ROD PICOTT

Fortune

(Welding Rod Records, 2016)

Antes de que me entrara el blues de Tiger Tom Dixon y me pusiese a merodear por los callejones con aquella banda de perros sin dueño, me enamoré perdidamente de la chica de Arkansas (como tantos otros); corría el año 2004. Junto con Stephen Simmons, Nathan Hamilton y Hayes Carll, Rod Picott fue uno de los primeros artistas que me recomendó mi amigo el entendido. Por ello, y volviendo a citar al bueno de Rafi: «Le debo dinero». Nació en New Hampshire, pero se crió en South Berwick, Maine, territorio de las novelas de Stephen King (que yo tanto había explorado, y sigo haciéndolo) y lugar de residencia de Nicholson Baker (otro de mis escritores de cabecera). En su primer día en la escuela de segundo grado se hizo amigo de Slaid Cleaves (uno de los más grandes «storytellers» de la actual música popular estadounidense), juntos formarían una precaria banda de garaje (precariedad sin la que, probablemente, ese género no existiría), que bautizarían con el nombre de The Magic Rats (en homenaje a uno de los personajes que habitan la canción de Springsteen, «Jungleland») y a lo largo de los años acabarían componiendo varias canciones mano a mano. Rod encalleció y se fortaleció en Boulder, Colorado, con las montañas al fondo, antes de trasladarse a Nashville en 1994, donde se pasaría una larga temporada tocando por nada o casi nada en los dudosos clubs locales. Su fama de compositor comenzaría a despegar cuando co-escribió una canción para el álbum 50 Odd Dollars del inmenso Fred Eaglesmith (todos estos nombres, no se apuren, aparecerán, si no lo han hecho ya, en futuras entradas de este blog). En el 98 consigue un curro de conductor a cargo del camión del «merchandising» de Alison Krauss, a la que aunque solo sea por eso (porque, personalmente: me produce urticaria), le estaré infinitamente agradecida. Cuando hizo falta un telonero, esa palabra que ahora los músicos tanto detestan (ahora parece ser que se comparte escenario o se abre, a lo que yo solo puedo responder con un carcajeante: «¡Mis cojones 33!», expresión cuya procedencia ignoro, pero que ha sido la primera que me ha venido a la cabeza y la verdad que muy a pelo; aunque ahora leo con cierto grado de perplejidad que hay quien le atribuye un oscuro origen masónico…), cuando hizo falta un telonero, decía, Rod Picott estuvo ahí, el muchacho del puesto de camisetas que dice que canta… Con Fortune, su décimo álbum, el más reciente, Rod se ha vuelto más intimista. Más que de personajes entrevistos a lo largo de sus múltiples travesías (ese interminable período de gira), con su voz «leonarcohenada», se ha vuelto hacia dentro y se ha puesto a hablar más de sí mismo. En poco más de una semana, grabó los doce temas/relatos (seis de ellos en un solo día) que componen este disco. Limpio y crudo, como cualquiera de sus actuaciones en uno de aquellos garitos peregrinos que frecuentó en Nashville. Perdedores hundidos en la barra y cervezas pagadas con las últimas monedas rescatadas de un bolsillo agujereado y dado de sí. Maquillaje corrido y cáscaras de cacahuetes. Bienvenidos al «circo de los corazones rotos y la miseria» (que es como Rod Picott identifica y llama a lo que hace: cantar y abrirse, noche tras noche, frente a extraños).