra en su obra: una colección de relatos, El hielo en el fin del mundo, una novela, Fishboy, y una nueva colección de relatos, Charity, publicada por Nan A. Talese/Doubleday.

Entre los numerosos premios de Mark Richard están la medalla de las artes y las letras Mary Frances Hobson, el PEN/Ernest Hemingway Foundation Award a una primera obra de ficción, el Whiting Writers Award, una beca Tennessee Williams y una subvención del National Endowment for the Arts.

Más importante, quizá, es el hecho de que Mark Richard ha trabajado como pinchadiscos, camarero, pescador comercial, detective privado, director de campaña…, todo lo cual está deseando, de un modo u otro, utilizar en su ficción. Pero no es autobiografía. Se trata de una escritura increíblemente imaginativa, con personajes tan variopintos como niños de un pabellón de un hospital de la caridad, traficantes asesinos de poca monta, un insomne casi homicida y un vampiro de playa. Cualquiera que sea el tema, sus relatos son siempre trascendentes y, a menudo, adquieren la cualidad del mito.

Conocí a Mark Richard hará unos doce años, cuando caminaba con una ligera y misteriosa cojera. Mantuvimos esta entrevista por teléfono, mientras se estaba recuperando de una cirugía de prótesis de cadera.

¿Qué fue lo que te llevó a convertirte en escritor?
En mis años de instituto fui pinchadiscos; de hecho, a los 13 años fui el pinchadiscos más joven del país.

¿Y eso fue lo te que te llevó a la escritura?
Ayudó por el modo en que me obligó a desarrollar la forma de narrar, por el modo en que el sonido y el ritmo pueden servir de ayuda. Montar un programa que incluya noticias e información meteorológica cada cuarto de hora, con anuncios, canciones, charlas y bromas en medio, y hacer que suene atractivo al oído, supone saber trenzar las cosas y modularlas. Eso me ayudó a educar mi propio oído. No se puede mantener el nivel alto todo el rato. Se necesitan tonos bajos, silencios, se necesita tomar aliento. Y eso no se aprende si uno no estudia música o se dedica a hacer algo insólito como montar programas de radio en los que los oyentes solo van a tener en marcha un sentido, el auditivo.

 

Es como en esas acuarelas japonesas donde el espacio vacío es tan importante como las pinceladas.
Absolutamente. Es necesario saber escribir el vacío. Una de las cosas que estoy aprendiendo de la escritura dramática son las transiciones, tanto en las obras de teatro como en las películas. Soy muy fanático de las transiciones logradas. Porque uno siente con bastante frecuencia que hay que contarlo todo, y no es así, tienes que saber seleccionar y elegir. 

¿Te interesa la escritura dramática? ¿Teatro? ¿Cine?
Me interesa el oficio de la escritura dramática. Quiero tomar lo que pueda de ese tipo de escritura para incorporarlo a mi narrativa. En mis relatos hay muy poco diálogo, y me gustaría trabajar más con los diálogos. De un modo natural eso me acercará cada vez más a la escritura dramática.

¿Consideras que lo uno ayuda a lo otro?
Sí. Siempre me resulta divertido aprender formas distintas. Creo que por eso, ocasionalmente, me gusta el periodismo, sobre todo el periodismo radiofónico. Me gustan los haikus. Es importante para mi trabajo: transiciones y edición, y no me refiero a la edición de frases. Hablo de la edición en sí, escenas que entrelazas y escenas que pones en yuxtaposición con otras, porque yo no soy de meter comentarios. La subjetividad se desprende de lo que seleccionas y eliges contar, y del modo de presentarlo. Es fruto de lo que aprendí cuando estuve estudiando músico-terapia para personas con autismo. Puedes provocar respuestas emocionales a través de determinados sonidos y ritmos.

¿Cuándo estudiaste músico-terapia?
Cuando estaba documentándome para entrevistar a Tom Waits. Ciertas canciones suyas me hacen sentir mejor, aunque sean muy disonantes y nada balsámicas que digamos. En el proceso de documentación descubrí que se pueden reorganizar las ondas cerebrales de la gente a través de la música, y de los sonidos. Es lo que se hace con los autistas: se filtran y se eliminan los sonidos perturbadores y se potencian los sonidos que parecen tener una cualidad más sedante. Se descubrió que algunas personas respondían tan bien a la músico-terapia que hasta fueron capaces de hablar por primera vez en sus vidas. Aprendí que puedes llegar a provocar emociones a través del modo en que suenan las palabras, independientemente de las propias palabras y de sus significados. Puedes poner eso en práctica escribiendo palabras con sonidos que consuelen y que resulten acogedores, cuando en realidad las propias palabras estén describiendo el horror, de este modo puedes hacer más cercano el horror, o lo contrario. A veces leemos cosas que son perfectamente correctas, pero en las que hay algo que rechina. Hay como frases muertas. En ocasiones, el problema es que son acústicamente incorrectas. Pero para ello hay que educar el oído. Creo que es bueno saber apreciar la música, sobre todo la música clásica.

Algunos escritores dan la impresión de estar simplemente jugando o perdiendo el tiempo sobre la página. Tu obra no me da esa sensación para nada, lo mismo me pasa con gente como Barry Hannah. Los dos tenéis un estilo increíble. ¿Cómo haces para incorporar esa musicalidad a tu obra sin caer en el preciosismo?
Creo que está bien que los escritores jóvenes se emborrachen con las palabras y se enamoren del sonido. Yo me emborraché con las palabras y me encantaba jugar con los sonidos, pero al final tienes que contar una historia. De otro modo, no es más que ruido bonito sin melodía.

Muchos de tus personajes se encuentran al borde del precipicio, y no solo emocionalmente, también geográficamente, en un pantano o en un canal. Siempre hay algo físico en cuyo límite se encuentran. ¿Cómo te planteas el lugar, el espacio, en tus relatos?
La verdad es que no pienso mucho en ello. Siendo joven, cuando tenía problemas, me bajaba a la playa. Miraba el océano, luego me daba la vuelta y miraba la tierra. Entonces pensaba que no tenía que cubrirme las espaldas porque todo estaba delante de mí. Supongo que es algo freudiano, pero siempre me daba la impresión de que soltaba amarras al dirigirme al borde, a los límites. Miras el océano, piensas, ahí no hay ningún problema, solo lo que uno quiera arrojar a las olas. La masa de agua tiene mi huella.

¿Y así llegaste a Niño Pez?
¿«Niño Pez» el relato o Niño Pez, la novela?

Los dos.
Cuando estaba escribiendo El hielo en el fin de mundo bajo la tutela de Gordon Lish, Gordon me dijo que lo más difícil de escribir es el amor, no homoerótico, entre dos hombres. Eso fue lo que debía de estar pensando aquel día; estoy seguro de que cada día podía pensar una cosa distinta para dar respuesta a esa cuestión. Pero me lo tomé literalmente y planteé una situación en la que un joven en un barco de pesca se enamora de su capitán, pero no en un sentido homoerótico. Ese era el punto de partida de aquella historia. Intenté, como muchos jóvenes novelistas, contar una historia desde múltiples puntos de vista y, en los primeros capítulos, pareció funcionar, pero luego se volvió tan problemático que fue un desastre, sobre todo cuando empecé a perder las voces individuales. En el momento en que la voz se pierde, se pierde la credibilidad y el lector abandona. Son raros los relatos en que se consigue contar la historia desde múltiples puntos de vista. Todo el mundo invoca Mientras agonizo, pero son más las excepciones que la regla. Así que empecé a contar Niño Pez desde varios puntos de vista; pero como vi que de todas maneras iba a encontrarme con problemas de credibilidad en el camino porque se trataba de una historia fantástica, decidí que necesitaba acaparar mi credibilidad y hacer que la voz fuese de un único narrador.

¿Y qué puedes decirme de ese aspecto, cómo llamarlo… fantástico? ¿Realismo mágico?
Nunca me he sentido cómodo con la etiqueta de realismo mágico. Amy Hempel lo llamó sueño febril, y creo que eso se acerca más a lo que realmente es. Cada vez que empiezo a deslizarme hacia la esfera de lo fantástico, trato de recular y de enraizarlo bien a la tierra, lo que le proporciona esa cualidad de ensoñación.

Resulta muy creíble. Al leerlo me hizo pensar en García Márquez.
Leí Cien años de soledad cuando estaba trabajando en un barco camaronero en el Golfo y fue un libro decisivo para mí. Me dije: «Guau, ¿se puede hacer esto?». Fue muy liberador.

¿Puedes nombrarme otras influencias literarias?
Creo que todo el mundo tiene su lista estándar encabezada por Faulkner y Flannery O’Connor, que es una de las escritoras más divertidas que he leído en mi vida. En la facultad tuve un profesor maravilloso que era como Yossarian de Catch-22, una especie de disidente. Nos describía lo que era ir montado en los vientres de los aviones en los que voló durante la guerra de Vietnam, mirando los lugares que bombardeaban: «Planeábamos sobre aquellos caminos, sobre los lugares que habíamos bombardeado la noche anterior, y miraba a través de aquella lente y veía los faros de los miles de camiones que seguían marchando por aquellos caminos». Recuerdo que no tenía ni un solo libro en las estanterías de su despacho, porque sabía que estaba allí solo temporalmente. Me dio La pesca de la trucha en América de Richard Brautigan, Noventa y dos en la sombra de Tom McGuane y El cineasta de Walker Percy. Esos tres libros en particular me abrieron los ojos, me hicieron ver que se podía escribir así, mandando al carajo un montón de reglas. Considero la lectura de esos tres libros como un punto de inflexión en mi vida. Cada pocos meses atravieso un período distinto. El año pasado leí todo lo que pude encontrar de John O’Hara. Por lo general, leo cosas viejas. Hay tantas cosas nuevas que prefiero dejarlas que se agiten y ver qué queda al final, qué perdura, antes de volcarme sobre ello. Barry Hannah y yo tuvimos esta misma conversación el otro día, acerca de la ficción contemporánea, que no nos parece muy buena…

¿Y por qué crees que es así?
Probablemente haya muchas respuestas a esa pregunta. Me sorprende lo mucho que ignoran un montón de escritores los libros que les precedieron. Tienes que leer lo que hubo antes para saber dónde te encuentras. No tienes que reinventar la rueda. Pero si quieres escribir un libro sobre un profesor de universidad de mediana edad que se enamora de una adolescente, creo que es conveniente saber que Lolita ya existe en el mundo.

¿Y qué me puedes contar de Barry Hannah?
Es uno de los escritores más infravalorados que hay por aquí. Sus libros Ray, Airships, y Gerónimo Rex son obras maestras. Y Bats out of Hell es un gran libro. High Lonesome tiene cosas que jamás se han escrito así antes. Coges un montón de novelas contemporáneas y dices: «¿Sabes qué? Esto ya lo había leído antes». Eso jamás puede decirse de un cuento de Barry Hannah. Las cosas que hace con el tiempo en el primer párrafo, el modo en que planifica y maneja el tiempo y el punto de vista. Es un escritor increíblemente dotado que espero que algún día reciba el reconocimiento que se merece.

¿Qué sientes al ser catalogado como escritor sureño?
Alguien me dijo el otro día: «Al leer tus relatos me sugieren lugares del Sur que conozco, pero nunca son lugares que conozco». Y yo pensé, sí, porque nunca digo que este es tal sitio. El relato puede transcurrir en cualquier parte, y así, por transferencia, puede ser la historia de cualquiera, incluso tupropia historia. No quiero ser específico geográficamente, pero quiero ser exótico. Todo dentro de su contexto, ¿entiendes? Sigo queriendo que se sienta familiar, o como un lugar que soñaste después de ver uno de esos programas de viajes. Pero no quiero que resulte oscuro, por eso nunca podría escribir ciencia ficción y hablar de lugares en los que nadie ha estado. Prefiero hablar de lugares familiares, de gente que resulte familiar, de cosas con las que todos nos podamos sentir relacionados. El otro día un tipo me preguntó: «¿Cómo es que escribes sobre toda esa gente rara y jodida?». Pero, ¿sabes qué? Yo estoy jodido y soy raro, así es que no me resulta muy difícil.

Da la impresión de que buena parte de tu ficción es autobiográfica. ¿Qué otros acontecimientos de tu vida han logrado abrirse paso hasta tu obra?
Bueno, una vez dirigí una campaña política. Ya llevaba en Nueva York un par de años y me había quedado sin nada de pasta. A veces te encuentras en esa situación cuando vives en Nueva York; no te queda otra que retroceder y saltar al vacío. Me fui a Virginia, donde conocía a una mujer que se había comprado una casa en la playa con una habitación en el ático en la que me dejaría instalarme por cien pavos al mes. No había aire acondicionado, ni privilegios de cocina. Tenía un catre que me había encontrado en una calle del Upper East Side. Así que me bajé a Virginia Beach con un viejo diccionario y con mi catre e intenté escribir algo en aquel ático. También estuve tratando de sacar algo de pasta durante mi estancia allí y encontré trabajo escribiendo folletos para una campaña. Cuando llegué a la sede de la campaña me di cuenta de que el candidato era un perdedor de tal calibre que todo el mundo le estaba abandonando. Pasé de escribir panfletos a redactar discursos y, al final, a ser director desu campaña. Yo era un fiasco para el candidato, pero me divertí muchísimo. Pasamos buenos ratos. Es la base para una novela que me gustaría escribir algún día. Mi editor me dijo que mi primera tentativa resultaba incomprensible como libro. Supongo que era una historia complicada. El tipo tenía graves problemas a la hora de hablar en público, pesaba cerca de ciento cuarenta kilos y sudaba profusamente. Y se quedaba congelado cada vez que se ponía delante de las cámaras.

¿Redactaste discursos para un tipo que no era capaz de hablar en público?
Básicamente. Una vez estábamos grabando y el tío no podía dejar de cagarla, así que al final no tuve más remedio que decir: «¡A la mierda!» y dejar los errores. Después hice un montón de ajustes de voz en el estudio. De vez en cuando, llegaban enormes cantidades de dinero y nos las gastábamos de maneras completamente inadecuadas: organizando grandes funciones en distritos en los que luego descubríamos que la gente no tenía la menor intención de votar por nosotros. Organizábamos barbacoas, torneos de pesca. El tipo era un perdedor de tal calibre que incluso su propio partido político se quiso distanciar de él.

¿Y qué paso luego?
Sus índices de popularidad empezaron a subir.

¿A subir? (risas)
Cuando finalmente me di cuenta de que no teníamos la menor oportunidad, me puse a escribir de lo que fuese. Redacté declaraciones que tomaban posturas completamente disparatadas contra el «status quo», pero la gente pensó que resultaban refrescantes, y su popularidad comenzó a crecer. Si hubiésemos empezado antes con más pasta, probablemente habríamos tenido más posibilidades. Nos dimos cuenta demasiado tarde de que en las calles existía un sentimiento «anti-status quo». En Virginia entonces solo había un partido, el Demócrata. Y había un montón de gente que no estaba contenta con el sistema del «buen muchacho», particularmente los marginados: los negros, las fuerzas militares provisionales. Indudablemente fue educativo. Aguantó hasta las elecciones, y a mí me pagaron mil setecientos dólares por dirigir todo aquel circo. Me quedé en Virginia Beach lo bastante como para verle completamente triturado en las urnas y, después me largué alegremente de vuelta a Nueva York en Amtrak con mil doscientos dólares en el bolsillo. Me llegaron rumores de que intentó suicidarse después de las elecciones.

Hay material para una buena novela.
Buen material, quizá. Pero la mayor parte son anécdotas, y no quiero ser un escritor que se dedica solo a contar anecdotillas interesantes. Tienen que sumar y cobrar un sentido. A veces cuadran y a veces no. ¿No te sientes engañado cuando llegas al final de una novela y todo encaja demasiado bien? Yo prefiero encontrarme con un final que se proyecte en el espacio y te haga decir: «¡Guau!». Esos finales son realmente difíciles de tramar. Requiere muchísimo trabajo hacer que una historia despegue y que al final se proyecte en el espacio; o se hace bien o te cargas la historia. Pero se trata de un fallo ambicioso. Me siento mejor con los fallos de la ambición que con los libros mansos y competentes. Mi primer borrador de aquella aventura política fue un fallo ambicioso.

Tengo entendido que te estás recuperando de una cirugía. ¿Cómo te lesionaste la cadera?
Al terminar la universidad me puse a trabajar como fotógrafo aéreo, y el avión en el que iba se metió en un maizal, fue un aterrizaje forzoso controlado. Eso no le sentó demasiado bien a mi cadera. Y es que me he dañado la cadera muchísimas veces haciendo todo tipo de cosas que no debería haber hecho, sobre todo cosas de curro. Me pasé tres años en barcos pesqueros cargando con cestas de cuarenta kilos de peces y vieiras sobre cubiertas rodantes. Una compensación excesiva por haberme pasado un montón de tiempo postrado en cama durante mi adolescencia.

¿Postrado en cama?
Sí. Empecé con la cirugía a la edad de nueve o diez años, tenía que volver periódicamente a operarme, una y otra vez. Así hasta los dieciocho, poniéndome o sacándome placas o clavos. Mientras me recuperaba me leí bolsas y bolsas de libros de la biblioteca que me llevaba mi madre a casa.

En varias de tus historias hay niños en situaciones verdaderamente desoladoras.
Es todo de primera mano. Me pasé varios años entrando y saliendo de hospitales infantiles. Mi familia no tenía mucho dinero, así que a menudo ingresaba en hospitales Shriner o de la caridad, que eran un poco siniestros. Muchas de las situaciones que viví fueron bastante dickensianas.

Aunque tus personajes nunca son autocompasivos.
Lo genial de ser un niño de uno de aquellos hospitales es que puedes tener ambas piernas entablilladas, llenas de clavos, enganchadas, y pensar que estás mal, pero basta con que mires a la cama de al lado para encontrarte con alguien sin cara. Junto a eso está el hecho de que los niños seguirán siendo siempre niños, no importa lo deformados o impedidos que estén por sus discapacidades. Cuando todos los niños tienen una discapacidad, todas esas discapacidades acaban volviéndose invisibles y lo único que tienes al final son amiguitos. Algunos con más capacidad para moverse que otros, algunos completamente inmovilizados en sus camas, literalmente cabezas parlantes. Hay muy poca autocompasión.

Siempre me he visto metido en situaciones extrañas. Pero creo que todos vivimos en situaciones extrañas, lo que pasa es que uno no reconoce lo extrañas que son. Puede estar relacionado con haberme pasado tantos años, en mi infancia, atrapado en escayolas, pero al final acabas desarrollando un instinto de supervivencia que te permite superar tu situación inmediata para no volverte loco al pensar que vas a tener que pasarte nueve meses tendido de espaldas e inmovilizado. Debido a esa experiencia, o a esa habilidad, puedo evadirme de determinada situación y revolotear sobre ella viéndome a mí mismo como un jugador, ver lo absurdo que es todo.

Pareces poseer la capacidad de transformar las situaciones siniestras en divertidas.
Disfruto siendo consciente de estar en el mundo y de poder divertirme, de poder tomármelo un poco a broma. Sobre todo, me gusta que vengan a mi puerta vendedores ambulantes o que se me acerquen los estafadores porque me encanta darle la vuelta a la tortilla y estafarles a ellos. Enseguida tratan de librarse de mí y yo insisto: «No, no, no…».

¿Y qué ocurre en esas situaciones?
El otro día me vino un tipo que quería pintar los números de mi casa en la acera. Primero quería poner una capa blanca y luego pintar encima los números en negro. Tenía una vieja copia de no sé qué supuesta resolución del ayuntamiento para hacer eso en todas las casas. Le invite a entrar para que pudiésemos llamar por teléfono al Departamento Municipal de la Vivienda y me puse furioso. El tipo ni siquiera llevaba pintura blanca, así que le sugerí que fuésemos juntos a comprarla, y vi que los ojos se le vidriaban. Aquello no se lo esperaba. Le habría llevado una hora o más librarse de aquel lunático que era yo.

(Risas) Aunque no parece que estuvieses dirigiendo tu ira hacia él, sino a la agencia municipal.
Eso es. La clave está en que nos convertimos en cómplices de esa opresión y en socios contra algoque era superior a nosotros, y él no quería esa clase de asociación. De repente, estás desviando su estafa. La estafa comienza a resquebrajarse porque sus objetivos se desbaratan. Al tipo le va a resultar más fácil librarse de ti y dirigirse a la puerta de al lado, donde, con un poco de suerte, le darán diez pavos. También pude haberle pedido que me dejase ver las plantillas de los números para asegurarme de que no le faltase ninguno. Entonces podría haberle invitado a que me acompañase al garaje a por cartones y ponernos juntos a hacer las plantillas de los números que le faltasen. No tengo otra cosa qué hacer. Tengo toda la tarde. Soy escritor. ¿Sabe usted?

¿Alguno de los relatos de tus libros te llegó de esta manera?
Tengo un amigo que se llama Steve…

¿No será Steve Willis?
Sí. Un año Steve y yo dedicamos un montón de tiempo a intentar enriquecernos por la vía rápida. Nos pusimos a vender madera a la deriva a floristerías, vendimos pescado, cometimos un montón de fraudes y hasta el último nos estalló en la cara.

¿Como en ese relato en el que los personajes se piensan que tienen cuarenta mil dólares de madera a la deriva?
Estás en una islita en la bahía y estás entusiasmado porque estás recogiendo toda esa madera y te piensas que por lo menos te van a dar cinco o diez dólares por pieza. Así que cargas la barca hasta arriba y la barca se hunde a causa de tu codicia, y te tienes que pasar todo el día achicando el agua del bote.

¿De verdad se te hundió la barca?
Sí. La barca se hundió y tuvimos que reflotarla. Perdimos todo ese tiempo, dinero y esfuerzo. Luego intentamos vender la madera en Norfolk, y nadie quiso comprarla. Acabamos vendiendo todo el cargamento por cincuenta dólares a un hombre que tenía una sola pierna. Había perdido la pierna recolectando ese mismo tipo de madera en la misma isla donde habíamos estado nosotros, que está infestada de serpientes mocasín (fue a meter la pierna en un nido de serpientes). Y cuando estuvimos por allí recolectando la madera no paramos de espantar serpientes y enjambres de mosquitos, todo el percal.

Al final se trabaja a destajo cuando intentas enriquecerte rápido. En El hielo en el fin del mundo hay un relato semi-autobiográfico que se titula «Alegría al estilo de la huerta», sobre cuando Steve Willis y yo estábamos sentados en una caravana junto al canal, tramando nuestro próximo plan para hacernos millonarios de la noche a la mañana, y lo único que teníamos que hacer era evitar que el caballo de nuestro casero se acercase al jardín, una tarea aparentemente sencilla para dos tipos como nosotros. Pero ni siquiera pudimos hacer eso.

(Risas) ¿Y el casero tenía de verdad toda esa pintura «acuarina»?
Estaba la pintura; estábamos siempre cubiertos de esa pintura. Muchas de mis historias tienen sus semillas en gente que intenta vencer al sistema, o ganarse la vida fuera del sistema. No queríamos que nadie nos dijese lo que teníamos que hacer. Íbamos a ser nuestros propios amos. Y al hacerlo, a veces, nos poníamos en situaciones en las que éramos más vulnerables ante esa clase de cosas que tratábamos de superar.

¿Cómo ves la evolución de tu obra?
Bueno, creo que Charity muestra cierto tipo de evolución, sobre todo en los dos últimos relatos, «Tunga, Tunga», que era parte de una novela que preocupó a mi editor porque era demasiado oscura, y «Memorial Day», que es sobre un niño pequeño y la muerte. Esos cuentos son muy distintos, pero me veo tomando esa dirección. Creo que son más como parábolas, que poseen una visión moral de causa y efecto tipo Antiguo Testamento, la incapacidad de escapar del pecado original. En este nuevo libro de relatos no hay muchas historias de chico-y-chica porque… ¿A quién le importa? Todos tenemos historias de chico-y-chica, chica-y-chica o chico-y-chico. No estoy seguro de que nos acerquen más a lo divino.

¿Consideras muy importante tener un buen comienzo al principio de tus cuentos? ¿Escribes primero un boceto general de todo o tratas de partir de un comienzo claro?
Tengo que empezar desde el principio. No puedo escribir un borrador del conjunto si el comienzo no está bien, porque entonces el final tampoco va a estar bien. Si escribes un borrador de todo con un principio malo vas por mal camino, has dado un giro equivocado desde el primer momento.

¿Cómo sabes lo que es un buen comienzo? ¿Y cómo sabes que lo tienes?
Muchas veces no tengo ni idea, pero soy muy curioso y prosigo para ver cómo se resuelve. Tiene que tener cierto misterio. Ha de haber cierta esperanza, un poco de humor implicado o, de lo contrario, que sea algo absurdo o surrealista.

Aunque muy a menudo haya también algo amenazante.
Como dice John Gardner: «Cuando lees un relato sientes que vas detrás de algo». Así es como me tengo que sentir yo. Tienes que tener cuidado e ir dosificando la información, comenzar en un lugar que no parezca ser el apropiado y que luego resulte que sea el único lugar desde el que podías haber empezado. E inversamente, creo que el final ha de ser (¿cómo era ese viejo dicho?) inevitable y, aun así, sorprendente. El reloj avanza. Después de las primeras frases tengo la impresión de que el reloj avanza como un metrónomo y sé dónde está ese metrónomo, sé el ritmo que impone, así que sé que este relato acabará  probablemente en veintitrés páginas y media. Y es así que, por supuesto, me veo al final de la página veintidós, dirigiéndome hacia la veintitrés, y voy, ya estoy en ello, solo porque al principio supe que el reloj avanzaba. Hemos leído relatos en los que nos lanzamos de cabeza y nos damos cuenta de que son demasiado largos. Y creo que es por haber tenido un mal comienzo.

Y por no haber entendido cuál era el arco de la historia.
Exacto. No todos los finales han de ser claros y estar perfectamente atados.

Pero ha de haber una suerte de resolución, aunque sea desconcertante. Como en tu relato «Los pájaros».
A veces te ves en esa trayectoria y en lugar de que la historia alcance un clímax y luego la acción descienda hasta su desenlace, lo que hace es alcanzar el clímax y seguir su camino y escape por la ventana. El relato que da título al libro, «Charity» acaba con las manecillas de un reloj en el pasillo de un pabellón de un hospital de la caridad. Ese fue un final que me vino por voluntad divina. No tenía ni idea de cómo iba a resolverse ese cuento y, entonces, de pronto, lo vi claro. Uno de esos niños se escapa, otro no y se queda allí para siempre. Quiero decir que creo que de eso va un poco lo de los finales. No está perfectamente resuelto en un momento en que todo el mundo se arregla y vuelve a casa con unos padres maravillosos, porque la vida no es así.

 

El VOLT-mobile de ALAN HEATHCOCK

 

«El estudio donde escribo es una caravana Roadrunner de 1967 que durante buena parte de su existencia fue un vehículo de vigilancia de la policía estatal de Idaho. Ahora está llena de libros, trofeos y curiosidades azarosas, pero todo dispuesto con mucha clase, al estilo urbano-gitano-literario-redneck. Como tengo esposa y tres hijos, es perfecto porque me obliga a salir de casa para ir a trabajar, me permite estar fuera del alcance del oído, apartado de gente que no para de pedirte que le abras algo, que encuentres no sé qué o que limpies no sé cuántos, pero al mismo tiempo lo bastante cerca para volver a comer con tu familia y pillar el wifi. Dentro veréis que tiene un viejo revestimiento de madera muy bonito que huele a bosque y que te hace sentir que estás en mitad del bosque, resulta de lo más acogedor, además te conecta con el pasado. Con ayuda de mi mujer seleccioné unas cuantas páginas de mis libros favoritos y me he hecho un découpage por toda la zona de la encimera, de tal forma que cada vez que voy a beber agua o a calentarme un té, Hemingway, Joyce, James Dickey y Joyce Carol Oates me miran directamente a los ojos y me desafían para que dé lo mejor de mí. También he colgado las cartas enmarcadas que he ido recibiendo de autores a quienes admiro, mi más preciada es la carta que me escribió Joy Williams a máquina después de leer mi libro. Otra de mis piezas preferidas es la fotografía del “Predicador” de la película de Charles Laughton, La Noche del Cazador. El Predicador cuelga sobre mi cabeza, se cierne sobre mí, O-D-I-O tatuado en una mano, A-M-O-R en la otra, siempre vigilándome, asegurándose en todo momento de que estoy escribiendo lo justo y lo correcto. Para resumir, el VOLT-mobile (así es como lo llaman mis hijos) es un lugar mágico, un espacio que me transporta más allá del camino de entrada de mi casa y me hace profundizar en los recovecos de mi imaginación, en todo el miedo que habita ahí dentro, con todos sus caprichos, sus interrogantes y sus incógnitas».

ALAN HEATHCOCK

 

ALAN HEATHCOCK

La auto-entrevista de TNB (The Nervous Breakdown)
27 febrero, 2011
Traducción: Javier Lucini

© Alan Heathcock, 2016

© Alan Heathcock, 2016

¿Últimamente te han hecho muchas entrevistas?
Sí.

Y siempre te preguntan lo mismo, ¿verdad?
Sí. Suelen empezar señalando que mi obra es oscura y luego se lanzan a una retahíla de preguntas con las que intentan normalizar de alguna manera el hecho de que mi obra sea tan oscura. Muchas veces me da la sensación de que el entrevistador está preocupado por mí.

(risas) Bueno, intentaremos no caer en eso.
Genial. Te lo agradezco.

Porque sé que estás bastante bien, ¿no?
Te lo aseguro.

Mi intención es preguntarte por cosas que nadie podría llegar a saber a partir de la lectura de tu libro. No preguntarte nada sobre el arte de la escritura.
De acuerdo; me da miedo, pero vamos allá.

Primera pregunta: ¿Es cierto que estuviste a punto de ser Danny, el niño «redrum» de la película de Stanley Kubrick El Resplandor?
Es cierto. Por alguna razón hicieron un casting en Chicago y mi madre les envió una fotografía mía. Yo era muy pequeño, cuatro añitos a lo sumo, pero recuerdo ir al centro de la ciudad y hablar con un montón de gente desconocida. Todavía conservo la fotografía que mandó mi madre, y la carta del estudio en la que se nos informaba de que había quedado finalista para el papel.

En esa fotografía sostienes un gato y sales bastante bizco, con la vaga pinta de estar a punto de zamparte el gato. ¿Por qué ese aspecto tan siniestro?
Creo que es por culpa de esa bizquera. A los tres años un gato callejero me sacó el ojo izquierdo. Tuve que someterme a una operación muy complicada para no perderlo, y aun así ahora estoy ciego de ese ojo a efectos legales. Durante muchos años, después de la operación, tuve el ojo muy sensible y eso me proporcionó una cara muy parecida a la de Popeye. Un niño muy mono con cara de Popeye es lo mismo que decir: el horror.

Pero al final no te dieron el papel.
No.

¿Te has preguntado alguna vez por qué a tu madre le pareció una buena idea que intentases participar en una película de terror?
Me dijo que el libro le había gustado.

¿Y eso no es raro?
No, a mí también me gustó mucho el libro.

¿Y la película?
La película es genial. Salvo por Danny. Escogieron al niño equivocado para ese papel (guiño de ojo).

¿Tus padres te llevaron mucho al cine cuando eras pequeño?
Sí, me llevaron a ver un montón de películas geniales. Daba igual qué película hubiesen decidido ir a ver, siempre me llevaban. Recuerdo haber ido a ver Todos los hombres del presidente con cinco años. Quiero decir que me acuerdo de la película, recuerdo haber pensado que era maravillosa.

¿La entendiste?
No el rollo político, pero sentí la tensión y pude leer las emociones de los actores. Hoy en día la gente tiene muy poca fe en los niños, como si por el hecho de hacerles sentir algo que se salga de lo reconfortante y lo meramente cariñoso les fuese a explotar la cabeza. Mis padres me llevaron a ver películas buenísimas, por muy intensas que fueran. Vi Tender Mercies, Apocalypse Now, Mad Max, solo por citar unas pocas, y todas a una edad muy temprana. Creo que en parte soy escritor porque mis padres me llevaron a ver todas esas películas increíbles.

Así que se puede decir que tus padres hicieron un buen trabajo.
Tuve los mejores padres del mundo. Le doy las gracias regularmente al Señor por haberme dado esos padres, que siguen siendo mis mayores fans y quienes más me apoyan.

¿Tu mujer también ha sido un gran apoyo?
Sí, a ella se lo debo todo. Desde el principio me apoyó e hizo que tomásemos decisiones que fuesen en beneficio de mi arte/carrera.

¿Y le gusta tu obra?
Rochelle y yo tenemos una estética muy similar. El pasado Día de los Enamorados le dije que eligiese la película que más le apeteciese ver, y decidió que quería ver The Road. Así que fuimos a ver The Road y luego fuimos a cenar sushi. Así es como nos lo montamos. Fue una noche genial.

Pero la gente que lea esto puede pensar que sois unos «freaks».
Somos gente normal. Tenemos tres hijos, constantemente vamos a eventos del cole, incluso vamos a misa de vez en cuando. Mi mujer es profesora de primaria. Simplemente nos gustan las historias intensas. Nos gustan las historias que nos hacen sentir cosas.

¿La conociste en el zoo?
Sí. Estaban dando de comer al dragón de Komodo y había un grupo de gente alrededor viendo cómo devoraba una rata. Y yo me fijé en aquella mujer guapísima, así que fui y me puse a su lado y solté algún chascarrillo y ella me sonrió y nuestros ojos se encontraron y ahí se acabó. Al año estábamos casados.

Y ahora vives en Boise, Idaho.
Así es. El viejo Boise. Muy diferente del lugar donde crecí. Un sitio agradable. Tierra hermosa en cualquier dirección, una escena literaria muy interesante.

Pero no es lugar para un chico de ciudad.
(risas) No. Un amigo me sugirió hacer «mountain biking» y yo pensé que eso significaba montar en nuestras bicis de montaña junto a un río y lo mismo llevarnos unas cervecitas o algo así. Lo siguiente que supe es que estaba descendiendo una ladera a unos ciento veinte kilómetros por hora, me topé con una quebrada y me precipité hacia unos matojos de hiedra venenosa. Fue terrible. El picor me duró semanas. Ese mismo amigo me llevó otro día de camping. Me imaginé que aparcaríamos el coche, haríamos una fogata, comeríamos malvaviscos, ese tipo de cosas… En lugar de eso fuimos en coche hasta las montañas., nos dimos una pateada de quince kilómetros y acampamos al lado de un lago prístino. Yo estaba agotado y no pudimos prender un fuego (aquel verano sufrimos una sequía y encender un fuego de campamento entrañaba un riesgo enorme), y estuve a punto de morir congelado. Mi amigo estaba con su gorra de malla y lana soltando cosas como: «El universo es taaaan maravilloso», mientras yo tiritaba y me mantenía alerta esperando el momento en que no nos quedaría otra que luchar contra el Sasquatch cuando apareciese entre los matorrales y se lanzase a comerme la cara.

Pero tú creciste en un sitio muy duro.
Hay sitios peores, supongo, pero sí, era duro. Me crié en Hazel Crest, una ciudad de clase obrera en la zona sur del sur de Chicago. Era un sitio maravilloso para crecer, buenas risas. Pero las personas con las que crecí se enorgullecían de ser gente dura. Era una forma de vivir, una concepción del mundo.

Menos cuando vas a los bosques de Idaho.
(risas, asentimientos) A menudo yo era el único chaval blanco de mi equipo de baloncesto, y viajábamos a colegios en los que era el único niño blanco de todo el gimnasio. En el transcurso de un partido, en un colegio que era nuestro máximo rival, recuerdo que uno de los seguidores del equipo contrario se puso a gritar: «¡Matad al blanquito!». Y lo decía en serio. Eso me pareció. Me cague de miedo, pero acabé el partido. No te achantas. No lo dejas. Terminas el partido. Eso es ser duro. En realidad no importa dónde estés.

Pero lo de acampar casi que no, ¿no?
No es lo mío. Idaho tiene mucho que ofrecer. Me encanta su belleza natural, adoro subirme al tren y ascender las montañas, no hay nada mejor que tomarse unos cócteles con vistas a un lago precioso. Pero no soy de esos que encuentran paz reconstituyente en lo salvaje. A mí lo que me restituye es el arte, los libros, las películas, las obras de teatro y la música. Mi hijo es un cantante de jazz increíble y me encanta ir a nuestro club de jazz local a escucharle cantar. Lo que me llena es mi familia y una buena comida y una buena historia. Tengo cuarenta años. Antes solía intentar reinventarme, tratar de convertirme en una versión distinta de mí mismo, como cuando leí A River Runs Through It y quise ser pescador de mosca y fui y me compré todo el equipamiento, ropa y todo. Fue de lo más ridículo. No funcionó. Cada cual a lo suyo, pero a mí lo de pescar me parece aburridísimo. Así que lo dejé. Me limito a llevar mis sombreros, mis corbatas y mis zapatos Stacey Adams y disfruto mi vida lo mejor que puedo conmigo mismo.

¿Es verdad que tu vecino de atrás es una estrella del hip-hop?
¡Es cierto! Me parece genial. Se llama David Kelly, aunque se le conoce por su apodo: Cap D. Es el tío más inteligente de la escena hip-hop. Es un poeta, posee la visión del mundo de un intelectual serio. Su nuevo álbum, PolyMath, está llamando muchísimo la atención. Hace poco salió en un artículo del New York Times. A veces me asombra que dos tíos que viven puerta con puerta hayan conseguido triunfar como artistas, que dos tíos de Bob-O-Link Road hayan salido en el New York Times en un plazo de tres meses. ¡Estoy muy orgulloso de Dave/Cap!

Muy bien, ¿estás preparado para una ronda de preguntas rápidas?
Dispara.

¿Es cierto que un pastor alemán se comió tu mascota de infancia?
Sí. Nuestro caniche, Bourbon, un regalo de mi tía, sufrió el ataque de un enorme pastor alemán que era el perro guardián de un aparcamiento de camiones del barrio. El perro se soltó y aterrorizó a todo el vecindario, nos perseguía constantemente, una vez mordió a mi hermano. Suponemos que se imaginó que nuestro caniche era un conejo o algo así y se abalanzó sobre él. Fue horrible.

¿Es cierto que Mike Royko, el legendario columnista de Chicago, te cantó las cuarenta?
Cierto. Yo estaba intentando que me contratara en prácticas. Supuse que apreciaría mi enérgica persistencia de Chicago y no dejé de ir a verle aun después de que me dijese «no» unas seis veces. Me echó una buena bronca, me llamó «Chico del Maíz» (fui a la Universidad de Iowa). Es una de las mejores cosas que me han sucedido. Quiero decir que fue casi perfecto.

En vez de llevar esos pantaloncitos ajustados y acolchados de ciclista como los que llevan todos los demás en Boise, ¿es cierto que te metes compresas Maxi en la entrepierna de tus pantaloncitos normales de gimnasia?
Sin comentarios.

¿Es verdad que podías hacer mates jugando al baloncesto en el instituto?
Hubo un tiempo en el que era muy rápido y podía saltar muy alto.

¿Y que podías bailar como James Brown?
Sigo haciéndolo.

¿Y es cierto que ves una película al día?
No tanto como una al día, aunque en los últimos quince años he llevado un registro y en este tiempo he visto 3.041 películas, lo que viene a ser una media de 202 pelis al año.

Tengo entendido que quieres cazar fantasmas.
Así es. Estoy currándome la oportunidad de asistir a una caza de fantasmas con cazafantasmas profesionales. No sé lo que creo y quiero salir a averiguarlo. Me encantaría ir a investigar un auténtico pueblo fantasma del oeste. En Idaho hay un montón, viejas ciudades mineras abandonadas. Me gusta enfrentarme a mis miedos, siempre que no deje de ser divertido. Y creo que esto va a serlo. Eso espero…

Si ganases la lotería ¿cómo te ganarías la vida (sin contar lo de seguir escribiendo libros)?
Diseñaría pasajes del terror. Me apasionan los pasajes del terror. Mi mes favorito es octubre. Pero también diseño atracciones estilo pasajes del terror para otros días festivos. Haría la mejor atracción navideña de todos los tiempos, una aventura por el Polo Norte de cuarenta minutos que terminase en una montaña rusa que te llevaría a toda velocidad hasta donde tus hijos se harían una foto con Santa. Me daría una alegría inmensa arruinar completamente la experiencia del Santa Claus de Centro Comercial, que es una de las peores tradiciones que tenemos los seres humanos.

¿Has visto The Lawrence Welk Show? ¿Completamente en serio? ¿No es eso rarito?
Es de lo más cursi que hay, pero es un programa muy bueno. Ojalá hubiese ahora un programa así. Mi hija de cuatro años quiere ir a clase de claqué para llegar a ser como Arthur Duncan (el bailarín del programa). Si miras más allá de las pompas y el vestuario ridículo, es maravilloso, atemporal, entretenido. Y… es que soy un poco anticuado, supongo. Por lo general, me llevo muy bien con los ancianos. Me encanta la polka. Llévame a un Oktoberfest con una buena banda de polka y una jarra de cerveza y no me podrás borra la sonrisa de la cara.

¿A qué te gusta jugar más con tus niños?
Me encanta jugar al Scrabble con mi hijo, que tiene catorce años, y con mi hija, de once. Nos gustan los juegos «reales»; Monopoly, Risk, Apples to Apples, Pictionary… Somos un poco anticuados, ya digo. Tenemos una Wii, y ahí está, cosechando polvo. Con las niñas, sobre todo con la de cuatro añitos, me gusta jugar a la «peluquería». Tenemos una silla de barbería antigua en casa y hacemos como que ella es la propietaria del local. Con su caja registradora y todo. Hago como que entro para cortarme el pelo y nos ponemos a interpretar una especie de sainete elaboradísimo, y ella me corta el pelo. Me resulta increíblemente divertido, entrañable y apacible.

A tu mujer le preocupa que algún día llegues a convertirte en un tipo de traje blanco que se pone calcetines rojos todos los días. ¿Tiene motivos para estar preocupada?
¿Un traje blanco? No.

¿Crees que hemos logrado normalizarte lo suficiente como para que si alguien lee tu libro no se preocupe por ti?
Ni hablar. A la gente le encanta preocuparse por alguien. Es lo que mejor se le da.

¿Eres un hombre feliz?
El más feliz de todos los hombres vivos. No te dejes engañar por mis cuentos.

RECORDANDO A LARRY BROWN

(Breve reseña aparecida en el número 54 de la revista No Depression, con motivo del fallecimiento de Larry Brown, traducido por Javier Lucini).

31 diciembre, 2004

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El alma del mundo se encogió un poco el 24 de noviembre con el fallecimiento del autor sureño Larry Brown. Un ataque al corazón le sorprendió mientras dormía. Tenía solo 53 años y dejó esposa, tres hijos y dos nietos. Murió en su casa de Mississippi, en su cama, en el lugar que había amado toda su vida.

Ese lugar alimentó su escritura haciendo de él uno de los escritores más venerados y brillantes de nuestro tiempo. Sus libros son Facing the Music, Trabajo sucio (Ed. Dirty Works), On Fire, Amor malo y feroz (Ed. Bartleby), Joe, Father and Son, Billy Ray’s Farm, Fay y The Rabbit Factory. Su trabajo se ha ganado el beneplácito de la crítica a lo largo y ancho de todo el país, estantes llenos de premios y la admiración rendida de miles de lectores.

Pero Larry Brown fue mucho más que un gran escritor. Fue también un gran hombre. Y algo que a Larry seguro que le gustaría que supieseis es que, también, fue un hombre que, por encima de todo, amaba la música.

En el número 34 de la revista No Depression, Larry escribió un artículo sobre uno de sus cantantes-compositores favoritos, Robert Earl Keen, que empezaba diciendo: «En cada concierto puedes verlos, apretujados y con los rostros alzados. La música irrumpe sobre ellos y los atrapa bajo su influencia… Se saben las letras de las canciones y las cantan en voz alta… Yo he estado ahí… Sé lo que escuchan. Sé lo que ven. Y sé lo que sienten y les hace adquirir ese aspecto. Simplemente aman la canción, compadre».

Larry comprende el poder de la música. Comprende su impacto comunitario y privado. Una de las cosas que más le gustaban era llenar una neverita portátil de latas de cerveza Bud y conducir por el campo de Mississippi en su destartalada camioneta con el equipo de música a todo trapo. Le gustaba especialmente conducir con la música en el crepúsculo, ese momento de tregua entre la noche y el día. Durante el año anterior a su fallecimiento, Larry se embarcó en una misión personal: hacer que todos sus conocidos amasen tanto como él la música del cantante y compositor de Minnesota Ben Weaver. Una noche de verano cargó con la nevera y sus discos de Weaver, pasó a recogerme con su camioneta y cogimos la Autopista 334 hasta Tula, su lugar favorito del mundo, donde se estaba construyendo una cabaña para escribir (a la que había bautizado como: «la choza») en un estanque al que solía ir a pescar de crío y que más tarde compró. «Colega, este tío lo tiene», me dijo. «Es lo mejor porque te hace sentir la música».

Acto seguido, pisó el freno, apagó el motor y nos quedamos ahí sentados escuchando la canción. Larry hizo un gesto de satisfacción con la cabeza en una frase particularmente hermosa, se inclinó hacia adelante y miró por el parabrisas. El cielo era enorme y bajo, el horizonte estaba incendiado con llamaradas rojas y color melocotón. Nos quedamos allí sentados un buen rato. En las carreteras secundarias de Tula puedes hacerlo, quedarte ahí sentado en mitad de la carretera sin que nadie te moleste.  Y cuando acabó la canción, Larry se quedó mirando la puesta de sol. «Verdaderamente la luz de agosto tiene algo», dijo. «Música como esta y un cielo así. No se puede pedir más, hermano». Puso en marcha la camioneta y seguimos conduciendo.

Larry era un discípulo convencido de la buena música. En las giras de promoción de sus libros se llevaba discos de Alejandro Escovedo, de los Blue Monuntain y de gente así. Los personajes que creaba en sus ficciones eran como los personajes de las mejores canciones, y siempre les gustaba la música; el tipo de música que encontrarías en las páginas de esta revista y muy raras veces en la radio. El tipo de música que desprende un sentimiento de dignidad y de tradición, como el propio Larry. El tipo de música que podría ser la banda sonora de un crepúsculo de agosto en Mississippi.

No mucho antes de su muerte, Larry se compró una Gibson Hummingbird que se convirtió en una de sus posesiones más preciadas. Era una belleza. Escribía canciones y las cantaba con los ojos cerrados. Pateaba  el suelo con las botas llevando el ritmo. Solía preceder o concluir las canciones diciendo: «No valgo mucho como cantante», pero era bueno. Porque cuando cantaba, lo sentía. Y también hacía que lo sintiese el oyente.

En el funeral de Larry, se colgó su Hummingbird al lado de su ataúd.  Y cuando lo enterraron en la colina que había junto a su estanque, al otro lado de su cabaña de escribir, un hombre se levantó y se puso a interpretar «Will Ther Circle Be Unbroken» mientras el cielo gris se debatía muy bajo y los cedros juntaban  sus ramas mecidos por las fuertes ráfagas de viento y la lluvia que caía en diagonal. Cada uno de los presentes se sumó a la canción. Todas aquellas voces unidas por la melodía. En aquel momento todos debieron comprender de un modo muy intenso algo que Larry siempre había sabido, que la música no solo se escuchaba, era algo que se sentía.

Apuesto mi sombrero a que le hubiera encantado ese momento.

ALCOHOL, PESCA, ESCRITURA Y CICATRICES

 

UNA ENTREVISTA A HARRY CREWS,
por JESSE PEARSON

(Publicada en la revista Vice en 2009, Harry Crews aún vivía)
(traducción de Javier Lucini)

Harry Crews es uno de los novelistas norteamericanos vivos más originales e importantes que existen. Nació en Georgia en 1935, hijo de aparceros. Sirvió como marine en la guerra de Corea y desde entonces ha pasado por todos los trabajos que un hombre puede llegar a ejercer en el curso de una vida (desde trabajar en una fábrica de cigarros hasta la cumbre –o el infierno– de enseñar escritura creativa).

Sus libros son divertidos de un modo amargo y observan con habilidad dosis de ficción tomadas directamente de su propia experiencia. Es capaz de superar en pegada, estilo, contundencia y profundidad a cualquiera de los componentes de la generación de chicuelos que han seguido sus pasos, y aún hoy sigue en la brecha. Mientras lees esto, Harry se encuentra en su guarida secreta de Florida, trabajando en su nueva novela. Dice que puede que sea la última porque se encuentra mal. Pero quién sabe. Jamás ha existido un ser humano que combine de un modo tan perfecto como Harry Crews la elegancia y la dureza, y nada nos sorprendería que continuase produciendo penosamente sus increíbles libros cuando también nosotros nos hagamos viejos y peinemos canas.

Retrato de Tara Sinn a partir de una foto de John Zeuli.

Retrato de Tara Sinn a partir de una foto de John Zeuli.


VICE: Bueno, Harry, ¿sigue siendo un buen momento para hablar?

HARRY CREWS: ¿Se supone que tenemos que hacer esto ahora?

Creo que quedamos en que hoy te pegaría un toque por teléfono y que ya veríamos.

La morfina acabará por joderte todo lo que te quede de memoria. Cada vez que ese puto reloj marca cuatro horas tengo que meterme un chute. Así que sé que dijimos el viernes por la tarde, pero creí que quedamos a la una o a las dos y, joder, ya son más de las tres. Lo mismo da, salvo porque, no sé si te lo dije, estoy tratando de acabar mi última novela. Si Dios me permite concluirla, me retiraré. Pero no lo dejaré sólo en manos de Dios. Hoy me he puesto a trabajar muy temprano..., una cosa, ¿estás seguro de que merece la puta pena perder el tiempo en esto?

Sin duda. Pero no me gustaría tocarte los cojones.

Tío, no me estás tocando los cojones. Si me estuvieras molestando te lo diría. La última vez que hablamos dijiste algo así como: “De estar en tu lugar, la última cosa del mundo que me preocuparía sería si conceder o no una puta entrevista”.

Cierto.

Bueno, pues me preocupa y la razón de que me preocupe es porque te dije que podrías hacérmela. Ya te darás cuenta: cuando seas tan viejo como yo, la única puta cosa que te quedará será tu palabra. Si le digo a alguien que voy a hacer algo, por Dios que, si está en mis manos, lo haré. Y no me importa. La verdad es que probablemente he dado más putas entrevistas de las que debería. ¿Conoces un libro que se titula Getting Naked With Harry Crews?

Le he echado un vistazo. Es esa antología de entrevistas que te hicieron, ¿no?

A un profesor universitario medio imbécil no se le ocurrió otra cosa que llamarme y preguntarme si no me importaría que se pusiese a buscar todas las entrevistas que me habían hecho para publicarlas en un libro. Yo le dije: “Me importa una mierda, tío. Haz lo que quieras”. Es un libro de tapa dura de casi diez centímetros de grosor.

¿Y están todas las entrevistas que has concedido hasta ahora?

Sí, y algunas no son tan lamentables. No me he leído el libro pero lo he mirado por encima. En algunas entrevistas estaba borracho como una cuba, o hasta el culo de droga, en cualquier caso, algo bastante impresentable. No valen una mierda y no creo que debieran estar en un libro, pero ahí están... No sé, me gusta hablar sobre la escritura, me gusta hablar sobre libros y me gusta hablar de esas cosas. Quiero decir, al fin y al cabo, ha sido mi vida.

¿Tu entusiasmo por todo eso no ha disminuido a medida que te has ido haciendo mayor?

No. Joder, no. Estoy enamorado de esto como un perro. Doy gracias a Dios por poder dedicarme a escribir este libro en el que estoy trabajando ahora. De eso y de una chica que se llama Melissa que no hace mucho fue gimnasta en la Universidad Auburn de Alabama. Una chica de Alabama. Y, bueno, ya sabes cómo son las gimnastas. Joder, es exageradamente bella, con un cuerpo que te dejaría seco el puto corazón.

¿Y está viviendo contigo?

Oh, llegará más o menos en una hora y media para pasar el fin de semana.

Eso son buenas noticias.

¿Me lo dices o me lo cuentas? Es maravilloso. Esta noche va a cocinar langosta y va a ser la hostia. Es una gran señora, tío. Como ya te dije, da gusto mirarla. Y le entusiasma todo lo bueno. Me gusta mucho.

¿Conocía tus libros antes de conocerte a ti personalmente?

Sí, los conocía, pero fue un poco extraño el modo en que entramos en contacto. Tras haber estado dando vueltas a su alrededor durante cuatro o cinco horas, me miró y me dijo: “¿Tú no serás el tipo que escribe los libros esos, verdad?”. Yo dije: “Bueno, sí, he escrito alguna mierda”. En cuanto empezamos a salir, leyó algunas de mis cosas. Pero gracias a Dios no es ése el motivo de que le guste.

Seguro que tienes algunos fans aterradores.

Mi número de teléfono está en la guía pero mi dirección no porque hay mucho gilipollas extraño por ahí suelto que se te presenta de buenas a primeras en la puerta. Muchos son jóvenes que ni siquiera saben qué andan buscando, pero que quieren hablar. La mayor parte quiere hablar o verme por todas las razones equivocadas que se te puedan ocurrir. Piensan que si se frotan conmigo o algo así serán capaces de escribir.

Y has dado clases de escritura durante un tiempo, ¿no?

Bueno, gracias a Dios la Universidad de Florida me hizo esa oferta con la que sueña todo escritor. Tenía diez o doce estudiantes graduados al año. Jóvenes que pensaban que querían ser escritores de ficción. Por lo general, se enamoraban de la idea de ser escritores de ficción, luego experimentaban lo jodido y esclavizante que es este trabajo y enseguida decidían, “No, no es esto lo que queremos hacer”.

Lleva su tiempo, ¿verdad?

Si vas a escribir un libro, no sabes lo que estás buscando. Tienes que desengañarles de todas esas ideas que tienen y de las que se sienten tan seguros pero que, por lo general, siempre, todas y cada una de ellas, son erróneas. Se trata de algo muy aburrido. Pero me gustan mis estudiantes, los pocos que finalmente se han convertido en escritores. Hay un chico, Jay Atkinson, de Massachusetts. Ya ha escrito cuatro libros. Mis estudiantes están repartidos por todo el país. Y toda esa mierda está en como quiera que se llame esa cosa, internet o lo que sea. Google o su puta madre. Yo no tengo de eso en mi ordenador.

Eso, probablemente, sea una bendición.

Bueno, lo tengo, pero paso. Aunque hay toneladas de mierda sobre mí ahí metidas. Está ese chaval, Damon Sauve en San Francisco. Es un buen escritor. Es el que ha puesto todo eso ahí dentro. Creo que se llama “página web”. Sé muy poco de ordenadores. Me limito a hacer lo mejor que sé y dejo toda esa mierda a otros. Escribo a mano, escribo en máquina de escribir, escribo en ordenador y escribiría al carboncillo si eso me hiciera escribir mejor. No me importa cómo con tal de que queden las palabras. No aspiro a más de quinientas palabras al día. Quinientas palabras es cojonudo si eres capaz de llegar a mantener ese ritmo al día, lo que no suele ocurrir, no al menos quinientas palabras que valgan la pena.

¿Escribes durante una cantidad determinada de horas al día?

A mí no me van los horarios. Empiezo cuando sea y trato de llegar a quinientas palabras. Eso equivale sólo a dos páginas manuscritas, a doble espacio. Si llego a dos páginas, ya está. Te sorprenderían los resultados que se obtienen si sigues esa disciplina todos los días de tu vida.

¿Qué podrías decirme sobre el libro en el que estás trabajando ahora?

Se titula The Wrong Affair. Confío mucho en poder terminarlo antes de que me muera. Sería fantástico. Sería la guinda para un trabajo bien hecho. Me gusta este libro una barbaridad. Y por supuesto está sacado de mi vida.

Quieres decir que está basado en experiencias reales.

Todo lo que he escrito a lo largo de mi vida lo está. Tengo un libro que se titula Karate Is a Thing of the Spirit. Estudié karate durante cerca de veintisiete años. Mucho, mucho tiempo. Tengo otro que se llama The Hawk Is Dying. Cacé y entrené halcones. De no haberlo hecho no habría podido escribir sobre ello. Si no me hubiera implicado, si no lo hubiera olido, saboreado, si no me hubiera revuelto en ello (en el tema, sea el que sea), no habría sido capaz de escribir sobre ello. Sé que hay algunos tipos que sí pueden, y que lo hacen bien. Pero yo no soy uno de ellos.

Las memorias que escribiste sobre tu infancia son asombrosas.

Yo vengo de una granja de arrendatarios del sur de Georgia. Si la cosecha fallaba (el tabaco era lo que daba dinero), simplemente no podrías cultivar al año siguiente.

La agricultura arrendataria es un sistema indignante.

Sí, significa que trabajas una tierra que no te pertenece, eres un aparcero. Luego nos tuvimos que mudar a Jacksonville, Florida. Mi padre murió cuando yo sólo tenía veintiún meses. Murió de un ataque al corazón; no llegué a conocerle. Nos crió Ma. Trabajaba en la fábrica de cigarros King Edward. La fábrica cubierta de cigarros más grande de todo el planeta. Una cosa enorme de cojones. Antes de irme al Cuerpo de Marines trabajé allí un verano. Qué puto trabajo más brutal. Nunca sabré cómo pudo aguantarlo mi querida y anciana madre durante todos esos años. Lo hizo porque no le quedaba otra. Por eso lo hizo. De todas maneras, tío, mira, ¿y si dejamos la entrevista para otro momento?

Claro, tengo tiempo. Pero de alguna manera ya la hemos empezado.

Eh, yo también dispongo de tiempo. Siempre estoy aquí. Tenemos que hacerlo de manera que no me pilles justo después de haberme metido el puto chute, o después de haber estado trabajando todo el día o cualquier otra mierda así.

¿Hay algún momento del día que te venga mejor que otro?

Odio tener que actuar como si fuera algo especial. No lo es. No es más que una mera cuestión de cómo va mi vida y de las cosas que tengo que hacer. Ayer fui al puto médico. Es un buen tipo y me gusta, pero al acabar le dije: “Esto ha sido una pérdida de tiempo para mí y para usted y no volveré más por aquí, pero le aprecio mucho y le deseo lo mejor, así que cuídese”. Y acto seguido me fui porque, ¿sabes?, ignoro lo que quería. Supongo que quería asegurarse de que no tenía intención de liquidarme. Quería hablar sobre el suicidio y toda esa mierda. Yo le dije, “Bueno, si quiere podemos hablar del suicidio”.

La última vez que hablamos por teléfono me dijiste que estabas muy enfermo.

Sí, y lo estoy. Pero no quiero hablar de ello. Estoy bien.

Me imagino que muchos grandes escritores han trabajado estando seriamente enfermos.

Flannery O’Connor se estaba muriendo durante todo el tiempo que estuvo escribiendo, y podría nombrarte a un montón de escritores a los que les pasó lo mismo. Mira, Flannery llegó a ese punto en el que sólo podía escribir tres horas al día. Los médicos le dijeron: Puedes escribir tres horas al día. No más. Menuda mierda tener que decirle eso a alguien. Joder. En cualquier caso, para mí, lo peor ahora es el dolor. El dolor te humilla y te da una lección de humildad, y yo no estoy acostumbrado ni a ser humilde ni a que me humillen. No me gusta. Ofende mi idea de lo que coño creo que soy. Preferiría hacer antes cualquier cosa, incluso cortarme la puta garganta.

Hablando de lo cual, me hablaste de una pelea en la que te habías metido hace poco. Te rajaron la tripa y te dejaron una cicatriz enorme.

Es una cicatriz verdaderamente hermosa. Comienza a la altura del vello púbico y sube por el ombligo hasta el esternón, donde permanece equidistante entre los pezones. Me destriparon, tío. Llegué a tener los intestinos en mis manos.

Y me dijiste que ocurrió en un camping de pesca.

Así es.

Un poco irónico, que te destripen en un camping de pesca.

Bueno, sí y no. Éste es un camping de pesca que es más bien un bar para emborracharse y pelearse junto a un agradable lago en el que nadan un montón de peces. Puedes hacerte con una barca para salir a pescar, o puedes limitarte a beber cerveza, jugar al billar, armar gresca, joder y lo que quiera que se te pase por la cabeza. Pero es un lugar fantástico para pescar. La vieja casa de Marjorie Kinnan Rawlings, Cross Creek, no está lejos de donde vivo. A un lado de la carretera está el lago Orange (cuatro mil hectáreas de agua) y al otro el lago Lochloosa, con sus siete mil trescientas hectáreas de agua. Y luego está el riachuelo que corre desde Orange a Lochloosa cruzando la carretera en las proximidades del sitio donde se alza la casa.

¿Y qué se pesca allí? ¿Siluros?

Hay siluros, sí, pero los hay en todas los sitios con agua de los alrededores. Esos lagos tienen grandes róbalos, percas gigantes, truchas moteadas... También hay un montón de peces comestibles pequeños. Buen róbalo de lago, si te gusta pescar róbalos. Pero el róbalo crece demasiado. Los que son buenos para pescar no son muy buenos para comer. Un róbalo que crece demasiado, sabe y huele mucho. A pescado fuerte. No está muy bueno. Los róbalos pequeños son los que hay que comerse, pero no es muy divertido pescarlos porque no oponen resistencia. Bueno, como sea...

Sí, pero ¿podrías contarme cómo acabaste con las tripas al aire?

Conocía a ese tipo desde hacía mucho tiempo y siempre nos habíamos tenido mala sangre. Aquélla no fue la primera vez que nos peleábamos. Unas veces acababa él en el hospital y otras yo. En esta ocasión acabamos los dos en el hospital. Y yo conté un millón de mentiras para que no lo metieran en la cárcel. No quería que ese hijoputa acabase entre rejas.

¿Qué hay entre ese tipo y tú?

Somos como un par de putos perros viejos. Fui en coche hasta el camping de pesca y me pareció que podía oler al muy hijoputa. Dije: “Joder, debería dar media vuelta y volverme a casa. Estoy seguro que ese hijoputa anda por aquí”. Y así era. Cuando nos pusimos los ojos encima fue como si dos putos pit-bulls se encarasen desde sus respectivas esquinas, ¿sabes lo que quiero decir? Se rascan y saltan. Y entonces pasa lo que pasa.

¿Fue hace mucho?

Oh, no hace mucho que salí del hospital. Estuve casi un mes ingresado. En la Unidad de Cuidados Intensivos. No podía hablar. Estaba intubado, me daban de comer y de beber por un tubo. Mi hijo da clases en la universidad a un puñado de críos yanquis en el norte, y vino a casa. Estuvo bien. No le veo tanto como me gustaría y es un puto chaval fantástico. Mide alrededor de 1,92cm, pesará unos cien kilos, delgado y recto. Buen atleta. Es muy brillante; escribe obras de teatro y se las producen. Buen escritor. No sé cómo le dio por escribir teatro, pero el caso es que se puso a hacerlo. Su mujer es la directora del departamento de arte dramático de la universidad. Ella dirige las obras que él escribe, al menos al principio, para limarlas un poco y eso. Por lo que se lo tienen muy bien montado y viven un vida que, según me cuentan, les encanta, y yo no lo dudo. Pero viene muy poco por casa.

Pero vuelve cada vez que resultas herido.

Se queda siempre al lado de mi cama. Permanecí allí un mes. Dieciséis días en la UCI y luego rehabilitación. El cirujano tuvo que coserme y toda esa mierda. Ya llevo fuera cerca de cuatro meses y medio. Pero hace muy poco que la puta cicatriz se curó. Cuando te haces una realmente grande, tan ancha... Nunca había tenido una cicatriz como ésta. Bueno, tengo cicatrices por todo el cuerpo y me he roto casi todas las putas cosas que te puedas llegar a imaginar en algún u otro momento, incluyendo el cuello. A mi edad, cualquier cosa que te hayas roto al crecer, la menor muesca que te hicieras en la juventud, ahí mismo te joderá la artritis. Y la artritis no es una puta broma.

Es lo peor de lo peor.

Sí que lo es. Me partí el cuello al saltar del puente de la calle principal de Jacksonville, en Florida. Es un puente muy elevado, los barcos pasan por debajo y toda esa mierda. Nadie me puso una pistola en la cabeza y me dijo que tenía que saltar desde aquel hijoputa. Y el agua es lo suficientemente profunda como para no resultar herido.

¿Estabas borracho o algo así?

No, no. Simplemente era joven. Estaba con una panda de otros tíos, alguien lo hizo y yo fui detrás. Pero lo hice mal. Me rompí una vértebra del cuello y tuve que llevar uno de esos collarines. Tenía que dormir con el hijoputa ese puesto.

Así que ahora tienes un cuello artrítico. Ese es el tipo de cosa que me aterroriza de hacerme viejo.

¡No te queda otra que acojonarte! Envejecer es una putada. Lo que tienes que hacer es no tenerle respeto a nada, sea lo que sea. Cágate mucho en ello y dale una patada en el culo al diablo. Escupe y ráspate el trasero haciendo todas las cosas que puedas seguir haciendo cuando te hagas viejo. Y no le beses el culo a nadie. Eres un anciano, vale ¿y qué hay de nuevo en eso?

No comportarse como un anciano, básicamente.

La ira me ha ayudado en muchos momentos de mi vida y tengo que confesar (y no se lo recomiendo verdaderamente a nadie, pero qué demonios), que me volví un ser furioso. Un auténtico cabronazo.

¿Y siempre ha sido así?

Sí, por una razón o por otra. Si no puedo terminar un libro, me cabreo. Si no estoy escribiendo un libro, me cabreo. Si me pongo a escribir un libro, me cabreo. Da igual. Tengo un genio muy vivo. Intento ser correcto y civilizado y decente y todo lo que tú quieras, pero no se me da bien. No soy así.

¿Alguna vez has pensado que la ira desaparecería si lograbas completar alguna clase de círculo, como terminar un cierto número de novelas o encontrar a la mujer adecuada?

No. Todos los hombres de mi familia son así. Son como una pandilla de malditos gatos resentidos que no hacen más que moverse por ahí en busca de coños y pelea. Yo fui campeón de los pesos medio-pesados de la primera división de marines. Me han roto la nariz seis veces. Durante mucho tiempo, año tras año, no supe qué lado de mi cara iba a funcionar. Pero me gustó boxear durante mucho, mucho tiempo, y me gusta el karate, y los deportes en los que se matan animales. Me gustan un montón de cosas que no están lo que se dice de moda, cosas que no son muy agradables y que, finalmente, si tienes algo de cabeza, ya sabes, son totalmente indefendibles. Cualquiera que se ponga a defender el modo en que he gastado la mayor parte de mi vida está loco. Loco de atar. Lo que pasa es que hay demasiadas gilipolleces en el mundo. ¿Cómo se puede vivir esta vida sin estar más loco que una cabra?

Te puedes mantener aparte.

Bueno, sí, puedes, pero mantenerte apartado del mundo significa alejarte de los bares, alejarte de las mujeres, alejarte de todas las cosas que merecen la pena en esta vida. Yo, curiosamente, ya no bebo. Hace diez años que no me tomo una copa. Ni una gota. Pero, joder, ya me bebí todo lo que me correspondía en esta vida y no me avergüenzo de ello en absoluto.

Me gustaría poder decir lo mismo.

Bueno, ¿te arrepientes de la mayor parte?

De algo, pero también sé que podía haber sido peor de haber continuado.

El alcohol me sentaba bien y era bueno para mí. Lo juro por Dios. Pero, tío, te juro sobre los ojos de mi difunta madre –y de mi hijo muerto– que no he probado ni gota en diez años. Lo dejé por la misma razón que acabas de decir. Pensé, “Bueno, tío, esto se va a poner muy chungo si sigues así. No eres lo suficientemente fuerte como para seguir haciendo esto, así que lo mejor será que lo dejes”. Ayer estaba pensando en cuando Hemingway se mató. ¿Sabes lo que le pasaba a Hemingway cuando decidió matarse?

Leí una biografía suya, pero fue hace mucho tiempo.

Sabrás que bebió durante toda su vida. Bebió como lo hacen los europeos. A veces bebía vino para desayunar, y solía meterse entre pecho y espalda una puta botella de vino tanto para comer como para cenar. Bebía y punto. Mucho, durante toda su vida.

Sí.

Y luego tuvo que ir a aquella clínica, aquella clínica psiquiátrica, y le dijeron que podía tomarse al día un vaso pequeño de vino, de acuerdo. Durante toda su puta vida pesó cerca de cien kilos, y le dijeron que tenía que bajar a ochenta. Así que ya no pudo seguir comiendo como le gustaba. Había algo que no funcionaba en su conducto eyaculador, sea eso lo que coño sea, por lo que ya no podía mantener relaciones conyugales con la señora Mary. Atento al dato: ya no podía follar. Así es que tenemos a un tipo que no puede comer, no puede beber, no puede follar... y, pudiera o no escribir por aquel entonces, él pensó que no era capaz. Lo intentaba y se desesperaba; no podía soportar lo que salía de su pluma. Sesenta y dos putos años y se puso eso que llaman un Bulldog Inglés (un rifle recortado de doble cañón) en la puta boca y fin de la historia.

Porque le habían arrebatado casi todo.

Bueno, no sé, tío. El caso es que no pudo más. Pero hay un montón de cosas que puedes hacer. ¿Que algo le pasa a tu conducto eyaculador y no puedes follar? Bueno, ¿quién dice que no puedas follar? Yo encontraría otra manera de hacerlo. Coño, haz algo. Dices que no puedo seguir bebiendo; ¡y una mierda! Lo mismo me muero, pero puedo beber. Escucha, si sólo puedo beber un vaso de vino, prefiero no beber nada.

Y no tenía manera de evitar todo aquello.

Y fue en la Clínica Mayo. Y durante su estancia allí aquellos putos psiquiatras se lo llevaban a casa los fines de semana y hacían una barbacoa en el jardín e invitaban a todos sus colegas psiquiatras para exhibirlo. “Mirad a quién tenemos de invitado: Hemingway. Miradle”. Y lo único que pasaba es que estaba viejo (bueno, no tanto, tenía sesenta y dos), pero estaba jodido y confuso. Fue terrible. Horroroso.

Quizá al final hizo lo que tenía que hacer.

Quizá, tío. No sé.

¿Por qué hay tantos escritores que acaban alcoholizados?

He pensado mucho en eso, y no lo sé.

Hay un montón de gente que parece pensar que es algo que va, mano a mano, con la vida solitaria que el escritor necesita para poder hacer su trabajo.

Bueno, puede que sea cierto. Yo no sé lo que es, pero parece que puede ser verdad. El alcohol es el amigo, el enemigo o lo que sea del escritor, y los escritores le dan mucho a la botella.

 

ENTREVISTA DE RADIO A HARRY CREWS (1988)

Aquí os ofrecemos la transcripción traducida hace unos años por Dirty Lucini para Acuarela Libros de esta entrevista que le hicieron en la Radio Pública a Harry Crews en el año 1988, recién publicada su novela The Knockout Artist. Se trata de una ocasión fantástica para disfrutar de su voz y de su especial acento sureño (al que se refiere, por cierto, en cierto momento de la entrevista).

Harry Crews acerca de la escritura y sobre sentirse “freak”. 
Traducido por Javier Lucini.

 
 

Esta entrevista se transmitió por primera vez el 23 de mayo de 1988.

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El escritor Harry Crews ha tenido una vida dura y no se lo ha puesto mucho más fácil a los personajes de sus novelas. Murió el miércoles a la edad de 76 años.

Las novelas de Crews están repletas de freaks y de perdedores con talentos inusuales. En Naked in Garden Hills aparecía un hombre de unos doscientos setenta kilos con predilección por los suplementos dietéticos. El Cantante de Gospelestaba lleno de lunáticos y de personajes carnavalescos. Car contaba la historia de un hombre que se comía literalmente un Ford Maverick, varias onzas a un mismo tiempo.

Los personajes se identifican con Crews que de niño enfermó de polio y se quedó con una pierna desfigurada.

“Sé lo que es que la gente te mire y ver reflejada en su cara tus propias espantosas circunstancias. Quiero decir, tu monstruosidad”,  dijo en el Fresh Air de Terry Gross. “Y hubo otras ocasiones en las que también me sentí extravagante… Como cuando me fui de la granja y me metí en los Marines, allí me tienes, un niño salido de una granja de Georgia que, entre otras cosas, no sabía ni lo que era una pizza. Nunca había oído hablar de ellas. No tenía ni idea de lo que era el pepperoni. Así que me voy a Paris Island con al cuerpo de Marines, en un pelotón de chicos de Nueva Jersey y Nueva York. En fin, todo lo que se refiere a mi forma de hablar, los giros de mi forma de hablar, era incorrecto”.

Al dejar los Marines, Crews se mudó a Gainesville (Florida) donde estudió y más adelante fue profesor de escritura creativa en la Universidad de Florida. También empezó a escribir de un modo profuso. Pero permaneció inédito.

“Escribí cuatro novelas y varios relatos antes de conseguir que me publicaran algo, y el motivo de que no publicara nada de eso era que no era bueno”, dijo. “Y el motivo de que no fuese bueno era que estaba tratando de escribir acerca de un mundo que no conocía”.

Crews, finalmente, se puso a escribir sobre el mundo con el que estaba familiarizado en novelas como El Cantante de Gospel, The Mulching of America y A Feast of Snakes.

“Una noche me di cuenta de que todo lo bueno que tenía lo estaba atrás, en el condado de Bacon, en Georgia, junto a toda esa enfermedad, los anquilostomas, el raquitismo, la ignorancia, la belleza y la hermosura”, manifestó. “Pero era allí donde estaba. No en otro sitio”.

Crews también colaboró en Playboy y en la revista Esquire, y escribió un libro de memorias titulado A Childhood sobre cómo es criarse y crecer en una granja de arrendatarios en Georgia. En 1988 habló con Terry Gross sobre su novela The Knockout Artist que cuenta la historia de un boxeador que abandona su Georgia rural para intentar triunfar en Nueva Orleans.

Los Mejores Momentos de la Entrevista.

Sobre la bebida
“Durante los últimos doce años, he sido un borracho de lo peor. Pero era una curiosa forma de borrachera. Si no estaba trabajando, no me emborrachaba. Y entonces vas y dices: ‘Espera un segundo. Eso es una estupidez. No puedes escribir y beber’. Bueno, eso ya lo sé. Pero puedo dejar de escribir, o asustarme mucho, pervertirme o liarme, y emborracharme durante tres o cuatro días, o noches, o semanas, y luego dejar de beber y volver a ponerme a escribir”.

Sobre los impulsos
“Cuando las cosas se vuelven demasiado cómodas y seguras, me entra la sensación de que me estoy suavizando. Es como si alguien me estuviese enterrando en plumas. Por lo que cuando todo se vuelve demasiado seguro y firme tiendo a ponerme a derribar o a destrozar cosas, según me dé. A medida que me voy haciendo viejo, tengo la impresión de que lo llevo mejor, para gran alivio de la gente que me rodea”.

Copyright 2012. Radio Pública Nacional.

TRANSCRIPCIÓN

DAVID BIANCULLI, presentador: Harry Crews era de esa clase de escritor que amaba los personajes oscuramente cómicos, la gente profundamente retorcida y los grandes títulos. Entre sus novelas destacan A Feast of Snakes, Naked in Garden Hills, Scar Lover y The Hawk is Dying. Falleció el miércoles pasado en Gainesville, Florida, donde enseñó escritura creativa durante varias décadas en la Universidad de Florida. Tenía 76 años. La necrológica de Harry Crews aparecida en el New York Times lo llamó el “Rabelais de Georgia”. Crews también escribió ensayos y un libro de memorias titulado A Childhood: Biography of a Place, sobre su infancia rural en Georgia durante la Gran Depresión. Pero es más famoso por su ficción, protagonizada por freaks y perdedores con talentos inusuales. Terry Gross habló con Harry Crews en 1988 con motivo de la publicación de su novela The Knockout Artist. Trata de un boxeador que se va de su Georgia rural para intentar triunfar en Nueva Orleans. A continuación, escuchamos a Crews leyendo el párrafo inicial:

HARRY CREWS: “Desde donde estaba sentado en un taburete bajo, el chico, que se llamaba Eugene Talmadge Biggs pero al que solían llamar Knock-out, K.O. o Noqueador, había contado tres veces los trajes que colgaban en el armario abierto. Y cada vez que los contaba le salía un número diferente. Eso no le sorprendió. No era bueno contando. No era más que algo que hacer hasta que llegara el momento de salir y hacer la única cosa que le quedaba. Además, ya nada le sorprendía”.

TERRY GROSS, entrevistadora: ¿Sabes?, a medida que profundizamos en tu novela vamos entendiendo que este boxeador está a punto de pelear por el deleite de ese hombre rico y sus locos amigos, y que la especialidad del boxeador es en realidad noquearse a sí mismo dándose un puñetazo en la mandíbula. ¿Conoces en la realidad a alguien que pueda hacer eso, que pueda noquearse a sí mismo de un puñetazo?

(SONIDO DE RISAS)

CREWS: Bueno, extrañamente, sí. Sin embargo, no creo que haya sido eso lo que me ha llevado a escribir el libro, pero sí. Mi hermano fue luchador profesional. Era 22-2 cuando se rompió la mano derecha y yo me he pasado buena parte de mi primera madurez en gimnasios de boxeo de todo tipo, y llegué a pelear como amateur.

GROSS: Este personaje de la novela básicamente se ve obligado a ganarse la vida auto-degradándose. ¿Sabes a lo que me refiero? En vez de ser realmente capaz de utilizar su talento para el boxeo, tiene esa mandíbula vulnerable, por lo que se dedica a noquearse a sí mismo y la gente acude a él porque su auto-degradación se transforma en una especie de diversión.

CREWS: Bueno, dejemos una cosa clara.

GROSS: Sí.

CREWS: Él hace lo que hace y si tú quieres llamarlo auto-degradación, está bien. Pero no tiene que hacerlo. Nadie le está poniendo una pistola en la cabeza. El chico hace lo que hace porque ha perdido la única cosa que podía hacer, que era pelear realmente como un profesional. Y después porque había gente a la que amaba mucho que contaba con él para conseguir dinero para mantenerse, concretamente su familia en Georgia, él está en Nueva Orleans en el curso de esta novela, y hace eso por dinero, dinero que manda a casa.

GROSS: Bueno, ¿y te identificas con su dilema?

CREWS: Siempre.

GROSS: ¿Pues cuáles son algunas de las cosas que sientes que estás obligado a hacer y que en realidad no deseas hacer?

(RISAS)

CREWS: Oh, bueno, ahora ¿estamos en la radio, no?

(RISAS)

GROSS: ¿Está tan mal?

CREWS: No. Bueno no, no tan mal. Supongo que me tengo que ganar la vida de maneras que no habría elegido pensando en la gente que cuenta conmigo para conseguir algo de comida o un techo.

GROSS: ¿Sabes?, los críticos siempre describen tus novelas como centradas en torno a personajes que son extravagantes o anormales. ¿Estarías de acuerdo con eso?

CREWS: Bueno, sí. De acuerdo. Sí. Ciertamente, estaría de acuerdo con eso. Por ejemplo, allí, en mis primeras tres novelas, hay un enano en las tres, un tío diferente pero enano en cada una de esas tres novelas. Son gente completamente diferente pero son enanos. Y hay gente deforme de algún modo u otro y…

GROSS: ¿Sabes?, he estado leyendo tu autobiografía sobre tu infancia hasta más o menos los seis años. Se titula A Childhood.

CREWS: Sí.

GROSS: Y de ese libro he sacado realmente la impresión de que durante parte de tu infancia de verdad te sentiste como un freak. Tuviste polio a los cinco y tenías las piernas torcidas.

CREWS: Bueno, sí. Mis piernas se retorcieron hasta que los talones me tocaban el culo. Esto es, las piernas se alzaron hasta el máximo de su capacidad. Y sí, sé lo que es que la gente te mire y ver reflejada en su cara tus propias espantosas circunstancias, es decir, tu monstruosidad. Y sí, seguro, me sentí como un freak y escribí sobre ello, tal y como muy bien dices, en A Childhood. Pero, por supuesto, hubo más veces en las que me volví a sentir como un freak. No allí, sino en otros lugares, en muchos otros lugares. Por ejemplo, al dejar la granja y entrar en el Cuerpo de Marines, allí tienes a un chico recién salido de una granja de arrendatarios del sur de Georgia que, entre otras cosas, y por citar sólo una, no sabía lo que era una pizza. Jamás había oído hablar de eso.

GROSS: ¿En serio?

CREWS: No sabía lo que era el pepperoni. Así que me fui a Paris Island en el Cuerpo de Marines, ¿en un pelotón de chicos de dónde?, bueno, de Nueva Jersey y de Nueva York, por supuesto. Y, bueno, todo lo que se refiere a mi forma de hablar, los giros de mi forma de hablar, todo era incorrecto. Y me sentía muy raro, no quedaba otra. Y de hecho, si me permites que profundice en esto sólo un minuto… es una de las cosas que…, es una de las cosas que me hicieron tener ese larguísimo aprendizaje cuando, de otro modo, no habría sido necesario, porque escribí cuatro novelas y un montón de relatos antes de llegar a publicar algo. Y el motivo de que no publicara ninguna de aquellas cosas fue que aquello no era bueno. Y el motivo de que no fuera bueno es que estaba tratando de escribir acerca de un mundo que no conocía.

GROSS: ¿A qué mundo te refieres y con qué voces estabas tratando de escribir?

CREWS: Oh, estaba tratando de escribir sobre gente que tenía una familia y que crecía en la misma casa. Y sobre gente que, si era lo bastante desafortunada como para tener anquilostomas o raquitismo, podía acudir a un médico. Y sobre gente que sabía acerca de automóviles y no sobre mulas. Y así hasta aquella noche en que me di cuenta, como en una especie de momento de gracia, ya muy tarde, cuando estaba trabajando, por la razón que fuera, me di cuenta de que cualquiera que fuera mi talento habría de buscarlo allí atrás, en el condado de Bacon, en Georgia, con toda aquella enfermedad y, como digo, anquilostomas, raquitismo, ignorancia, belleza, hermosura y todo lo demás, tal y como era. Pero era allí donde estaba todo eso, y en ningún otro lugar.

GROSS: ¿Puedo leerte la dedicatoria de tu novela y preguntarte sobre ella? Se la dedicas a Rod y a Debbie Elrod…

CREWS: Mm-hmm.

GROSS: …que pusieron todo su empeño en mantenerme sano y estuvieron casi a punto de conseguirlo durante la batalla que fue escribir este libro.

CREWS: Mm-hmm.

GROSS: ¿Estabas teniendo problemas graves cuando escribías el libro?

(RISAS)

GROSS: Quiero decir, todos los escritores hablan de volverse locos mientras escriben sus libros, pero ¿te pasó algo especialmente loco cuando escribiste este?

CREWS: Uh, um, no más que en los otros libros que he escrito. Y no quiero insistir demasiado en esto ni hacer que suene demasiado afectado. Y no creo haber sufrido más que cualquier otro escritor. Creo que algunos escritores se las arreglan para vivir con ello…, en mi caso es la tensión y la ansiedad y lo espeluznante que es ponerse a escribir un libro. Creo que algunos escritores lo llevan mejor que yo. Yo nunca lo he sabido llevar muy bien. Y mi conducta varía de forma, o lo hizo en el pasado, cuando me pongo a escribir un libro; en estos últimos (no me importa decirlo, de todas maneras todo el mundo en esta ciudad lo sabe y la mayoría de la gente que me conoce en este país también) en los últimos doce años, he sido un borracho de lo peor. Pero ha sido una curiosa forma de borrachera. Si no estaba trabajando, no me emborrachaba. Y entonces vas y dices: ‘Espera un segundo. Eso es una estupidez. No puedes escribir y beber’. Bueno, eso ya lo sé. Pero puedo dejar de escribir, o asustarme mucho, pervertirme o liarme, y emborracharme durante tres o cuatro días, o noches, o semanas, y luego dejar de beber y volver a ponerme a escribir.

GROSS: Bueno, ¿sabes?, has aludido en uno de tus ensayos a que te consideras como alguien que ha tenido que esforzarse para no dejarse llevar por sus peores impulsos.

CREWS: Sí, sí, y eso nos hace volver a lo que estábamos diciendo antes. Me gusta andar en el límite. U otra manera de decirlo es que cuando las cosas se vuelven demasiado cómodas y seguras, me entra la sensación de que me estoy suavizando. Es como si alguien me estuviese enterrando en plumas. Por lo que cuando todo se vuelve demasiado seguro y firme tiendo a ponerme a derribar o a destrozar cosas, según sea el caso. A medida que me voy haciendo viejo, me da la impresión de que lo llevo mejor, para gran alivio de la gente que me rodea.

GROSS: Bueno, te deseo lo mejor y quiero agradecerte mucho que hayas hablado conmigo.

CREWS: Bueno, que Dios te bendiga. El placer ha sido mío, y espero que haya estado bien.

BIANCULLI: Esta ha sido Terry Gross hablando con el escritor Harry Crews en 1988. Murió el miércoles a la edad de 76 años.

 

Transcripción cedida por NPR. Copyright National Public Radio.

«Las historias lo eran todo y todo eran historias»

Recuperamos este vídeo que Dirty Lucini subtituló en su día, con ayuda de Tomás y Pablo Cobos, cuando empezó a publicar en Acuarela Libros la obra de Harry Crews. Se trata de una secuencia del documental Searching For The Wrong-Eyed Jesus, de Andrew Douglas, una atípica road movie, el viaje personal que el cantante y compositor Jim White hace al sagrado y muy profano corazón del Sur de Estados Unidos.

El camino le lleva a través de iglesias bizarras, baretos de mala muerte, bosques frondosos, sórdidas paradas de camiones, campings desolados y prisiones hasta dar en una pequeña carretera comarcal con este peculiar e intrigante personaje, un Harry Crews ya envejecido que probablemente sea el autor sureño que mejor revela en sus obras que el Sur no es solo un acento (como en la canción de Tom Petty que versionará Cash en su etapa Rubin: Southern Accents) ni una zona geográfica más o menos deprimida y derrotada, sino un estado mental y una atmósfera.

"La verdad de esto era que las historias lo eran todo y todo eran historias. Todo el mundo contaba historias. Era una forma de afirmar quiénes eran en el mundo. Era su manera de comprenderse a sí mismos".

Así habla Harry Crews en Searching For The Wrong Eyed Jesus (2003) de Andrew Douglas.

MOTORMAN CONOCE AL HIJO DEL ALMUERZO DESNUDO

 
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Una entrevista con David Ohle a propósito de William Burroughs Jr. por Savannah Schroll-Guz (septiembre, 2006)

Traducción: Javier Lucini


David Ohle, autor de la distopía épica de ciencia ficción Motorman, publicará en septiembre unas memorias póstumas de William S. Burroughs Jr. en la editorial Soft Skull Press. Al igual que su obra de culto, publicada por Knopf en 1972 y reeditada por 3rd en 2004, y su esperada continuación, The Age of Sinatra(Soft Skull, 2004), las memorias de Billy Burroughs son la crónica de una excepcional adversidad, al más puro estilo Beckett, aunque, en un principio, puede parecer un tema lejano a la obra de Ohle, más futurística y políticamente descorazonadora. En la siguiente entrevista Ohle explica cómo se vio involucrado en la producción de las memorias del hijo de Burroughs y qué se encontró al abrir las tres cajas de documentos que contenían los últimos vestigios físicos de su vida.

David Ohle

David Ohle

La voz de Billy, un destilado puramente Beat, parece una mezcla virgen del humor estigio de su padre y el anarquismo literario, aparentemente espontáneo, de Kerouac. Su prosa repiquetea y traquetea a ritmo Kerouaciano de manera notable en la catalogación de los efectos de su conducta ignominiosa. También, en su prosa más lúcida y formal (la destinada a la propia novela) existe una robusta belleza en su imaginería. Puede verse en la descripción de la granja de alfalfa junto al Río Grande en la que nació, el zumbido de las langostas, las formas semejantes de las raíces de los árboles y los escorpiones, y la blanca y horizontal residencia familiar de la granja.

No obstante, el libro está repleto de una cándida suerte de horror: los litros de sangre que arroja Billy por la boca y la nariz cuando le falla el hígado, la inhabilidad de los médicos a la hora de identificar la fuente de sus afecciones, el diagnóstico erróneo de histeria y la receta aberrante del fármaco Haldol para el debilitamiento hepático, el ingreso en el hospital mental. Hay un pánico telegrafiado en la elección de las palabras y, en los períodos particularmente difíciles de desintoxicación y convalecencia, lapsos mentales y disyunciones que resultan muy impactantes. En las cartas a su padre pasa por encima de su enfermedad con un ingenio modesto y expresivamente chaplinesco. Hay momentos de humor incisivo, como en la descripción del médico y la enfermera que, al examinarle minuciosamente, acaban viéndose el uno a la otra desde ambos extremos: «Digo, ¿es usted, doctor?». Al acusarse a sí mismo de quejica y de no parar de berrear, Billy es, en verdad, muy fiel a la realidad. Reconoce su frustrante incapacidad para alzarse por encima de lo que le lastima emocionalmente. En sus propios comentarios, el padre de Billy lo identifica como una criatura simplemente infeliz que no tiene la más remota idea de por qué se siente así. Y es esto lo que le lleva constantemente a caerse del vagón, a los persistentes intentos de reforma y a su crónico fracaso personal.

El trabajo llevado a cabo por Ohle con las memorias de Billy ofrece a los lectores una perspectiva histórica y bastante documentación cultural. Es una crónica de los últimos coletazos de la Generación Beat, un retrato de la bohemia abatida y mugrienta que dejó la estela escandalosa y vanguardista de aquel movimiento. También ofrece un ángulo adicional a los estudios sobre la figura de Burroughs padre: una visión retrospectiva y lateral (si bien es cierto que bastante filtrada por la idiosincrasia de Billy) de William padre y el impacto directo de su literatura incendiaria y sus acciones personales.

Billy Burroughs sería el protagonista genuino de En mil pedazos (título de la obra de James Frey, un joven drogadicto norteamericano que novelizó sus memorias acerca del proceso de rehabilitación que vivió en un conocida clínica), pero sin llegar a recuperarse nunca. Parece la historia disuasoria definitiva, así como un argumento para el vínculo inextricable entre creatividad y psicosis. Ohle ha dispuesto una ventana de valor incalculable para poder asomarnos a la vida y el mundo interior de quien se describió a sí mismo como el «hijo del Almuerzo Desnudo», el descendiente de William Burroughs y de la anfetamínica Joan Vollner Adams, a la que Burroughs padre mató accidentalmente de un disparo jugando a Guillermo Tell en un hotelucho de México. La entrevista que sigue fue realizada a través de emails que David Ohle respondió desde Lawrence (Kansas) donde actualmente escribe y ejerce su cátedra en la KU (Kansas University).

Savannah Guz: ¿Qué fue lo que llevó a Bill padre a pedirte que compilases los papeles y la última novela de Billy? ¿Fue Motorman lo que despertó su interés y le alertó de tus facultades?

David Ohle: Conocí a William padre durante los últimos diez años que vivió aquí, en Lawrence (Kansas). Lo veía al menos una vez a la semana, fui uno de los que llevó el féretro en su funeral. También conozco a su asistente, James Grauerholz. Burroughs padre y James sabían que yo era un investigador, un editor y un escritor fiable. Ya había hecho un trabajo de edición preliminar y transcripciones de tres de sus obras,MaricaTierras de Occidente y Gato Encerrado. Otras dos personas ya habían intentado hacer el «libro» de Billy y se habían rendido. Así que Burroughs me pagó unos honorarios para que “editase” la última novela de Billy, Prakriti Junction. Pero cuando llegué a Ohio State, donde se archivan las cajas con los documentos, no había nada que pudiera considerarse una novela, por lo que se me ocurrió la idea de construir unas memorias, una compilación de sus escritos, su correspondencia y varios testimonios acerca de él. Todo esto lo explico en la introducción de Maldito desde la cuna.

¿Cuántos años te llevó ordenar la prosa y la correspondencia de Billy Jr.? Sé que todo empezó con unas cajas de documentos.

James [James Grauerholz, el asistente de Bill padre] probablemente podría responderte mejor a esto, pero me parece que nos pusimos con el proyecto de Billy hará unos diez años.

¿Cómo fue tu primer encuentro con Bill padre? ¿Había leído Motorman cuando te pidió que editases y transcribieses sus propias novelas?

Conocí a Bill a finales de los setenta, cuando yo estaba dando clases en la universidad de Texas, en Austin. Le invitaron para dar unos recitales y fue mi huésped durante unos cuantos días, junto a su asistente, james Grauerholz. De hecho, fue Grauerholz quien me pidió que transcribiese ciertos manuscritos de Burroughs a un formato electrónico para posteriormente editarlos. Grauerholz había leído Motorman. No sé si Bill lo leyó.

¿Crees que Bill padre quería asegurarse de que la novela póstuma de su hijo no desapareciese junto a él? Quiero decir, ¿crees que las memorias constituyen una especie de homenaje que quiso hacerle Bill a su hijo?

Creo que Bill padre quería hacer una especie de homenaje literario a Billy y, según tengo entendido, llegó a un acuerdo con Grove/Atlantic para llevarlo a cabo, concretamente con la última novela de Billy (inconclusa), Prakriti Junction, que más adelante encontré lamentablemente inadecuada para ser publicada.

Desde tu punto de vista, ¿en qué modo Prakriti Junction, en su forma original, sin editar, se relaciona con Speed y Kentucky Jam? Bill padre menciona en su respuesta a una carta que le manda Billy que el trabajo autobiográfico finalmente se seca y la obra de ficción comienza a surgir de un modo inevitable. Aún así, en Prakriti Junction, Billy parece comenzar su historia personal desde su nacimiento. Desde tu posición ventajosa, ¿Prakriti Junction se emprendió como otra cosa y al final acabó convirtiéndose en una forma de catarsis durante el canto del cisne que fueron sus diversas adicciones y el escabroso preludio y las secuelas de su trasplante de hígado?

Se relaciona con Speed y con Kentucky Ham porque sigue siendo autobiográfica, esta vez centrándose en lo que sucedió después de lo relatado en Kentucky Ham: su matrimonio y su divorcio, su trasplante de hígado, su zambullida en el alcoholismo desesperado y en la adicción. Supongo que Billy pensó que se precisaban ciertos antecedentes para proporcionar contexto a los lectores que no estaban familiarizados con el resto de su vida hasta entonces. Yo pensé lo mismo cuando me puse a recopilar el material de Maldito desde la cuna, así que recurrí a material referencial de Speed al principio para dotar a la narración de cierto contexto. Pienso que Billy comenzó Prakriti Junction antes de su trasplante de hígado, una operación que lo cambió todo y le imposibilitó continuar con la obra de un modo organizado y coherente. Siguió escribiendo, pero no de una manera regular, y siempre obsesivamente acerca de su degradación física, sus pensamientos suicidas y su desesperación. Supongo que lo que escribió después del trasplante fue una forma de catarsis. Quizá escribir sobre el suicidio le previniese de suicidarse, directamente.

Mientras trabajabas en el manuscrito de Billy, intercalando cartas y comentarios entre los capítulos de su novela inacabada Prakriti Junction, ¿encontraste algunas afinidades entre la vida de Billy y el personaje de Moldenke de tus novelas Motorman y The Age of Sinatra? Parece haber una clara adversidad de tipo Beckettiana y una explícita obsesión corporal en ambas historias (la arritmia de los cuatro corazones de oveja de Moldenke, los pájaros con lenguas que envuelven sus cerebros; y por el lado de Burroughs, el fallo hepático, la ulterior septicemia post-operatoria, las cicatrices del tamaño de adoquines y la cantidad de venas reventadas).

Sí, encuentro algunas afinidades entre Billy y Moldenke, aunque Moldenke era un sufridor mucho más paciente. Creo que una de las razones por las que William Burroughs padre y yo nos llevamos tan bien fue porque compartíamos el mismo interés por los asuntos clínicos y científicos (y por Beckett). Mientras que Bill padre apenas hablaba de Billy, siempre estaba dispuesto a hablar de los aspectos médicos del trasplante de Billy, del nivel de sus dosis de morfina, del olor de la herida, de la duración de la cirugía, etc…

¿Trabajar en estas memorias ha tenido algún impacto en tus propios personajes de ficción o en la construcción de tus tramas? ¿Encontraste que había algún tipo de fertilización cruzada durante la investigación o el proceso de edición?

Eso es difícil de responder. Hurgar y cribar entre todas las tristes anotaciones de Billy probablemente me influyó de alguna manera. En The Age of Sinatra, la deformación voluntaria era una moda. Para Billy fue involuntaria y horrible. Aunque empecé esa novela mucho después de enfrentarme a la difícil situación de Billy, pudo haberme llevado a utilizar aún más imágenes clínicas en mis revisiones finales.

En tu introducción mencionas que encontraste fotografías y cintas de audio en las cajas del archivo de Billy. ¿Qué contenían?

Solo había tres o cuatro fotografías insignificantes, de él en la cocina de su apartamento, etc… Las cintas eran entrevistas con Ginsberg, Waldman, Burroughs padre, realizadas por Richard Elovich. Esas cintas fueron transcritas y yo utilicé las transcripciones en la compilación del libro. Una de las cintas era de Billy conduciendo un coche y hablando con Jim Jarmush, pero la calidad del sonido era muy pobre y apenas la utilicé.

Ninguna de las cartas de Billy está fechada. ¿Cómo fuiste capaz de determinar su secuencia?

En algunos casos pude hacer coincidir los acontecimientos descritos en las cartas con hechos reales y datables. Su padre siempre fechaba sus cartas, por ejemplo, así que si su padre respondía a una de las cartas de Billy, me podía hacer una idea bastante aproximada de cuándo fue escrita dicha carta. O si Billy escribía que se había pasado una semana en una clínica de desintoxicación, esas fechas estaban en las fichas médicas. Y así. Hubo bastante especulación, pero creo que todo se acerca bastante a las verdaderas fechas.

Concluyes cada capítulo con comentarios sobre Billy hechos por Allen Ginsberg, Anne Waldman, James Grauerholz y otros. Este añadido realmente dota de una fuerza tridimensional y de bastante sustancia al personaje de Billy. El lector no se siente forzado a fiarse solo de sus palabras, sino que recibe las percepciones de otros que de algún modo le rellenan y proyectan una clara sustancia psicológica a su espíritu narrativo. ¿Cómo conseguiste estos comentarios? ¿Están basados en entrevistas transcritas específicamente para el libro o se trata de observaciones pre-existentes?

Las observaciones ya existían, dejadas por otros que ya habían trabajado en el «Libro de Billy» antes que yo; los cito en el libro.

El libro en un principio iba a sacarlo Grove/Atlantic en 2001. ¿Qué sucedió para que al final lo sacara Soft Skull?

Cuando Grove/Atlantic renunció al proyecto por motivos legales (Billy dice algunas cosas procesables sobre gente que aún vive), el libro permaneció encajonado un par de años. Ninguna otra editorial hizo una oferta. Soft Skull había publicado mi novela y yo sabía que era una editorial a la que le gustaba asumir riesgos. A Richard Nash nunca le han asustado los posibles litigios, así que le pregunté si estaba interesado, y lo estaba.

Estas memorias añaden otra valencia a la figura de Burroughs padre. Puede interpretarse como un nuevo ángulo desde el que aproximarse a la obra de Bill padre: desde el punto de vista de su hijo. (¡ya me imagino las futuras tesis de los graduados!). ¿Has dado clases sobre la literatura de Burroughs basadas en tu trabajo con Bill padre o en las memorias de Billy?

No he impartido clases ni sobre Burroughs ni sobre Billy. Además, James Grauerholz, que sabe más de Burroughs que nadie, ha dado clases aquí sobre él.

¿Prevés (o esperas) que estas memorias sirvan para despertar el interés por la literatura de Billy o que, debido al tenor de su lenguaje, su producción literaria y su trayectoria de vive-rápido-y-muere-joven, Billy esté destinado a convertirse en un icono de culto como su padre?

Nunca ha existido una lamentable falta de interés por los libros de Billy, pero creo que este va renovar ese interés; creo que ahora están descatalogados, no estoy seguro. No puedo imaginarme a Billy convirtiéndose en una figura de culto como lo fue su padre, pero quienes lean Maldito obtendrán una nueva perspectiva del personaje de su padre que quizá poca gente conozca.

Y ahora, acerca de ti: ¿qué fue lo que te llevó a emprender la carrera literaria y cuándo empezaste a escribir cuentos?

Siempre he escrito cuentos, desde niño. Tenía un pupitre amarillo y solía sentarme allí a escribir cuentos sobre osos y monstruos en un cuaderno que ojalá estuviese aún en mis manos.

¿Qué te llevó al desarrollo del personaje de Moldenke [el protagonista de Motorman] y específicamente qué hay en él (y/o en su potencial de cambio moral) que continúe situándolo en la primera línea de tu ficción?

Hay un estudiante de posgrado en el departamento de biología de aquí, en la Universidad de Kansas, que se llama Andrew Moldenke. Yo no le conocía, pero un amigo mío sí. El nombre me fascinaba. Su sonoridad. Simplemente construí el personaje alrededor de ese nombre. Su papel en mi obra de ficción es generalmente el de un observador, o un foco. El extraño mundo que habita es el verdadero protagonista. Moldenke simplemente se deja llevar por el torrente de los acontecimientos. No posee un auténtico carácter propio. No es más que un nombre.

He leído que estás trabajando en un nuevo libro, The Pisstown Chaos. ¿Retoma la acción donde la dejaste en The Age of Sinatra? ¿Puedes adelantarnos algo?

Moldenke es un personaje secundario en The Pisstown Chaos. Esta vez la historia sigue a la familia Balls: Ofelia, su hermano Roe, su abuela Mildred y el abuelo Jacob. Explora cosas como los canallas que salían enSinatra, pero no en profundidad. El supremo poder político esta vez lo encarna el Reverendo Herman Hooker, quien parece estar a cargo de las cosas, aunque nadie sabe por qué ni cómo.

Savannah Schroll-Guz es una colaboradora habitual del Library Journal. Es autora de The Famous & The Anonymous (Better Non Sequitur, 2004) y editora de Consumed: Women on Excess (So New Media, 2005).


El libro Motorman está publicado por la editorial Periférica, con excelente traducción de Juan Sebastián Cárdenas.

www.editorialperiferica.com